lunes, 26 de junio de 2006

La expedición de la vacuna

Vacunación de un regimiento de infantería

La viruela es una enfermedad extremadamente contagiosa que diezmó a la población americana desde el mismo momento de la conquista del Nuevo Mundo. Las huestes hispanas, aparte de espadas, ballestas y arcabuces, iban acompañados, sin saberlo, por toda una suerte de virus desconocidos en los territorios americanos, que iban a ejercer de terribles armas de destrucción masiva; los españoles mataron, pero las infecciones que portaban mataron a muchos más. Y lo peor es que aquello no parecía tener solución de continuidad: cada cierto tiempo, años o décadas, las cepas mutaban y desencadenaban terribles epidemias que implantaron por fin, es un decir, la solidaridad y la justicia en el continente americano… moría igual un virrey en su palacio que un humilde zambo en su choza… Entre el 30 y el 50 por ciento de la población según la época y la zona.

Hasta el siglo XVIII, la lucha contra la viruela era la resignación, el rezo, la limosna y la suerte pero, con la llegada del siglo de las luces, se intentaron poner en práctica políticas de aislamiento que, junto a la mejora de las condiciones higiénicas, prepararon el terreno para la aparición de la primera vacuna, obra de una lumbrera llamada Eduardo Jenner, en 1796. “Edu”comprobó por casualidad que las ordeñadoras de vacas que tenían heridas en las manos se contagiaban de Cow-pox o viruela del ganado vacuno pero que, por el contrario, se mostraban inmunes al contagio con la viruela humana.

Pues bien, contrariamente a lo que venía sucediendo por estos lares, por una vez, la monarquía española decidió no quedarse al margen de un adelanto científico y, previa consulta al Consejo de Indias y a la "Comisión de médicos de cámara y cuna de su majestad" – esto no es coña… - se declaró la conveniencia de difundir la vacuna en las Españas de ultramar, que no colonias. Pero, como MRW aún no se había inventando, se recurrió a una Real Expedición sobre la que recayó la responsabilidad de hacer llegar las novísimas vacunas al otro lado del atlántico y, lo que era más importante, de convencer a los indios que se les pinchaba por su propio bien, y no por seguir con la vieja costumbre hispana de cabrearlos...

El caso es que, el 30 de noviembre de 1803, partió de A Coruña la corbeta “María Pita”, un viejo barco militar de segunda mano que fue donado por un particular, arribando sin novedad a las costas de Puerto Rico tras de 34 días de dura travesía. Las noticias que les esperaban al desembarcar eran alarmantes: En el virreinato de Nueva Granada la epidemia se había extendido hasta el último confín de la selva. Además, también se tenía constancia de lo insostenible de la situación en los territorios filipinos; así que, el capitán de la expedición, el cirujano militar Francisco Xavier Balmis, decidió dividir los recursos, fletar un nuevo buque y dividir la expedición en dos, una con destino Los Andes y Buenos Aires y la otra con el propósito de aliviar la situación en Filipinas… Los expedicionarios de ambas rutas jamás volverían a verse, pero se las ingeniaron para, soportando inmensos sufrimientos, recorrer la ruta asignada vacunando a todos aquellos niños que se encontraban a su paso… Muchos médicos españoles compartieron el destino de sus ancesros, dejándose la vida en aquellas selvas ignotas, y en aquellas atronadoras montañas... pero en esta ocasión, armados solo de jeringuillas y con el único escudo de su corazón.

Curiosamente, el éxito de ambas expediciones estaba en manos de la infancia, el estrato social que más soportaba el sufrimiento asociado a esta enfermedad. En una época en la que no había modo de conservar ningún preparado médico más allá de unos días, fueron un número incalculable de niños los que transportaron en sus brazos la linfa vacuna. Solo conocemos los nombres de los 22 que cruzaron el atlántico, gallegos para más señas pero, una vez en América, los doctores españoles se las ingeniaron para ir recabando más niños para su proyecto…

Una nueva conquista... producto de unos nuevos tiempos.

jueves, 22 de junio de 2006

La conciencia de Nerón

Nerón, en el dialecto sabino que aún se hablaba en Roma durante el primer siglo después del nacimiento de Cristo, quería decir “fuerte”. En los primeros cinco años de su reinado, aquel marrajo de cuerpo y mente hizo honor a su nombre, mostrándose como un emperador magnánimo y sensato, cualidades que las más de las veces nacen de la fortaleza de alma, pero el mérito probablemente no fue suyo, sino de Séneca, que era el que realmente gobernaba en su nombre.

Séneca era hispano de Corduba, millonario por parte de madre y padre y filósofo de profesión, y había dado mucho que hablar desde años antes de que Agripina le contratase como educador de la bestia de su hijo. Entre sus logros y virtudes, el saber expresarse, aunando sinceridad, educación, vehemencia y respeto, vamos… igualito que cualquiera de nuestros politicastros de ahora; en cuanto a sus debes, también eran variados y rotundos: Calígula le había condenado dos veces a muerte porque le resultaba “impertinentemente listo”, pero la primera vez le indultó gracias a que estaba enfermo de asma y la segunda, posiblemente, porque se olvidó de confirmar la pena. Claudio le desterró a Córcega, al parecer por un problema de “cuernos” nunca resuelto, pero que implicaba a su tía Julia, la hija del divino Germánico. Allí permaneció Séneca ocho largos años pensando y escribiendo… o sea, tocándose los hue… que diría mi padre, pero Agripina le rescató porque valoraba su carácter sentido y estoico, tendencia de la que se constituyó en incontestable maestro.

Lo que estaba claro es que era un hombre raro. No tenía reparos en acrecentar su fortuna amparándose en sus variopintos contactos, pero no utilizó su patrimonio para vivir como un cura ya que bebía poquísimo, solo bebía agua, dormía en una tabla de madera y el poco dinero que gastaba, iba destinado a libros y esculturas. Siempre fue fiel a su mujer, a pesar de ser, dicen, atractivo, y a quienes le acusaban de utilizar la usura para su lucro personal, les perdonó la vida, aun cuando podía haberlos ejecutado sin compasión… Eso sí, siguió practicando la usura.

Mientras Séneca consiguió atar en corto a Nerón, todo fue bien: Se administraron bien los recursos públicos – a pesar de “pequeños detalles como los anteriormente descritos -, se potenció la administración de justicia y la policía, se dejaron de firmar sentencias de muerte… Roma tenía un buen emperador al que no veía, porque estaba casi exclusivamente interesado en la música y el arte, cosas a priori, poco peligrosas…Pero en un determinado momento, Nerón cayó en los brazos de Popea, una Agripina que debía de estar como un auténtico queso, y que, como quería hacer de Emperatriz, tuvo que empujar a su marido a hacer de emperador.

Y Roma empezó a temblar, y Séneca, atribulado, no consiguió empujar a la oveja al redil, porque esta ya se había convertido en un monstruo: Nerón, manifiestamente loco, asesinó a su madre, se exhibió en el Circo como auriga y gladiador, mató a aquellos senadores que no consentían en reírles las gracias y se arrimó a conflictivos personajes, como el astuto Tigelino. Más esto no fue lo peor, sino el hecho de que jamás volvió a tomar en serio a su antiguo preceptor, que permanecía aún a su lado, quizá confiado en que conseguiría parar su caída intelectual y moral, y evitar que acabara despeñado. Tras el famoso incendio del 64 d.C., el descubrimiento de la enésima conspiración contra su persona arrojó el nombre de Lucano, otro cordobés, que cometió la increíble torpeza, no ya de ganar un premio de poesía al que también se presentaba Nerón… sino de presentarse a por el premio. El emperador, bastante cabreado, le prohibió componer y, conocida su participación en el complot y sometido a terribles interrogatorios, cantó hasta lo que no sabía, como por ejemplo el nombre de Séneca, su primo. Éste, con mucha calma, abrazó a su mujer, Paulina, redactó una carta de adiós a los romanos y otra muy crítica a Nerón, bebió cicuta, se abrió las venas y murió según los preceptos del estoicismo, aunque posiblemente nunca aprendió a cumplirlos plenamente. Al menos, durante los últimos meses de su vida, se erigió en el único hombre fuera de la camarilla del Emperador, que podía hablar más o menos libremente en su presencia, e incluso cantarle las cuarenta, como cuando, ante una queja de Nerón porque el aire le desarmaba los bucles de su peinado, le espetó “Ignoranti, quem portum petat, nullus suus ventus est” o “Ningún viento es favorable para el que no sabe a que puerto va…”

El paso de los siglos ha engrandecido la figura de Séneca, personaje con muchos más claroscuros, incluso, de los que aparenta, pero lo cierto es que se expresaba como los ángeles. Sin embargo, la mayoría de sus obras no son claras y exigen concentración y constancia. En ellas, el padre del “ensayo moderno” y de la “tragedia hablada” desarrolla y defiende lo que para él, es la manera más “honrada” de encarar la propia vida, además de, inconscientemente, dejar a la luz sus numerosas contradicciones y defectos que impidieron a este hombre vivir de acuerdo a las directrices que plasmaba en el papel.

¿Realmente lo intentó...?


domingo, 18 de junio de 2006

...Y su no tan rápida rendición.

Tumba de Julio Verne, en Amiens

Contestando al comentario de Turulato, los descendientes de Malitzin no enganchan con Aragón, de ninguna manera; Aragonés era el sargento, no Portocarrero. Y quizás me haya explicado mal: A Portocarrero Tatarabuelo le entregaron a Doña Marina como "regalo" pero a la que Cortés se "enamoró", también entre comillas, la dádiva le fue revocada. Años más tarde sus hijos naturales habidos con una española volvieron a la península e iniciaron una especie de “dinastía” que estaría muy presente en los Tercios durante las próximas décadas.

Portocarrero tataranieto mandaba los restos, muy venidos a menos, de diez compañías distintas de tres tercios diferentes (los tres que estaban en Flandes en ese momento, a saber, los de Zúñiga, Mejía y Mendoza). Efectivamente, el encargado de tomar el rastrillo fue el sargento maño, no Portocarrero. Puede que haya mezclado inconscientemente ambos personajes.

Como desagravio y, para agradecerte tu comentario y todos los demás, os cuento lo que pasó más tarde...

Al enterarse Enrique IV de Francia de lo que había ocurrido, reaccionó rápidamente y a las pocas semanas sus fuerzas merodeaban ya por los alrededores de la ciudad. Como estaría el asunto que España no pudo mandar ninguna tropa para reforzar la defensa de la plaza; tan solo dos hombres, pero eso sí, que valían su peso en oro: El artillero Lechuga y el ingeniero Pachiotto. Portocarrero, constituido ya en gobernador de la plaza, expulsó de ella a todas las bocas no militares (mujeres, niños y ancianos) y prendió fuego a los arrabales para disponer de las ruinas como materiales para reforzar trincheras y blocados. Y empezaron las hostilidades…

Primero, los franceses intentaron cavar una galería para minar los cimientos de las defensas, pero los españoles iniciaron su propia galería o mina, intentando dar con el túnel enemigo para evitar que alcanzara la base de la muralla. Lo consiguieron, a duras penas, en una cueva de la que se había extraído la mayoría de la piedra para construir los edificios de la ciudad. La lucha por esa cueva debió de ser terrorífica: los dos bandos incendiaban paja mojada con azufre para intentar ahumar a los adversarios, con hogueras avivadas mediante gigantescos fuelles de herreros. Era tan irrespirable la atmósfera, que los hombres se revelaban cada poco, para perecer atosigados. La lucha se extendió, de todas formas, durante once interminables días.

Después, al revelarse como inútil tanto cavar y cavar, comenzó la guerra de proyectiles. Los “nuestros”, muy ingeniosos ellos, fabricaron una especie de bombas que arrojaban fuera de la ciudad con ayuda de unas hondas. Dichas bombas estaban fabricadas de cobre y estopa y lo diabólico de ellas es que algunas de ellas iluminaban y otras explotaban; los franceses, al caer una del primer tipo, iban corriendo a apagarla para no ser descubiertos por los tiradores españoles. Pero a veces, también resultaba ser de la segunda clase, volando a aquellos en pedazos en medio del alborozo de los sitiados.

Enrique IV, desesperado, mando emplazar más de cincuenta cañones frente a la plaza, que empezaron a castigar las murallas sin cesar. Aunque la moral de los sitiados aún no era mala, se tuvieron que adoptar dos medidas que reflejaban lo precaria que debía de ser ya la situación: por un lado se prohibió que la campañas repicaran cada vez que se enterraba el cadáver de un español, al parecer, porque los franceses de partían de risa… Por otra parte se desmontó a los pocos jinetes que había, para poder comerse la carne de los caballos. Para entonces había muerto la mitad de la guarnición, y seiscientos apestados – surgió un brote de peste – y heridos se apiñaban en algo parecido a un hospital.

El 4 de septiembre, noventa y tantos días después del comienzo del asedio, a Tello le desjarretaron el brazo de un tiro de arcabuz, por debajo de la axila, el sitio que peor protege una armadura. Tres días más tarde, apareció de forma sorpresiva ante las murallas un ejército imperial de más de quince mil hombres, al mando del Archiduque Alberto, en medio del alborozo de los soldados españoles que aplaudían y bailaban por el camino de ronda que circunvalaba las murallas… Pero Alberto venía al mando de un ejército que agrupaba hasta el último hombre que le quedaba a España en tierras de Flandes, y decidió no jugárselo por una ciudad en la que ya no quedaba nadie y estaba medio en llamas; y en medio de la incredulidad de los sitiados, volvieron grupas hacia el norte.

Aquello fue la puntilla a la moral española. Los franceses, hartos de penar, se avinieron a intentar concertar una tregua, que los españoles, medio muertos de hambre, aceptaron rápidamente. Tan solo, una condición: soportar siete días más de bombardeo para que nadie pudiera acusarles de haber rendido Amiens sin causa justa. Los franceses, estupefactos, aceptaron, y durante la siguiente semana castigaron a la ciudad con más de siete mil tiros de artillería. Por fin, llegó el momento de la rendición. Los españoles, presumidos en las duras y las maduras, portaban los mejores vestidos que les quedaban intactos, aunque un poco roídos y completamente llenos de arena y barro. De los ochocientos y pocos que entraron, murieron más de seiscientos.

Y todo ello para mantener una ciudad, que estaba en ruinas, durante poco más de tres meses…


sábado, 17 de junio de 2006

La muy rápida toma de Amiens

La Impresionante catedral de Amiens

Una cosa es que un soldado asuma los deberes inherentes a su condición y acepte, de mejor o peor grado, jugarse la vida en las peligrosas situaciones a las que puede verse abocado, y otra muy distinta es que por ser militar, uno sea tonto. Quiero decir que, desde que el mundo es mundo, todo humano en guerra, que se halle en plenitud de sus facultades mentales, intenta que no lo maten. Y para ello tiene tres opciones, dependiendo del valor que se atesore: una, la deserción, poco lucida y que arroja tremendas incertidumbres sobre la propia vida en el caso de que aquellos que fueron tus compañeros den contigo; dos, colocarse, burla burlando, en retaguardia, e intentar que no se note demasiado, a fuerza de pegar un tiro de cuando en cuando y poner cara de pasarlas canutas… y tres, darle a la cabeza, que para eso nos fue dada, y demostrar que entre el mono y nosotros mismos hay algo más que un 2% de componente genético.

De acuerdo con esto último, muy espectacular fue la toma de Amiens, durante las interminables guerras que desolaron los campos de Flandes y los corazones y almas españoles, en 1597. A Hernán Tello de Portocarrero, capitán de uno de los Tercios patrios, le cayó en suerte asaltar la citada ciudad pero, lamentablemente, no contaba con medios para hacerlo… Las murallas de Amiens eran de impresionante porte y estaban custodiadas por cerca de dos docenas de piezas de artillería, sus fuerzas estaban al borde la inanición, ya que unas semanas de fuertes lluvias habían echado a perder la mayoría de las cosechas y en cuanto a sus hombres, que llevaban más de dieciocho meses de campaña ininterrumpida y parecido tiempo sin cobrar, estaban más pendientes de cazar algún roedor que llevarse a la boca que de cuidar de sus picas y limpiar sus arcabuces. Por eso, cuando Hernán llegó con la “buena nueva”, una sonora carcajada retumbó en los barracones, recibiendo el esperado “… pues va ser que no”. Más el capitán español no desesperó.

Una tarde, Hernán recibió información de que la guarnición de la plaza se consideraba segura, por lo que se hacía con poco celo el servicio de guardia. Tras confirmarlo, recorrió el campamento hasta que dio con un sargento que chapurreaba francés y, tras convencerlo para “presentarse voluntario”, movilizó un fuerte destacamento de unos 800 hombres, apenas todos los españoles que le quedaban. El grueso de esta tropa se emboscó próxima a la ciudad y, al amanecer, se abrieron las puertas y la guardia realizó muy someramente el preceptivo reconocimiento de los alrededores, de forma que no se percataron de la presencia de nuestros bisabuelos. A continuación, se admitió la entrada en la plaza de algunos campesinos que acudían a comerciar y entonces, algunos de los nuestros que se habían manchado la cara y las manos para parecer agricultores, avanzaron hacía la puerta, conduciendo un carro y encabezados por el sargento aragonés, francófono a su pesar. Para rematar el engaño, el carro portaba lo que parecían ser sacos de hortalizas… aunque en realidad eran costales llenos de trapos, en los que asomaban bien colocadas las veinte o treinta lechugas que habían podido comprar en los campos cercanos.

Llegados a la puerta, su aspecto debía ser tan miserable, que la guardia les invitó a que se acercaran a la hoguera para calentase, e intercambiaron bromas sobre la proximidad de los españoles. Sin embargo, un sargento francés desconfió de su homólogo hispano y le preguntó de donde era. El otro, hombre de pocas palabras, respondió: “De aquí soy” y le descerrajó un tiro entre ceja y ceja. Inmediatamente sus compañeros se hicieron con las armas que el enemigo tenía en el cuerpo de guardia y empezaron “a menear las manos”… Mientras, los del carro, al oír el tiro, lo colocaron bajo el rastrillo de la puerta y desengancharon los caballos que lo arrastraban. Un francés tuvo la presencia de ánimo suficiente para cortar la cuerda que sujetaba el rastrillo pero éste cayó encima del carro y las puntas de hierro no llegaron al suelo. Arrastrándose por este espacio los españoles que aguardaban en los campos cercanos se deslizaron hasta el interior de la ciudad y tomaron el ayuntamiento y los cuarteles, parando al poco la resistencia de los desconcertados defensores. Un sargento mayor pagó de su bolsillo los sacos y las lechugas que los falsos campesinos portaban en el carro. Le costaron escudo y medio “… barato, teniendo en cuenta que se ganó una de las mejores ciudades de Francia”

El sargento aragonés fue ascendido a capitán, recibió el mando de una compañía y murió, junto a la práctica totalidad de sus hombres, tres años más tarde intentando tomar al asalto una muralla aún más inexpugnable que la de Amiens…

¿Cuánto más responsabilidad se asume… menos se piensa?

Por cierto, el tatarabuelo de Hernán también se distinguió en la pelea, aunque es mucho más conocido por practicar el concubinato con una famosa índia... Fue el conquistador español al que "regalaron" a Malitzin o Malinche, esclava, traductora, amante y luego madre del primer hijo de Hernán Cortes.

Las vueltas que da la historia.



domingo, 11 de junio de 2006

Belisario, un secundario de lujo

"Belisario", de Jacques Louis David

La historia, como cualquiera de nosotros, también establece sus preferencias. Por eso hay gentes que, a pesar de hacer méritos más que sobrados para protagonizar un capítulo de la Enciclopedia Británica, viven en el más absoluto anonimato histórico. Dicha situación de ostracismo viene dada porque, o bien la era en la que desarrollaron sus andanzas tiene poco “tirón” entre el gran público, o porque quizás tuvieron la desgracia de coincidir con algún otro personaje histórico de más carisma y relumbrón. Y como la historia es más injusta con sus “secundarios” que el cine español con los suyos, resulta verdaderamente difícil para el lector moderno escarbar en determinados acontecimientos históricos interpretados por algunos de aquellos “outsiders” de la historia, a causa de la falta de fuentes contemporáneas y de bibliografía de calidad; una pena, pues esto nos llevaría a perdernos a personajes como Belisario.

Belisario era, como Espartaco, tracio, y por tanto, arrojado, duro y frugal. No conocemos apenas nada de sus primeros años, aunque es más que probable que se alistara pronto en los ejércitos del Imperio Romano de Oriente, más conocido como Bizancio. Sí sabemos con seguridad, en cambio, que le debió de caer simpático a Justiniano desde el principio, porque se ocupó de supervisar su carrera y de aliviar ciertas apreturas económicas que asfixiaban al Belisario de aquellos primeros años. Y éste, agradecido, le devolvió el favor a su emperador. Primero se ocupó de transformar la guardia imperial de Justiniano, los bucelarii, que se dedicaban principalmente a perder el tiempo releyendo las revistas del corazón de la época, en una verdadera fuerza de combate de élite y más tarde, recorrió las fronteras animando a sus escasas guarniciones y dotándolas de armas, pertrechos y provisiones. Cuando estuvo seguro de tener, al menos, alguna posibilidad de triunfo, se lanzó contra el ejército persa e, inexplicablemente, venció. Y digo inexplicablemente porque Belisario, no conquistó para Justiniano ni la mas mísera provincia o población; su gran mérito consistió en no dejarse batir, o como máximo, hacer retroceder, al invencible ejército sassanida tan solo con el uso de su astucia, que no de sus ejércitos, casi ridículos para la tarea que le habían encomendado.

En medio del estupor de sus conciudadanos, Belisario retornó a Bizancio en loor de multitudes pero su “jefe”, que al menos tuvo el detalle de ascenderlo a general, le comunicó que entre sus próximos planes estaba el de irse unos días de vacaciones a la playa y… una tontería sin importancia... quería poner el marcha un programa de recuperación del antiguo Imperio Romano, así que seguro que le dijo a Belisario “…tu verás por donde empiezas”. Y Belisario, diligente, decidió empezar por África. Allí destrozó el reino de los vándalos, capturando incluso a su rey, Gelimero. Desde el norte de África tomó Sicilia y de allí pasó a Italia donde luchó contra los ostrogodos, conquistando la ciudad de Rávena y apresando, de nuevo, a otro rey, Vitigio. Con tantos reyes en el bolsillo, lo suyo sería haberse puesto a jugar al mus pero a Justiniano se le estaba afilando el hígado… Los éxitos de su subordinado estaban empezando a hacerle sombra, y no le debió de tranquilizar mucho que los ostrogodos, locamente prendados de “Beli”, le ofrecieran coronarse como su Rey.

Belisario fue llamado inmediatamente a Bizancio, para que respondiera de no se sabe muy bien qué. Lógicamente, nadie fue capaz de demostrar nada que cuestionara la lealtad del general bizantino, pero éste se fue con la mosca detrás de la oreja, muy poco convencido de que sus esfuerzos se invirtieran en la dirección correcta. Más Belisario era aún era una persona íntegra, y a pesar de los cantos de sirena que le ofrecían ciertas “amistades del último momento” permaneció fiel, y siguió ganando territorios para su emperador, entre ellos, la misma Roma. A su regreso definitivo a Constantinopla recibió el título de "Magister Militum per Oriente", algo así como “super general mega chachi de todos los ejércitos” y en ese cargo se ocupó de defender la capital del Imperio frente al ataque de unos invasores que las fuentes bizantinas definen como hunos pero que seguramente fueran búlgaros.

Cuando ya contaba 57 años y se preparaba para calentar el lomo, de nuevo, a sus viejos enemigos, los persas, fue acusado de participar en una conspiración contra Justiniano. Durante el poco tiempo que estuvo encarcelado, tampoco nadie pudo pobrar su implicación, pero las pocas ganas con que Belisario defendió su inocencia, y su negativa a explicarse ante el Emperador, indicaban a las claras que, si no estaba en el "ajo", al menos no le hubiera importado estarlo... Fue liberado al año siguiente con el compromiso de apartarse de la vida pública. Una leyenda, demostrada como falsa, afirma que Justiniano ordenó dejarlo ciego.

Falleció en el 565 d.C. de la misma manera en la que él mismo se difinía, orgullosamente, en sus últimos años de vida... "pobre, pero en paz"


miércoles, 7 de junio de 2006

La entrevista Franco - Hitler


Bajo y más bien grueso, de tez morena, ojos negros, vivos, el Caudillo español tomó asiento en el coche- salón de Hitler. En cuantos retratos circulaban de él, siempre se esforzaba en parecer más alto y más delgado. Inmediatamente los alemanes notaron que Franco, como negociador prudente y superviviente nato, no quería comprometerse a nada. Al principio, Hitler pintó la situación con los colores más brillantes: “Inglaterra está definitivamente batida…” o "Es cuestión de tiempo que las tropas alemanas desfilen por el centro de Londres..." y después de una interminable parrafada que duró cerca de una hora, resaltó las inmejorables perspectivas alemanas de alcanzar la victoria sobre Gran Bretaña con estas palabras: “Solamente falta que esté dispuesta confesarlo…”

Entonces cayó sobre la mesa la palabra Gibraltar. Hitler frunció el ceño, pero reaccionó rápidamente y propuso a Franco la firma inmediata de una alianza, invitándole a entrar en la guerra en enero de 1941. El día 10 de ese mismo mes, las tropas alemanas que tan sorprendentemente había asaltado la inexpugnable fortaleza holandesa de Eben Emael, conquistarían El Peñón en una operación relámpago. Al Furher se le llenaba la boca, magnificando los progresos del ejército alemán en la realización de ataques por sorpresa, y el aprovechamiento del ángulo muerto, así como los entrenamientos que ya realizaban paracaidistas germanos en una reproducción de la fortaleza de Gibraltar, sita en el sur de Francia. Se sentía triunfador, dominador… imparable. Por fin, sin muchos rodeos, Hitler ofreció a España Gibraltar, determinadas adiciones al protectorado español de Marruecos y, de una manera mucho más vaga, otros territorios coloniales del norte de África.

Franco, para variar, no dijo nada. Arrellanado sobre su butaca, su rostro impenetrable apenas permitía adivinar si esa proposición le sorprendía, si reflexionaba con calma sobre la situación, o si solo recordaba que se había dejado el gas del Palacio del Pardo abierto. En ese momento, Franco realizó la primera maniobra de diversión, análoga a la que dos años antes había perpetrado su colega italiano cuando estalló la guerra. Dijo que el abastecimiento de víveres en España era malo, que el país necesitaba trigo inmediatamente, al menos, dos millares de toneladas, y preguntó con voz calmada, casi despistada, si Alemania le podía abastecer. Sin tiempo para que Hitler encajara el golpe, Franco continuó despachando demandas como si de una carta a sus majestades los reyes se tratase: artillería pesada, camiones, antiaéreos, lanchas, aparatos de radio…y sobre todo le espetó, solemnemente, a su interlocutor alemán, que no aceptaba ninguna ayuda extranjera para la conquista de Gibraltar; El peñón debía ser recuperado únicamente por militares españoles. Y terminó poniendo la misma cara de persona que no está, esa que estilaría en los desfiles de la castellana, algunos años más tarde.

Paralelamente, Hitler se consumía. Se percibía claramente que el cariz que estaba tomando la conversación le ponía nervioso. Al alemán le molestó especialmente la “casual exactitud” de las peticiones españolas, sospechosamente localizadas en aquellos recursos en los que Alemania era deficitaria y muy por encima de las posibilidades reales de Reich, y especialmente, el poco trascendente tono de las intervenciones de Franco, más propio de una forzada merienda con la familia política, que de una entrevista de aquella altura. Por fin, Hitler se levantó y a voces, declaró que no tenía sentido continuar hablando; pero inmediatamente volvió a sentarse y renovó sus esfuerzos para hacer que Franco cambiase su opinión. Y éste, con su sonrisa conejil, reafirmaba su férrea voluntad de unirse en ese mismo momento a la causa, para seguidamente volver a pedir trigo, artillería, camiones, antiaéreos… Una vez convencido el Furher que dicha negociación no era más que una fachada detrás de la cual no se escondía nada, se levantó y comunicó a uno de sus asistentes que indicara a la delegación española que la entrevista había concluido.

Esa misma noche, en el coche restaurante, se ofreció una cena de gala a los españoles, cena en la que el ambiente, si hacemos caso al intérprete de Hitler, debió ser de aupa. Al terminar, Franco y Hitler se retiraron, por separado, a sus dependencias y los dos ministros exteriores quedaron encargados de buscar una nueva fórmula que permitiera el acuerdo. Más ambos sabían que era totalmente imposible, con lo que se limitaron a cubrir el expediente de la mejor manera, tirando del manual del perfecto diplomático: sonrisas falsas, insípidos apretones de manos y un forzado hasta luego, que realmente pretendía significar hasta nunca.

Hitler declararía más tarde, que prefería que le sacaran un par de muelas, antes que tener que volver a hablar con el general español.

España no entró en la guerra... por suerte. Un poco más tarde Franco, taimado, intentó cubrirse las espaldas en caso de victoria alemana propocionando a Hitler una división de infantería que fue destinada al frente del este. Todos sus componentes eran voluntarios, y más del 85% de ellos eran falangistas, una "corriente" dentro del régimen que a Franco, le empezaba a dar más disgustos que alegrías... Una jugada maestra.

¿Realmente Franco se "fusiló" psicológicamente a Hitler aquel día... o simplemente el alemán no desayunó fuerte?


viernes, 2 de junio de 2006

Sila, el primer hombre de Roma

Sila fue elegido cónsul, o sea, una especie de primer ministro, en el año 88 a.C, cuando Roma aún no sabía que iba a convertirse en un Imperio pero empezaba a sospechar que como República, le empezaba a apretar el traje. La elección, forzada por el partido de los Optimates, los conservadores de entonces, resultó sorprendente porque Sila distaba muy mucho de proceder de una alta cuna. Su juventud, como poco, se puede calificar de disoluta ya que se hizo mantener por una prostituta griega más mayor que él, a la que maltrató y engañó. Jamás se ocupó ni de la política ni de los cosas serías de la vida, pero al menos leyó mucho, lo que le impidió confirmarse como un completo ignorante. En cuanto a la virtudes, tenía pocas pero valiosas; era un consumado mentiroso, un maestro del engaño a través de la palabra… un embaucador nato… y era inteligente, más no al estilo académico de la palabra sino que disponía de esa astucia innata que tienen algunas personas para apartarse cuando les va a salpicar un autobús.

Por eso siguió a Mario, el tío de Cesar, en sus primeras campañas, y sí, demostró un valor casi temerario, pero se cuidaba muy mucho de hacerlo solo cuando alguien interesante pudiera verlo o cuando en verdad se estuviera jugando algo. En caso contrario, Sila procuraba no mezclarse en altercados que le pudieran hacer perder fuerza o meterle en problemas. Era un ilusionista que deslumbraba solo cuando se lo proponía. Pues bien, durante los años que siguió a Mario, contribuyó poderosamente a sus victorias, como las campañas contra los cimbrios y los teutones o la liquidación de Yugurta, Rey africano que amenazaba con convertirse en una piedra en el zapato del aparato militar romano. De vuelta a Roma, podía haber hecho carrera política, pero su propia desgana hizo que pasara otros cuatro años entre prostitutas, efebos y gladiadores, y así hubiera seguido siendo si no se hubiera hecho tallar un bajorrelieve de oro en el que aparecía Yugurta rindiéndose a él, en vez de a Mario. Por eso de dejaron de hablar… Miserias, como se ve.

Por eso, para protegerse, Sila se presentó a Cónsul en el 88 a.C y como los optimates no tenían madera de su propia cuña con la que construir un líder, adoptaron a Sila. El consulado le reportó la posibilidad de hacer dinero, y cierta seguridad personal, por no hablar de los 35.000 hombres con los que se preparaba para hacer una expedición a la moderna Turquía. Sila partió con ellos a la conquista del ponto y no avistaba todavía las costas griegas cuando Mario regresó de África a toda prisa, reunió un ejército de seis mil esclavos y marchó contra la capital, que no tenía la defensa ni de los guardias de tráfico. La tomó en dos días pero la orgía de sangre que siguió se prolongó durante los siguientes once meses… buitres y perros daban cuenta de los cadáveres que se agolpaban por las calles, y a los que nadie se molestaba en dar sepultura y los nuevos soldados – esclavos pronto se olvidaron de su condición marcial y agudizaron los términos de la masacre. Solo la pura desgana de los atacantes y la muerte de Mario propició que quedara alguien con vida.

Sila no se descompuso y tampoco se molestó en volver a la carrera, ya que solo le importaba él mismo. Terminó sus asuntos en Oriente, por cierto, con gran éxito, ya que venció a Mitrídates, el poderoso rey del Ponto y al cabo de un par de años desembarcó en la península italiana donde el hijo de Mario, igual de feo que su padre pero mucho más tonto, le salió al paso, tachándole de enemigo público, degenerado y sodomita. Sila, con mucha más cintura, se río a carcajadas y esperó unos días tranquilamente en su campamento, sonriendo mientras cientos de soldados de Mario hijo sopesaban las consecuencias de sus actos, y optaban por salir corriendo o cambiar de bando. Con 4.000 soldados más en sus huestes, atacó, y en menos de una hora, su rival fue estrepitosamente derrotado.

Y sin nadie para hacerle sombra, se vio al verdadero Sila que, lejos de “centrarse” resultó mucho más promiscuo y salvaje de lo que parecía. Asesinó a todos aquellos que años atrás se le habían “cruzado”, obligó a todos a cultivar su personalidad en las vidas pública y privada, se hizo erigir la primera estatua ecuestre de Roma – estaba prohibido representar a nadie de otra manera que no fuera de pie – e incluso apuñaló a su mejor general, Ofella, solo porque éste no le hizo una reverencia al pasar delante de su cortejo presidencial. Pero ¡Oh, sorpresa!... cuando parecía que Roma debía prepararse para el gobierno de un degenerado, en medio del pasmo general, cedió sus poderes al Senado y se retiró a vivir a su casa de campo… ¿la razón?...Valeria, una hermosísima esclava que quizás, fue su único y verdadero amor. Pasó dos años haciendo el amor con ella, al parecer a todas horas, hasta que una úlcera – más bien un cáncer – acabó con él.

En su epitafio figuró… “Ningún amigo me ha hecho favores, ni ningún enemigo me ha inflingido ofensa, que yo no haya devuelto con creces”

Genio y figura.