miércoles, 22 de noviembre de 2006

¡Por favor caballero!

"La muerte de Arturo" de Mulcaster

Si hay algo que no soporto de la buena educación, es que te recuerda permanentemente la edad que tienes. Ayer, sin ir más lejos, enfilaba ya la avenida que debía llevarme a casa tras un corto paseo de diez minutos cuando, de pronto, un balón de fútbol apareció botando frente a mí, gastado y sucio, hasta que se paró a escaso metro y medio de donde yo estaba. Un servidor, deportista confeso desde que empezó a dar sus primero pasos, escrutó el parque cercano buscando a los propietarios de aquella pelota con el sano propósito de meterles el “balón a la olla” al más puro estilo David Beckman. En esto que identifico a un grupo de chavales, cojo carrerilla, me preparo para golpear y escucho… - Señor, señor…. Caballero… ¿nos devuelve la pelota? – Os juró que me dio un bajón del que aún me estoy recuperando; ¡¡¡¿Caballero?!!!! Pero si tengo 33 años, si lo que me pide el cuerpo es quedarme con vosotros hasta las diez de la noche… si lo que yo quiero es ¡ponerme de portero, leche!... total, que el pobre chaval, cuyo único pecado fue tratar de ser educado, se llevó una mirada de mil demonios y tuvo que ir andando a por aquella vieja pelota porque yo preferí irme muy dignamente y bastante cabreado, como cuando uno es pequeño, se hacen dos equipos y ninguno de los dos te quiere… ni de portero.

La orden de Caballería o de Caballeros fue, primordialmente, el grupo militar de los protectores de la fe y la sociedad cristianas. El caballero o “miles”, sería un hombre especial seleccionado por los monarcas y dirigentes, uno entre mil, entre los más preparados física, intelectual y moralmente para afrontar los variados peligros que acarreaba defender el código caballeresco y velar por la seguridad de la ley, la tierra y el Rey. En teoría, un joven podía ser armado caballero por méritos de guerra, de modo que su fulminante ascenso se producía en el mismo campo de batalla, justo al terminar la refriega, pero lo normal es que esta prebenda se manejase en exclusividad por los más elitistas círculos de la sociedad medieval, con lo que en realidad, se trataba de un negocio puramente hereditario… ¿la causa? Armarse caballero era un enorme gasto tanto para el aspirante, que se tenía que hipotecar a 25 años para pagarse una armadura, una buena cabalgadura y los achiperres necesarios para salir bien en la foto, como para el oficiante, un noble más mayor y curtido que debía pasar parte de su feudo a su apadrinado para que, el pobre, no empezara a ejercer con una mano delante y otra detrás. Comprenderéis que, si uno estaba poco dispuesto a hacerlo por alguien de su misma sangre, menos aún por un jovenzuelo al que de poco o nada se conocía.

En fin, si uno conseguía ser lo suficientemente vivo para sobrevivir a una docena de batallas o lo suficientemente paciente para aguantarse las ganas de mandar a su padre a freír espárragos, puede que un día la tan esperada noticia le levantara de la cama. En tal caso, aquella noche la pasaría completamente en vigilia, previo paso por un purificante baño que le procuraría limpieza física y espiritual (muy necesaria en aquellos tiempos en los que el lavarse era considerado una pérdida de tiempo…) Al terminar de velar, sería necesario un segundo baño, quizás porque demasiada gente se saltaba el primero, y una vez limpio y vestido enteramente con una sobrevesta de color blanco, recibía en sus aposentos a un par de caballeros veteranos que le advertían sobre los peligros y amarguras de una vida – en teoría – dedicada enteramente a servir a otros, como los aterradores dragones, los malvados caballeros errantes y lo incómodo que resultaba ir al excusado portando una armadura de 25 kilos…

Si todo esto no le desalentaba, se le dejaba solo para que pudiera encomendarse a Dios y, después de oír misa, se presentaba ante la persona que debía armarle caballero. El oficiante, en tono solemne, se aseguraba de que el aspirante había sido puesto al corriente de lo que se le venía encima y de que conocía el código caballeresco y acercándose a él, le preguntaba por última vez – a lo Mayra Gómez Kemp… - acerca de su voluntad. Si la respuesta era afirmativa, se le ceñía la espada, se le calzaban las espuelas y le invitaba a realizar el triple juramento: no dudar en morir por la ley (la cristiana, se entiende), por su señor (mayormente el Rey, y también el que apadrinaba, de quien pasaba a ser deudo) y por la tierra (juramento que hacía alusión a los pobladores de la tierra – el vulgo – y que los caballeros solían malinterpretar como "sus propias tierras"). Una vez pronunciado el juramento, se le daba un pescozón que unos dicen que simbolizaba las dificultades del nuevo camino que había escogido y otros aseguran que se utilizaba para que no olvidara lo que ha jurado… Yo, personalmente, no le veo excesivo sentido, y más bien creo que en medio de tan solemne ceremonia, un guantazo no obedecía más que a la necesidad de echarse unas risas. Tras esto, solo quedaba “mojarlo” con un gran banquete y incluso con algún torneo, aunque esto último estaba prohibido por la iglesia.

Con el paso del tiempo, la pérdida de valor de la caballería en los enfrentamientos armados a favor de la infantería o la artillería motivó que la figura del caballero fuera perdiendo importancia y popularidad y esto contribuyó a que el ritual se fuera simplificando en gran medida: se abandona el baño y los consejos de los otros caballeros, se reduce la vigilia y se sustituye el juramento y el pescozón por un espaldarazo de carácter más simbólico. A finales del XIII, el número de investiduras cae considerablemente y los únicos que podían estar interesados en “pasar por el aro”, la burguesía de carácter urbano, empezó a utilizar atajos más cómodos para entrar a formar parte del selecto club de los caballeros, como los matrimonios de conveniencia o la compra de títulos nobiliarios; En España, esta práctica llegó a estar tan extendida que a Pero Niño, el famoso protagonista de la “Crónica del Victorial”, no le quedó sino decir “por más que busqué, di con muchos caballeros, pero con pocos nobles de espíritu y aún menos de alma; ni saben lo que es la caballería ni tienen interés en conocerla… Tan sólo quieren ceñir espada por su propio beneficio y no por el de otros”

Normal... entre otras cosas, los caballeros estaban exentos del pago de impuestos.

Un abrazo



domingo, 12 de noviembre de 2006

Aclaración sobre los cuernos :-)

Ante la polémica suscitada por la presencia o no de cuernos en los cascos de los vikingos (... no en las cabezas) y que se ha traducido en un comentario de Jubilado y un mail de LaOtra, procedo a aclarar en la medida de la posible, que no hay vestigios históricos que hagan pensar que los cascos de los vikingos llevaran cuernos, que es prácticamente lo mismo aunque no igual del todo que decir que nunca los llevaron. El caso es que sí se ha encontrado algún ejemplar en la actual Dinamarca, con una especie de soportes o remaches para llevar algo; sin embargo la evidencia arqueológica e historiográfica nunca ha podido constatar que dichos remaches fueran para llevar unos cuernos, por más que los monjes de los monasterios saqueados por los normandos los representaran con ellos, relacionándolos con el demonio, y así hayan pasado a la historia. Curiosamente, el culpable principal de esta especie de "leyenda urbana" fue el compositor Richard Wagner que los representó así una tetralogía operística. El casco vikingo realmente fue así...


... y se caracteriza por ser, en esencia, un capacete típico con un cubrenasal (que luego estaría muy en boga durante los siglos XI y XII de la Edad Media europea) y una protección ocular que en el fondo, es más ornamental que otra cosa. En cuanto a ponoplia y protecciones, muchos de ellos portaban cotas de mallas más bien cortas o al menos protecciones de cuero endurecido, anchos pantalones, una especie de botas cerradas y muchas veces, bandas de cuero alrededor de las pantorrillas, seguramente para protegerse del clima en sus países de origen. Por último, portaban una espada larga de doble filo, apta para tajar y no para usar de punta (... al contrario que el "Gladius romano") y un escudo redondo de madera pero sobre todo destacaban por el manejo del hacha, del que eran auténticos expertos. Lo que se encontraron los monjes britanos esa infausta mañana debió parecerse bastante a esto:



Un abrazo.


jueves, 9 de noviembre de 2006

Con cuernos y a lo loco

"Drakkar" vikingo, Museo de Oslo

Una vez, un profesor mío ciertamente dicharachero nos encontró a algunos de mis compañeros de clase y a mi mismo leyendo una publicación futbolera dirigida principalmente a aficionados del Real Madrid, llamada “Vikingos”. El docente se molestó, es cierto, pero quizás porque estábamos al fondo de aula, en relativo silencio y sin incordiar a nadie, se mostró compasivo con nosotros, decidió no llamar al jefe de pasillo y, simplemente, se contentó con “darnos un consejo que nos valdría para toda la vida…”. Acto seguido, espetó “…no olviden que los verdaderos vikingos eran altos personajes con rubios cabellos y cuernos en la cabeza, pero que aquí, en España, los que llevan cuernos no son rubios, por más que sus hijos si lo sean…”. A un servidor, a mis amigos y a mis once años de entonces, ese consejo nos dejó más o menos igual. Ahora, mucho más tarde y con más malicia en el cuerpo, tampoco es que me destornille recordando aquel chascarrillo pero sí que me sirve para recordar la impresionante agilidad mental y de pensamiento que tenía aquel hombre y que le servía para ejercer de aceite, esto es, para decir siempre la última palabra. Durante el resto del curso le cogió tal gusto a nuestro grupo que siempre nos sacaba al encerado al grito de “Vikingos… ¡a la pizarra!” y debo reconocer que, gracias a aquella pesadez de hombre, leí más en aquel año que cualquier otro, hasta los dieciocho años de edad.

Principalmente, los verdaderos hijos de Odín procedían de Noruega, Suecia y Dinamarca y, por su origen escandinavo, se les dio a estos pueblos el nombre de Normandos, literalmente, “los hombres del norte”. Por el contrario, la palabra vikingo se reservaba para los más belicosos de aquellos, los que se dedicaban a recorrer las costas europeas saqueando y violando a discreción. Hoy, por mor de las circunstancias y de la pasión humana por reducir las cosas al absurdo, Vikingo, ha acabado por utilizarse en un sentido mucho más amplio de manera que se aplica tanto a los hombres como a la cultura escandinava entre los siglos VII y X; las consecuencias son las ya sabidas: La soberbia imagen del noruego de turno, ataviado con su peculiar casco y preparado para desembarcar en tierras lejanas y robar tres o cuatro doncellas del tirón, ha oscurecido los enormes logros de una civilización que se merece un puesto en la historia por algo más que haber conseguido lucir con gallardía algo tan poco “ponible” como unos cuernos…

Para empezar, los vikingos eran expertos marinos que atravesaban velozmente el mar en sus "Drakkars" o naves Dragón, llamadas así porque sus proas y sus popas iban adornadas con tallas que representaban este mítico animal. Semejante grado de excelencia marinera la dio, naturalmente, la necesidad de salir al mar casi desde el principio de su existencia, ya que sus países de origen, fríos e inhóspitos, hacían que cultivar algo que más tarde pudiera resultar medio comestible era como ponerse a cuadrar un círculo. Esto, únido a una población muy jóven y extraordinariamente fértil (cosa no de extrañar para el que ha visto la noruega media…) les empujó sin solución de contundidad hacia el saqueo, el robo y la expoliación de otras tierras más agradecidas, más pacíficas y más ricas. Y hay que reconocer que se les daba de miedo; El saqueo al monasterio inglés de Lindisfarme, el 8 de junio del 793 d.C, marcó la violenta irrupción de los vikingos en el mundo cristiano de occidente y décadas más tarde, ciudades tan alejadas de sus bases como Sevilla, Arlés, Pisa o Constantinopla fueron concienzudamente expoliadas en expediciones que no necesitaron demorarse durante más de dos o tres semanas. A partir de entonces las crónicas escritas por los aterrorizados monjes de aquel y de otros monasterios, les adjudicó una imagen de sanguinarios asesinos que perduraría durante siglos. Esa historia, escrita evidentemente por gentes nada afectas a aquellos hombres del norte, nos presenta seguro su peor aspecto. Recientes excavaciones efectuadas en Escandinava y, sobre todo, en Inglaterra, nos ofrecen una visión de este pueblo mucho más matizada, y de aquellos hombres que, al menos, nunca intentaron imponer su cultura a los demás.

Pero bueno, el caso es que el mundo occidental estaba hasta el gorro de aquellos gigantes rubios y de su costumbre de arreglar las cosas a espadazo limpio, así que los más listos de los europeos, los franceses, decidieron que ya que no podían vencer a los vikingos en buena lid, se ocuparían de darles algo con lo que estar ocupados y dejaran por fín de conseguir las cosas con el sudor de la frente ajena y no de la suya propia. A cambio del cese de sus incursiones y de su conversión al cristianismo, en el 911 d.C, el Rey de Francia nombró Duque de Normadía a un antiguo jefe Vikingo, Rolf Torseen. Este nuevo y molón cargo consiguió inmediatamente dos cosas, una de ellas acaso no deseada: por un lado civilizó “a la europea” a aquellos especialistas en pedir prestado y no devolverlo pero, por otro lado, abrió la puerta a la definitiva y más duradera conquista nórdica: la demográfica. En pocas décadas surgirían más Duques, Condes y Barones que marcarían el devenir de los acontecimientos políticos en el viejo continente… y todos ellos de sangre normanda. Con el tiempo, los suecos – llamados varegos – conquistarían gran parte del territorio eslavo, los daneses ocuparían Irlanda e Inglaterra y los noruegos colonizarían Groenlandia e Islandia, además de llegar al continente americano un porrón de años antes que nuestro marino genovés.

Pero con el pasar de los años, el paso de atrevidos marinos a ociosos terratenientes no les sentó nada bien y lo que no habían conseguido ni la espada ni los tratados lo consiguió la palabra, la palabra de Dios quiero decir... Sólo con la expansión del cristianismo, los antiguos valores normandos comenzaron a declinar definitivamente, debilitándose poco a poco hasta desaparecer, como muchos años antes sucedió con los druidas celtas. Aquellos hermosos hombres y mujeres que habían aterrorizado a Europa, remontado ríos y atravesando inmensos mares acabaron por morir de éxito; Las culturas que habían conquistado los absorbieron y así los conquistadores de Inglaterra se volvieron ingleses, los normandos acabaron siendo franceses y los varegos, al final, se conviertieron en los primeros rusos de la historia. Al menos, en cierto sentido, siguen estando entre nosotros.

Curiosamente, entre los europeos de entonces los vikingos tenían fama, sobre todo, de desconfiados. En una ocasión, el más famoso de ellos, Eric el Rojo, estaba de expedición en Islandia y extrañado ante la ausencia de ejércitos enemigos o de población autóctona, decidió seguir explorando y explorando por más que sus hombres no desearan más que establecerse de una vez. Por fín, Eric vio a un pescador y le preguntó por la presencia de guerreros en las inmediaciones. El solitario pescador, extrañado, contestó que por aquella zona no había hombres de guerra y Eric miró a su lugarteniente, sonrió y le dijo "... uno nunca sabe hasta que le responden"

Normal que los cuernos creen desconfianza...