jueves, 30 de marzo de 2006

Romper una lanza

Otro impresionante dibujo de Angus McBride

Los primeros datos escritos sobre el desarrollo de un torneo medieval se encuentran en una descripción de Nithard, un historiador aficionado, nieto del gran Carlomagno, que en su crónica “De dissensionibus filorum Ludovico piiad annumusque” – os juro que no me lo he inventado… - relata con todo lujo de detalles el desarrollo de una justa, que no torneo, celebrada en las afueras de Estrasburgo en el año 842 d.C. Y es que una “justa” y un “torneo” no son exactamente lo mismo…

Las justas nacieron a principios del siglo IX d.C, un poco con la finalidad de entretener a la masas honrando a Dios, por un lado, y ofrecer a la nobleza la posibilidad de mostrar su habilidad en una variada suerte de lances de carácter guerrero… algo normal, ya que apenas sabían hacer otra cosa. El caso es que una variada suerte de duques, barones y señores de las más variopintas alcurnias acudían a una explanada, generalmente fuera de la ciudad, vestidos con sus mejores galas y henchidos de orgullo y valor guerrero, con la sana intención de machacarle la sesera al noble de tres acres más allá, por lo general conocido suyo, primo lejano o incluso hermano de padre y madre. ¿El problema? Pues eso… que se conocían… y que, al conocerse de antiguo, tenían un montón de rencillas y rencores personales pendientes de solución definitiva; ¡y qué mejor que una justa!, con sus “accidentes” y sus “caídas fortuitas” para arreglar definitivamente la disputa sobre ese castillo tan hermoso o ese rosario de mi madre que nunca me devolviste.

Y claro, paralelamente empezaron a proliferar las armas defectuosas, los escuderos poco dispuestos a auxiliar a sus señores, ¡Ah! Y los “arriesgados”, caballeros poco duchos en el manejo de las armas pero que acababan subidos a un caballo porque “nobleza obliga”… En fin, que la gente se moría con más facilidad de lo normal, y estos enfrentamientos dejaron de hacer honor a su nombre, resultando a la postre bastante “in - justos”. Pero… ¿A que no sabéis quien se dedicó a solucionar el asunto? Pues claro, el que tenía más tiempo libre para pensar… El Papa.

Aunque hay que decir que, por una vez, le cundió: en primer lugar estableció unas normas de comportamiento que, entre otras cosas, imponían una figura casi desconocida por aquel entonces: el árbitro... y para evitar mancillar los enormes egos de esos grandes señores, dispuso la obligatoriedad de que fuera un hombre noble. Además separó a los contendientes con una empalizada de madera, al estilo de un partido de tenis, de manera que cada jinete evolucionaba libremente, pero en su propio lado. Y lo más importante: se definieron claramente las condiciones de victoria; acababa de nacer el Torneo. El objetivo del nuevo juego pasó a ser romper la propia lanza – en aquella época hecha de madera de álamo – contra la armadura del adversario. Para ser declarado vencedor era preciso destrozar el arma tres veces seguidas, y para ello era necesario acometer con una fuerza brutal, amén de ser más habilidoso que un relojero suizo. Probad a coger una escoba bajo el brazo y, corriendo hacía una puerta, tratad de acertarle al tirador… no es fácil ¿verdad?... pues imaginad eso mismo encima de un caballo forrado, al igual que el jinete, con planchas de hierro y a una velocidad combinada de unos 100 kilómetros por hora. Me atrevo a decir que lo extraño no es que se acertaran… es que se vieran siquiera.

En principio, el torneo estaba exento de peligro, pero realmente seguía consistiendo en un deporte de alto riesgo. El problema principal, y la causa de casi todos los accidentes, era que la lanza tendía a resbalar por las acanaladuras del peto de la armadura y acababa atravesando las zonas menos protegidas, como el cuello o las axilas. La solución, como todas las que de verdad funcionan, fue bastante simple: se practicaron diversas incisiones a lo largo de todo el arma para rebajar su peso y hacer la lanza más quebradiza y, además, se dotó a la punta con varios roquetes, una especie de “tacos” como los de las botas de los futbolistas que no dejaban penetrar a la lanza y evitaban casi completamente su deslizamiento.

Pero los roquetes a veces se afilaban… y las lanzas en ocasiones no se aligeraban… y la gente se seguía muriendo... por accidente... como Enrique II de Francia, último Rey europeo muerto JUSTAmente. ¡Por cierto!... a veces las disputas alcanzaban también a las damas pero ellas, tan etéreas, no se bajaban al barro porque solían tener una buena bolsa de currículums de nobles más que dispuestos a romper una lanza por ellas... De ahí el dicho.

Un saludo


lunes, 27 de marzo de 2006

¡Qué he hecho yo para merecer esto!

Amadeo, en plan torero...

La revolución de 1868 creo una corriente de simpatía hacia España en toda Europa, puede que porque, a diferencia de otras naciones, nuestro país había demostrado por una vez, ser capaz de cargarse de forma incruenta a toda una reina. Más la situación distaba mucho de poder considerarse tranquila. Los enemigos de la ex – reina Isabel II podían coincidir en aborrecerla pero muy poquito más y, desde luego, entre esas escasas coincidencias no estaba la de contar con un candidato común al goloso trono que acababa de quedar vacante. Mientras el general Prim se desgañitaba en las Cortes gritando que los borbones no regresarían al trono español “…jamás, jamás, jamás!”, los presuntos candidatos iban siendo "nominados" sin especial dificultad, ya sea por deficiencias propias o por inconvenientes derivados del complejo juego de alianzas que campeaba entonces por Europa.

Al final, casi por eliminación, se decidió por apostar por Amadeo, Duque de Aosta, curiosamente el único que había manifestado a los cuatro vientos que no tenía ningún interés en emigrar a nuestro país, quizás porque se olía el regalo envenenado que le aguardaba en el solar patrio. Pero, Amadeo tenía un padre de aquellos de “categoría”, el monarca italiano Víctor Manuel, que estaba como loco por presumir de hijo y luchaba por colocarlo en un puesto de trabajo acorde con su rancio abolengo… así que, después de algunas llamadas a las principales cancillerías europeas, consiguió el apoyo de Alemania y Gran Bretaña a la candidatura de Amadeo, y ésta fue aprobada sin demasiados problemas en las Cortes Españolas, que estaban deseando poner fin a esta cuestión para poder irse a tomar el aperitivo…

El caso es que de Amadeo se puede decir de todo, menos aquello de que llegó con un pan debajo del brazo. Un par de días antes de su llegada, a Prim, su principal y prácticamente único valedor, le volaban la cabeza de un trabucazo en la Calle del turco (hoy, Marques de Cubas). El nuevo rey recibió la noticia nada más bajar del barco en el que viajaba, y se dirigió inmediatamente a rezar ante el cadáver de su "cicerone" pero la frialdad del ambiente que se encontró fue tal, que le costó incluso cruzar palabra con algunos de los que más tarde iban a ser sus ministros. Amadeo estaba cargado de buenas y sinceras intenciones más, sin embargo, no iba a conseguir granjearse el cariño de los españoles, que estaban acostumbrados a un enorme distanciamiento del poder y criticaban, por ejemplo, que su nuevo Rey saliera a pie por las mañanas a desayunar al Café Suizo, o que se le viera paseando tranquilamente por La Castellana. Y aquellas muestras de sorpresa por lo inesperado y “moderno” de su conducta, pronto se iban a convertir en actitudes de mala educación e incluso abierta hostilidad.

La gota que colmó el vaso fue la llegada de María Victoria, su mujer. “Mariví” era culta, elegante, no guapa pero si atractiva y tenía un corazón que no le cabía en el pecho… ¿conclusión?... sí, efectivamente… la nueva reina cayó aún peor que su marido. Mientras que las familias de alcurnia de la capital se negaban a acudir al palacio, los nuevos ricos que habían entrado a formar parte de la nobleza casi de rebote, como el general Serrano, sí que iban, pero solo para comportarse con una inmensa soberbia. Tan escasas y desagradables eran las visitas que se recibían en el Palacio del Pardo, que hubo que cerrarlo en sus tres cuartas partes porque la mayoría de las estancias no se utilizaban. Amadeo y Sra. Acabaron viviendo en seis habitaciones, lo que comparado con la licenciosa vida de las clases altas de Madrid, equivalía en realidad a que los reyes se comportaban como una familia de clase media.

Y así pasaban los días, entre la indiferencia del pueblo al que habían venido a representar y los nauseabundos intentos de manipular la figura real sin reparar en el daño que estos políticos sin escrúpulos hacían a la institución clave del Estado español. Si Amadeo y Mariví no se habían marchado ya, debía de ser a su sincero sentido del deber que, desde luego, no fue apreciado por la mayoría de los españoles. Un día, los reyes decidieron cenar fuera de palacio y al terminar se dirigieron al Parque del Retiro donde se celebraba un concierto. A la llegada del monarca todas las sillas estaban ocupadas y, a pesar de que embarazo de la Reina era más que evidente, ni una persona se levantó para ofrecer su asiento a Victoria. A la vuelta, el carruaje que les transportaba fue rodeado por un grupo de personas que abrió fuego contra los reyes, con el milagroso resultado de tan solo un caballo muerto. Y hubo varios días muy parecidos a éste.

Una mañana, con Amadeo hasta los coj… y su esposa al borde de un ataque de nervios, diversos acontecimientos en el seno del ejército desencadenaron una fuerte crisis, que motivó que una delegación del Arma de Artillería consiguiera llegar hasta el Rey y le aconsejara suspender las garantías constitucionales como paso previo a reinstaurar el orden… o más bien “su” orden. Amadeo, hastiado, se levantó de forma pausada, miró a los presentes firmemente y en su mal español dijo “yo…me opongo”. Acto seguido se dirigió a los despachos de Ruiz Zorrilla, Jefe de Gobierno, y le espetó aquello tan socorrido de "ahí te quedas".

El lunes 10 de febrero de 1873 se celebró el último consejo de ministros. Los miembros del partido radical aprovecharon para someter a la firma de Amadeo diversos decretos en los que, básicamente, se les concedían títulos, honores y propiedades, decretos que el todavía Rey firmó con una media sonrisa, comentando a su secretario… “hagámoslo y aseguremos el pan de sus hijos… ya que los padres no saben hacer otra cosa”. El 13, en un destartalado vagón de tren sin calefacción, partían Amadeo y Mariví hacía Lisboa, sin comida, ni agua. Afortunadamente, uno de los 5 parlamentarios que les acompañaban aceptó compartir un bocadillo de jamón con su todavía soberana.

Amadeo y su mujer hubieran podido ser magníficos reyes constitucionales, al menos al estilo del siglo XIX. En todas sus acciones se mostró mesurado, justo y, sobre todo, jamás firmó nada en contra de la Constitución que le habilitaba como soberano

Propongo un magnífica e innovadora tesis para cualquier estudiante de sociología… ¿Cómo es posible generar tanta animadversión y odio, sin hacer absolutamente nada mal?

miércoles, 22 de marzo de 2006

Todo a cien

Lutero, empieza el lío...

Durante los siglos XIV y XV, decorar con oro el tejado de una iglesia, construir un pasadizo para conectar el Vaticano al Castillo de Sant’Angelo, mantener a una multitud de pintores, escultores y músicos, asombrar a monarcas extranjeros o deslumbrar a inocentes peregrinos, acarreaba, al igual que ahora, fuertes quebraderos de cabeza a la Iglesia católica… ¿Qué cuales? Pues, fundamentalmente, que no era gratis. El Papado, cabeza visible de una organización mundana con fuertes aspiraciones místicas y un buen puñado de defectos nada espirituales, ejercía de máximo mecenas artístico de la época, siempre y cuando las obras realizadas al amparo de dicho mecenazgo fueran a parar a los claustros y capillas de templos y monasterios, claro… y es que, como dijo Platón “…el bien siempre empieza por uno mismo”.

Pues bien, en aquellos tiempos a la gente corriente le costaba rascarse el bolsillo tanto o más que ahora; entre esto, y que aún no había impreso de autoliquidación en el que poder marcar la casillita de “fines de interés social”, la institución que ¿fundara? San Pedro hace casi dos mil años andaba francamente canina. Más, como en cualquier otra organización social, la Iglesia católica no solía estar escasa de “listos” y a alguno de ellos se le ocurrió una brillante idea: ofrecer a la fieles la posibilidad de comprar indulgencias para ellos o para otras almas y así obtener su misericordia divina en cómodas cuotas. En sí misma, la indulgencia no era un invento reciente; Siguiendo la doctrina católica, llamamos así a la remisión de la pena temporal correspondiente a pecados que han sido perdonados, a ciertas personas que cumplen unas condiciones dadas. La indulgencia no es un sacramento y no perdona pecados en sí misma, pero exime de purgarla luego tras la muerte, siempre que el solicitante se haga acreedor de ella por medio de, por ejemplo, una buena peregrinación a cualquier santuario cristiano.

El problema de todo esto es que andar, cansa, con lo que las gentes acomodadas, los miedosos y los vagos en general eran poco dados a emprender peregrinaciones y quedaban fuera de los maravillosos efectos de tamaño descubrimiento. Y aquí fue cuando el departamento de marketing papal dio con la solución: A toda esta suerte de “…impedidos para la misericordia por obra del maligno” – así lo contaban, ojo… - les bastaba con depositar una limosna en el cepillo de la iglesia para expirar sus pecados, sin el cual se convertían en merecedores de las más terribles penas temporales previstas por la justicia divina; Y como es natural, pues la justicia “divina” nunca es ciega… ¡la calidad de la indulgencia aumentaba de forma directamente proporcional a la solera del donativo dado! … vamos, quedaba definitivamente santificado el “pagar por pecar”.

Y que conste que el “ojo de la aguja” que siglos antes instaurara el Nazareno como filtro previo al reino de los cielos, había empezado a agrandarse desde bien entrado el siglo XI, ¡pero es que desde mediados del XV andaba convertido en el intercambiador de Atocha! Algunos Papas, bien es verdad, intentaron limitarlas, pero solo consiguieron con ello ver aún más quebrantadas las finanzas vaticanas, con lo que se vieron obligados a pasar de intentar suprimirlas a luchar por asegurarse su control.

El momento culminante de la desvergüenza llegaría con la disputa que enfrentaría a Dominicos y Agustinos, por el control del “negocio”, en plena construcción de la Basílica de San Pedro, en Roma. Parece que León X no tenía ni para la licencia de obra, así que optó por una campaña de publicidad a nivel europeo para ofrecer el nuevo catalogo de indulgencias primavera – verano. En años anteriores, tan señalado encargo había recaído tradicionalmente en los seguidores de San Agustín pero, la oferta presentada por un monje dominico llamado Tetzel debió ser superior, y resultó adjudicatario.

En Alemania, grupos de frailes agustinos y dominicos se enzarzaron en tremendos y no muy piadosos enfrentamientos, algunos de las cuales degeneraron incluso en barriobajeras peleas por las calles de Coblenza o Maguncia. Al enterarse, León X comento que no era más que “una inocente disputa entre monjes”…

Unos días más tarde, un Agustino clavó un papel en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg, con 95 tesis en las que invitaba a discutir sobre la bondad de aquel sistema de compraventa de penitencias. Su nombre… Martín Lutero.

Saludos.


lunes, 20 de marzo de 2006

El sacrificio de Leónidas

"Leónidas en las Termópilas" , de Jean Luois David
Pocos acontecimientos desencadenan más consecuencias que un enfrentamiento militar. La mayoría de ellas son negativas y acarrean muerte y sufrimiento: la gente pierde a familiares y seres queridos, poblaciones enteras se ven forzadas a dejar aquellos lugares en los nacieron y se criaron, los territorios cambian de mano una y otra vez, se atesoran riquezas y se profanan propiedades…e incluso ideas o convicciones que para algunos serían inequívocos frutos de un delirio o de una enajenación, son impuestas por la fuerza a colectivos enteros, ascienden a la categoría de dogma y se honran sin solución de continuidad, sin que los principales actores de esos tragicómicos homenajes tengan muy claro el porqué. Todo esto, aparte de derivar en cientos y cientos de acontecimientos históricos que no acertamos a recordar ni muchos menos a respetar, genera un corolario todavía más obsceno y mucho más perceptible por nuestros corazones… un mundo al revés… aquel en el que los padres se ven obligados a enterrar a sus hijos.

Y en todas esas guerras hay una característica común: por lo general las desencadenan los grupos, los gobiernos, los países, pero las acaban sufriendo los hombres, las mujeres y los niños… personas que sueñan a diario con disfrutar de las bondades de un “mundo tranquilo” pero que son candidatos perpetuos al sufrimiento desencadenado por la sociedad a la que pertenecen y que les debería proteger. Y ante tamaña desvergüenza, en ocasiones, aquellas ideas superlativas que viajan en las conciencias de los hombres de todas las generaciones que en el mundo han sido, la igualdad, la justicia, la solidaridad, el sacrificio… deciden liberarse de las cárceles de papel o de piedra que las contienen y se rebelan indómitas contra la indiferencia de aquellos que deberían honrarlas siempre, apoderándose de los cuerpos y las conciencias de unos elegidos, para recordarnos que aún están ahí… alumbrándonos.

En el 480 a.C, el emperador persa Jerjes, se propuso conquistar Grecia. El antagonismo y la rivalidad entre los primeros griegos y sus enemigos del otro lado del mar era tan salvaje y venía de tan antiguo que, cuando en Atenas se enteraron de los propósitos de Jerjes, toda persona comprendió que aquel enfrentamiento no iba a ser uno de tantos otros: estaba en juego la propia supervivencia de Grecia, de sus hijos y puede que de su civilización. Quizá por eso aceptaron llamar a Leónidas, el orgulloso Rey espartano al que hasta poco identificaban más como un enemigo que como una ayuda. Y éste, quizá recordando que seguía teniendo más cosas en común con un tebano o un tegeo que un persa y convencido del destino que les aguardaba a todos en caso de derrota, asumió una responsabilidad de la que podría haber escapado, y aceptó tirar del carro y comandar los ejércitos griegos.

La empresa era todo menos sencilla. Los persas, demográficamente muy superiores a sus adversarios, habían movilizado un ejército descomunal que ni aún hoy los estudiosos se atreven a cuantificar en estado sobrio. Leónidas, sabedor de que la formación sólida y compacta de una falange era la óptima para retener a fuerzas superiores siempre que fuera en un paso estrecho, se las ingenió para, avanzando a marchas forzadas, interceptar a los persas en el paso más angosto que conocía… el desfiladero de las Termópilas. Sus hombres, a los que les hacía muy poca gracia hacer de tapón de corcho para la gigantesca botella de espumoso que se les venía encima, le advirtieron sobre el gran número de arqueros que poseía Jerjes, y de que cuando disparaban, "sus flechas cubrían el sol". Leónidas, entrenado a la manera espartana pero bastante buen psicólogo, intentó animar a los suyos "...pues entonces pelearemos a la sombra".

Cuando Jerjes apareció con sus miles de hombres y se topó con el pequeño contingente de soldados griegos, supuso que éstos volverían grupas al ver la magnitud de su ejército. Pasaron cuatro días en los que los persas gritaban contra las descomunales paredes del desfiladero lo que harían con las esposas y los hijos de aquellos que osaban interponerse en sus ambiciones y Jerjes, impaciente, envió un emisario exigiendo a los griegos que entregasen sus armas inmediatamente porque “no tenía sentido morir en vano”. Leónidas respondió: "Ven tú a por ellas y gánatelas".

Y aunque una mañana empezaron a caer flechas como lanzadas por el mismo demonio, fila tras fila de persas se estrellaba contra las lanzas y escudos espartanos sin que éstos cedieran apenas ni un centímetro. Así, a pesar de la grave desventaja numérica, el muro humano que construyeron Leónidas y sus hombres detuvo a las oleadas de soldados enemigos a un mínimo coste, mientras que las pérdidas de Jerjes, aunque minúsculas en proporción a sus fuerzas, supusieron un golpe al corazón de la moral de sus hombres. Y durante las escasas horas horas nocturnas en las que ambos bandos intentaban descansar, Leónidas solía pasear entre los hombres que montaban guardia frente a los persas para susurrarles al oído: "Jerjes tiene muchos hombres, pero ningún soldado."

Jerjes, desesperado por el desarrollo de los envites, envió al frente a sus diez mil Inmortales, su último y más preciado recurso, pero los resultados siguieron siendo los mismos: Los persas caían a cientos ante las larissas griegas, la moral del ejército estaba por los suelos y entre los griegos no se apreciaban signos de cansancio… y así un día y otro y otro… Fue entonces cuando el soberano persa recibió una inesperada ayuda: Un griego llamado Efialtes ofreció mostrarle un paso alternativo para rodear el desfiladero y solucionar el asunto por un módico precio, y Jerjes, en cuanto sus exploradores le confirmaron la veracidad del hallazgo, destacó lo mejor de las fuerzas que le quedaban para flanquear el paso.

Cuando Leónidas detectó la maniobra del enemigo, se apresuró a ordenar la retirada de todos sus aliados griegos, con la esperanza de que acertaran a retroceder en orden y organizaran la defensa de las ciudades, quedándose él y los trescientos espartanos que le quedaban con la intención de presentar batalla hasta el final, de hacer perder tiempo a sus enemigos, de sacrificarse... Al despuntar el alba del cuarto día Leónidas dijo a sus hombres: "tomad un buen desayuno puesto que hoy no habrá cena". Fue tal el ímpetu con el que los espartanos lucharon que Jerjes decidió abatirlos de lejos con sus arqueros para no seguir perdiendo hombres. Leónidas fue alcanzado por una flecha y los últimos espartanos murieron intentando recuperar su cuerpo.

El sacrificio de los espartanos tuvo amplias repercusiones en la Grecia de la Antigüedad; tal fue su fama y la repercusión de su empresa, que hasta el día de hoy es considerada como uno de los ejemplos máximos de sacrificio ante una tarea imposible, en la cual unos pocos se opusieron a la maquinaria de guerra más poderosa de su época y ofrecieron sus vidas para preservar el honor de su tierra y la existencia de aquellos a los que más querían. Al pié del desfiladero, se conserva un placa que transcribe un verso escrito, premonitoriamente, por el poeta Alceo más de cien años antes de la batalla... "Viajero, ve a Esparta y diles que hemos muerto por obedecer sus leyes".
Las leyes se pueden obedecer de varias maneras. Apuesto en que en sus últimos momentos estaban obedeciendo a sus corazones...

viernes, 17 de marzo de 2006

El otro puente romano...

Ruinas de Pompeya

Esto es alucinante… Llevo más de diez días intentando reservar un viaje para Semana Santa y en todas agencias me han dicho que, o bien cojo los vuelos que ya no quiere nadie a las horas más intempestivas y en los peores hoteles, o tengo muchas posibilidades de pasar el próximo puente en la muy hermosa villa de Móstoles. No es que tenga nada contra los naturales de esa ¿hermosa? Ciudad, pero… ¡leche! ¿Con cuanta antelación es necesario reservar un viaje en este mundo globalizado que me ha tocado vivir? Incluso una de las “amables” señoritas que ha intentando que no me quedara sin vacaciones, me ha dicho que el año que viene, mejor me ponga a mirar desde el mes de enero. Así que nada, aquí ando, navegando por Internet, e intentando reservar el viaje de mi vida… para conmemorar mis bodas de oro, que no han empezado ni a contar.

En fin, esto me hace recordar que los antiguos romanos tampoco se privaban de una de las principales alegrías en la vida de cualquier mortal de antes y de ahora: las vacaciones. Naturalmente no eran como las actuales, no había turoperadores y si te veías de pronto “disfrutando” de un crucero, mal rollo; lo más seguro es que estuvieras bogando como galeote en una de las galeras de la flota del mediterráneo. Eso sí, los destinos eran curiosamente muy parecidos. Y eso tiene bastante mérito teniendo en cuenta que las distancias a cubrir eran las mismas que ahora y los medios para hacerlo… eran ninguno. La primera consecuencia de que no es hubiera inventado el vuelo charter es que la gente no podía irse de fin de semana, ni usar un “moscoso” para hacer un puente… porque lo más probable es llegara el día de la vuelta y el pobre desgraciado no hubiera llegado aún ni a su destino. De ahí que cuando se cogían vacaciones, era a base de bien: uno, dos o incluso tres meses. La segunda consecuencia es que semejante ritmo de vida solo lo podían aguantar los que tuviesen bien almidonado el riñón, o sea, los ricos, con lo que no creo que determinados destinos tuviesen mucho “overbooking”. Los pobres, el 99,9%, se debían contentar con aliviar los rigores del calor con un baño en el Tiber o pasear por alguno de los magnificos pinares que rodeaban la capital del Imperio.

Vamos con los destinos; En aquellos días estaba muy de moda la zona de Campania, ligeramente al sur de Roma y que gozaba del mismo clima, sin los problemas de salubridad que a veces hacían mella en la ciudad eterna; Pompeya y Herculano fueron los lugares más solicitados hasta que la famosa erupción dejó las instalaciones con metro y medio de ceniza. Otra opción era Hispania o el sur de Italia, justo en el tacón de la bota, donde merecían justa fama las playas tarentinas por su tranquilidad y buen pescado. Una vez allí los romanos acomodados solían tener sus propias villas, lugares generalmente apartados de Roma, guardados por verdaderos ejércitos de esclavos que disponían que todo estuviera a gusto de los señores cuando estos aparecieran por la puerta. Estas propiedades solían tener viñedos, ganado o campos donde se cultivaba cereal, con la ventaja de que se autoabastecían y generaban cuantiosos ingresos que gastar en las vacaciones del año que viene. Cuando el opulento de turno se hartaba de su destino de vacaciones tradicional – puede que porque ya se hubiera pasado por la piedra a todas sus escl..., perdón – tenía un modo muy fácil de cambiar destino: cambiar su villa con la de ese ricachón tan amigo suyo, y permitir que aquel disfrutara de su propiedad. De este modo se aseguraban calidades de vida similares… no como los famosos hoteles cuatro estrellas de Inglaterra.

Aquellos que eran realmente ricos tenían la oportunidad de dar envidia a sus convecinos a base de bien, alquilando las lujosas mansiones que poblaban las costas del Asia Menor en Délos, Chipre, Rodas o Tebas, y que se reservaban con años de antelación – esto no ha cambiado mucho – y sin posibilidad de cancelación. Estos destinos gustaban especialmente a las féminas, que tenían la oportunidad de pasar una temporada en el paraíso de los perfumes y los cosméticos. Lo peor era el viaje; Para asegurar que toda la familia llegaba a su lugar de esparcimiento con la cabeza sobre los hombros, era necesario formar una cuadrilla de sirvientes que les protegiera de los bandoleros durante el viaje, y que se organizara para cazar o cocinar, ya que los ricos de antes sabían hacer más o menos lo mismo que los de ahora… nada. Esto no es que supusiera un incremento de coste – al fin y al cabo eran esclavos, no se les pagaba – pero no sería ni el primer ricachón ni el último que se quedaba compuesto y sin vacaciones en medio de una destartalada carretera tracia… a merced de los lobos.

Y por último, los jóvenes también empezaban a ser objeto de fabulosas ofertas para pasar unos días lejos de sus padres y de Roma. Y la cosa funcionaba más o menos igual que ahora: con la excusa de conocer una cultura lejana, aprender una lengua o perfeccionar su gramática, los adolescentes de entonces luchaban a diario para convencer a sus progenitores de la necesidad de viajar un año a Grecia. Pero no eran pocos los que, a mitad de camino, hacían una paradita en una famosa isla… la isla de Lesbos.

Que jodíos…

martes, 14 de marzo de 2006

Blas de Lezo, "el medio hombre"

Blas de Lezo nació en el muy guipuzcoano pueblo de Pasajes, el 3 de febrero de 1689. Poco podemos indicar a ciencia cierta sobre su niñez, salvo que probablemente aprendiera a nadar antes que a andar, ya que la mar le entusiasmaba. De su adolescencia, mejor ni hablar, porque realmente no tuvo; a los quince años, mientras “curraba” de guardiamarina en una fragata, se vio involucrado en un terrible refriega frente a las costas de Málaga, y una bala de cañón le desgarró la pierna izquierda; Un año más tarde, defendiendo el fuerte de Tolouse contra los franceses, una esquirla se le incrustó en el ojo izquierdo dejándolo tuerto… y lo peor aún estaba por llegar: En 1712, también en Barcelona, una bala de mosquete le destrozó la articulación del codo, dejándole inútil del brazo derecho; A los veintitrés años, Blas, al menos físicamente, era una sombra de sí mismo, la antítesis de lo que se suponía debía ser un marino de guerra… y su luz parecía condenada a extinguirse en algún villorrio, aterrorizando a los niños con su apariencia o contando sus historias en posadas y mesones a cambio de media jarra de vino. Pero Blas no era un hombre “normal”….

Habló con sus subordinados, recavó el apoyo de sus compañeros y convenció a sus superiores para que le dieran un mando. Estos, puede que con la intención de quitárselo de encima, le destinaron al verdadero mar del Sur, ese que baña las costas peruanas, con la orden de realizar una "chapucilla": combatir a los corsarios y piratas que amargaban la existencia de los navegantes españoles que se aventuraban por aquellas aguas. Tardó bien poco; año y medio más tarde estaba en España, recibiendo un más que merecido ascenso de manos de un, seguramente, sorprendido Ministro de Marina, que no acertaba a explicarse como aquel tullido había tenido “arrestos” para dejar el océano pacífico más tranquilo que en estanque del Retiro. Durante los siguientes diez o quince años no cesó de recibir los más penosos y peligrosos encargos, lidiando con moros, bucaneros, italianos, ingleses y turcos, y siempre con éxito: capturó más de dos docenas de buques, reconquistó la fortaleza de Orán a los musulmanes e incluso ejerció de improvisado “cobrador del Frac”, reclamando a la ciudad de Génova más de dos millones de pesos que adeudaban a la Corona española en concepto de intereses de un préstamo… Cuentan que su fama era tal, que cuando los genoveses acertaron a ver su pabellón ondeando en los barcos españoles, convocaron una improvisada reunión en la principal plaza de la ciudad, intentando recabar dinero de donde fuere. Había que pagar sí o sí…

Nada se le resistía a este marino, salvo el reconocimiento de aquellos a los que servía. Los españoles encendimos la máquina de criticar y una legión de jerifaltes, ignorantes del significado de términos como esfuerzo o respeto, destinaron todas sus energías a desprestigiar a Lezo y a los hombres que con el sirvieron. Cuando Blas zarpó de nuevo para defender Cartagena de Indias de los cada vez más frecuentes ataques ingleses, casi se había convertido en un personaje de feria, muy a su pesar. Algún ministro incluso se refería a él como “el medio hombre…

Pero cuando llegó a las costas del territorio de Nueva Granada a nuestro amigo se le pasaron todas las preocupaciones de golpe, puede que del susto. Inglaterra estaba decidida a decapitar el tráfico español de metales preciosos y mercancías, de manera que más de ciento ochenta de sus navíos se aproximaban a Cartagena con intenciones nada amistosas. Lezo desplegó su habitual energía y consiguió casi dos mil hombres susceptibles de empuñar un arma, los distribuyó por los fuertes españoles con instrucciones claras y precisas y, cuando un tal Virrey Eslava intentó inmiscuirse en sus preparativos cegado por la inquina, a punto estuvo de estrangularle… no nos cabe duda de con qué mano…

El asalto de los ingleses, al mando del Almirante Vernon fue fortísimo y al poco, las tropas españolas tuvieron que empezar a recular, mientras varias banderas de la “pérfida Albión” empezaban a ondear ya en varios conventos e iglesias de la ciudad. Pero la legendaria astucia de Lezo iba a aparecer, una vez más: despachó un par de falsos desertores que convencieron a los ingleses de la necesidad de atacar por cierto punto… punto que ya estaba protegido con una estudiada trinchera y rodeado por un enorme foso excavado por los españoles. Cuando los ingleses llegaron al pie de la muralla, destrozados tras una complicada ascensión, y comprobaron que a sus escaleras les faltaban tres metros para coronar el muro, casi les da algo. Los desconcertados ingleses dieron media vuelta, y emprendieron el camino de vuelta sorteando el fuego de artillería de los fuertes españoles y caminando penosamente por la trinchera, que en algunos puntos se había llenado de agua… ¿y los barcos ingleses?... tranquilos: Blas había conseguido provocar el ataque por el Castillo de San Felipe… único lugar fuera del alcance de la artillería naval inglesa. Eso si que es “conocimiento del medio”… Aún así, la última carga inglesa, a la desesperada, a punto de estuvo de tener éxito de no ser porque a Blas se le había ocurrido preservar a cuatrocientos hombres que, bien descansaditos, entraron en acción en el momento justo, e inclinaron definitivamente la balanza del lado hispano. Cartagena y por ende todo el Imperio Americano Español estaba a salvo.

Inglaterra calló sus pérdidas; con su estrella de la fortuna rumbo a su cenit, no convenía que la difusión de semejante acontecimiento pudiera hacerla sombra. Incluso una emisión de monedas conmemorativa de la presumible victoria tuvo que ser requisada antes de puesta en circulación y se quemaron los partes y los diarios de a bordo de los buques que participaron en aquella empresa. España, en cambio, olvidó a Lezo, lo destituyó merced a las falsas acusaciones del Virrey Eslava – el cuasi estrangulado – y ordenó su inmediata repatriación a España… ¡por traidor! Afortunadamente, la peste llegó antes que la carta y evitó un despropósito aún mayor.

Vernon, el almirante inglés, fue recompensado con una pensión vitalicia y su cadáver descansa en el Panteón de Héroes de la Abadía de Westminster; Blas de Lezo murió en 1741 y no se sabe donde reposan sus restos.

Curiosamente, el tal Vernon realizó el más sincero y sentido homenaje al hombre que le derrotó; En su diario escribió… “Ya se porqué el altísimo privó a aquel hombre de ojo, pierna y brazo… sin duda alguna, lo hizo para que estuviésemos igualados”.

Saludos.


viernes, 10 de marzo de 2006

Enemigos de Roma: Los Germanos

Una rubia, natural
Altos, rubios, salvajes y valerosos... Esta podría ser una definición más o menos acertada de los pueblos germanos... definición que seguramente no nos salvaría un examen parcial de la asignatura de historia antigua, pero de un indudable valor teniendo en cuenta la dificultad de encontrar nexos comunes entre la amalgama de tribus que se asentaban más allá de la orilla derecha de río Rin. Los romanos, mucho más prácticos, no tuvieron inconveniente en hacer tabla rasa con todos ellos, y les agruparon bajo el sonoro apelativo de “bárbaros”. El término, sin embargo, no es latino, sino griego y hace referencia a ciertos sonidos guturales que adornaban las lenguas de estos pueblos, y que a los griegos les sonaba algo así como “bar, bar, bar...”

Lo primero que hay que decir de los antepasados de Goethe, es que a diferencia de otras culturas no tenían ninguna organización política que fuera más allá de la tribu pura y dura. Al otro lado del río se apiñaban longobardos, marcomanos, hérulos, suevos, cuados, bátavos, frisios, caucos... y así hasta llegar a más de doscientas étnias que elegían a su propio Rey en asamblea, siguiendo los criterios de una monarquía electiva. El monarca, que al no estar sustentado por el “derecho divino” debía de vigilar muy bien su espalda, tenía poderes para pactar la paz – las menos -, declarar la guerra – las más – y administrar justicia. Además, como se expresaban casi como un alumno de instituto actual, les costaba un montón promulgar leyes, con lo que acaban fiándolo todo sobre la base del Derecho consuetudinario, que era más rápido, fácil... y expeditivo.

La organización social de las tribus germanas era bastante simple. Estaba la clase noble, que controlaban el acceso a los puestos de mando – guerreros y mandos militares - y podían ser nombrados reyes de su tribu; Después venían los hombres libres, aquellos que podían formar parte del ejercito, cazar y practicar otras actividades cotidianas. Y por otro lado estaban los esclavos, que debían trabajar las tierras y obedecer a su amo, pero recibiendo un trato mas o menos similar al de un hombre libre, al contrario de culturas “supuestamente más avanzadas” como la griega yo la romana.

Económicamente andaban en pañales; practicaban fundamentalmente la caza y el pastoreo, y también algo de pesca pero siempre desde el punto de vista de una economía de subsistencia. La agricultura la intentaron varias veces, con poco acierto... El anticiclón de las Azores les pillaba algo retirado con lo que la fertilidad de sus tierras era la mismita que el clima del que gozaban... una porquería. En cuanto al comercio, también lo intentaron, al principio con cierto éxito, hasta que descubrieron que era mucho más fácil matar al mercader romano para quitarle sus géneros que pagarle por ellos, con lo que les costaba bastante “fidelizar a los clientes”... je, je.

Donde destacan de verdad era a la hora de repartir. A los germanos les encantaba zurrarze, bien entre ellos, bien con los romanos o contra cualquier cosa que se les pusiera por delante, quizás debido a que eran proselitistas: Creían que los guerreros que murieran luchando por su pueblo serían recibidos por Odín en el Walhala, o paraíso de los guerreros, donde las walkirias, o doncellas guerreras – ole - les acompañarían por siempre jamás. Con semejante edén en expectativa, no era extraño que fueran combatientes de primera categoría: las pocas veces que consiguieron unificarse bajo el mando de un solo Rey, como Ariovisto, y ponerse de acuerdo para algo más que para beber cerveza, pusieron en grandes dificultades a las victoriosas legiones de Roma, obligándolas a emplearse a fondo para no repetir, por ejemplo, escandalosas derrotas como la de Teotoburgo. Lo cierto es que, a pesar de los esfuerzos de Emperadores como Augusto o Tiberio, y más tarde Domiciano o Marco Aurelio, nunca se consiguió hacer de la Germania libre una provincia romana. Siglos más tarde, los descendientes de aquellos que consiguieron mantenerse como hombres libres irrumpieron de forma incontenible a través las fronteras del Imperio, contribuyendo en gran parte a que Roma acabara como acabó.

Para acabar, dos apuntes: En un determinado momento, parte de la tribu sueva unió su destino al de gente de origen escandinavo, acabando por establecerse exitosamente entre los nacimientos del Rín y del Danubio con el nombre de Alamanes. De ahí que para nosotros sea más sencillo hablar de alemanes que de germanos. Y otra cosa: Según los últimos estudios, a los alemanes les queda poco tiempo de ser rubios, quizás menos de dos siglos; Hace unos 13.000 años, la humanidad entera era morena, pero la alta mortandad que entre los varones generaban actividades como la caza o la guerra hizo que cada vez fuera más difícil para una mujer “cazar” a un hombre como Dios manda. Para compensarlo, en el hemisferio norte una parte de las féminas desarrollaron una mutación genética que buscaba sobresalir de las demás gracias a lo rubio de su cabello...

Los últimos estudios sostienen que a ese gen le quedan menos de 200 años de vida.

En España, solo un 7% de las mujeres son rubias... naturales...

... pero a mí, me gustan todas.

Un saludo.

martes, 7 de marzo de 2006

El cine en guerra


Durante la Segunda Guerra Mundial, las películas, tanto largometrajes como documentales, fueron un poderoso instrumento al servicio de los gobiernos implicados porque, a la vez que servían de entretenimiento para una población que estaba harta de la variada suerte de privaciones que ocasionaba la guerra, ejercían de “guía espiritual” en aquellos difíciles días… vamos, propaganda pura y dura . Al comienzo de la guerra en Europa la neutralidad estadounidense provocó que la mayoría de estudios de Hollywood fueran más o menos cuidadosos a la hora de adoptar una postura de abierto rechazo al nazismo. Consecuencia de esta calculada tibieza fue, por ejemplo, “Casablanca” (1942), donde “Rick” encarnaba el dilema estadounidense acerca de su neutralidad. Sin embargo, tras el polémico estreno de "Confesiones de un espía Nazi" (1939) de la Warner, la mayoría de los estudios se decidieron a salir del armario ideológico y tratar el tema con más “bemoles”. Entre las más influyentes películas antinazis producidas por los Estados Unidos figuran el "Gran dictador" (1940), en la que Charles Chaplin ridiculiza a Hitler y lanza una especie de mensaje de optimismo a los pueblos oprimidos por el cabo austriaco, y "La Caza del hombre" (1941) del exiliado alemán Frizt Lang, una hermoso alegato contra la dominación de un ser humano por otro.

Después de la entrada en guerra de los Estados Unidos la tortilla se dió, definitivamente, la vuleta, y más de 40.000 actores, productores y directores se pusieron de mejor o peor grado el uniforme patriótico. Incluso un buen número de realizadores de prestigio como Jhon Houston o Billy Willer pusieron sus energías al servicio de impactantes documentales que hablaban de guerra de forma bastante explícita… en el fondo se trataba de un calculado modo de preparar a la población para lo que se le iba a venir encima en muy pocos días: un incesante goteo de ataudes. La implicación total de los Estados Unidos con la causa aliada. Houston filmó poderosos cortometrajes fotográficos en los que refugiados alemanes hablaban de los “parabienes” del régimen nazi y Wyler facturó películas en las que idealizaba aún más, el principal objetivo de los jóvenes estadounidenses a la hora de alistarse: las fuerzas aéreas… Poderosos reclamos fueron Memphis Belle (1944) y Thunderbolt (1944).

En algunos otros casos la implicación pasaba directamente por la participación personal en la confrontación. Muchas estrellas, entre ellas Clark Gable o Robert Taylor se alistaron y sirvieron en destinos más o menos complicados. Mención especial merece un comprometido James Stewart que sirvió con honores en la USAAF, alcanzó el grado de coronel y voló más de 20 misiones de bombardeo sobre el cielo alemán en la etapa más dura de la guerra aérea. En fin... en el apogeo del conflicto, 90 millones de estadounidenses iban al cine cada semana a ver películas de todos los géneros cinematográficos en los que se idealizaba la figura del soldado americano, ese que participa decenas de desembarcos y peleas sin apenas despeinarse... pero no fue hasta el final de la guerra cuando Hollywood asumió la realidad del conflicto, con títulos como "También somos seres humanos" (1945) de William Welman o "Thery are expendable" (1946) de Jhon Ford.

En Inglaterra, el papel moralizador y efectista del cine fue asumido en su mayor parte por los rotativos y las radios debido a su enorme tradición periodística y radiofónica, pero aún así se rodaron varios filmes de carácter netamente propagandístico, fundamentalmente utilizando para ello obras de Shakespeare, como en "Enrique V" (1944) en la que Lawrence Olivier encarnaba las virtudes del más heroico de los reyes ingleses. Otro éxitazo fue "Waterloo road" (1944), una especie de remake de la histórica derrota de Napoleón, pero situando a los malos malísimos en la órbita nazi.

En Alemania, el séptimo arte no se libró de la corriente antisemita que el partido nazi se aseguró de propagar. Durante el primer año de la guerra y con el beneplácito de Goebbels se produjo una verdadera avalancha de filmes antijudíos... y todas las películas importantes calificaban a los hijos de Israel como el enemigo último. En "Der Ewige Jude" (1939) se lanzaba un mensaje de puro odio, comparando a los judios con ratas o cobayas y caracterizándolos con aberrantes minusvalías y taras faciales… Curiosamente muchos de los actores eran polacos semitas, que participaron en la película, evidentemente, muy a su pesar. A partir de 1942 Goebbels se hizo definitivamente con el control del "Chiringo" y unió los maniqueos prejuicios raciales de la Alemania de entonces con una visión romántica e idealizada de la causa germana a través de filmes suntuosos y de altísimo presupuesto como "El Barón de Münchhausenn" (1940), la cara más "simpática"... y patética de la psiqué germana de entonces.

Curiosamente, los aliados se convirtieron en protagonistas involuntarios de uno de los primeros y mejores documentales en color de la historia. En aquellos días, filmar en color era, más que nada, caro; las cámaras de entonces requerían una película triple que era difícil de conseguir y además, apenas había nada filmado en colorines para tomarlo como refenrecia. Tras la debacle aliada en el continente, parte de las fuerzas anglo - francesas quedaron arrinconadas en las playas de Dunkerque, en Francia. Un cúmulo de circunstancias propiciaron que la mayoría de aquellos hombres pudieran ser reembarcados hacía Inglaterra, de modo que cuando llegaron los alemanes, ya no quedaban soldados a los que filmar; pero no fue óbice para que alemanes realizaran un estupendo trabajo documental en lo artístico y, siempre según su criterio, en lo histórico.
Un saludo.

sábado, 4 de marzo de 2006

Místicos españoles

Cueva pastranera donde Juan de Yepes escribió parte de su obra...
El verdadero nombre de San Juan de la Cruz era Juan de Yepes. Nació un 24 de junio de 1542 en Fontiveros, un pequeño pueblo de la provincia de Ávila. Si las cosas hubieran transcurrido de otro modo, Juan podría haber llevado una vida tranquila, casi desahogada, gracias al rancio abolengo que adornaba a la familia de su padre, Gonzalo, pero éste contrarió los deseos de sus progenitores, se casó con una joven de nobleza “inferior” y fue desheredado, así que tuvo que ganarse la vida como un humilde tejedor de seda. A la muerte de Gonzalo, su esposa quedó en la miseria y tuvo que emigrar en busca de trabajo a Medina del Campo, donde matriculó a toda su prole en un colegio de niños pobres e intentó salir adelante trabajando como tejedora y vendedora de paños.

Juan quería contribuir a la deteriorada economía familiar e intentó aplicarse en el oficio materno pero, como al parecer ni siquiera era capaz de tejer correctamente un felpudo, empezó a trabajar como criado del director del hospital de Medina del Campo. Allí, trabajando en el servicio, pasó siete años, durante los cuales, dejo claro que distaba mucho de ser un joven “normal”: comía como un pajarillo, se atormentaba con interminables jornadas en las que apenas descansaba y empezó a solicitar a propósito los trabajos más duros y mortificadores… supongo que entre el delirio de sus compañeros que, gracias a la abnegación de Juanito (medía 1,49…) salían por la tarde con tiempo suficiente para ir al cine…

A los veintiún años, Juan tomó el hábito en el convento de los carmelitas de Medina del Campo, donde amplió su nombre por el mucho más cristiano y sonoro “Juan de San Matías”. Sus superiores, que ya estaban un poco hartos de sus habituales auto castigos, le dieron permiso para observar la regla original del Carmelo sin hacer uso de las mitigaciones o permisos para relajar su dureza, práctica común en la mayoría de los conventos, pero a cambio le obligaron a volver a las aulas para cursar estudios de teología, lo que a la larga le permitió ordenarse sacerdote.

En aquellos días, Santa Teresa - LEODEGUNDIA sabe bastante sobre ella... -andaba fundando conventos como una loca, concretamente de la rama reformada de las carmelitas. Cuando oyó hablar del hermano Juan, la santa corrió a entrevistarse con él; tan prendad quedó de la inaudita rectitud de sus comportamientos que le ofreció participar de su acción reformadora fundando dos conventos para hombres y propagando a los cuatro vientos las virtudes de su labor “modernizadora”… y Juan aceptó: con la ayuda de otros dos frailes, en pocos años se fundaron conventos en Pastrana, Alcalá de Henares, Mancera, Duruelo…; Y se aplicó con igual energía a la hora de inspirar a los nuevos hermanos ese espíritu de soledad, mortificación y debilidad que Juanito llevaba a gala y que le había servido para regir sus pasos; parece mentira que semejante “quemazón” pudiera convivir en su corazón y en su cabeza con ese torrente incontrolable de sensibilidad que llevaba dentro…

Pero, en tanto que el Demonio le atacaba con violentas tentaciones – o eso pensaba él -, el peligro más real que le atormentaba era las infinitas calumnias y acusaciones que empezaron a perseguirle. Entre que la reforma cada vez despertaba menos simpatías y que en aquellos días, el impacto económico de la fundación de un convento en una determinada plaza, era enorme, fundación tras fundación, Juan de la Cruz se iba dejando numerosos enemigos en el camino; y estos intentaban ridiculizarle a la menor ocasión: Un día incluso una hermosa mujer le tentó descaradamente, pero Juan consiguió hacerla comprender que la estaban utilizando. Fruto de su estado de desolación interior y sufrimiento espiritual es "La Noche Oscura del Alma", uno de los textos que mejor ha poetizado la desesperación de un ser humano.

Entretanto y por si ya había pocas dificultades, los Carmelitas “normales” y los “relajados o rebajados de servicio”, estaban prácticamente a tortas. Al provincial de la orden no le hacía ninguna gracia que a Juan – ya Juan de la Cruz - se le empezara a tomar por santo en muchas ciudades y pueblos de Ávila, y envió a un grupo de hombres armados que le prendieron y le trasladaron a Toledo. Al constatar que Juan no tenía intención de pasar a un segundo plano, le encerraron en una celda y le maltrataron terriblemente. Una noche, la virgen se le apareció y le mostró una ventana que daba sobre el Tajo: "Por ahí saldrás y yo te ayudaré."; Y se supone que así escapó.

El santo se dirigió primero al convento reformado de Beas de Segura y después pasó a una ermita cercana a Monte Calvario. En 1579, fue nombrado superior del colegio de Baeza y, en 1581, fue elegido superior de Los Mártires, en las cercanías de Granada. Y quizás, harto de tanto politiqueo, apenas participó en las negociaciones y sucesos que culminaron con el establecimiento de la provincia separada de Los Descalzos, en 1580. En cambio, se consagró a escribir las obras que han hecho de él un doctor de teología mística en la Iglesia y a lo que más le gustaba… dormir dos o tres horas, pasar el resto de la noche orando y encauzar a través de un papel todo lo que era capaz de sentir.

Sus últimos años fueron absolutamente innobles; sus enemigos consiguieron mandarlo a un remoto convento de la Peñuela y allí paso Juan algún mes entregado a la meditación y la oración en las montañas, "...porque tengo menos materia de confesión cuando estoy entre las peñas que cuando estoy entre los hombres." Y ni en aquel entonces se le dejó en paz: se siguieron pronunciando graves acusaciones contra él e incluso los pocos frailes con los que conservaba cierta amistad llegaron a quemar sus cartas para no caer en desgracia. En medio de esa tempestad de odio cayó enfermo… y un mal nacido le obligó a afrontar un penosísimo viaje cuando apenas podía mantenerse en pie. La fatiga del viaje empeoró su estado y le hizo sufrir mucho. Con gran paciencia, se sometió a varias operaciones. Ese cabr… de superior le trató inhumanamente, prohibió a los frailes que le visitasen, cambió al enfermero porque le atendía con cariño, sólo le permitía comer los alimentos ordinarios y ni siquiera le daba los que le enviaban algunas personas de fuera.

Después de tres meses de sufrir lo indecible, Juan falleció el 14 de diciembre de 1591.

No soy un entendido en temas de poesía pero, en cuanto a sentimientos, he hecho mis pinitos como cualquier ser humano; y me gusta que lo que leo no me deje indiferente. Con Juan de la Cruz eso es imposible… He buceado algo en su obra, intentando buscar un verso que destaque sobre otro, un momento lúcido que brillé sobre los demás, pero no he podido. Cada línea, cada palabra de este ser humano es un provocación al alma y no creo que nadie haya hablado del sufrimiento con tanta hermosura…

Estando ausente de ti
¿qué vida puedo tener
sino muerte padecerla
mayor que nunca vi?
Lástima tengo de mí
pues de suerte persevero
que muero porque no muero.