miércoles, 27 de julio de 2005

Efemérides

Hoy me voy a permitir la licencia de apartarme de la temática que hace que este blog tenga algún sentido, esto es, la divulgación de aspectos poco conocidos de la civilización romana; y es que la ocasión lo merece: tal día como hoy, hace treinta y dos años, nacía un gran escritor, un amante de la historia en cualquiera de sus manifestaciones, autor de decenas de artículos, un competente y sagaz investigador del pasado, en definitiva, alguien cuya única obsesión es el conocimiento de los hechos que, hace cientos de años, configuraron de una manera u otra nuestro presente. Solo hay una pequeña pega…ese hombre aún no lo sabe, bueno… ¡ni él ni nadie!

Me explico; sería estupendo que, en el momento de nuestro alumbramiento, a la vez que la comadrona corta nuestro cordón umbilical y el médico de turno nos propina nuestro primer azote, quizás para acostumbrarnos a los muchos que nos dará la vida, un funcionario del ministerio de sanidad nos cogiera con cuidado, nos colocara detrás de una pequeña pantalla negra y, por medio de una avanzada máquina, comparara nuestras aptitudes y taras contra una gigantesca base de datos hasta encontrar aquella ocupación o desempeño para el que estamos mejor dotados. Imaginaos el tiempo que se ahorrarían los pobres docentes en formar personas en disciplinas para las que ni son aptas ni muestran interés, por no hablar de los sinsabores y berrinches que se evitarían al propio interesado y a sus allegados. La humanidad conseguiría que la práctica totalidad de la población trajinara en aquello que más le gusta o aquello en lo que más rinde con lo que, teniendo en cuenta la importancia que damos a la vida profesional, el mundo estaría peligrosamente cerca de la felicidad.

Pero, como los jerifaltes del género humano están muy ocupados consiguiendo que el mundo se mate entre sí y gastan ingentes cantidades de recursos financieros para pagar las armas con las que nos peleamos, parece que la construcción de la susodicha máquina va para largo. Para compensar, nos han vendido un modelo de sociedad en el que hay que prosperar ¿Qué que es eso? Pues prosperar es, básicamente, conseguir cursar una licenciatura que asegure un puesto de trabajo, entrar en una importante compañía en proceso de expansión, convertirte en alguien “necesario” tras cinco o seis años de vagar como alma en pena por las plantas de la oficina solo para acabar ganando un euro más o menos que tu vecino de lado y practicando la poligamia ya que estás unido hasta que la muerte te separe no solo a tu pareja, sino a tu hipoteca.

Y es entonces cuando una noche, sentado solo en la terraza, saboreando tu “éxito” junto una copa de licor antes de irte a la cama, te puede venir a la cabeza una peligrosísima pregunta; convencido como estoy de todos estamos aquí con un cierto propósito, con un destino que cumplir, ¿es este el mío?. Quizás sí; quiero decir, me deje varios años de mi vida estudiando duramente, perdí algunos otros a caballo entre la cama de mi habitación y la cafetería de la Universidad, conseguí que alguien se fijara en mí en una entrevista y me ofreciera un trabajo e incluso logré dos o tres aumentos de sueldo sin tener que dejar de hablar a ninguno de mis compañeros pero asumiendo que solo tenemos una vida que gastar ¿es así como quiero hacerlo? Y suponiendo que así sea… ¿realmente estoy más cerca de mi destino?

En mi caso, afortunadamente he podido responder a algunas de esas preguntas, aunque sea por eliminación. Hace ya algún tiempo, me di cuenta de que para mí, el día empezaba realmente cuando llegaba a casa, dejaba que varios libros de historia camparan a sus anchas por mi escritorio, agarraba papel y bolígrafo, y empezaba a trabajar concentrando todos mis sentidos en la lectura de pesados manuales y espesas biografías. Cada día, sabía un poquito más, me expresaba un poquito mejor...¡estaba prosperando de verdad!. Y también me di cuenta de que así, era inmensamente feliz. Más tarde, conseguí perfeccionar aún más mi técnica, y tras pelear contra mi conciencia conseguía que la mayoría de las veces, los posibles sinsabores del trabajo, la penosa sensación de no hacer nada interesante, los malos momentos que había vivido durante la jornada, se quedaran en el rellano, como perros hambrientos, esperándome hasta la mañana siguiente. Pero llegó un momento en que alcancé la plenitud: no hacía falta luchar contra esos sentimientos; simplemente aprendí a ignorarlos con la ayuda que me ofrecía el convencimiento íntimo de que lo que hacía durante ocho horas cada día no representaba, afortunadamente, más que una fatalidad temporal. Y que mi verdadero destino, que por ahora solo se escenificaba unas pocas horas en la intimidad de mi habitación, más pronto que tarde invadiría toda mi existencia.

Cuando a Miguel Ángel le felicitaron por su magnífico David, él, humildemente, les indicó que la escultura siempre había estado allí; que el se había limitado a quitar el sobrante. Yo intento hacer lo mismo cada noche. Con suerte y un poquito de tiempo, aparecerá mi destino.

lunes, 25 de julio de 2005

Marineros de agua dulce


Trirreme cartaginés, sin "corvus"

En la antigüedad, el dominio del mar mediterráneo era más importante de lo que cabe imaginar en nuestros días. Suponía un medio rápido y relativamente cómodo de mover contingentes de tropas de un lado a otro del mare nostrum, sin tener que desplazar penosamente grandes ejércitos bordeando la costa. Por otra parte, la lucha marítima requería no sólo de una gran pericia sino también de un cierto grado de avance tecnológico y científico; había que construir barcos manejables y rápidos, y también era necesario saber orientarse y navegar, ya fuese a vela como a remo. En esto, como en otras tantas cosas, fueron los antiguos griegos los precursores, aunque consideraban las batallas navales como poco heroicas y, más tarde, los cartagineses les cogieron el relevo. Lo lógico hubiese sido que los romanos fueran el siguiente gran pueblo de la antigüedad en apuntarse a ejercer el dominio de los mares pero sus avances fueron lentos, costosos y en cierto modo, estuvieron a punto de claudicar; ¿por qué…?

Pues porque, a pesar de ser un pueblo costero y peninsular, los romanos tenían auténtico pánico al mar en general y a la navegación en particular. Su temor llegaba a tal extremo, que eran capaces de realizar penosísimos viajes por carretera, por caminos infestados de bandidos y en las peores condiciones climatológicas imaginables, para no tener que pisar la cubierta de un barco. Es posible que este temor reverencial trajera causa de su carácter supersticioso, que hacía que imaginasen los mares como un universo poblado de peligros, pavorosas tormentas y seres mitológicos ávidos de embarcaciones con las que saciar su ira.

En realidad, el desasosiego que invadía sus corazones cada vez que embarcaban también era debido al dominio absoluto que las naves de Cartago ejercían sobre todo el mediterráneo; En aquellos días, las naves Púnicas eran las más rápidas, maniobreras y bellas y sus marineros no tenían rival en cuanto a valentía, preparación y conocimientos; además, al contrario que Roma, Cartago siempre había concebido su proceso de expansión a través del mar, y desde el primer momento se dedicó a crear una marina de guerra numerosa con la que proteger sus rutas comerciales. Esta situación permaneció estable mientras Roma fue poco más que un villorrio de casas de adobe en medio de la nada pero, en cuanto que los romanos empezaron a dominar a pueblos de aquí y de allí, formando algo parecido a un floreciente Imperio, los cartagineses se empezaron a poner “moscas”: no le hacía ni puñetera gracia la idea un vecino casi tan fuerte como ellos en lo que antes era su lago particular.

De todas maneras, como ambos se respetaban y se temían lo suyo, las cosas no pasaron de medidas provocaciones y un par de escaramuzas sin importancia en las que los romanos se dieron cuenta de dos cosas: primero, que los marineros cartagineses seguían estando un par de peldaños más arriba que los propios y segundo, que mientras ellos se manejaban con el siempre fiable trirreme de guerra, la armada púnica encuadraba cientos de naves mucho más grandes, rápidas y seguras, y que alineaban cinco filas de remeros por costado, el quinquerreme. La visión de aquellos monstruosos barcos debió causar en los romanos una impresión parecida a la que generó el tanque T-34 ruso en los batallones acorazados alemanes en el frente del este en 1941 y, al igual que los germanos, intentaron copiarlo sin mucho éxito, hasta que varias bolsas de oro consiguieron que un capitán cartaginés se olvidara de a quien servía, entregando un ejemplar nuevecito que procedieron a clonar con la ayuda de las ciudades marítimas aliadas.

Aún con todas estas mejoras, fruto del espionaje industrial, los cartagineses seguían siendo los “galácticos” del mar y no tuvieron muchos problemas para destrozar a una flota romana en las costas de Sicilia alrededor del año 271 a.C, gracias a su superior manejo del rostrum o espolón metálicos con el que los pilotos trataban de arremeter contra la nave enemiga para desgarrar su costado y provocar su hundimiento. El cónsul Cayo Duilio estaba desesperado... ¡cómo iban a vencer a los cartagineses si estos eran superiores en cualquier enfrentamiento naval y rehuían sistemáticamente la pelea en tierra firme! Y en esto andaba cuando se le encendió la bombilla: para ganar, los romanos debían convertir la lucha entre naves en algo parecido a un enfrentamiento terrestre…y así nació el Corvus; esta invención no era otra cosa que un puente móvil con un garfio para clavarse en la cubierta enemiga y así permitir un abordaje en el que la superior infantería legionaria inclinaría la balanza del lado romano. Y así, con la ayuda de este artefacto, los cartagineses fueron sucesivamente caneados en Milazzo (260 a.C.), Cabo ecnomo (256 a.C.) y las Islas Egadas (241 a.C.); el dominio púnico tocaba a su fin y el ingenio romano triunfaba, una vez más.

PD: En un principio, las naves romanas cargaban legionarios para efectuar los abordajes pero pronto las necesidades en las fronteras hicieron que estos abandonaran sus funciones navales para ser sustituidos por un cuerpo específico, también profesional, pero con ciertos conocimientos náuticos. Para distinguirlos de la infantería tradicional, los llamaron marines, literalmente “los del mar”

Saludos

lunes, 18 de julio de 2005

Apologia del silencio

Decía Manuel Azaña que, si los españoles hablásemos solo de lo que sabemos, se generaría un inmenso silencio, que podríamos aprovechar para el estudio. Esta afirmación, con la que estoy plenamente de acuerdo, cobra hoy en día una mayor importancia ya que la tendencia actual es, precisamente, la contraria: lo único que puntúa es la capacidad de decir la mayor cantidad de cosas posible, cuanto más alto mejor, sin reparar demasiado en la veracidad u oportunidad de los enunciados; de manera que el sosiego o la reserva aparecen como resquicios antediluvianos de una manera de actuar que ya no es “in”.

Esta falta de reposo en las actitudes, que yo creo que es consecuencia directa de una falta de respeto hacía lo ajeno, empeora los procesos y afea los resultados porque, como decía el poeta, cuando el corazón está en silencio la inspiración aparece y la visión se aclara. Los romanos, que a pesar de ir por ahí sin pantalones eran muy listos y las cazaban al vuelo, en seguida se dieron cuenta de las virtudes que conlleva el tener la boquita cerrada y los ojos bien abiertos, y fomentaron la actitud del buho (que no habla pero se fija...) en la educación de los jóvenes y lo establecieron como obligatorio en la instrucción militar hasta un extremo, como ahora veremos, inaudito. Sobre la eficacia de esta práctica, a las pruebas me remito.

Cuando un probatio o recluta ingresaba en una unidad militar romana, ya sea legión o cuerpo auxiliar, lo primerito que aprendía era a callarse y a escuchar; o mejor a praebere aures o lo que es lo mismo, a estar en actitud diligente de atender y obrar en consecuencia según el sentido de las órdenes o acciones de los jefes o sus compañeros veteranos, que eran los que sabían de que iba el asunto. Esta actitud, a medio camino entre el respeto y la consideración por lo que el otro te pueda enseñar, era básica en el funcionamiento del ejército de Roma y ahora, con el pasar del tiempo, se muestra como uno de los pilares de su éxito. Porque ¡ojo! para un mando es muy fácil decirle al subordinado que se calle o incluso, que salte a la pata coja ya que a este no le queda más remedio que obedecer, de mejor o peor gana; a lo que me refiero es a que se educaba a los niños desde pequeños en ese convencimiento. De esta manera, lo que de jóvenes les ayudaba a aprender, de adultos les mantenía vivos…

Quiero decir…imaginaos una legión haciendo frente a un nutrido grupo de bárbaros, los cuales les superan en número; los bárbaros se muestran vociferantes, amenazadores, enarbolan sus espadas o incluso enseñan sus genitales, intentando amedrentar a los latinos. Enfrente, los legionarios están en absoluto silencio, casi sepulcral; y más les vale ya que el optio se coloca al final de cada cuadro, atento al que contravenga la obligación de no pronunciar palabra para castigar su espalda con su vara. Mientras tanto, el griterío sube de tono y ya es ensordecedor. Los bárbaros están a punto de cargar pero en los romanos no se atisba ni un solo movimiento, todo lo más, un escudo que se alza para parar alguna flecha que desciende del cielo. Los legionarios tienen ya solo dos preocupaciones: estar muy pendientes de las trompas y cornus del sus compañeros músicos, que ahora definen el ritmo de la batalla que va a comenzar y trasmiten las órdenes de los mandos, y tener bien localizado el penacho rojo de su centurión para que la unidad permanezca unida y cumpla con su cometido…siguiendo en completo silencio.

El primipilus o centurión más antiguo grita ¡signa statuere! o ¡aguantad!, ordenando a sus hombres que permanenzcan quietos, que aguanten sus miedos y controlen sus excesos…(continuará)

domingo, 17 de julio de 2005

Seguridad ciudadana

Hay cosas que nunca cambian, o mejor dicho, que no acaban de mejorar. Roma, como gran urbe de la época que era, tenían los mismos o muy parecidos problemas que nuestros modernos Méjico DF, Nueva York o Sao Paulo; y uno de los más acuciantes y de más difícil solución era el de la seguridad ciudadana.

Cuando los ciudadanos ricos se veían obligados a salir, iban acompañados por una comitiva de esclavos que llevaban antorchas para iluminar y proteger su camino. El resto de la población, es decir, la inmensa mayoría, solo podía encomendarse a las rondas de los sebaciaria, unas cuadrillas de vigilantes nocturnos también provistos de antorchas que tenían asignado un sector o barrio específico, y cuya obligación era patrullarlo desde que caía la noche hasta primerísima hora de la mañana. Este sistema, que como idea era sin duda excelente, en la práctica hacía agua por los cuatro costados; en primer lugar, el sector que debían patrullar casi siempre era demasiado extenso, con lo que determinadas zonas de la parcela a custodiar rara vez gozaban de la presencia de los vigilantes. En segundo lugar, nos consta que estaban mal pagados, con lo que eran objetivo fácil para el soborno del ricachón de turno que, por unas cuantas monedas, se aseguraba protección de calidad para sus salidas nocturnas.

Por todo esto, cuando un ciudadano romano se aventuraba a salir de noche, siempre lo hacía con una cierta aprehensión y un vago recelo. Según Juvenal, era exponerse a ser tachado de negligente el que saliera sin haber hecho previamente testamento y, medio en broma medio en serio, el poeta nos asegura que se estaba más seguro en el bosque Gallinaria o en las marismas pontinas que en el mismo centro de Roma tras la caída del sol. Y es que, en efecto, el catálogo de peligros era de lo más variado: abundaban los sicarii, una especie de asesinos a sueldo de bajo coste, siempre disponibles para ejecutar las venganzas de maridos despechados o socios arruinados; los efractores se revelaban como expertos carteristas y los raptores, como secuestradores o agresores de toda índole, siempre dispuestos a arrancar a una joven de los brazos de sus padres, o a pegar fuego a la vivienda de un competidor político o un inquilino moroso.

El asunto debió ponerse tan peliagudo, que Octavio Augusto no tuvo más remedio que jubilar a aquellos sebaciaria que tan mal resultado daban y crear una policía totalmente profesional, organizada y acuartelada al estilo militar, bien pagada y con un alto grado de influencia sobre la vida pública de la ciudad: Las Cohortes Urbanas. Estas unidades compartían el campamento con las famosas Cohortes Pretorianas, estaban mandadas por un Prefecto Urbanus y cada una de sus tres cohortes agrupaba a unos mil hombres; y, si hacemos caso a los escritos contemporáneos, a partir de su creación, la situación en los barrios más peligrosos de Roma mejoró sensiblemente aunque, al igual que en nuestras actuales capitales, la sensación de inseguridad, nunca se pudo erradicar del todo. Curiosamente, una de causas de su éxito, se la debemos personalmente al propio Augusto; parece que, al realizarse los estudios preliminares para su puesta en marcha, los generales y consejeros más cercanos al Emperador apostaban por una policía de carácter totalmente militar, armada con escudos y espadas, de corte absolutamente legionario y con potestad para acuchillar primero y preguntar después. Augusto intuyó los peligros y los recelos que aquel modelo paramilitar podía suscitar entre la ciudadanía romana y ordenó que, al margen de armas cortantes, también portaran porras y palos, para las situaciones menos peligrosas. Además, como las sirenas no se habían inventado, completó el atuendo de cada vigile con un cinturón de campanillas para que los “malos” aprendieran a reconocer la presencia de los “buenos”, con lo que se consiguió un gran efecto disuasorio. Augusto acertó de pleno…

PD: Para decir asesino en latín, hay que utilizar según el contexto, las palabras “raptor” o “sicarii”. La segunda de estas palabras tiene su origen en la “sica” o cuchillo de hoja curva muy utilizado por los maleantes de cualquier calaña porque era pequeño y, gracias a su forma, se escondía fácilmente entre los pliegues de la ropa. Sin embargo, el término asesino es de origen árabe y quiere decir “adicto al hachís”. En tiempos de las cruzadas había una secta muy temida por los cristianos que cometía asesinatos suicidas en nombre de Alah bajo la influencia de esa sustancia. Esta secta pasó a llamarse Hashsh Ashin, o sea, “los que consumen hachís”.

Como digo, todo es demasiado parecido…

lunes, 11 de julio de 2005

Breve historia de Roma para la hora del café (VIII)

Nos habíamos quedado con el tal Porsenna declarando la guerra a la incipiente República Romana y, por ende, siguiendo el juego de la clase dirigente romana a la que una guerra venía de perlas para hacer recaer en el enemigo exterior la causa de todos los males interiores. No se sabe con certeza como se desarrolló el asunto pero, dada la situación que lo desencadenó, no es difícil imaginar los motivos que el depuesto monarca expuso a su hospitalario anfitrión para inducirle a prestarle ayuda. Uno le recordaría a Tarquinio que, a pesar de portar sangre etrusca, había atormentado a Etruria hasta reducirla casi por completo bajo su dominación. Pero El Soberbio probablemente le respondió que, en el mismo momento que sus dos predecesores hacían romana a Etruria, también y, en cierto modo desde dentro, hacían etrusca a Roma. En fin, que como en la mesa de negociaciones todo se olvida y pactos más extraños ha habido a lo largo de la historia (Hitler – Stalin, Figo – Florentino Perez…), ambos mandatarios juntaron recursos y energías y lanzaron sus hombres contra Roma que, por enésima vez, se veían obligada a defenderse.

Esta vez la lucha no se desarrolló entre potencias extranjeras, sino entre dos ciudades rivales, hijas de la misma civilización. Pero la época en que comerciantes, artesanos y mercaderes de Tarquinia, de Arezzo, de Chiusi emigraban a Roma alcanzando en ella posiciones de privilegio bajo el manto protector de los Tarquinios había pasado ya, y ahora la ciudad volvía a estar controlada por aquellos latinos y sabinos zafios, avaros y desconfiados, reaccionarios e instintivamente racistas, que habían alimentado siempre un odio sordo hacía la burguesía etrusca, liberal y progresista. El caso es que Porsenna, que por su comportamiento parece además de un buen general, un sagaz y habilidoso político, seguro que cayó en la cuenta de que, especialmente en el Lacio y la Sabina, a la gente le dolían los huesos de los puntapiés recibidos de los soldados romanos; Probablemente se aseguró el apoyo de todas esas ciudades, fomentó las actividades de una quinta columna monárquica que ya operaba en la misma Roma y encontró en Tarquinio la excusa perfecta para sacar a las tropas de los cuarteles.

Al prinicipio, la guerra anduvo mal. Los moradores de varias ciudades sabinas y latinas degollaron a las guarniciones romanas y unieron sus fuerzas a las de Porsenna, que llegaba del norte al mando de un ejército confederado, al que media península italiana había mandado gustosamente contingentes. Contra esta invasión, si hacemos caso de los historiadores romanos, Roma hizo maravillas. Mucio Escevola, que había conseguido colarse en el campamento de Porsenna con la intención de asesinarle, falló el golpe, y castigó por sí mismo su mano falaz poniéndola encima de un brasero ardiente. Horacio Cocles bloqueó el solo a todo un ejército a la entrada de un puente sobre el Tiber, que sus compañeros iban destruyendo a sus espaldas. Pero la guerra se perdió y las evidencias arqueológicas así lo prueban; la derrota fue total y la rendición, incondicional.

Tarquinio, más contento que unas castañuelas, empezó a hacer las maletas con la intención de volver a la ciudad y devolver tantas ofensas hacia él y los suyos pero su protector tenía otros planes y le dijo aquello tan socorrido de “…pues va a ser que no”. Porsenna era cualquier cosa menos tonto y sabía que una nueva restauración monárquica no traería más que dosis adicionales de dolor y sangre. Agradeció al ex-rey los servicios prestados, le puso unos fajos de billetes en su zurrón y le "invitó" a embarcar en un barco para disfrutar de un crucero por varias islas griegas de las que, por cierto, nunca volvió.

Roma tuvo que restituir a Porsenna todos los territorios etruscos y pagar una cuantiosa indemnización de guerra; los orgullosos romanos volvieron a casa con la cabeza baja, solo para vez como aquel incipiente Imperio de suyo, eu una pocas semnas, volvía a ser un pequeño distrito que al norte no llegaba hasta Fregen y al sur se detenía antes de Anzio. Era una gran catástrofe y Roma necesitaria un siglo para recobrarse; pero lo haría...¡y de qué manera!

Son curiosos los episodios del aquellos Escevolas, Coclés y demás héroes legendarios. Su exaltación constituye uno de los primeros ejemplos documentados de "propaganda de guerra". Cuándo un país sufre una derrota, inventa o exagera gloriosos episodios sobre los que llamar la atención de sus contemporáneos y distraer a estos y a las futuras generaciones del resultado final y conjunto. España se sacó un verdadero "master" sobre esta disciplina a lo largo de nuestro penoso siglo XIX aunque, desgraciadamente, en algunas ocasiones no hizo falta exagerar un ápice ¿un ejemplo?...uhmm...poned en Goggle "Filipinas" y "Baler".

Una pena.


lunes, 4 de julio de 2005

Las Guerras Cántabras

Recreación de un poblado cántabro

En el año 28 a.C, recién terminada la guerra civil que había dado con Octavio Augusto en el trono, sus más cercanos asesores estaban preocupados por la inestable posición que el nuevo y primer Emperador ocupaba al frente del incipiente Imperio romano; comparada con la personalidad deslumbrante del que fue su rival, Marco Antonio, la forma de ser de Octavio no podía resultar más gris y, como en otras épocas más tardías, la solución propuesta para aumentar la popularidad de éste entre sus súbditos fue buscar un acontecimiento bélico de pequeñas dimensiones, una guerra que pudiese resultar fácil y corta, para que el sobrino de Julio César se luciese y se mostrara ante sus súbditos como un comandante lleno de gallardía y carisma, virtudes ambas de las que, desde luego, no andaba sobrado.

El “comité de sabios” del Palatino se reunió, seguramente con carácter de urgencia y, ante los mapas que representaban hasta el último confín todas las regiones del Imperio, alguna cabeza pensante cayó en la cuenta de que, en el norte de Hispania, varias tribus resistían tenazmente los intentos de conquista de las armas romanas, apoyadas en sus pequeñas y casi inexpugnables fortalezas, construidas al abrigo de unas impresionantes montañas que hoy conocemos bajo la denominación de Cordillera cantábrica. Bajo los criterios del nuevo Augusto, la empresa no parecía excesivamente difícil; la porción de terreno a conquistar era más bien reducida, se contaba con la colaboración de algunas etnias hispanas que tenían pactos y alianzas con Roma y además, el enemigo carecía de posibilidad de escape alguna, ya que a sus espaldas se encontraba el Oceanus atlanticus…en fin, ¡que así se las ponían a Felipe II! Octavio Augusto se trasladó inmediatamente a Hispania para organizar sobre el terreno, en dos años de estancia (años 26 y 25 a.C) la nueva administración y dirigir la campaña personalmente. Para llevar a cabo esta obra se instaló en Tarraco (Tarragona), donde trasladó el gobierno de la península desde Cartago Nova (Cartagena).

El objetivo de Augusto eran los Astures (en las provincias de Asturias y León) y, sobre todo, los Cantabros (en Santander y la parte Occidental del País Vasco), ambas etnias bastante emparentadas con los celtas, de marcado carácter belicoso y con un desarrollo económico extremadamente pobre que hacía que, para subsistir, no tuvieran más remedio que realizar correrías por las tierras de sus vecinos, con el fin de distraer unos rebaños de cabras, ovejas y vacas, y volver a la carrera a sus refugios de las montañas. De entre estos vecinos suyos, los que estaban más cabreados eran los Vacceos, expertos ganaderos, aliados de antiguo con Roma y establecidos en tierras que lindaban directamente con las de los cantabros; estos pobres desgraciados eran de todo menos guerreros, así que año tras años esperaban pacientemente a que los salvajes de las montañas bajasen a cobrar el impuesto revolucionario y se contentaban con que, aparte del ganado, no se les llevaran también a sus mujeres o a sus hijos. Pero como no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista, se pusieron tan contentos al ver aparecer a las legiones de Roma, que aceptaron gustosos que las base de las operaciones se emplazara en su territorio, e incluso muchos de sus jóvenes se alistaron como tropas auxiliares con la esperanza de tener la oportunidad de vengar tantos años de afrentas.

Pero la guerra no fue bien. Tanto cantabros como astures eran maestros de las tácticas de guerrillas y, a la vez que evitaban a los romanos en campo abierto, se dedicaban a hostigar sus convoyes de avituallamiento y sus campamentos de retaguardia. Muchos legionarios se acostaban cada día con la impresión de que esa noche podía ser la última; se restringieron al máximo los movimientos de tropas fuera de las rutas conocidas, e incluso una legión perdió su aquila y otra fue completamente desbandada en un ataque nocturno. Augusto, hipocondríaco de por sí, caminaba por el palacio del gobernador como un alma en pena, afectado por repentinos ataques de furia que le hacían explotar con el primero que se cruzara en su camino y, al más puro estilo Bush, ofreció 250.000 sextercios a aquel que le entregara la cabeza del caudillo Astur más molesto, de nombre Corocotta. Para terminar de empeorar las cosas, mientras daba un paseo por las calles de Tarraco, un rayo impactó en su litera, que era metálica, y mató a dos de sus sirvientes. Eso fue la gota que colmó el vaso. Estuvo varias semanas sin salir de la habitación ya que consideraba el episodio del rayo como un mal augurio (que se lo cuenten a sus esclavos...) así que llamó a su mejor general, Marco Agripa, y él se marchó a Roma “...lejos de esta tierra de salvajes que no trae más que desgracias a mí y a los míos”.

Agripa no era un portento militar, al estilo de un Pompeyo o un Escipión, pero conocía su oficio. Rodeó completamente el teatro de operaciones, se aseguró la neutralidad o el apoyo de todas las tribus limítrofes y, cuando estuvo listo, avanzó hacía sus enemigos en tres columnas, al mando de un total de siete legiones. Su plan era sencillo: llegaba a un pueblo, mataba a todos los varones con pinta de poder levantar una espada, vendía a las mujeres y los niños como esclavos y, por último, quemaba todo, asegurándose de que algunos quedaban con vida para ir a contarlo al pueblo de al lado. Posiblemente no acumuló demasiada gloria militar con ello pero los efectos eran demoledores ya que cada vez había menos poblaciones dispuestas a compartir el destino de sus vecinos. Además, cuando las tribus unidas se decidieron a atacarlo en una batalla de verdad, Agripa les salió al paso en un lugar indeterminado conocido como Mons Vindius y les exterminó. Los supervivientes se refugiaron en cumbres y peñascos y, cuando no tuvieron más de comer, bajaron arrastrándose, suplicando clemencia y un trozo de pan; varias docenas de ellos fueron despedazados por los perros de las legiones, perros que, por cierto, son antecesores de nuestros modernos Rottweilers, y el resto fueron vendidos como esclavos en Aquitania. Una pequeña parte de los que se habían rendido a las primeras de cambio fueron autorizados a trasladar sus campamentos al llano, donde fundaron asentamientos que acabaron dando lugar a las modernas Villasalariegos o Briviesca. Corría el año 19 a.C.

PD: La tradición dice que Corocotta se preséntó el mismo a cobrar la recompensa, a cambio de que los 250.000 sextercios fueran entregados a su tribu. Augusto, maravillado por la inocencia o audacía de Corocotta, le puso libre, con la condición de que no volviera a empuñar las armas contra Roma.

¡Eso si que es político al servicio del pueblo!