jueves, 28 de septiembre de 2006

El santo de la espada

"El Alcaudón" de Musashi

¿Qué sabemos realmente de Japón?... poco… si acaso, que comen pescado crudo, que parecen todos muy educados y agradables y que fabrican cachivaches de alta tecnología como cámaras de video, teléfonos móviles y ordenadores portátiles que, además, para cuando llegan a nuestros centros comerciales ya están completamente obsoletos en su país de procedencia… La globalización aún no lo domina todo… afortunadamente. Un amigo mío, muy amigo, sostiene que los japoneses tienen los ojos rasgados y ese físico tan peculiar para que se los vea en las fiestas y saraos ya que, si no, con esos modales tan calmados y tan finos, nadie repararía en ellos. También son forofos de espectáculos deportivos de todo porte, y eso a pesar de que sus selecciones de cualquier cosa quedan del 16ª puesto para abajo en toda competición en la que se presenten. Eso sí, animan con energía… pero sin mucho orden ni concierto y con frecuencia sin entender lo más mínimo de lo que están viendo. En el pasado mundial de baloncesto, la mitad del pabellón era de unos y la mitad de otros, y aunque gritaban ruidosamente lo hacían sin extremismos, casi asépticamente y con un cierto matiz de obligatoriedad, como aquella España de los años 20 en la que todo el mundo era de Joselito o de Belmonte, aún cuando no le gustaran los toros.

Entonces… ¿Significa eso que los japoneses sean desapasionados? No, más bien todo lo contrario; lo que ocurre es que, a mi modesto entender, no lo son al estilo mediterráneo sino al suyo propio… esto es, en el fondo y no en las formas. En una ocasión leí que para ellos, la persecución de cualquier logro representa dos objetivos: uno, la consecución del mismo, y dos, hacerlo de acuerdo a su manera de entender la vida, a su especial concepción del hombre y de su naturaleza… hacerlo respetando íntegramente el Bushido. “Bushido”, contrariamente a lo que pueda parecer, no hace referencia a una marca de cuchillos inoxidables sino que representa el supremo código ético de comportamiento interno, que configuraba la vida de los varones japoneses desde el siglo XII d.C. y que aglutina distintas sabidurías procedentes del confucionismo, del Zen e incluso del budismo. Sería muy difícil de explicar y seguro que yo no soy el más indicado para hacerlo pero, en esencia, se trata de situarse permanentemente en el momento de la propia muerte y mirar continuamente hacía atrás, tratando de percibir los errores e injusticias cometidos para no volver a repetirlos en una vida futura. Este código, que tan bien vendría a nuestros políticos y a los invitados de “Salsa Rosa”, recoge siete virtudes fundamentales: Rectitud, coraje, benevolencia, honestidad, respeto, honor y lealtad… y llevado al último extremo, fue el ideario que llevó, en 1945, a los últimos aviadores del Imperio del Sol a estamparse voluntariamente contra decenas de barcos estadounidenses…

La plenitud de esta sugerente forma de vida llegó en los siglos XIV y XV d.C. pero, irónicamente, el arquetipo de Samurai, del gran guerrero por excelencia, llegó tarde para conocer las grandes batallas de la historia medieval japonesa y en su tiempo, para su suerte o para su desgracia, su país conoció más periodos de paz que de guerra. Por eso, si el paso de los siglos ha dotado a Miyamoto Musashi de una áurea legendaria es precisamente porque en el camino que escogió seguir, el enemigo fue siempre él mismo, sus propios límites. El Samurai Miyamoto vivió durante el siglo XVII y ha pasado a la historia tanto por su increíble habilidad con la espada, como por su “Libro de los cinco anillos”, un brillante tratado de estrategia militar que se lee casi de carrerilla y, finalmente, por la enorme importancia de sus obras pictóricas tardías y de caligrafía, tan apreciadas en su país.

Como buen mito, su vida está rodeada de misterios e incertezas. Por lo que se sabe, nació con el nombre de Shimen Musashi en 1584, en el seno de una familia de Samuráis de “segunda división”. Su infancia estuvo marcada por dos hechos que hubieran hecho polvo a cualquiera; al poco de venir al mundo, su padre empezó a “… ir a por tabaco regularmente”. Para cuando paraba por casa y no estaba ebrio, apenas se preocupaba de otra cosa que de iniciar a su hijo en el arte de la espada… una espada que aún era más grande que él. Además, una sífilis congénita le regaló unas tremendas cicatrices en la cara y el cuero cabelludo, que le impedían dos de las cosas más importantes para un aspirante a samurai: peinarse y afeitarse correctamente. Quizás por ello Shimen le tomó cierta aversión a la limpieza y, al parecer, siempre tuvo un aspecto peculiar… por lo guarro. A los nueve años, muerta su madre, perdió definitivamente todo contacto con su padre.

Agresivo y fuerte, la adolescencia de Musashi transcurrió de victoria en victoria en todos los combates en los que participó. En el primero aceptó el desafió lanzado por un conocido luchador de Kenjutsu: acabó rápidamente con él aunque solo contaba trece años de edad y no tenía más diploma de artes marciales que el de CCC. Después de vencer a su primer oponente, a los dieciséis, inició un largo viaje que lo llevaría por todo Japón, sobreviviendo como soldado de fortuna y arrendándose al mejor postor. Según la tradición, lucho en la batalla de Sekigahara, decisiva para el acceso al shogunato de Tokugawa Ieyasu y sus descendientes. Aunque Musashi combatió en el bando perdedor, sobrevivió no sólo a trece delirantes días de lucha sino también a la posterior masacre de los doce mil prisioneros capturados, ayudando a muchos de ellos a escapar. Años más tarde se dirigió a Kyoto a “hacer un recao”… nada menos que consumar su venganza contra la familia de instructores marciales Yoshioka, se cree que porque habían humillado a Musashi mofándose de los orígenes de su padre. Mushasi, aún cuando debía agradecer bien poco a su progenitor, desafió al cabeza de familia contrario, Genzamenon que, aunque estaba en su derecho de renunciar a luchar con alguien inferior, aceptó el duelo. Tras esperar durante dos horas mandó a buscar a Musashi solo para comprobar que este dormía ruidosamente debajo de un almendro, aunque aseguró que llegaría al lugar del duelo en un periquete. Tardó dos horas más. Cuando se presentó por fin, Genzamenon estaba tan nervioso que nuestro protagonista le mató sin problemas.

Técnicamente, aparte de por su aspecto aterrador, Musashi se distinguía de los demás samuráis en que jamás fue a una escuela de lucha y en que en ocasiones no utilizaba armas metálicas. Tal es así, que venció al menos a cuatro oponentes con una simple espada de madera o Bokken. En otra ocasión, Mushasi olvidó su espada en su casa y, antes que aceptar la deshonra de rehusar el duelo o reconocer su descuido e ir a por ella, pidió el tiempo suficiente para tallar algo parecido a una espada a partir de un remo viejo de la barca con la que se había presentado en la pelea… Por supuesto, ganó.

Pero, como he indicado antes, a pesar de la violencia que caracterizó su vida, a Musashi solo se le hace justicia reconociendo su infinito afán de superación, afán que demostró a lo largo de toda su vida, haciendo frente a las variadas circunstancias negativas que le rodearon y sobresaliendo en aquello que se propuso. Por esto es recordado con fervor en Japón… por su innata capacidad de sobreponerse, incluso, a ciertas malformaciones en las manos que casi le impedían el ejercicio de su verdadera vocación: la pintura. A eso se dedicó sus últimos años, a pintar excelentes grabados y láminas en la cueva en la que se retiró a envejecer. Mushasi utilizaba la tinta de manera majestuosa, siempre siguiendo estrictamente las reglas del arte oriental… Ante todo, captar el sentimiento que anima a la pincelada hasta captar el alma del modelo.

Él lo consiguió, uniendo además el suyo propio, ese abrasador esfuerzo por salir siempre adelante…

Saludos.

sábado, 23 de septiembre de 2006

¿Lo llevo todo?


Ayer, laboralmente hablando, fue un día para olvidar. Y eso, para lo que pagamos la hipoteca gracias a algo que sabemos hacer pero que no nos gusta en demasía, solo puede dignificar la peor de las combinaciones posibles, esto es… trabajar mucho… para que adelantes poco y te luzca nada: el teléfono sonando sin parar, la mesa llenándose de papeles e informes a cada instante, Microsoft Outlook “escupiendo” rabiosamente mensajes, mis compañeros entrando y saliendo como de una cafetería… Si a esto le unimos que, al menos, el 90% de la gente entiende el viernes como la antesala lógica del fin de semana pero que, a un servidor, suele ser el día que más le cunde, no os sorprenderá que acabara saliendo del trabajo como de unos toriles y destilando un “cabreo” monumental. Así que, con una poco forzada cara de malas pulgas encaminé mis pasos hacia al autobús, confiando en que no hubiera demasiado tráfico que retrasara mi vuelta a casa y, sobre todo, rogando a Dios para que no sentara a mi lado algún paisano con ganas de conversación y me arruinara el último capítulo de “La Catedral del mar”, mi libro de las dos últimas semanas… Desgraciadamente para mí, el altísimo tenía cosas más importantes que hacer que facilitar la vuelta a casa de este pobre contable…

Al principio, cuando se sentó a mi lado y comenzó a castigarme las meninges con su monocorde verborrea, no reparé en su aspecto pero, unos minutos más tarde, una vez decidí hacer un alto en la lectura para descansar la vista y lanzarle una mirada furibunda, a ver si así se decidía a salir de mi mundo para no volver y fijé mis ojos en él, confieso que no pude dejar de mirarlo hasta que se bajó, seis o siete paradas más tarde. Permitidme aclarar que, generalmente, no soy tan maleducado… Me gusta pasar desapercibido, más aún en los transportes públicos; como mucho, me permito aguantar la mirada de cuando en cuando en alguna bella señorita y tan solo en dos o tres ocasiones me he decidido por acompañarla de una tímida sonrisa, pero es que mi eventual compañero de viaje del viernes era… espectacular. No por su físico, más o menos normal, sino por la cantidad de abalorios, cachivaches y achiperres que colgaban de su cuello, brazos y muñecas y que, aún a riesgo de dejarme alguno, procedo a enumerar: En su cabeza, un par de gafas, unas graduadas - espero... - y otras de sol, a modo de diadema para el pelo; en sus orejas, variados y llamativos pendientes, al menos cuatro en cada una de ellas; en el cuello tres collares, uno de conchas, otro metálico y un tercero de cuero, rematado con signo tribal que le tapaba medio pecho. En sus brazos, media docena de pulseras incluyendo la roja, de apoyo a la selección española de futbol, la amarilla, esa que popularizó Amstrong, la blanca y negra contra el racismo, y la verde, que no se muy bien lo que significa ni me importa... Podría decirse que no había causa en el mundo que no encontrara en los brazos de este hombre una valla de publicidad gratuita; En sus pantalones, decenas de chapas de aquellas que estuvieron de moda en los años ochenta, algunas de ellas irreconciliables, como el símbolo de la paz y la calavera que identificaba a los hombres de las temibles SS. Aparte, portaba dos móviles en su cinturón, una funda para las gafas, una bolsa de estas que se llevan en bandolera, una mochila, un reloj Casio con calculadora - un hermoso detalle retro :-) - y un llavero con el que hubiera podido abrir hasta las puertas del cielo... ¡Éste hombre tenía más accesorios que un Madelman! Una vez superado el "shock" inicial y sonriendo para mis adentros, pensando en las horas a que se tendría que levantar este buen hombre para salir equipado de casa, pensé en que sin duda, se habría sentido como pez en el agua en las antiguas legiones de Roma...

Hace muchos siglos, cuando los romanos empezaban a sentirse como los amos del mundo y sus ejércitos conquistaban lejanísimos países de los que nunca nadie había oído hablar, alguien percibió que lo que se había revelado bueno hasta entonces, estaba a punto de dejar de serlo y que, si Roma deseaba además conservar sus nuevas provincias, necesitaba un ejército más rápido, más móvil y, sobre todo más profesional. Y no es que los legionarios que se encontró Cayo Mario, tío de Julio Cesar, fuesen malos ¡todo lo contario! El problema es que eran, en cierto modo, soldados a tiempo parcial pues, como propietarios de tierras, debían dedicar la mitad del año a cuidar sus cosechas y atender a sus familias. Esto significaba dos cosas: Una, que aquellos hombres estaban deseando acabar la campaña para volver con sus mujeres y dos, que empezaban a concebir la milicia como una carga pues, si conseguian mantenerse con vida hasta llegar a viejos, poco a nada recibían a cambio. Mario se dió cuenta y, en una medida que sus contemporáneos apenas entendieron, dio entrada en el ejército a los capite censi, a aquellos que nada tenían y, por tanto, a aquellos que estaban dispuestos a darlo todo por retirarse un poco menos pobres de lo que se alistaron. La medida fue un éxito, pues permitió mantener hombres en armas durante todo el año, algo imprescindible si lo que se quería era mantener lo conquistado y, además, al esteblecer la obligatoriedad de "premiar" a aquellos que llegaran a viejos con una parcela de tierra cultivable, propició que se aprovecharan para la agricultura terrenos hasta ese momento considerados baldíos.

Más el cambio fundamental no fue ese. Mario tambien se dio cuenta de que, en un ejército que confiaba su destino a su infanteria y que debía custodiar fronteras de cientos y cientos de kilómetros, la rapidez con que consiguiera moverse era fundamental. Por aquellos días los legionarios romanos se acompañaban de un tren de bagajes que podía representar dos o tres veces la longitud del ejército mientras marchaba. Detrás de los soldados avanzaban miles de acemilas, que cargaban los pertrechos e incluso las armas de aquellos, mujeres de dudosa reputación, buhoneros, curanderos, adivinos y toda suerte de rufianes que se aprovechaban de una cierta laxitud en las normas para sobrevivir a base de engaños e incluso participar en saqueos y botines. Mario, con buen criterio, acabó definitvamente con todo esto, arrojando a patadas de los campamentos a todo aquel que no fuera personal combatiente y, sobre todo, prescindiendo de de burros y asnos y obligando a sus hombres a que, de ahora en adelante, cargaran diariamente con la totalidad de su equipo. Tan solo permitió un animal por cada contubernium o grupo de ocho legionarios.

En un principio, le medida fue aceptada a regañadientes por sus hombres pero, a la mañana siguiente, cuando fueron realmente conscientes del volumen de equipo que debían transportar sobre sus hombros, seguro que más de uno se tuvo que hacer el dormido. Cada legionario, además de su casco, su gladius, su escudo y su cota de malla debía acarrear además una capa, un poncho, un cazo metálico donde comer, una cesta de mimbre, un pico, un hacha, un cortacésped, una correa, una sierra para madera llamada honcejo, una cadena, dos estacas de maderas con las que formar una empalizada y una dolabra. Me apuesto a que, durante las marchas, el asno del cortubernium sonreía de soslayo, complacido de tener que acarrear, "tan solo", la tienda donde dormir y los utensilios que conformaban una pequeña cocina de campaña. Pero muy pronto, los legionarios se acostumbraron, se endurecieron y fueron capaces de cubrir enormes distancias cargados hasta las trancas de armas y herramientas... y de golpear con dureza al enemigo sin solución de continuidad, cansados o descansados, al levantarse o al anochecer, con sol o con lluvia...y eso, por aquellos días, no estaba al alcance de nadie.

A partir de entonces, los soldados de infatería, los miles romanos, serían conocidos por sus enemigos como los Mulus Marianus... o las mulas de Mario, soldados capaces de caminar treinta kilómetros con treinta kilos en las espaldas...

Para una época en la que los hombres aún andaban con sandalias, no estaba mal.

lunes, 18 de septiembre de 2006

El fotógrafo de Mauthausen


Sobre los campos de exterminio Nazi, su funcionamiento, las penalidades que sufrieron aquellos que estuvieron confinados en sus instalaciones – por llamarlas de algún modo – y el daño irreparable que los hechos que ocurrieron en su interior causaron a la libertad, la justicia y la dignidad humanas, se ha escrito mucho. Sí uno lo desea puede encontrar centenares de obras muy valiosas en cualquier librería, puede informarse a través de la Web e incluso la televisión y la radio dedican, con cierta periodicidad casi malsana, programas especiales en los que se recuerda toda aquella infamia con mejor o peor tino… El camino para aquel que desee superar su ignorancia o su indiferencia para con este capítulo de nuestra historia – o histeria… - es bien sencillo, y su destino, si uno es hombre cuerdo y bien nacido, lo es aún más y no admite pérdida… Poco puedo aportar yo.

Pero para acercarse a estos hechos, el hombre del siglo XXI tiene que vencer ciertas dificultades, derivadas de la evolución que hemos seguido nosotros mismos en estos últimos decenios de lozanía, evolución que ha concluido un hombre poco informado, efervescente y algo pasota a la vez, intrascendente y con nula capacidad de sorpresa. Esa falta de empatía, ese empacho audiovisual que nos sacude y nos embelesa, hace que contemplemos todo aquello que no nos afecta directamente desde la barrera, que seamos capaces de emocionarnos casi con cualquier cosa, pero también que seamos igualmente hábiles para, puede que inconscientemente, eliminar de nuestro acervo emocional todo aquellos que nos molesta y nos avergüenza, apartarlo a un rincón y empujarlo sin miramientos hasta que ese pensamiento nos abandona, mientras que nos auto - convencemos de que a nosotros no nos va a pasar… y peor aún, de que aquello no puede volver a ocurrir. En definitiva, nos sentimos muy diferentes a otros hombres que han vivido hace bien pocos años y nos sentimos mejores, aunque no sepamos explicar exactamente el porqué.

Pues bien, insisto en que, hace muy pocos años, Mauthausen fue uno de los más importantes campos de concentración de la Alemania Nacional Socialista. Fue construido junto a las canteras de Wienergraben, a orillas del Danubio y, en esencia, su funcionamiento no difería demasiado de los otros quince principales campos y trescientos subcampos que se repartían por toda la Europa ocupada. Aún así, en Mauthausen intervienen dos circunstancias que lo hacen excepcional. En primer lugar, toda la actividad del campo giraba en torno a las canteras que lo rodeaban, canteras a las que se accedía descendiendo los 186 escalones de una escalera que fue bautizada, poco originalmente, como “escalera de la muerte”. Al amanecer, los prisioneros la bajaban corriendo, golpeados por los Capos del campo; Al anochecer, la subida se llevaba a cabo en columnas de cinco, generalmente con una enorme piedra atada a la espalda para, supongo, aprovechar el viaje. Al final de la escalera se abría un abismo en la roca cortada que las SS habían bautizado, con discutible humor, como “El abismo de los paracaidistas” porque muchos prisioneros desesperados se lanzaban al vacío o eran empujados y precipitados por sus guardias.

La otra extraordinaria particularidad que me sirve de excusa para invitaros a contemplar, que no leer este post, es la presencia entre los prisioneros de Mauthausen de un joven fotógrafo español llamado Francisco Boix. Francisco, nacido en Barcelona en 1920 y comunista confeso, se exilió a Francia tras la Guerra Civil y allí fue hecho prisionero en 1941, y trasladado inmediatamente al campo. Al poco de ingresar en él, con la ayuda de otros presos y jugándose literalmente la vida, si es que uno puede hacer semejante cosa allá adentro, escondió cientos de fotografías tomadas por miembros de las SS y, una vez liberado el campo, tomó miles de ellas desde el mismo instante en que dejó de ser prisionero de éste. No fue ni el primero ni el último que consiguió hacer algo semejante pero, por su volumen e importancia, las colecciones con las que Boix retornó a París en Junio de 1945 son de un valor incalculable. Sobre la liberación de los campos de exterminio conocemos muchos reportajes hechos por los fotógrafos que acompañaban a los ejércitos aliados pero Boix ya estaba dentro cuando los aliados entraron en Mauthausen y con su cámara "Lecia" robada de los almacenes del campo, inmortalizó la llegada de aquella primera patrulla de reconocimiento americana cuyos miembros nunca hubieran imaginado aquello que se iban a encontrar. Sus fotografías inmediatamente se hicieron famosas e incluso despertaron la admiración de la prensa europea, especialmente a raiz de la comparencia de Boix en los Juicios de Nuremberg, pero no faltaron quienes se aprovecharon del pasado izquierdista de Boix para cuestionar la autenticidad de su testimonio y discutir su valor probatorio, incluso desde dentro del bando aliado.

No pretendo sostener que Boix fuera mejor que cualquier otro de los más de doscientos mil presos de todo el mundo que pasaron por Mauthausen o que merezca más atención que cualquier otro de los siete mil doscientos españoles que entraron en ese campo, cinco mil quinientos de ellos para no volver jamás, pero indagar en su obra, es hacerlo en la historia no solo de los que compartieron con él su sufrimiento y su dolor sino de todos aquellos que fueron, son o serán sojuzgados por otros hombres en el pasado o el futuro. Por esto mismo su figura representa un mojón indestructible que señala los lindes de la carretera que conduce a la libertad. Interesarse por estas fotos, escrutarlas como quien relee las últimas líneas de un buen libro, intentar verlas, siquiera por unos momentos, con la mirada de aquel joven cuya vida dejó de pertenecerle durante cuatro largos años, es un ejercicio de justicia, de reconocimiento y puede que también de autoayuda frente a la desidia, el odio, la inhumanidad y los totalitarismos, vengan de donde vengan. Estas fotos son una radiografía… pero también una poderosa y gratuita vacuna que está al alcance de cualquiera.

Compañeros de Francisco Boix, fotografiados en invierno de 1943.


Otro compañero de Boix, éste con peor suerte... Murió congelado
mientras trabajaba al raso durante el crudísimo invierno del año 1944.

El comandante del campo enseña las instalaciones a Himmler,
durante una visita en abril de 1943. Por aquellos días, el Reich ya había
tomado partido por la llamada "solución final" al problema de los campos.

Presos de Mauthausen esperando ser asignados a los diferentes
módulos. Este trámite solía demorarse a propósito y no era extraño
que estos desdichados esperaran durante dos o tres días, al raso y desnudos,
antes de ser definitivamente ubicados.

Un guardia del campo junto a uno de los "Kapos". Estos últimos eran presos a los
que los alemanes recurrían para mantener el orden, aterrorizar a sus compañeros y
delatar a los díscolos o a aquellos que pretendían fugarse. Gozaban de pequeños privilegios
como, por ejemplo, comer carne y con frecuencia eran aún más desalmados que los
propios hombres de las SS.

La tristemente famosa escalera que conducía a la cantera. Subirla en invierno,
cargando una piedra de más de cuarenta kilos debió convertirse en una
odisea. No era extraño que los presos se resbalaran a causa del hielo o el rocío
y se precipitaran por los escalones.

Trabajos que hubieran fácilmente realizables con maquinaria pesada,
se convertían en inhumanos encargos para los desdichados ocupantes
de los campos. No había gruas, y todo se llevaba a cabo "gracias" al esfuerzo
motriz de aquellos hombres. El precio fue altísimo; la esperanza media de vida en
Mauthausen eran de 14 meses.

Un Comité internacional de resistencia, creado cladestinamente
por deportados, liberó el campo tras duros combates entre el 5 y el 7
de Mayo de 1945, horas antes de que llegaran las primeras patrullas
aliadas.

Una de las tareas que se encargó a los hombres de las SS, una vez liberado
el campo, fue acarrear los miles de cadáveres a los qu
e no dió tiempo a incinerar.
En muchos de los campos, y Mauthausen no fue una excepción, las fuerzas
norteamericanas obligaron a los funcionarios de los pueblos vecinos al campo
a colaborar empujando carretillas o cavando las fosas comunes.


martes, 12 de septiembre de 2006

Un caballo de madera

Caballo maderil en la moderna Troya... Canakkale

Hace mucho, mucho tiempo, en las páginas sepia de los principales periódicos griegos, se publicaron repetidamente anuncios más o menos parecidos a éste… “Se buscan hombres físicamente bien parecidos de entre dieciocho y treinta años, para ilusionante puesta en funcionamiento de empresa y su posterior expansión... no necesaria experiencia aunque sí espada y escudo propio… se ofrece contrato laboral – aunque con posibilidad de transformación en indefinido a poco que vengan mal dadas… - e interesante remuneración, eso sí, variable, a base de botín, hermosas jóvenes e incluso la posibilidad de figurar en maravillosa obra literaria que marcará el devenir de la poesía épica por los siglos de los siglos… abstenerse blandos de corazón y personas con excesivo apego a los suyos o a su hogar… MUY IMPORTANTE: total disponibilidad para viajar… y puede que para no volver… Razón: Sr. Agamenón… Tfno. 555 …."

… Y, como en la mayoría de los anuncios en los que se ofrece una oferta de empleo, los candidatos fueron miles, lo que unido a las laxitud de los procesos de selección de entonces – en los que no hacía falta poner eso de “Troyano, nivel medio hablado y escrito…” – motivó que la convocatoria fuera un auténtico éxito, y que, al poco, faltaran barcos para meter a tanto becario… Nada menos que mil fueron necesarios. A decir verdad también ayudaban las turbadoras leyendas que llegaban desde el otro lado del mar, en las que se hablaba de la ciudad de Troya como una especie de antiguo El Dorado, gracias a su inmejorable posición estratégica y a su floreciente comercio. El rapto de Helena fue la excusa que necesitaban los aqueos y, como ¿explica? Homero, Agamenón se puso al frente de sus variopintas huestes, dispuesto a calentar el lomo a esos desvergonzados troyanos... y, de paso, a comentarle a Helena un par de detalles sobre lo que pensaba de las jóvenes que no acostumbraban a respetar la hora de volver a casa...

Aunque el proceso de selección funcionó de maravilla de cabo para abajo, más dificultades acarreó a Agamenón la provisión de mandos intermedios. Ulises fue designado subdirector de operaciones pero, recien casado, la posibilidad de ir de expatriado no le "llenaba" así que recurrió a toda clase de engaños para no respetar su precontrato laboral. Incluso llegó a fingir espasmódicos ataques de locura, arando la arena del mar o sembrando sal en vez de trigo pero Palamedes, el psicólogo de la empresa, colocó al hijo de Ulises, que aún era un bebe, en la trayectoria del arado y el padre levantó con premura la verja para evitar el infanticidio, demostrando a su pesar que la demencia era fingida y perdiendo al instante cualquier posibilidad de pedir la baja.

Luego, más metido en harina, la verdad es que el trabajo se le dio bien. Su sentido común y su manifiesto heroísmo le valieron varios ascensos que le procuraron gran fama entre sus hombres por lo que, a la muerte de Aquiles, se le entregaron en depósito las armas del gran guerrero aqueo. Ulises sonrió complacido pero ni siquiera aquello le alegró su corazón. El prolongado asedio a Troya duraba ya muchos años y nuestro héroe, ávido de nuevas perspectivas profesionales y harto de encadenar años tras año decenas de contratos de obra , contemplaba cada mañana las imponentes murallas de la ciudad con una mezcla de respeto y melancolía... hasta que un día concibió un descabellado plan... Ulises tuvo la idea de construir un enorme caballo de madera dentro del cual se ocultarían los más motivados y valerosos guerreros griegos... ¡los que tenían contrato en prácticas! Una mañana, el ejército atacante fingiría retirarse y, cuando los troyanos introdujeran el caballo en la ciudad tomándolo por una gigantesca ofrenda, se abrirían unas puertas en su vientre puertas para que los aqueos acabaran con la resistencia enemiga de una vez por todas.

Y así fue... Efectivamente, al comprobar que los griegos se habían ido con lo puesto, los troyanos salieron de la ciudad en medio de gran alborozo para admirar lo que los orgullosos y soberbios hijos de Apolo habían abandonado precipitadamente. Helena también se acercó a verlo pero, desconfiada, a punto estuvo de desbaratar el ardid… la joven dio tres vueltas alrededor del caballo y, tras palparlo con las manos, llamó por sus nombres a los más valientes guerreros enemigos fingiendo la voz de sus respectivas mujeres. Diómedes y Menelao a punto estuvieron de caer en la trampa pero Ulises los contuvo hasta que Atenea, adalid de los griegos, distrajo la atención de Helena hacia otro lugar.

Mientras tanto, entre los Troyanos avanzaba el desacuerdo sobre que hacer con tan incómodo presente… Unos querían quemarlo en la playa, otros sugirieron despeñarlo desde la parte más alta de las murallas de la ciudad y, por último, un tercer grupo abogó por conservarlo y ponerlo encima de la televisión, al lado de la gitana, ya que, sin duda, los griegos lo habían construido en honor a Poseidón y no era cosa de tocar las narices a uno de los Dioses con peor pronto que se recuerdan. La tercera opinión era la más arriesgada, irreflexiva y estúpida y, como tal, salió victoriosa.

Laoconte, a la sazón sacerdote de Poseidón y cabeza visible del sector más crítico dentro de los prebostes troyanos, alzó la voz para advertir de los peligros que tan poco sopesado acto acarrearía e incluso lanzó una flecha al costado del caballo pero la masa, emborrachada de alegría, ni siquiera acertó a oír que aquella flecha había hecho impacto… en algo hueco. Los troyanos hicieron una gran celebración, bailaron el "Paquito the chocolateman" y cuando los guerreros griegos salieron del caballo, la ciudad entera estaba completamente bebida; sin ningún esfuerzo abrieron las puertas de la ciudad para permitir al resto de las tropas el acceso y tondos juntitos se pusieron a quemar y saquear a discrección...

... Había llegado la hora de la paga extra.

Como en todas las ofertas laborales, y más tarde, en el desempeño del trabajo mismo, en la Guerra de Troya no es oro todo lo que reluce y hay más medias verdades que reales certezas. Homero, rapsoda excepcional, contribuye con su narración a embarullar el asunto y nosotros mismos ahondamos en esa dirección al tender a considerar la obra de un poeta, una realidad histórica. Los historiadores están de acuerdo en que, entre los siglos XV y III a.C. una ciudad, bautizada ahora Nueva Ilion, desempeñó una relevante función comercial en las transacciones que tenían por escenario el Estrecho de los Dardanelos. Una vez excavadas las ruinas de dicha ciudad, la cosa se complica aún más pues han aparecido sucesivos estratos arqueológicos datados en siglos distintos, como si fueran las capas de una gigantesca cebolla. La capa que nos interesa está fechada entre 1.300 y 1.100 a.C y presenta evidentes signos de destrucción, lo que nos hace pensar que fue una de las víctimas de las luchas que atormentaron el Asia menor por aquellos días.

En cuanto al caballo, un par de teorías no son del todo descabelladas. Por un lado, en la antiguedad se llamaban caballos a unos gigantescos arietes usados para abrir hueco en las murallas enemigas. Eran artilugios enormes, forrados de cuero humedecido y que precisaban cientos de hombres para su funcionamiento... más o menos como el caballo Homérico. Otra posibilidad es que Hómero relatara por medio de una alegoría uno de los principales pasatiempos de los antiguos Aqueos... organizar intercambios de prisioneros, dejar unas docenas de animales presuntamente sin vigilancia en el punto de encuentro y caer sobre los enemigos en el momento en que estos se pretenden apropiar del inesperado regalo.

Sea cual sea la verdadera historia... Hómero le sacó bastante tajada ¿no creéis?

lunes, 4 de septiembre de 2006

Craso error

El perdedor en Carrhae

Por cualquier centro de trabajo que se pueda llamar a sí mismo oficina, circula toda una suerte de teorías que pretenden sentar cátedra sobre el mundo laboral en general, y lo que se debe o no se debe hacer para “prosperar” en él, en particular. Y cuando se trata de hablar sobre lo que no se sabe, como sobre fútbol o medicina, en cada español hay un tertuliano en potencia... Frases como “... Aquí para ascender hay que saber inglés”, “...Debemos ser proactivos desde que entramos por la puerta” ó “¡... Inteligencia emocional... Aquí falta inteligencia emocional!”, empiezan a ser comunes en la mayoría de las reuniones de trabajo y peor aún, también en las conversaciones que se producen alrededor de la máquina del café… ¡por no hablar de esa puñetera costumbre de utilizar cada tres por cuatro, palabras que no sabemos definir, como “implementar”!... Esta misma mañana, un ¿compañero? con menos expectativas en la empresa que un ratón blanco en el terrario de una pitón, comentaba alegremente los simpáticos y manidos conceptos que se pueden leer en uno de esos libros de ¿autoayuda?, en los que alguien ha hecho no se qué con el queso de no se sabe quién, aprovechando que la Compañía había lanzado varios procesos de promoción interna. Aquel impresionante mitín era escuchado con sincero – creo… - interés por otros dos o tres elementos, arregladores de mundos en los ratos libres, que asentían con vehemencia… aunque por sus caras, estoy seguro que no acertarían a reutilizar los conceptos sobre lo que estaba girando la conversación en cualquier otro diálogo, tan solo cinco minutos más tarde.

Es curioso lo mucho que puede tardar en salir un capuchino de máquina, cuando no tienes ni puñetera gana de estar en un determinado sitio y, además, cuando sospechas que estás a puntito de entrar a formar parte de una conversación que no te interesa lo más mínimo. Total, que mientras observaba con cara de despistado el laborioso proceso con el que ese armario con alma de cafetera finiquitaba la espuma de mi café, sentí de pronto como aquel entusiasta conferenciante interrumpía su perorata sin duda para coger aire pues me pareció que su tez ya empezaba a coger un malsano tono encarnado – y se giraba en dirección a un servidor, buscando sin duda un nuevo acólito que participara en la sarta de estupideces que allí se estaban comentando. Y, en contra de lo que hubiera hecho cualquiera en su sano juicio, esto es, volverse hacia la puerta, saludar a alguien inexistente y salir por piernas… me volví hacía mi compañero, me puse la careta de buena persona y aguardé mi destino, cual hijo del santo Job, intentando no parecer aún más descortés de lo que ya sugiere la expresión de mi cara cuando llegó a trabajar.

Por lo menos, fue al grano…

- ¡Oye!.. Y a ti… ¿Qué te parece la nueva circular sobre promoción interna y desarrollo interdepartamental?... Yo creo que es un gran acierto… en mi área ya somos varios los que estamos interesados en conocer los criterios por los que se seleccionaran a los promocionables y…

Hay que jod… ¡Se lo han creido! ¡Pero si la empresa lo que quiere es ahorrarse el coste que supondría la media docena de procesos de selección que tienen pendientes! Y encima los primeros que se apuntan son estos… ¡que no saben hacer la O con un canuto! Calma… calma… intenta poner cara de que les sigues el juego… eso es… así, como si te interesara…

- …ya está bien de hacer de auxiliar administrativo… ¡que llevo casi año y medio!... cómo confien en mí para el departamento de recursos humanos se lo voy a dejar como una patena… ¡y por horas, que no se preocupen… que por mí no va a quedar!... cada persona tiene que desarrollarse hasta el límite de su potencial…

- … pero acaba ascendiendo hasta el límite de su incompetencia…

¡Mierda!... acababa de pensar en voz alta. El hombre antes conocido como auxiliar administrativo se tomo mi coletilla de la peor manera, personalizándola en si mismo, lo que hace cualquier persona insegura que no se siente cómoda ante un auditorio no elegido y, por tanto, no deseado. Así que, para evitar males mayores en forma de arañazos en el aparcamiento, procedí a matizar lo inmatizable…

- Quiero decir, que todo el mundo tiene un límite y unas capacidades, y que es muy lícito ofrecer a cualquiera la oportunidad de prosperar, aunque lo normal cuando no hablamos de un escenario abierto, es que determinadas responsabilidades acaben en manos de personas no cualificadas para ejercerlas… Si asciendes demasiado rápido o por mor de las circunstancias, tarde o temprano alcanzaras un puesto que te sobrepase… el límite de tu incompetencia. Verás, un ejemplo: Roma, civilización triunfadora en mil batallas y luz y guía de la cultura occidental, tambien produjo una considerable cantidad de individuos futiles e inútiles. Y hasta cierto punto, era lógico: Con un sistema de clases, al menos hasta bien entrado el principado, tan estricto y cerrado, multitud de hijos de familias acomodadas asumían responsabilidades para las que ni de lejos estaban ni preparados ni motivados. La propia grandeza de Roma y el respeto que ésta imponía en sus enemigos, tapaba la mayoría de los errores de estos jóvenes pero no podía evitar que se cumpliera mi particular dicho... que ascendieran hasta el límite de su propia incompetencia. Y eso ocurrió con un aristócrata llamado Craso... No es que fuera tonto, ni muchísimo menos, pero le empeoraba que se creía mucho más listo de lo que realmente era. Su fortuna, la más grande de entre todos patricios romanos de la época, fue legendaria, tanto por su cantidad como por su origen.

Un servidor ya estaba lanzado...

... Nuestro amiguete empezó especulando con terrenos y solares pero pronto se dio cuenta de que, con el ingente número de incendios que se desencadenaban en Roma diariamente, era mucho más provechoso especializarse en siniestros, y así invento la primero empresa de seguros... ¡para sí mismo! Cuando se declaraba un incendio, Craso se presentaba en el lugar con una muy preparada brigada de bomberos; si el propietario, aterrorizado por las llamas accedía a pagar una auténtica barbaridad, los trabajadores de Craso sofocaban las llamas; si no, esperaba pacientemente a que el incendio consumiera totalmente el edificio y compraba el terreno por una cantidad simbólica. Vamos, que Craso sacaba tajada... seguro.

Pues bien, en un determinado momento, Craso dio el paso que nunca debería haber dado... pasó voluntariamente de ser un hombre de negocios exitoso a un político incapaz. Cómo no sabía que hacer con la pasta, se unió a las dos personalidades más célebres de la Roma de entonces... Julio César y Gneo Pompeyo, e hizo las veces de banquero oficial de los dos, pagando banquetes, deudas y los sobornos necesarios para resultar elegido Consul o Tribuno de la Plebe las veces que hicieran falta. Tanto uno como el otro, bien contentos por haber encontrado a un tercero que les pagase sus vicios, simularon tratarle como a un igual, y le asignaron como feudo una provincia lejana, no muy complicada, desde la que mantenerle ocupado y entretenido... y la ganadora fue Siria.

Pero, a pesar de la jubilación de lujo como triunviro que les esperaba, Craso, cada vez más convencido de que su destino era superior y más dichoso que el del resto de los mortales, y cada hora más engañado respecto a las habilidades propias, decidió emular las hazañas bélicas de sus compañeros, alistó cuatro legiones, salió con ellas al encuentro de los partos en Carrhae, en el 49 a.C y, como no tenía ni la menor idea de nada relacionado con el arte de la guerra, ni siquiera atarse su propia caligae, resultó muerto en compañia de gran parte de aquellas cuatro legiones que le acompañaron y que ninguna culpa tenían.

Craso alcanzó su propio límite, y lo superó, una vez que la fortuna le concedió su último y más inmerecido ascenso...

Después de unos segundos, mi compañero me replicó:

- No serían muy buenas aquellas cuatro legiones... ¡Yo he leído que casi nunca perdían!

Aún no es jefe y ya ejerciendo...

PD: La historia apenas recuerda los aciertos de Craso, que tambien los tuvo. Se quedó, como no, con lo peor, y otorgó su nombre al más grande de los errores posibles. Un saludo...