Catón (o Cicerón ¿?) se dirige al Senado
Algún bienintencionado podría pensar que la costumbre de entorpecer el normal funcionamiento de una asamblea o cónclave político es una invención más o menos reciente, quizá asociada al parlamentarismo de finales del siglo XIX o principios del XX; pero, como susurran los frisos de la Real Academia de la Lengua a todo aquel que circula alrededor de sus muros, “todo lo que no es tradición es plagio” y, como tantas otras cosas, la táctica de marear la perdiz es, como decía mi madre, una argucia más vieja que el “hilo negro”. Y si no que se lo digan al pobre Julio César, al que tocó sufrir en sus propias carnes numerosas dilaciones y retrasos, consecuencia de un reglamento parlamentario que no tenía ni pies ni cabeza.
Cuándo Cesar empezó a despuntar en el escenario político y presentó su candidatura al consulado, se encontró con un camino lleno de obstáculos. El reglamento del Senado exigía la presentación personal de la candidatura en Roma, pero el aspirante al triunfo no podía traspasar antes el Pomerium o frontera sagrada de la ciudad. Y a César, al que en efecto correspondía saborear las mieles de dicho triunfo, la cuestión no le resultaba baladí, pues aquel que rebasará los anteriores límites perdería inmediatamente el imperium, algo así como una especie de superpoder, que hacía que la vida fue más o menos como jugar una partida de parchis, pero cayendo siempre en “casa”. En otras palabras, sin dicho imperium se era un ciudadano normal, que era justamente aquello que César no quería volver a ser.
Julio puso a trabajar a sus asesores a pleno rendimiento y, seguramente, su jefe de grupo parlamentario le dijo que aún quedaba la posibilidad de solicitar al Senado que le eximiera del requisito de presentar personalmente la candidatura, dispensa conocida como presentación In Absentia, y que solía concederse sin excesivas dificultades. Pero el día que debía discutirse dicho asunto, Catón, una especie de Manuel Fraga de las siete colinas que no las tenía todas consigo, se marcó tal discurso azuzado por el partido contrario a Julio César, que fue imposible debatir la cuestión antes del final de la sesión, con lo que el día acabó con los senadores regresando a sus casas sin entender muy bien el asunto, nuestro protagonista con cara de circunstancias, y Catón convertido en inventor del obstruccionismo político…y con un miedo que no le cabía en el cuerpo.
Pero César se crecía ante las dificultades; renunció a la seguridad que le otorgaba el imperium, se hizo acompañar de diez o doce de sus íntimos y cruzó el pomerium en dirección a la ciudad, adonde llegó poco antes de que se cumpliera el plazo establecido. Sus enemigos, dándose cuenta de que no podían esperar nada bueno de él, y de la dificultad de intentar atentar contra su vida con la gran mayoría de la ciudad de su parte, tuvieron que hipotecar hasta la casa de la playa pero consiguieron los votos necesarios para que Bíbulo, uno de los suyos, fuera elegido colega de Cesar (o sea, Cónsul también).
Decir que Bíbulo era un cero a la izquierda, era no hacerle justicia. Quizás un hombre al que se pudiera calificar “solo” de inteligente, hubiera quedado igualmente eclipsado por la deslumbrante personalidad de César, pero el tal Bíbulo debió de ser, simplemente, un lerdo. Al principio intentó hacer frente dialécticamente al gran hombre pero, como quiera que comprobó que esto no era posible, se dedicó a impedir a todo trance la aprobación de cualquier norma de rango legal que emanara del Senado o de cualquiera de las asambleas de Roma; Y así fue: abusó de los preceptos religiosos, predijo augurios desfavorables, declaró nefasto para la política gran parte de los días del año, encerró a senadores para que no pudieran votar… César, viendo que tratar de litigar en el Senado era perder el tiempo, desplazó el escenario político a la Asamblea de la plebe, una suerte de “parlamento del pueblo” donde, por decirlo suavemente, el de más a la derecha estaba situado muy, muy a la izquierda. Y una vez allí se apresuró a proponer una ley que establecía la posibilidad de ceder tierras del Estado a los colonos, durante veinte años y por un precio simbólico ¿el resultado? La gente se volvió loca; y cuando Bíbulo intento oponerse, literalmente, casi lo matan. El pobre quedó tan afectado, que se recluyó en su casa de donde no salía para nada, negándose a volver a presentarse siquiera a las sesiones del Senado… El ingenio de los habitantes de Roma pronto sacó partido a esta situación y, dado que los años se nombraban atribuyéndoles el nombre de los dos cónsules en ejercicio, aquel año, 59 a.C, pasó a ser “el de Julio y Cesar”.
¡Que artistas!
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