miércoles, 26 de octubre de 2005

Que me diga que le debo


El Gran Capitán descubre el cadaver del Duque de Nemours

Doscientos mil setecientos treinta y seis ducados y nueve reales en frailes monjas y pobres para que rogasen a Dios por la prosperidad de las armas españolas.
Cien millones en picos, palas y azadones
Cien mil ducados en pólvora y balas
Diez mil ducados en guantes para preservar a las tropas españolas del mal olor de los cadáveres enemigos tendidos en el campo de batalla.
Ciento setenta mil ducados en poner y renovar campanas, destruidas por el uso continuo de repicar todos los días por nuevas victorias conseguidas sobre el enemigo.
Cincuenta mil ducados en aguardiente para las tropas en día de combate
Millón y medio de ídem para mantener prisioneros y heridos
Tres millones en sufragios para los muertos
Setecientos mil cuatrocientos noventa y cuatro ducados en espías
Cien millones por mi paciencia en escuchar, ayer, que el Rey pedía cuentas a quien le había regalado un reino.

¿Qué hay de verdad en estas famosas cuentas? … pues mucho; Este episodio de la vida de Gonzalo Fernández De Córdoba, El Gran Capitán, es intenso, divertido y está bien documentado. Indudablemente, el Rey Fernando el Católico, junto con su esposa, Isabel, fue el monarca que sentó las bases de la grandeza de España. Pero Fernando, aparte de sus indiscutibles dotes políticas y diplomáticas, tenía una recelosa inclinación por el control de gastos. Además, los continuos éxitos militares de su vasallo más famoso, que los poetas recitaban de memoria por toda Europa, le tocaban bastante “la moral”. Según algunos cronistas, el Rey estaba deseando que el caballeroso Gonzalo metiera mínimamente la pata, para tener la oportunidad de leerle la cartilla; La excusa perfecta fue el excesivo dinero que, según los interventores de Hacienda, se gastó durante las Guerras de Nápoles (1501-1504)

Cuando Gonzalo, que como todas las personas inteligentes era dueño de un gran sentido del humor, oyó de boca de los funcionarios fernandinos semejante sarta de reproches, se lo tomó medio bien, pero no pudo evitar sentirse molesto por lo que consideraba una mezquindad después de haber conquistado un reino para su desagradecido soberano. Por eso, una vez llegado a España, Don Gonzalo se encargó de confeccionar la anterior lista, a medio camino entre la chanza y el desprecio, a base de algunas partidas más o menos verosímiles y otras, que parecen surgidas como consecuencia de una borrachera. Estas cuentas del Gran Capitán, corrieron de boca en boca y llegaron a nuestros días como expresión alusiva a toda justificación de gastos desorbitados, incoherentes y arbitrarios.

Pero… ¿Qué hubiese pasado si se hubiera escatimado dinero? Sin duda, la guerra se hubiese perdido. En todo caso, y aquí reside el fondo de la leyenda, el coste de una guerra pérdida, aunque barata, es siempre muy superior al de una guerra ganada, aunque cara. No hay ambición sin un elevado coste; y si hablamos de aquellos tiempos, cuando emergía una política cicatera, los países sufrían o desaparecían. La Aura medicocritas es una invitación al fracaso histórico.

El tema de las cuentas sirve también para valorar el precio de la identidad nacional. Una de las grandes paradojas del mundo moderno es sin duda la siguiente: un país se construye sobre una carga fiscal elevada, que nadie quiere aceptar para sí mismo. De aquí la queja de ciertos historiadores, y la mía propia, sobre la ruindad de las clases dirigentes de nuestro país durante el siglo XVI y XVII, desinteresados de estos asuntos, siempre entregados a sus ocios y a sus gastos. Resulta increible, por tanto, que una actitud tan cara, tan fútil y tan inútil acabara dando lugar a esa maravilla que es el barroco español.

¿Sabéis donde se guarda el original de dicho documento?... porque también tiene su miga…



martes, 25 de octubre de 2005

El leon de las Islas

La historia suele ser caprichosa. Se sabe obligada a desvelar acontecimientos, a descubrir las claves de nuestro pasado, aquel que luego olvidamos con facilidad a la hora de manejar nuestro presente. Pero muchas veces se resiste a hacerlo y, quizás por eso, en ocasiones se permite ciertas licencias. Sin duda, una de ellas, fue elegir la ciudad de Oxford, sede de una de las Universidades más antiguas y famosas, como patria chica de Ricardo Plantagenet, un zoquete de cuidado. Cuando Enrique II, su padre, observó a aquel mozalbete rubiales atravesar el patio del castillo a la carrera, soltando espadazos a diestro y siniestro con el arma de madera que uno de los escuderos le había fabricado, seguramente no pudo dejar de esbozar una sonrisa; Ricardo era su tercer hijo… un muchacho sanote, de aspecto fornido, incontenible curiosidad y buen temple; por eso fue pronto conocido entre la servidumbre del Rey como “corazón de León”. Su adolescencia fue la de cualquier hijo segundón: mucho montar a caballo, mucho practicar con las armas, y de números y letras, poco, por no decir nada. Este desapego por la cultura provocó la desesperación de Leonor de Aquitania, su madre y, a la sazón, una de las mujeres más inteligentes de su tiempo.

Pero muy pronto, Ricardo empezó a saborear el amargo regusto del poder. Su padre, “Quique the second”, era un enamorado de la multipropiedad; aparte del trono inglés, tenía varias “parcelas” en el continente, como el Ducado de Normadía en Francia, o los territorios de Anjou, Lorena o el Maine. Tal acumulación de patrimonio le convirtió en el señor feudal más poderoso de Francia, con el lógico enojo del Rey de los galos, Felipe II Augusto. Todo aquello creó entre ambos reinos un fuerte sentimiento de rivalidad, que determinó la tónica política del continente europeo durante el resto de la edad media, y arrastró pronto a Ricardo al terreno de las disputas familiares: En 1173, junto a sus hermanos Enrique y Godofredo, se rebeló contra su padre, ya divorciado, seguramente porque éste le tiraba los trastos a una tal Alix de Francia, de la que “el felino” estaba locamente enamorado. Este primer intento fue un fracaso, pero no el segundo, finiquitado seis años después, y que acabó con el Rey Enrique en el paro y los dos hermanos de Ricardo, muertos o desahuciados.

Ante semejante panorama familiar, el camino de “Richi” hacía el trono quedaba expedito y así, en 1189 d.C., fue coronado Rey de Inglaterra. Pero la responsabilidad del trono enseguida empezó a ahogar los caballerescos ímpetus del joven monarca, que ve en la convocatoria de la tercera cruzada por Gregorio VIII, la oportunidad de abandonar una patria y unas costumbres por las que curiosamente, no siente el menor apego. Comoquiera que las arcas reales estaban vacías, Ricardo recurre a métodos expeditivos para financiar su empresa: pone a la venta cualquier tipo de cargo público, tierras, cédulas reales y eclesiásticas… ¡lo que sea! Además, el espíritu cruzado obra maravillas: una de ellas, permitir que Ricardo parta hacía oriente de la mano de su más furibundo rival, Felipe II de Francia; la otra, que no repare en que su política de subastas generalizadas ha puesto Inglaterra en manos de una cuadrilla de esquilmadores profesionales al mando de su hermano pequeño, Juan.

Pero a Ricardo le da igual; está completamente imbuido del espíritu de los caballeros de Cristo. La campaña empezó bien: en un principio se conquista Messina, Chipre y el puerto de Acre. Incluso los cruzados canean concienzudamente a un ejército musulmán en Arsuf pero las malas condiciones climáticas, las múltiples penalidades y las envidias y desconfianzas que invaden el bando cristiano motivan que las operaciones acaben en un discreto fracaso, y Ricardo y Felipe han de contentarse con cerrar con Saladino algunas concesiones a favor de los peregrinos que pretendían visitar los Santos lugares. El tratado es respetado por ambas partes, y permanecer en Tierra Santa no tiene sentido. Felipe de Francia vuelve grupas hacía sus territorios europeos pero Ricardo, preso de la melancolía y la desazón por la ausencia de victorias, se resiste a abandonar los Santos lugares… entre el lógico cabreo de la mayor parte de sus hombres, que están hasta la coronilla de aguantar calor, mosquitos y calamidades a cambio de nada. Mientras Ricardo permanece en la inopia, Felipe II, ya en Francia, pone en marcha la máquina de conspirar y, a base de regalos y falsas promesas, consigue poner la cabeza como un bombo al hermanísimo Juan, un individuo oscuro y taimado que ve en el soberano francés la posibilidad de que de una vez por todas, dejen de apodarle “el sin tierra”. Enterado Ricardo, prepara una reducida escolta de jinetes y, a pesar de las advertencias de sus consejeros más cercanos, parte hacía Inglaterra por tierra. Para su desgracia, en el viaje de regreso, es hecho prisionero por su viejo enemigo Leopoldo de Austria, al que el inglés había ofendido años atrás pisoteando su estandarte y que ahora, atisba la posibilidad de saldar viejas deudas. Leopoldo vende al rey inglés en pública subasta y el Emperador Alemán Enrique VI se hace con el premio gordo por 60.000 marcos, sólo para exigir inmediatamente a los ingleses el doble de esa cantidad en concepto de rescate. Juan II, alborozado, declara que no esta dispuesto a pagar ni un duro, pero la madre de ambos, Leonor, debió de dar tales voces que Juanito no tuvo más remedio que rascarse el bolsillo, y acoquinar.

Parece que el Ricardo llegó a Inglaterra con la mano suelta, dispuesto a enseñar a Juan lo que se hace con los hermanos díscolos que le traicionan a uno, cuando un noble de poca monta, el Vizconde de Limoges, se rebeló en el norte de Francia. El Rey inglés aplazó el hermanicidio para no dejar impune este nuevo desafío y lanzó una terrible operación de castigo que, en pocos días, le puso ante los muros de la poderosa fortaleza de Chateau Chales. Una noche tranquila, mientras el Rey inspeccionaba los trabajos de minado de los las murallas del castillo sin más protección que su casco, un solitario ballestero disparó una única flecha que hizo blanco en el cuello real.Ricardo, temiendo alarmar a los suyos, no mostró ningún dolor pero una vez en su tienda, optó por tirar de la flecha, con tan mala fortuna, que solo consiguió romper el asta… dejando alojado en su cuello un rejo de un palmo de largo. En medio de terribles dolores, un cirujano de los de entonces intentó extraer la punta, pero lo único que consiguió su escasa maña fue multiplicar el daño y favorecer la aparición de una infección.

Parece que en sus últimos momentos, Ricardo regresó a sus caballerosos orígenes; caminando ya hacía el umbral de la muerte, envió una carta a su madre en la que legaba a su hermano Juan el reino de Inglaterra y sus demás posesiones; y aunque se había alejado de la vida piadosa – se rumoreaba que era homosexual – se confesó, tomó la comunión e insistió en ver a Bertrán, el ballestero que le disparó, que había resultado capturado. Una vez ante él, Ricardo le dijo:

“¿Qué mal… te hice para que me causaras… la muerte… de esa manera?”

“Mataste a mi madre, a mis hermanos y a mi mujer. Véngate de mí del modo que quieras; soportaré incólume los tormentos más atroces que puedas imaginar…sabed que se acaba vuestra vida” – dijo Bertrán

“En… ese caso… te perdono. Puedes marchar” – le replicó Ricardo. En medio del estupor de los presentes, ordenó que se dispusiera la liberación del asesino, no sin antes hacerle entrega de 100 sueldos ingleses, imagino que por las molestias. Seguidamente, el Rey, en medio de un gran quejido, expiró.

Ricardo I Plantagenet, aquel al que llamaban “corazón de León”, descansa en la cripta de la Catedral de Rouen

Bertrán de Gurden, su asesino, fue desmembrado a palos por los caballeros del rey inglés, y su cadáver devorado por los perros…

A Ricardo no le hubiese gustado saberlo.



domingo, 23 de octubre de 2005

Solo hablarán de tí

"No dejéis que los bárbaros de Menfis continúen hablando de sus pirámides, ni que los astros se jacten de Babilonia ni que los jonios ensalcen el templo de Artemisa. Haced que el altar de los muchos cuernos deje de hablar de Délos, y que los habitantes de Caria dejen de exaltar hasta los cielos el Mausoleo suspendido en el aire, con oraciones extravagantes. Toda la admiración se la merece el anfiteatro de César. Los tiempos hablaran de él, y no del resto…"
Marcial, siglo I d.C.

Estas palabras las pronunció el poeta Marcial , con motivo de la inauguración del Coliseo de Roma, allá por el año 80 d.C. y tienen mucho de proféticas, porque con el tiempo, este magnífico edificio se convertiría en el símbolo de poder de una civilización que se resistía a dejar de ser capite mundi. En la actualidad, tendemos a asociar al Coliseo a una imagen sangrienta, consecuencia de los combates de fieras y gladiadores, y matanzas de cristianos que tuvieron lugar en su interior, pero bien mirado, tan desagradables connotaciones no consiguen ocultar su tremenda dimensión arquitectónica ya que, hasta la fecha de su construcción, no se había levantado en Roma edificio de similares dimensiones y , ya en plena edad media, se le seguía considerando una de las grandes maravillas de la antigüedad.

Las obras se iniciaron a principios de los años 70 d.C. bajo el reinado del tacaño emperador Vespasiano, y se concluyeron en tiempos de su bondadoso hijo Tito, sin bien las secciones inferiores de los sótanos no se remataron hasta Domiciano, hermano del anterior. Como todos los grandes proyectos políticos de la historia, nacieron de la necesidad de “contentar” al pueblo y no dejarse votos por el camino, desviando su atención de otra serie de cosas, generalmente de mayor importancia. Durante el reinado del crápula Nerón sólo existía en la ciudad un sórdido anfiteatro que, para colmo, quedó destruido por el incendio del año 64 d.C. Tras la catástrofe, las energías del malsano emperador quedaron abstraídas por la obras de la Mansión de Oro que iba a edificar en alguno de los solares surgidos en la ciudad como consecuencia del siniestro. Al conocerse la noticia, la plebe estalló en indignación ante semajante falta de "tácto político": estaban dispuestos a no tener que comer, ni donde dormir... ¡pero quedarse sin combates de gladiadores...eso sí que no! Cuando Vespasiano tomó el poder, en un calculado gesto, se apresuró a la construcción de un nuevo anfiteatro en las ruinas de lo que habían sido los jardines de la Villa del anterior emperador; “Vespa” no encontró mejor manera de escenificar las diferencias entre el anterior mandamás y su persona…

Aunque el diseño el edificio seguía la larga tradición de construcción de teatros y anfiteatros romanos, el resultado final fue una obra realmente original y única. La extraordinaria fachada se dividía en cuatro niveles diferentes, tres de arcos superpuestos flanqueados por columnas de los tres órdenes clásicos (dorico, jonico y corintio) y un cuarto construido con sillares y rematado en lo alto por pilastras. Se calcula que tenía una capacidad para 60.000 espectadores, que accedían al interior desde una zona delimitada por postes, a través de 76 entradas numeradas, con tornos automáticos... (¿eh? ahh... oyé que no, tornos no, que no estaban inventados)... situadas en la planta baja y que permitían un accedo rápido y ordenado a cada una de las secciones de las gradas. Cada una de esas secciones descansaba sobre varios arcos de hormigón superpuestos; las gradas del piso superior eran de madera y, las del inferior, de piedra, y estaban situadas relativamente cerca de la pista, que a su vez estaba separada de las gradas por medio de una valla y una plataforma donde se encontraban los asientos de mármol del emperador y los funcionarios públicos.

Una de las claves de la elegancia del edificio es, sin duda, la piedra utilizada en su construcción. A pesar de los cimientos de 13 metros de largo que soportaban la estructura principal, semejante altura y capacidad de espectadores hacía necesaria la utilización de un material robusto y ligero. La solución fue emplear toneladas de piedra travertina, un tipo de caliza volcánica muy porosa pero resistente hasta el extremo a las presiones y los cambios de temperatura. En cambio, para determinados muros se uso toba, otra variedad de piedra volcánica pero mucho más blanda y ligera. El problema de estas piedras no era solo la dificultad que planteaban a la hora de extraerlas de las canteras, situadas más de 20 kilómetros al este de la ciudad, sino que además, había que transladarlas hasta el lugar de las obras. Todas y cada una de las 240.000 tolenadas de piedra utilizadas en la construcción del Coliseo se tuvieron que llevar a Roma en almandías a través del Tíber, y el último trayecto del viaje hubo de realizarse en carros tirados por bueyes. Si se tiene en cuenta que las obras duraron ocho años, se calcula que de los muelles del Tíber salía un carro con una tonelada de piedra ¡cada 7 minutos!... si lo viera Gallardón... Si a esto unimos que los carros con material de construcción eran de los pocos que podían transistar por la urbe con libertad total y a cualquier hora del día, no es difícil imaginar el cabreo que los habitantes de las principales vías de Roma, tuvieron que agarrarse mientras la construcción del coloso avanzaba.

Pero la complicaciones se multiplicaban; la piedra travertina es bastante dura a la hora de trabajarla lo que, aparte de desesperar a canteros y esclavos, motivó que solo se dedicaran esfuerzos para nivelar la faceta del sillar que daba al exterior del edificio. Por esta misma razón se utilizaron 300 toneladas de grapas construidas a base de una aleación de hierro y plomo que, estratégicamente colocadas, reforzaban las partes críticas de la estructura. Otra problemática de primer orden fue elevar enormes bloques de piedra a alturas más que considerables, así como su posterior colocación en el emplazamiento definitivo… me explico: en las obras a base de hormigón, basta con utilizar ligeros andamiajes para que trabajen los obreros pero, en la construcción con pesados sillares de piedra requiere de fuertes grúas para elevar los bloques y de una plataforma suficientemente sólida como para depositar en ella dichos bloques. Los romanos tardaron en entenderlo; Marcial nos habla de frecuentes derrumbamientos en los primeros años de construcción, que costaron la vida a cientos de esclavos y que la situación debió de ser ciertamente dramática, ya que incluso se tuvieron que parar las obras; pero no penséis que era para velar por la seguridad de los “workers”… ¡que va!: el Emperador, simplemente estaba indignado porque no se avanzaba con la suficiente rapidez. La solución de compromiso que se adoptó, fue disminuir el uso de la piedra travertina, más pesada, a medida que el Coliseo iba ganando altura; de hecho, en la cuarta grada, tan sólo está presente en la fachada.

Para la solemne inauguración del anfiteatro se organizaron unos colosales juegos, que duraron 100 días, y que el propio Marcial no dudó en calificar como de “espectaculares efectos especiales”. Para favorecer dicha espectacularidad, la pista no era maciza sino que era una base de tablones recubierta de madera, al más puro estilo de la que hoy se vende en los centros comerciales, y que luego colocamos nosotros para que a los tres días, tenga que venir un profesional a decirnos que no está a nivel… Pues bien, debajo de la tarima, existía un complejo entramado de pasillos y recintos subterráneos, además de un sofisticado sistema de jaulas y contrapesos que permitía sacar a la pista hasta 64 fieras al mismo tiempo, entre el regocijo del público… y el más que lógico cabreo del gladiador de turno.

Sin embargo, de uno de los elementos más increíbles de todo el Coliseo, no queda prácticamente ninguna evidencia. En lo alto de la construcción, por encima de la planta superior, se extendía un imponente toldo (velarium) que protegía a los espectadores de las inclemencias meteorológicas. Entre las pilastras superiores de la cornisa se practicaron 240 agujeros, en los que se supone iban otras tantas astas que sujetaban el toldo. No se sabe a ciencia cierta como se desplegaba, pero el hecho de que en su confección participasen mil marineros de la flota romana da una idea bastante aproximada de que no se trataba de un toldo de cafetería, precisamente. Fuese cual fuese el mecanismo empleado, el velarium, a causa de sus dimensiones, debió constituir un hito del diseño y de la arquitectura, quizás tan grande como el anfiteatro en sí…

Al Coliseo, como a cualquiera, le llegó su hora. En el 407 d.C. se prohibieron los juegos de gladiadores y en el 523 d.C. las matanzas de bestias salvajes. Sin una utilidad clara y sin un Imperio detrás que lo necesitase para proclamar su gloria, el edificio languideció lentamente hasta que, a principios del XIII d.C. una acaudalada familia lo reformó como fortaleza personal; durante los dos siglos siguientes, el pillaje desangró de mármoles las espléndidas fachadas y graderías. El saqueo solo terminó cuando la iglesia católica construyó en su interior una pequeña capilla y un altar. Pero hoy, aún está ahí, convertido en un símbolo de lo duradero y lo universal, mirándonos desde lo alto con cierta altivez… y quizás incluso con pena, porque el hombre no ha sido capaz de hacer tan universales y duraderos, sentimientos como el amor, o principios como la justicia o la tolerancia.

si moldeáramos corazones, como moldeamos la piedra...


viernes, 21 de octubre de 2005

Lavado de cara

Hola amiguetes...

Los que hayaís entrado en el Blog a partir de la mitad de la mañana, posiblemente habreís visto que la "carrocería" ha cambiado un pelín... para mejor. ¿El mérito? pues del compañero Roberto, que me ha diseñado un logo para mi bitácora que, además de gratuito, me gusta de veras. Para conocer al autor, pasaros por:

http://elmundosigueahi.blogspot.com/

jueves, 20 de octubre de 2005

El arma del diablo

El papel jugado por la ballesta en la historia de la Baja Edad Media fue más que notorio. Fue usada, admirada y aborrecida casi por igual, por cazadores y guardabosques, por bandidos, por cuadrilleros de la Santa Hermandad, por asesinos y por soldados. También fue perseguida e incluso excomulgada. Durante el Concilio de Letrán, en 1139 d.C., Inocencio II y sus cardenales calificaron este arma como arte mortiferam y Deo odibilem, y prohibieron su uso entre cristianos, aunque, curiosamente autorizaron a que se "practicara" con musulmanes. Como solo se prohíbe lo que se generaliza, no cabe duda que en aquellos tiempos, el invento debía ser todo un "hit" de ventas. Esta es la apasionante historia del arma más controvertida de la Edad Media...
Un arma relativamente sencilla...
En esencia, la ballesta, del latín ballista, que apareció como arma portátil a finales del siglo X a.C., es un ingenio conceptualmente sencillo, pero esa simplicidad es más aparente que real. Las armas de este tipo tienen varias piezas móviles en su interior, con diversos resortes y engranajes mecánicos más o menos complicados. No en balde, a partir de las ballestas se desarrollaron los mecanismos de los primeros relojes. Como digo, el artilugio se componía de una pieza de madera o “cureña” sobre la que se fijaba en un ángulo de 90 grados, un arco o “verga” que podía ser de acero o de “palo”, es decir, de madera. Además diversos resortes de acero mantenían otras piezas en la posición correcta, como la “nuez” o el “estribo”, que es donde se colocaba el pie para mantener la ballesta en posición vertical.

Al prepararse para disparar, el ballestero solía comenzar sacando uno de los 18 dardos que guardaba en un estuche de cuero, sujeto al lado derecho del cinturón, y lo sujetaba con los dientes por aquello de tener las manos libres. Después “montaba” la ballesta, es decir, colocaba uno de sus pies dentro del estribo, con lo que el arma se alzaba y quedaba dispuesta para disparar.

Tensar la cuerda, ya era harina de otro costal; en un principio, un hombre de fuerza normal podía tensar el arma sin demasiados problemas pero el aumento de “pegada” que experimentó la ballesta en los siglos XII y XIII d.C., hizo necesario buscar otros métodos. El más burdo de ellos fue un gancho que los ballesteros colgaban de su cinturón y con el que se dejaban media vida intentando templar la cuerda. Mucho menos fatigoso debió de ser usar la “pata de cabra”, una especie de sistema de palancas muy ingenioso que tiraba de la cuerda con cierta facilidad. Algo más tarde surgiría el “armatoste”, un espectacular sistema para tensar las ballestas más duras y que consistía en una doble manivela, provista de un torno, por el que pasaban dos juegos completos de cabos, unidos a variados remaches, engranajes y tornillos. Con este elemento, la cuerda debía de quedar tensa de verdad, aunque supongo que si el arma se estropeaba, se tiraría a la basura, porque he visto uno de estos armatostes al natural... ¡y no me imagino quién podría ser capaz de arreglar cachivache semejante!
...con variadas ventajas...
Bueno, se usara el sistema que se usara, al final la cuerda quedaba sujeta por la nuez, que quedaba firme e inmóvil por la presión del disparador. El tirador, que ya tendría el dardo más mordisqueado que el “bic” de la oficina, se lo sacaría de la boca, lo colocaría en su sitio y se llevaría el arma a la cara. Una vez apuntada, se libera la nuez con el disparador y la saeta volaba hacía su destino con siniestras intenciones… ¡Ah! Los dardos de la ballesta, mucho más cortos y gruesos que las flechas de arco, se llaman “virotes” o “lances” y se estabilizaban por medio de 3 plumas o de 2 lengüetas de cuero. Su poder de penetración era tal, que podían atravesar un yelmo o una armadura. Además, no solo tenía una potencia devastadora, sino que acertar con una ballesta era escandalosamente fácil, ya que el arma estaba estabilizada en el momento del disparo y no había que hacer fuerza mientras se elegía el objetivo. Por eso era el arma preferida de los primeros francotiradores de la historia, que la utilizaban para asesinar a discrección. Con una ballesta liquidaron a Miguel Lucas de Iranzo, favorito de Enrique IV de Castilla, durante una misa en la Catedral de Burgos, en 1473 d.C.
...y algunos inconvenientes...
Pero la ballesta no era perfecta, ya que presentaba serias y variadas trabas. Para empezar, en lo que un ballestero hacía un disparo, un arquero diestro ponía siete flechas en el blanco. Y no era porque el interesado estuviera hablando por el móvil… lo que ocurría era que el proceso de carga era engorroso hasta el extremo de tener que descansar después de varios tiros para descansar los brazos. Por eso los ballesteros ampliaron su equipo con el “paves”, un escudo amplio con el que se cubrían la espalda mientras lidiaban con cuerdas y poleas.

Además de su lentitud, el arma ocasionaba otras penurias. Una era que la cuerda no era tan flexible como la del arco, con lo que, si se mojaba, perdía flexibilidad y se cuarteaba. Por esa razón no se podía utilizar cuando llovía y, a las primera gotas, un ballestero prudente desmontaban la “verga” – ojo, la del arma… a ver en que pensamos – y guardaba las cuerdas en lugar seco. De ahí viene el dicho castellano de “mear las cuerdas” cuando se quiere incordiar el quehacer de alguien… Para acabar de complicar las cosas, la nuez se rompía con cierta frecuencia y cambiarla era un proceso laborioso y duro; hacerlo en medio de una batalla, en un mar de sudor, gritos y espadazos debía templar los nervios a base de bien…
...que ocasionaron su final.
Pero lo que de verdad puso fin a la vida del arma fue que, en el siglo XV d.C ya estaba al límite de sus posibilidades de desarrollo. Durante siglos, la ballesta había sido protagonista principal de una suerte de “carrera de armamentos” que acabó perdiendo. Cuanto más acero añadían los caballeros a sus armaduras, más potencia ponía en su arco el ballestero, hasta el punto de que, para cargar el arma, hubo que recurrir a los más disparatados mecanismos y a la fuerza de dos personas. Por eso, desangelada, la vieja ballesta agarró el petate y se retiró de los campos de batalla con la mirada gacha, dejando su sitio a un mozalbete fuerte, de carácter explosivo y con unas enormes posibilidades de desarrollo: el arcabuz.
Al hilo de todo lo anterior… ¿alguien podría decirnos de donde viene la expresión “ir en cuadrilla”? y aviso de que algo tiene que ver con lo anteriormente leído.
Un abrazo

miércoles, 19 de octubre de 2005

Mujeres juegan... y ganan

En el 195 a.C., inmediatamente después de una de las guerras púnicas, las mujeres de Roma, formando cortejo – como si no…- se dirigieron al Foro y exigieron al parlamento la abolición de la Lex Oppia, promulgada durante el régimen de austeridad impuesto como consecuencia de la amenaza de Aníbal, que prohibía al sexo débil – por decir algo…- los adornos de oro, los vestidos coloreados y el gobierno de vehículos… de carros, quiero decir…

Por primera vez en la historia de Roma, se aceptaba que las mujeres fuesen protagonistas de algo. Pero es que estaban haciendo algo más: tomaban la iniciativa política y, en suma, afirmaban sus derechos; hasta entonces, esto no había sucedido jamás. La vida pública romana era solamente masculina. Las mujeres no contaban más que en la privada, es decir, en el ámbito familiar de la casa, sonde su influencia quedaba circunscrita a sus funciones como madre, esposa o hermana de hombres…

En el Senado, Marco Porcio Catón, a la sazón jefe del partido misógino y “censor” encargado de vigilar las costumbres, se opuso a la petición de manera furibunda. El discurso que pronunció aquel día, que Livio tuvo la gentileza de dejar escrito, dice mucho de las transformaciones que, en fechas tan tempranas de la historia, estaban experimentando la vida social y familiar de la Urbe:

“Si cada uno de nosotros, señores, hubiese mantenido la autoridad y los derechos del marido en su propia casa, no hubiéramos llegado a este punto. Ahora, henos aquí: la prepotencia femenina, tras haber eliminado nuestra libertad de acción en la familia, nos está destruyendo también en el Foro. Recordad hermanos, lo que nos costaba sujetar a las mujeres y frenar sus licencias, cuando las leyes aun nos permitían hacerlo. E imaginad que sucederá de ahora en adelante si estas leyes son revocadas y las mujeres quedan puestas, legalmente, en pie de igualdad con nosotros ¿no lo veis todavía?... yo os lo diré: los hombres de todo el mundo, que gobiernan a sus mujeres, serán gobernados por los únicos hombres que se dejan gobernar por sus mujeres…los romanos.

Las manifestantes ya habían estallado en risotadas a la mitad del discurso pero, tan dicharachero cierre, hizo que hasta los senadores tuvieran que esconder la cabeza entre los pliegues de la toga. La lex Oppia fue revocada y Catón, ciego de ira, trató de recobrarse transformando la prohibición en un impuesto que gravaba de forma leonina lujos y joyas. Pero ciertas ventoleras, cuando empiezan a soplar no hay quién pueda pararlas ni barba de censor que las resista así que, las sufragistas, volvieron a sus casas a la carrera para propagar a los cuatro vientos los parabienes de la nueva situación. ¿Los maridos? Pues pelín fastidiados: no solo se había sentado un engorroso precedente que cuestionaba su supremacía sobre sus esposas sino que, gracias a Catón, iban a empezar a pagar la bisutería fina con VISA, porque como consecuencia de la nueva tasa, se acababan de duplicar sus precios…

Según Livio, ese mismo día, cierta cantidad de hombres se dirigió a casa de Catón en medio de un gran alboroto…sin duda, querrían agradecerle el favor.

Buenas noches.

martes, 18 de octubre de 2005

Una reconciliación imposible


Juramento de Santa Gadea

Alfonso frunció el ceño, apretó los puños y sonrió para sus adentros, buscando inmediatamente entre la concurrencia la inconfundible figura de su hermana Urraca. Una vez la hubo encontrado, la dedicó un guiño cómplice y una taimada sonrisa, sin duda recordando los años de penurias, de guerras y de miedos, de huidas a la carrera, de encuentros furtivos a la luz de una vela, de reproches de padre, y de ultrajes encadenados que uno y otro tuvieron que padecer. Quizás por eso, forjaron una fortísima y sincera amistad, hasta el punto de asegurarse de que, un día, Castilla entera sería testigo del indiscutible triunfo de ambos… hermano y hermana... el uno como Rey y la otra como su principal apoyo político y afectivo… prácticamente, como una Reina.

Ahora ya no importaban los cuchicheos que invadían los pasillos de palacio, en los que se aseguraba que había tenido parte en el asesinato de su hermano Sancho ante los muros de Zamora, o que Urraca se entregaba a él, algo más que como una hermana; ya no importaba que su padre, Fernando, hubiera fragmentado el reino contra todo consejo, repartiéndolo en cinco partes, y castigando a ambos con las migajas del reparto; y en cuanto a los nobles, de los que se decía que más de un tercio contemplaban con desagrado la coronación del nuevo rey… ya tendría tiempo de ocuparse de ellos: serían tan duramente castigados, que quedarían anulados como partido opositor y, los supervivientes, servirían además para ilustrar hasta que punto podía ser de duro un Rey castellano con los que le incomodaban.

… y es que, ya no había vuelta atrás. Alfonso había comparecido ante todos los notables del reino, había aceptado privilegios y prebendas, y había jurado leyes y fueros… ¡Ya era Rey!... por eso, cuando se giró hacía la multitud, altivo, dispuesto a recibir el juramento de lealtad y el gesto de sumisión de todos ellos, y vio que un caballero seguía erguido en lugar de arrodillarse, su rostro se contrajo de ira. El nuevo y joven Rey, descendió del estrado en que se encontraba y avanzando a grandes zancadas, recorrió la mitad del camino que le separaba del traidor. Cuando, en ese momento, le reconoció, se le helo la sangre. Aquel que se atrevía a desafiarle era Rodrigo Díaz de Vivar, el alférez real...

Los dos hombres permanecieron observándose en la distancia, sin que ninguno avanzase, durante un tiempo, en medio del estupor de los congregados que permanecían inmóviles, sin atreverse a incorporar, ni mucho menos, intervenir en la disputa. Finalmente fue el Cid el que se acercó a pocos pasos de su Rey y, buscando atraer la atención de los allí presentes, alzó la voz:

- Señor… no hay aquí ni un caballero, que no crea, sospeche o le hayan llegado bulos que os relacionen a usted, señor, con la muerte de vuestro hermano Don Sancho; Todos lo creen… aunque tienen miedo de decirlo. Señor…si queréis que estas gentes os tengan como justo soberano, debéis hacer lo necesario para disipar rumores.

- No sois quien…- dijo Alfonso

- Me asiste la ley Señor... todavía soy el alférez real y príncipe de vuestros ejércitos el Cid hizo una pausa, y continuó - y encargado además de velar por la legitimidad de este Reino y de su soberano… y ni lo uno ni lo otro quedarán limpios hasta que vos…

- ¡Os digo que no sois quien! – repitió Alfonso

... y el Rey se giró y empezó a deshacer el camino hacía el estrado, lentamente, asegurándose de que todos lo entendieran como una muestra de desprecio hacía el Campeador, aunque en el fondo, le empezaba a preocupar la sequedad que invadía su boca, y comenzaba a notar que se asentaba en él una preocupante sensación de inseguridad. Entretanto, el Cid, siguió a su soberano con la mirada, cerró los ojos, se santiguó y avanzó a su vez.

- Señor – dijo Rodrigo – no tenéis porque complicarlo aun más…Os lo pido por última vez… Jurad sobre las sagradas escrituras que no tuvisteis nada que ver en la muerte de vuestro hermano, y vuestros caballeros, yo el primero, os tendremos siempre por nuestro justo y legitimo Rey…

- ¡No tengo por que!

- ¡jurarlo…ahora! – le contradijo el Cid.

El grito del campeador retumbó en toda la iglesia y sobresaltó a los presentes, algunos de los cuales se habían levantado ya. Otros permanecían agachados, sin atreverse a levantarse y sin comprender como podía un caballero, por importante que fuese, obligar a jurar a todo un Rey. Entretanto, los dos hombres se hallaban ya encima del estrado, Alfonso con la cara completamente congestionada y sin acertar a explicarse lo que sucedía y, el Cid, visiblemente irritado y alzando el índice de forma amenazante en dirección a la faz de su soberano.

- ¡Jurad! – bramó, mientras agarraba la diestra del monarca y la colocaba, de un golpe, encima de la gigantesca Biblia que la Catedral de Burgos había cedido para la ocasión - ¡ahora!

Alfonso, presa del pánico, apenas acertaba a balbucear mientras buscaba como un desesperado la imagen tranquilizadora de su hermana Urraca entre los congregados… pero era imposible encontrarla; alrededor de la escena se habían arremolinado numerosos caballeros que rodeaban a los dos hombres por completo. En medio de ese agobiante ambiente, el rey volvió la mirada solo para encontrar los inquisidores ojos de Rodrigo. Ambos cruzaron entonces sus miradas. El Cid volvió a la carga…

- ¿Juráis señor, que no tuvisteis nada que ver en la muerte de vuestro hermano Don Sancho, que no conocíais que alguien tuviera intención de dañarle y que os enterasteis del fallecimiento cuando yo mismo os la comuniqué? – gritó - ¡Vamos! ¡juradlo ante Dios!

- ¡Lo juroooo! – farfulló Alfonso.

- ¡Decid “ante Dios”! – gritó el Cid, fuera de sí, mientras apretaba su mano contra las escrituras - ¡tenéis que decir “ante Dios”!

- ¡Ante Dioooos!

Rodrigo soltó el brazo de su Rey, esperó unos segundos, retrocedió unos pasos y, una vez calmado, se arrodilló ante Alfonso, y le cogió el brial con su mano derecha, en señal de sumisión. Alfonso, clavó sus ojos sanguinolentos en su vasallo, se zafó de su brazo y, mientras intentaba recomponer sus vestiduras, le espetó - ¡ante Dios… y amén! – y le escupió…

Quizás ocurriera así o tal vez no pero, a grandes rasgos, este fue el acontecimiento que generó el torrente de odios y desaires que enturbiaron las relaciones entre Alfonso VI, conquistador de Toledo, y Rodrigo Díaz de Vivar, vasallo suyo, caballero principal de las huestes castellanas y espejo de virtudes de la cristiandad medieval. A partir de este momento su trato se tornó insostenible: tres destierros, varios malentendidos, una incomparecencia (batalla de Sagradas, 1086 d.C.), acusaciones de traición… el caso es que jamás se reconciliaron, por más que la película “El Cid” nos haga pensar lo contrario.

El Cid sobrevivió e incluso acrecentó su leyenda como soldado de fortuna, a las órdenes tanto de príncipes cristianos como musulmanes. Sirvió al reyezuelo de Zaragoza, cobró tributo al de Sevilla, hizo prisionero al Conde Barcelona e incluso conquisto Valencia a los almorávides (1089 d.C.) Allí intentó formar un pequeño reino en el que parece que fomentó en cierto modo las artes, la cultura y la convivencia entre religiones. En Valencia murió en el 1099 d.C., a los 56 años de edad. Tres años después Doña Jimena tuvo que huir de la ciudad, ante el empuje almorávide y la negativa de Alfonso a prestarle ayuda a la viuda de su eterno enemigo…

PD: El Cid era muy aficionado a vestir “a la oriental”, lo que aún era inusual en aquel tiempo. Parece ser que por encima de la cota de malla y para protegerse de los rayos del sol que calentaban con rapidez este caparazón metálico, Rodrigo llevaba una prenda de origen musulmán llamada tabardo, una especie de brial con mangas y cuello alto. En la campaña de Valencia, hizo tanto calor que los caballeros que llevaban tabardos gruesos, caían redondos al suelo completamente deshidratados. De ahí que, desde entonces, al que es victima de una insolación en Castilla, se le diga que “le ha dado el tabardillo”.

Hasta mañana...


sábado, 15 de octubre de 2005

Unas delicatessen...o eso creo

La gente que ha leído poco o nada acerca de la Roma antigua, que es la mayoría, es capaz al menos de enumerar alguna de las ciudades que en aquella época, se podían considerar principales; Cartagena, la antigua Cartago nova es probable que sea una de ellas. Dicha población, que ya gozaba de un importante estatus cuando pertenecía al Imperio Cartaginés, no solo no vio menguada su posición cuando los romanos se hicieron con las llaves del cortijo, sino que al contrario, aumentó su poder hasta tal punto que, además de convertirse en uno de los puertos más importantes de la parte occidental del mundo romano, llego a ser la capital de una provincia a la que incluso prestó su nombre: la carthaginensis, que abarcaba junto a las actuales provincias de Murcia y Alicante, todo el sur de Castilla la Mancha y parte de Almería.

Como en la actualidad, semejante desarrollo solo pudo venir de la mano del comercio y Cartago Nova lo tenía todo para convertirse en referencia comercial para todo el Imperio: un clima extraordinariamente benigno, un puerto grande y bien equipado, una mar calmada… además, estaba cerca de las provincias africanas y no demasiado lejos de Roma. Pero, sin duda, el motivo principal de su auge es que, en sus cercanías, se podían encontrar los tres bienes susceptibles de ser objeto de transacción, más prohibitivos, por su precio, de todo el mundo romano ¿Qué cuales son?... no se si me vais a creer…

el Garum, el murex y el orín humano… (esto último no es una coña marinera…)

El Garum era la salsa más famosa de la antigüedad. Se elaboraba con vísceras de pescados como el atún, la caballa y el esturión, que se ponían en salmuera y se dejaban secar al sol durante dos o tres meses; el resultado se trituraba y, mezclado con fuertes especias, se dejaba macerar durante otro tanto. En Roma, no había comensal que no lo solicitara en sus platos… ni nariz que no lo sufriese, pues su olor era auténticamente insoportable. Una de sus variedades, el Garum Sociorum o “Garum de los amigos” era fabricado en Cartago nova, y un litro del mismo, se cotizaba a 180 piezas de plata. A pesar de los intentos de los emperadores de regular su consumo y precio, lo cierto es que los cambios en la cantidad almacenada de Garum, influían en la cotización de la moneda imperial; en fin, que no creo que estuviese en la bolsa de productos en base a los que se calcula el IPC

El murex es un molusco, a medio camino entre la almeja y el mejillón, que se encuentra en las zonas costeras de todo el mediterráneo. Su carne se consideraba dura e insípida pero tenía una singular cualidad, su caracola generaba, una vez triturada, un polvo que tintaba los tejidos con un hermosísimo color púrpura. Si a esto le añadimos que dicho color se relacionaba con la nobleza por su alto coste y que, prácticamente, no había modo alternativo de obtener ese tono, se entiende porqué una libra costaba 1000 denarios, es decir, el sueldo anual de un legionario… pero ¡atención! las costas cartageneras gozaban de la presencia del Murex conchylium, un pariente lejano del anterior que, además de ser escaso, servía para obtener un tintado aún más “chic” y duradero… ¿la consecuencia?... los almacenes de ánforas con este murex, estaban vigilados por guardias armados con orden de no andarse con contemplaciones.

Y, por último, los orines; Entre los romanos y, con el cepillo de dientes solo en el plano, el ritual de limpieza bucal era “pelín” distinto al actual. En primer lugar, se ponía uno manos a la obra con un palillo o un hueso de pollo, hasta dejar los espacios entre los dientes sin inquilinos indeseados. Después, se solía frotar el esmalte dental con una especie de pasta hecha a base de vinagre, miel y sal. Sin embargo, entre las clases pudientes, se puso de moda enjuagarse la boca con orín humano, ya que se aseguraba que no había mejor remedio contra las caries. Esta práctica adquirió tintes fetichistas cuando se empezó a solicitar orín de esclavo… y como Cartagena era un centro esclavista importante, ¡pues no faltaban verdines de todas las partes del mundo!

Estaban locos estos romanos...

Un apagón en la historia de la humanidad

Uno de los cementerios cerca de Kanchanburi y, al lado, el verdadero puente sobre el Kwai

No es difícil saber cuando un hombre camina por el límite de sí mismo, cuando está a punto de poner fin a su sufrimiento. Simplemente, tiene la mirada desenfocada, perdida, dirigida a un infinito que parece inalcanzable, pero que en el fondo hace mucho que ocurrió. Es la mirada de alguien que no tiene salida; ni esperanza. Por eso, cuando el chico salió del barracón de la enfermería, treinta y un días después de haber sido salvajemente maltratado por los soldados, y me miró de aquella manera, llevándose la mano al corazón, comprendí que iba a quitarse la vida. Bajó las escaleras de un salto y aceleró el paso. Se cruzó, ya a la carrera, con los prisioneros que estaban acarreando las traviesas del ferrocarril, haciendo que dos de ellos perdieran el equilibrio y cayeran y, con la fuerza que da la desesperación, llegó a aproximadamente cinco metros de la alambrada, justo en la línea de uno de los nidos de ametralladoras. Se oyó un tableteo e, inmediatamente, su cuerpo se desplomó, presa de los disparos. Así se suicidó, delante de nosotros, aquel al que todos llamábamos chico, ante la desesperación de su hermano, a quién me costó los mayores esfuerzos retener para que no siguiese su destino, y de quien tuve que apartar inmediatamente la mirada, ya que no podía revelar que, en el fondo, consideraba la muerte de su pariente un alivio (…)

Señora, su hijo no pereció aquel día. Le mataron en el momento en que le propinaron el primero de una serie de maltratos y comprendió que había dejado de ser un ser humano. Después se limitó a asumir su destino (…)

(Escrito a partir de una carta enviada por el soldado que presenció los hechos, a la madre del que resulto muerto en un campo de concentración japonés).


Una de las realidades más deplorables de la Segunda Guerra Mundial – si es que hubo alguna de otro tipo - fue el trato que el Ejército Imperial Japonés dispensó a sus prisioneros de guerra. Aunque todos ellos “disfrutaron” de unas condiciones de vida muy duras, a los prisioneros chinos se les consideraba infrahumanos y, en consecuencia, se les trataba con indecible crueldad, mientras que los occidentales recibían un trato algo mejor, hasta que el signo de la guerra cambió para los nipones que empezaron a dar muestras de una saña indiscriminada. A pesar de que la Convención de Ginebra había establecido las normas básicas para el trato humanitario a los prisioneros de guerra, los combatientes bajo control japonés eran regularmente torturados, golpeados y asesinados. También eran utilizados como mano de obra por un sueldo simbólico. En 1942, el Japón empezó la construcción de un ferrocarril que acortara las vías de aprovisionamiento entre Tailandia y Birmania. La construcción se realizó a lo largo de 400 kilómetros, gracias al trabajo forzado de un cuarto de millón de tailandeses y 60.000 prisioneros de guerra occidentales. Se calcula que la mitad de los trabajadores forzados murieron por los castigos, el hambre, las enfermedades y el cansancio... De estos, 16.000 eran holandeses, australianos y británicos, y en ellos se inspiró Alec Guiness para su famosa película. Dos cementerios cerca de Kanchanburi contienen sus restos.

Se ha especulado mucho acerca de las razones que motivaron esta crueldad. Muchos japoneses se consideraban una raza superior y se guiaban por un código moral que identificaba la rendición como un acto de cobardía. Esa falta de “honorabilidad” en el momento de ser capturados podría, según la ética japonesa, haber motivado ese sentimiento de desprecio.

Una convención para respetar, un código para despreciar… Nos hemos rodeado de leyes, y nos hemos olvidado de nuestro corazón.

PD: Los nombres de los países, desgraciadamente, no son ficticios... aunque las historia nos demuestra que pueden ser cualquiera.

Buenas noches.

jueves, 13 de octubre de 2005

Cómodo, el hijo indigno

A veces nos preguntamos, con indisimulado estupor, como pudieron determinados padres engendrar determinados hijos. Cuando Marco Aurelio presentó a Cómodo ante los soldados como sucesor suyo, le otorgó el apelativo de “sol naciente”... y tal vez sus ojos de padre – si es que lo era – le veían así. Pero aquel muchacho pendenciero, de pocos escrúpulos, de apetito vigoroso y charla soez, no gustó a nadie más que a los legionarios, que le creían más militarista que su estoico padre. Grandes fueron, por tanto, su estupor y mal humor cuando, en vez de dar órdenes de exterminar a los miles y miles de sármatas que se apiñaban en una bolsa, se les ofreció la más desconsiderada de las paces, solo porque el nuevo emperador suspiraba por regresar a Roma para practicar su principal pasatiempo: degollar su tigre cotidiano antes de desayunar.

¿Creéis que exagero? más bien al contrario. A nuestro amigo, que no era un cobarde, las únicas guerras que le gustaban eran las que implicaban a fieras y gladiadores en la arena del circo. Dado que en Germania no había tigres, andaba como loco por volver a la urbe, donde los gobernadores de oriente estaban encargados de mandarlos a manadas. Por eso, burlándose del Imperio y de sus conciudadanos, concertó aquella paz ruinosa que tanto costaría a Roma un par de generaciones después.

Como para Nerón y Calígula, y aún echando un poco de agua a los incendiarios escritos con los que sus contemporáneos retrataron a este hombre, sobran elementos de juicio para calificarlo como un peligro público. Jugador empedernido, bebedor impenitente, con un serrallo, se dice, de centenares de muchachas y jovenzuelos para sus placeres, parece que tan sólo tuvo un afecto: una tal Marcia que, para más "inri", era cristiana; aún no se comprende cómo conciliaba su austera fe con los devaneos de semejante esperpento, pero el caso es que fue útil a sus correligionarios salvándoles de una más que probable persecución.

Su reinado, que de por sí era malo, tornó a peor cuando unos delatores denunciaron a Cómodo una conjura encabezada por su tía Lucila, la hermana de su padre, Marco Aurelio. Sin preocuparse de buscar la más mínima prueba, la mató y, medio paranoico, contrató como jefe de los pretorianos a Cleandro, un individuo de la peor calaña, ex - convicto, que en pocos días puso la ciudad patas arriba, quedándose con la mayoría del trigo que arribaba a los puertos del Tíber y consiguiendo además que, por primera vez desde hacía mucho tiempo, las gentes de Roma se muriesen de hambre. Un día, la población, con esa sensación de valentía que otorga un estómago vacío, se arremolinó antes las puertas de palacio y pidió la cabeza de Cleandro. Cómodo se la entregó sin titubear, sustituyendo a la víctima por Leto, hombre avisado, que en seguida se dio cuenta de que, una vez en el cargo, o se hacía matar por el emperador para contentar al pueblo, o se hacía matar por el pueblo para regocijo del emperador. En estas, debió pensar... "mejor tú que yo..." y diseñó un plan para matar a Cómodo. Y para ello contó con la complicidad de Marcia, quién olvidando por un momento su condición de hija de Dios, vertió una generosa ración de veneno en la bebida de su ¿amor?...

Al final, esa misma noche, el 31 de diciembre del 192 d.C. el gladiador con el que entrenaba le tuvo que rematar en el baño. Parece ser que Cómodo, de treinta años y casi dos metros de altura, era duro de pelar.

Un abrazo a todos.

PD: la "solución" al post anterior es esta...

miércoles, 12 de octubre de 2005

¡Esto es una bicoca!

Cerca de la ciudad de Monza, en Italia, existe una pequeña y pintoresca villa que está situada en lo alto de una suave colina. El turista que pretende alcanzar el centro de la población, primero tiene que aparcar su vehículo junto a la antigua muralla que aún define el perímetro de la ciudad vieja, después ha de ascender una fuerte pendiente de unos trescientos metros de largo para, por último, superar un pequeño terraplén que da paso al centro urbano propiamente dicho, y que es totalmente plano. Hace cinco siglos, durante el amanecer del 27 de abril de 1522, en los alrededores de la ciudad, Bicoca, no había coches sino quince mil piqueros suizos o esquízaros, a sueldo de Francisco I, rey de Francia; en la cima de la colina, tras el terraplén, no se encontraban despreocupados turistas, sino cuatro mil soldados españoles, la mayoría arcabuceros, que se afanaban en apuntalar con estacas de madera la destartalada empalizada que coronaba el talud de tierra que los protegía mientras enarbolaban los estandartes imperiales de Carlos I de España.

Los esquízaros enfilaron el camino que conducía a la cima con su habitual valor y, a pesar de sufrir un millar de bajas por el fuego enemigo, logran alcanzar la base del parapeto tras el que se encontraban los españoles. Superarlo les resulta en cambio, imposible; primero porque el desnivel del terrero ya ha mermado considerablemente su impulso y, sobre todo, porque los arcabuceros no descansan. Seguirán abriendo fuego por filas sucesivas hasta que, después de haber perdido veintitrés capitanes y más de tres mil quinientos soldados, los piqueros, sin dejar de hacer frente, se retiran. En lo alto del cerro los españoles están intactos, y el arcabuz ha probado su eficacia. Aunque la táctica no era nueva ya que fue adoptada con éxito por Gonzalo Fernández de Córdoba en Ceriñola, Bicoca supone un hito en la historia militar ya que, además de acabar con la leyenda de invencibilidad que acompañaba al piquero suizo, se considera el primer enfrentamiento militar cuyo desenlace fue motivado única y exclusivamente por las armas de fuego. La victoria española fue tan completa, que a partir de ese día la palabra Bicoca pasó al diccionario castellano como sinónimo de algo extremadamente fácil o de segura obtención.

A Bicoca asistió además un hombre que intuyó al instante las fabulosas posibilidades que el nuevo tipo arma ofrecía. El Marqués de Pescara, general imperial y napolitano de nacimiento, pero tan aficionado a lo español que cantaba en nuestro idioma por los pasillos de su palacio, hallará en los nuevos soldados de los Tercios el instrumento ideal para desarrollar su concepto de la guerra: maniobras ágiles, potencia de fuego, flexibilidad en el mando… y todo ello para cumplir los designios de su señor, el emperador Carlos: hacer de España una potencia capaz de imponer una determinada idea de Europa en todo el continente… por las buenas, o por las malas.

En el pecado llevamos la penitencia...

lunes, 10 de octubre de 2005

85 kilómetros de retención.

Si, por arte de magia, pudiésemos desenredar y colocar una tras otra todas las calles de Roma, que Vespasiano midió y censó en el año 73 d.C, seguramente cubrirían una distancia aproximada de 60.000 pasos, o lo que es igual, unos 85 kilómetros. Semejante grandeza cuantitativa, realmente, no generaba más que problemas. Tan magno número de vías públicas, más que contribuir a hacer más fluido el tráfico de la capital del mundo, generaban tal desorden, que circular por la urbe debió presentar parecidos problemas que los que sufre el consumidor moderno al intentar llegar, con un carrito del Carrefour, del lineal de textil a los cartones de leche, un sábado por la tarde. En teoría, la red viaria de Roma se dividía en tres categorías: los itinera o caminos para peatones, los actus o caminos por donde podía pasar un carro y las viae propiamente dichas o aquellas en las que podían cruzarse dos carros o incluso, ir a la par. Lo lamentable del caso es que, de las innumerables calles de la Urbe que constituían su casco urbano, solo dos merecían el calificativo de viae, la via sacra y la via nova. Si añadimos al centro de la ciudad el área “residencial” que la rodeaba, el número aumenta hasta 19… ¿suficiente? Más bien, no.

Imaginad… una incalculable anarquía de calles angostas, retorcidas, rodeadas de edificios cuya magnitud no hacía sino complicar aún más las cosas; una marabunta de bloques de pisos de hasta 6 alturas, con multitud de balcones incluso en las plantas más bajas, que creaban en el conjunto de calles un universo oscuro e intransitable: los barberos afeitando a sus clientes en mitad de la calzada, los figoneros, enronquecidos a la fuerza de pregonar a los cuatro vientos sus humeantes salchichas, los buhoneros del trastevere intercambiando sus cajas de pajuelas por abalorios, los maestros de escuela desgañitándose con sus alumnos, caldereros, funcionarios, batidores, esclavos…

Si Gallardón hubiera nacido veinte siglos antes y un poco más al este, el asunto se habría solucionado con media docena de túneles, un intercambiador y un par de radiales de pago pero, con la tuneladora sin inventar y los nervios de la gente a flor de piel, tuvo que ser Julio César mediante una Lex póstuma el que intentase poner un poco de orden en el tráfico de la ciudad más poderosa del mundo.

Dicha ley establecía una serie de normas de obligado cumplimiento, que regulaban el deambular de los ciudadanos por las calles de Roma mediante variadas disposiciones. Ojalá se hubiese cumplido alguna. Por ejemplo, se establecía la obligatoriedad para el propietario de mantener libre de desperdicios la zona de la vía pública que lindaba con los muros de su vivienda; si esta norma ya parece de difícil cumplimiento hoy en día, en tiempos de César debía parecer casi de cachondeo. También se restringió el tráfico rodado, es decir de carros, durante las horas diurnas, lo que nos parece una dura y acertada medida, pero lo que se consiguió fue poner en pie de guerra a todo el ramo de los transportistas y, en última instancia, hacer de las noches romanas un continuo trajinar de carretas arriba y abajo de la ciudad, con lo que dormir pasó a ser un privilegio de ricos. El cabreo debió de ser de tal calibre, que hubo que levantar la prohibición a diversos colectivos, entre ellos las comitivas fúnebres, los carros que transportaban material de la construcción y los portadores de pescado. Tampoco parece que esta ley lograra dotar a todas las calles de empedrado (sternendae) y aceras (margines) aunque lo preveía. Al final la situación degeneró en el caos… eso sí ¡perfectamente organizado!

PD: Si vais de visita a la ciudad eterna y alrededores, son varias las vías que se conservan, prácticamente, en su estado original; diversos tramos de la vía Apia, la vía Salaria y otras son susceptible de recorrerse a pie o en bicicleta, en ocasiones por espacio de varios kilómetros. Pero seguramente, lo que no sabéis, es que dichas calzadas son los cementerios más grandes del mundo. Con la prohibición de practicar inhumaciones dentro de la ciudad, los márgenes de las vías romanas se convirtieron en un lugar la mar de cómodo para dar el último adiós a familiares y amigos.

Abrazos

viernes, 7 de octubre de 2005

La huerta del tesoro

La mañana se había levantado extrañamente brumosa… casi parecía que el día no se había atrevido a despuntar. En el pueblo, apenas se podía oír algo más que el ladrido descompasado de algunos perros o el triste relinchar de una mula de la que alguien se había desprendido y que vagaba por la calle principal, abandonada a su suerte. Los pocos que se habían atrevido a quedarse, andaban por los campos, buscando maderos para apuntalar las puertas y ventanas de sus casas, y ocultando a sus hijas en sótanos y agujeros cavados a toda prisa. En medio de este silencio, una forma oscura se movía por las calles apresuradamente mientras aferraba con fuerza una enorme bolsa que cargaba sobre su espalda con cierto esfuerzo. Cuando llegó al borde de la tapia que delimitaba la primera huerta, se detuvo, apoyó su mano en la valla y, llevándose la otra al rostro, rompió a llorar. Mientras destilaba sus lágrimas, recordó como, hace días, había irrumpido en su Iglesia un hombre procedente del sur, que se decía cristiano, y que juraba por su madre y la Santísima Virgen que los invasores galopaban como demonios, destrozando un ejército tras otro, asesinando a hombres y mujeres... ¡incluso se decía que atravesaban el torso de los frailes con las mismas cruces que momentos antes custodiaban…!

Mientras intentaba escapar de sus pensamientos, rezó una oración y se prometió a sí mismo que al él, no le encontrarían… ni a él, ni a lo que transportaba…

Y se puso a cavar…


Siglos más tarde, el azar quiso que unas fuertes lluvias caídas sobre Guadamur, junto a las huertas de Guarrazar, en la provincia de Toledo, dejaran al descubierto el contenido de esa bolsa. Era el mes de agosto de 1858. Una pareja de labriegos y el campesino que les acompañaba se encontraron con ella al final de su jornada, fragmentaron su contenido y decidieron venderlo a distintos plateros toledanos, sin saber que entre sus manos refulgía el conjunto de orfebrería goda más importante del mundo… un conjunto de coronas y cruces, que databan de la época de los reyes Suintila y Recesvinto y que, acomodadas en un hermético lugar y aliadas con la suerte, habían evitado los efectos de la invasión musulmana. Tan solo la naturaleza y los elementos fueron capaces de devolverlas a la luz, muchos siglos después.

La parte menos amable de esta historia, es que desde entonces, el contenido de aquel zurrón, el llamado Tesoro de Guarrazar, no ha hecho sino mermar; Además de las pérdidas subsecuentes a su hallazgo y la venta posterior de partes parciales del mismo, con el transcurrir de los años ha sufrido diferentes expolios y manipulaciones defectuosas, así como varios robos, como el de la corona de Suintila en 1921. Por otro lado, para acabar de enredar el entuerto, la parte que ha sobrevivido hasta nuestros días está fragmentada entre tres instituciones culturales de primer orden: el Museo Arqueológico Nacional y el Palacio Real, en España y el Museo Nacional de la Edad Media de Cluny en ese país de esquilmadores napoleónicos de patrias ajenas también conocido como Francia. En Paris, entre otras cosas, descansa un colgante de singular belleza, en forma de “R”, faltante de la leyenda “RECCESVINTUS REX OFFERET” que el visitante del Arqueológico puede leer en la corona de Recesvinto.

El porqué de la presencia de piezas del tesoro fuera de nuestro territorio merecería un capítulo aparte. José Navarro, un orfebre con una acusada carencia de escrúpulos, malvendió una parte al gobierno francés, a principios del siglo XX. En 1940, durante la ocupación nazi de Francia, la España de Franco trabó conversaciones con la Francia de Petain y pudimos recuperar las piezas que ahora reposan en nuestros Museos, gracias a un intercambio que nos reportó además, la Dama de Elche y la Inmaculada de Murillo, entre otras obras maestras del arte español.

El Tesoro de Guarrazar, aparte de su singular belleza y del torrente de sensaciones que provoca en el visitante que lo contempla - doy fe de que es así...- tiene una importancia capital. Por un lado, sus piezas son una muestra de la mejor tecnología orfebre visigoda, aliada de los modelos estéticos bizantinos que triunfaron en la segunda mitad del siglo VII d.C. Además, la calidad del oro utilizado, y la sensibilidad de la que hacen gala todas sus piezas, nos sugieren un orfebre con una capacidad fuera de lo común. Aprovechemos para disfrutarlo ahora, que está en manos de todos nosotros, antes de que la casualidad o la falta de escrúpulos de algún patán menoscaben sus virtudes, una vez más…

miércoles, 5 de octubre de 2005

El pescador de la arena.

Imaginad un concurso de visualización rápida de respuestas en el que un servidor fuera el presentador. Si yo os inquiriera… ¡pensad en un gladiador! posiblemente vuestra imaginación proyectara una imagen muy parecida a la que acompaña este artículo; y es que varias décadas de películas y series de televisión han conseguido que identifiquemos al combatiente en la arena del circo, con un señor, generalmente de color, armado de una red y de un tridente.

El Retiarius o "el de la red" era, en muchos sentidos, un gladiador especial. Para empezar, mientras que sus “compañeros” solían usar parecidos tipos de armas, a este pobre hombre le obligaban a usar una fascina o tridente que resultaba todavía más corta que una lanza, ya que no alcanzaba el metro y medio de longitud. Su austero equipo lo completaban un pugio o puñal no mucho mayor que un moderno abrecartas y una galerus u hombrera que por lo menos, protegía mínimamente el hombro que se mostraba al adversario… y hala… ¡a pegarse! Menos mal que, tras las primeras veinte o treinta muertes, alguien se sintió un poquito culpable y dijo…venga leche… ¡vamos a darle algo más al chaval! A ver que tienes por ahí… y por ahí, ya solo quedaban redes.

Pero ¡ojo! Con la rete o red, la cosa cambiaba. Fabricada con hilos de un tipo de esparto extremadamente fuerte y con un diámetro cercano a los tres metros, si era bien utilizada se tornaba en un arma aterradora. La técnica del retiario era simple: mantener a distancia al contrario gracias a su tridente, y lanzar la red a la menor oportunidad. Si el tiro era afortunado, el peso de la malla y lo inesperado de la acometida solían ser suficientes para derribar al contrincante. En ese caso, el retiario se abalanzaba sobre su “pez” y, si el público demandaba que lo rematara, solo le quedaba aferrar el puñal y degollar al pobre desgraciado. Si, por el contrario, el oponente conseguía esquivar el ataque, la derrota del “pescador” solía ser solo cuestión de tiempo. Semejante estilo de lucha sugiere gladiadores jóvenes y rápidos. Estos luchadores se escogían de entre hombres livianos de no más de veinte años de edad y complexión delgada. Un retiario de más de treinta sería la excepción, seguramente un “galáctico” de la Arena.

A vuestra pregunta de si Espartaco era o no un retiario, la respuesta es no. Era un….

PD: El que un gladiador volviese a su celda con la cabeza sobre los hombros o con el cuerpo separado en cómodos plazos dependía mucho de su historial, de si había peleado bien y, sobre todo, del humor del público en ese determinado momento. Si el gentío entendía que el perdedor había luchado con valor, gritaba ¡Misum! (sálvalo) y se le perdonaba la vida. Sin embargo, si el derrotado no gozaba de la simpatía de la grada, la muchedumbre gritaba ¡iugula! (degolladlo) y se le cortaba el cuello inmediatamente. De ahí que la vena yugular interna, la de mayor calibre del cuerpo humano, se llame precisamente así.

Hasta mañana

¿amor?... no... amargura


Felipe paseaba por los muelles del puerto de Laredo presa de sus pensamientos, con el rostro teñido de resignación y la misma premonición que embarga al cordero antes de pasar por las manos del matarife. Mientras los marineros terminaban de aparejar la nave que habría de trasladarle a Inglaterra, adonde había de dirigirse para contraer matrimonio con Maria Tudor, el príncipe de España observaba melancólico la bruma que envolvía las aguas del mar cantábrico, y confesaba al oído a Ruy Gómez de Silva, su principal consejero… - Amigo Ruy, voy a estos esponsales como quien va de cruzada…

Y no era para menos. El Emperador Carlos, su padre, tenía una idea de Europa muy, muy clarita, en la que Francia, que empezaba a emerger como una potencia fuerte y unificada en el concierto continental, debía quedar condenada entre territorios pertenecientes o afines al Imperio. Contando con España, los Estados Alemanes e Italia, solo quedaba el flanco norte por reforzar… y que mejor para esta empresa que conseguir el apoyo de Inglaterra, que aún conservaba una estupenda cabeza de puente en suelo francés: Caláis. Si un asunto de este tipo surgiera en la actualidad, posiblemente se convocaría una conferencia o reunión al más alto nivel en algún país tipo Suiza, donde políticos de ambos bandos jugarían al tira y afloja hasta ponerse de acuerdo pero, en el siglo XVI, estás cosas se solucionaban por medio de una boda. ¿El problema? Ninguno, salvo que la princesa casamentera de la pérfida Albión, a la sazón Maria Tudor no era, lo que se dice un partido.

María tenía 39 años, pero parecía bastante más envejecida. Era extremadamente fea, beata y carecía completamente de dientes, como consecuencia de su afición a los dulces. Por su parte, Felipe tenía 27 años y, aunque ya era viudo, aún no había desarrollado en su carácter aquellos rasgos que años después darían lugar a su leyenda negra… en otras palabras, todavía tenía ganas de marcha. Se dice que, en el intercambio de retratos de los novios que precedían las nupcias de entonces, a Maria le mandaron el “Felipe” de Tiziano, y al novio, el retrato de María que firmó Eworth. Cualquiera que haya visto los dos cuadros se puede hacer una idea de la imagen que cada uno sacó de su prometido. El caso es que, a pesar de la reticencias de Felipe, se desposaron el 25 de julio de 1554 en la catedral de Winchester, en medio de la tremenda alegría de… nadie. Ni al pueblo español, ni al inglés le agradaba aquella pantomima que Felipe y María representaron frente a sus rivales dinásticos en el contexto del juego de poder europeo. Lo normal hubiese sido que, uno, o se convivía según las reglas de los matrimonios de conveniencia o, dos, los novios se enamoraran locamente el uno del otro de modo que, lo que empezó como necesidad, tornará luego en amor… ¡pero no! Ocurrió lo peor que podía ocurrir… que la pasión solo surgió en uno de los dos.

Después del casamiento, el esposo permaneció algún tiempo en suelo inglés, pero abandonó el país en agosto de 1555, tras la abdicación de su padre, Carlos, y pese a las lágrimas de su afligida esposa. Profundamente enamorada de Felipe, María Tudor prometió dinero y tropas al rey español para combatir a los franceses, apoyo que a la postre costaría a Inglaterra la pérdida de Caláis, preciada colonia inglesa tomada por los “fransuas” en enero de 1558. Deprimida por el amor no correspondido de su marido, por la pérdida de los territorios continentales y emocionalmente torpedeada con saña por su hermanastra Isabel, de la que se decía que también andaba enamorada de su cuñado, la reina la tomó con los protestantes, a los que persiguió con desmedida saña. Las algaradas que se llevaron a cabo contra ellos fueron de tal calibre que a Maria, sus propios súbditos le apodaron “Bloody Mary” o “María, la sangrienta” (ahora comprendo lo del cóctel…). Víctima de sí misma y completamente deprimida, la reina enfermó de un cáncer de estómago y, poco antes de morir el 17 de noviembre de 1558, confesó a su aya que el motivo de su tristeza era la ausencia de su marido, Felipe.

Un año después, se intentó concertar nuevos esponsales entre Felipe de España y su antigua cuñada, tratos que no pudieron llegar a buen fin, principalmente por una malformación genital que impedía que Isabel I de Inglaterra pudiera copular y, en último término, concebir. Se dice que Isabel nunca perdonó semejante escarnio…

30 años más tarde, Inglaterra y España se enfrentaron en la mayor batalla naval hasta Trafalgar, aunque se conserva correspondencia entre ambos monarcas que induce a pensar que intentaron evitarla hasta el útlimo momento... pero eso ya es otra historia.

PD: En el retrato de Eworth, María luce, aparte de su melladura, una hermosísima joya, que fue el regalo nupcial de Felipe II. Siglos más tarde, alguien compraría esa joya para su amada. ¿Alguien sabe como se llaman, alhaja y comprador?.
Un abrazo

lunes, 3 de octubre de 2005

¿Hay algún médico en la sala?

Galeno curando a un gladiador

Cuando somos pequeños, posiblemente las personas que más capacidad tienen para impresionarnos son nuestros abuelos. Los observamos, casi reverencialmente, con esa apariencia venerable y tranquila que da la certidumbre de tener la vida hecha y, en la mayoría de los casos, la sensación de estar totalmente en paz con uno mismo. Al contrario que en nuestros días, en que los abuelos no dicen más que tonterías, en mi época, lo que salía por la boca del padre de tu padre, iba a misa. Y eso, a pesar de que manejasen un vocabulario que a mi me parecía incomprensible. Uno de los atributos del léxico de mi abuelo que más recuerdo, es que estoy seguro de que nunca le oí pronunciar la palabra médico… ¡y eso que se pasaba media vida en el ambulatorio! De sus labios escuché medicucho, matasanos, mediquillo, curandero… y galeno. Como los abuelos de mi generación compartían con el Papa el don de la infalibilidad, ni puñetera falta le hacía al hombre saber que estaba nombrando a uno de los primeros facultativos conocidos, sin duda el más famoso de la antigüedad, y cuyos métodos estuvieron más o menos vigentes hasta, por lo menos, el primer cuarto del siglo XVI.

Galeno nació en Pérgamo en el seno de una familia de buena posición. El chico pronto reveló los dos rasgos principales de su personalidad: era tan vago como inteligente. El padre, que se olía el percal, intentó convencerle para que siguiera la carrera militar, a ver si aprendía algo de disciplina, pero la madre se empeñó en que estudiara. Empezó con las letras y la filosofía y, como parecía que el chaval rentabilizaba el dinero de su formación, la familia le envió a estudiar al extranjero. Primero marchó a Esmirna y después a Alejandría, la Yale de entonces, donde no le costó demasiado destacar entre sus compañeros. Cuando regresó a Pérgamo su padre le propuso abrir una consulta con la que "sanear" el bolsillo de los ricos y, de paso, recuperar algo de lo invertido pero el niño prefirió ejercer como médico para varios lanistas o propietarios de gladiadores. Cuando su padre se enteró, casi se descompuso, pero a Galeno, aquellos años le vinieron estupendamente pues desarrolló una tremenda habilidad para suturar heridas.

Cuando unos amigos le convencieron para abandonar Pérgamo y mudarse a Roma, ya era un médico hábil y experimentado. Como suele ser habitual en estos casos, su fama le precedía y cuando arribó a la urbs, ya estaban aguardándole unos funcionarios imperiales que le “convencieron” de que lo mejor en su caso era aceptar la oferta del Emperador Marco Aurelio para convertirse en su médico personal. Galeno, orgulloso, tan solo planteó dos objeciones: debían permitirle seguir aceptando clientes pobres y tendrían que aceptar sus frecuentes viajes. Marco Aurelio no puso pegas a lo primero y, en cuanto a lo segundo, le miró con una enigmática sonrisa y le dijo… ¿te gusta viajar? … te vas a hartar; y en efecto así fue: Galeno se pasó buena parte de su vida en la carretera, siguiendo al Emperador y a sus hijos por los escenarios de sus campañas y sacando de cuando en cuando tiempo para sus viajes. En ellos asimiló todo el conocimiento médico de la época, escribiendo numerosas obras en griego sobre anatomía, fisiología, patología, terapéutica, higiene, etc.…

A Galeno se le atribuye el uso de fármacos a gran escala: el mismo recogía sus plantas curativas y preparaba sus prescripciones a base de mezclas complejísimas. De la preparación de estos remedios nace la palabra “Galénica”, que se refiere a la técnica para preparar los medicamentos. La estrella de su recetario era la “triaca”, una especie de brebaje que no tenía nada que envidiar a “elixir del desierto” que vendían los buhoneros en el lejano oeste. Constaba de setenta ingredientes y pretendía ser una especie de antídoto universal. Este remedio conservó gran popularidad hasta comienzos del siglo XIX, en parte gracias al hecho de contener opio. La obra de Galeno fue aceptada durante largos siglos como dogma de fe y solo a partir del siglo XVI, con las nuevas ideas de Vesalio, gran anatomista del Renacimiento, se empezaron a sacudir los cimientos de su autoridad.

Cierto día Galeno fue llamado para que atendiera a la mujer de un aristócrata romano, pues su médico habitual creía que su enfermedad no se correspondía con causas físicas. Mientras caminaba por la calle principal, camino de la Domus del paciente, decidió comprar unas manzanas y, mientras esperaba para pagar, se enteró gracias a los cuchicheos de dos clientas, que la mujer que iba a reconocer estaba “en tratos” con un famoso y atractivo actor que había abandonado la ciudad hacía semanas, perseguido por los esbirros del marido despechado. Cuando se acercó al lecho de la paciente, cogió su muñeca para sentir el pulso, y pronunció el nombre del galán desaparecido. Al oír el nombre de su amor, el pulso de la mujer se disparó. Galeno se agachó hacía ella, le susurró algo al oído y, de pronto, la mujer comenzó a reír y a llorar al mismo tiempo, presa de un ataque de inmensa alegría.

¿Qué que fue lo que la dijo? Tan solo que su amor estaba bien. Luego se enteraría de que a la enferma la habían hecho creer que su adalid estaba muerto. Quizás fruto de esta experiencia, decidió describir una nueva dolencia: la melancolía. Galeno murió alrededor del año 200 d.C.

Por si os preguntan vuestros nietos.