Cuentan que Bertrand Duguesclín era el mayor de diez hijos, que descendía de un rey moro llamado Aquín y que éste, vencido en el campo de batalla por Carlomagno, huyó a la carrera dejándose en una esquina de la habitación al muchacho cuando solo tenía un año de edad. El gran Rey franco, con la tranquilidad que le dan a uno las victorias en el campo de batalla y decidido a “liberar” al hijo de todo un monarca de la fe del profeta, se habría apiadado del nuevo huérfano acogiéndole entre los suyos y bautizándole por el mismo precio, con el nombre de Giacquín. Semejante historia, y semejante afán por enaltecer sus propios orígenes solo pueden derivar de todo lo contrario… esto es… unas raíces extremadamente modestas y unos principios lo suficientemente oscuros para que uno pueda mentir sobre sí mismo como si estuviera en "Dolce Vita".
El caso es que, de ser noble, no lo parecía en absoluto: tenía la cabeza enorme, un cuerpo chato y nervudo, las piernas cortas, los ojos pequeños y una mirada de aquellas que es difícil aguantar más de dos segundos seguidos. Bertrand entendió muy pronto que ligar, con ese cuerpo, se iba a convertir en misión imposible así que concentró sus energías en las artes de la guerra para las que, evidentemente, estaba mucho mejor dotado. Mientras se esforzaba en aumentar su ya extraordinaria fuerza, y en mejorar su manejo de la espada, desarrolló un recalcitrante sentido del humor que le acompañaría hasta su muerte y que se basaba en el gusto por ridiculizarse a sí mismo… eso sí, dejando bien claro desde el principio que semejantes licencias eran solo para consigo, y que cualquier comentario ajeno en parecidos términos acarrearía una bofetada de aquí te espero…
Su carácter y su natural amabilidad, un poco al estilo Fernando Fernán Gómez, era perfecta para el espantoso estado en el que la guerra de los cien años estaba dejando a Francia. Bertrand empezó a usar un durísimo sistema de guerrillas, cuyas víctimas eran siempre destacamentos aislados y escoltas de convoyes, lo que además le granjeó el respeto reverencial de sus enemigos ingleses que, con razón o no, le empezaron a echar la culpa hasta de la subida del pan; muy pronto, cualquier emboscada, cualquier ataque para liberar una ciudad o secuestrar a un noble, era irremediablemente obra del forzudo francés, con independencia de que, como a cualquier mortal, le fuese del todo imposible estar en dos sitios a la vez. Pero como a caballo regalado no hay que mirarle el dentado, Bertrand se ocupó personalmente de que su leyenda creciera, lo que le acabó reportando más títulos que a
Con normandía invadida de nuevo por los ingleses – y van… - Duguesclín se presenta con una compañía de cien lanzas y les canea salvajemente pero, tiempo más tarde, las tornas se cambian y es hecho prisionero en Aurai. Semejante personalidad debió de tornarse insoportable hasta para los hijos de Gran Bretaña, que rápidamente exigieron un rescate más bien simbólico por su libertad, seguro que con la esperanza de perderle de vista lo antes posible… pero la cantidad fijada le resultó al francés claramente inferior a la que sus méritos militares y su abolengo exigirían con lo que, por su propia mano, la fijó en una cantidad altísima, 100.000 francos de entonces… cantidad que pagó gustosamente Carlos V de Francia a cambio de que librara a la nación de los cientos de mercenarios y desertores que, sin control alguno, saqueaban y violaban a discreción. Ni que decir tiene que, una vez más, Bertrand cumplió su labor con sobresaliente.
Con poco que hacer, el nuevo “señor más importante” de fransualandia se pasó a Castilla, donde las cosas andaban bastante revueltas entre los partidarios de Enrique de Trastámara y los de Pedro I de Castilla. Después de unos primeros escarceos en forma de toma de contacto, los ejércitos rivales toman contacto en Nájera, con Bertrand apoyando los intereses de Quique pero… ¡atención!... con las huestes de Pedro gozando de la ayuda del otro “Sex symbol” militar de la época: El príncipe Negro. La batalla fue durísima y en ella nuestro protagonista francés cayó prisionero – otra vez… - y de nuevo auto impuso un precio a su libertad de aquellos de la sección de trajes de El Corte Inglés… libertad que a los partidarios de Pedro, les iba a salir carísima.
Y es que, tras la victoria en una pequeña batalla en Montiel, Bertrand fingió consentir la fuga de Don Pedro, que había caído prisionero de los “Trastamerinos”, y consiguió que le siguiera hasta una tienda. En ella esperaba Enrique, seguramente con la intención de darse el gustazo de liquidar a su rival con sus propias manos pero, no se sabe si por incompetencia propia o por las ganas de Pedro de llenarle la cara de cardenales, el combate se tornó en su contra, quedando en posición muy desventajosa, justo debajo de su enemigo. En ese momento, el francés, que hasta entonces ejercía de mero espectador de la refriega, avanzó hacía ellos y, con su fuerza extrema, los volteó de manera que invirtió la situación de los combatientes; Pedro, con los ojos fuera de la órbitas, le tuvo que decir algo así como “pero tú ¡¿De que vas?!” provocando la histórica frase del gabacho: Ni quito ni pongo Rey… pero ayudo a mi señor…
Tan heroico comportamiento motivó que Bertrand volviese a Francia con el riñón bien almidonado pero los éxitos cosechados contra los ingleses en todo el norte de Francia favorecieron que Carlos V incorporara
Carlos V respiró por fin ante el final de su principal problema que, curiosamente, no eran los ingleses, sino un vasallo demasiado poderoso que pasó de alumbrar, a hacer sombra. Lo hizo enterrar en St. Denis, en la tumba de los reyes de Francia, satisfecho de que no pudiera llegar a convertirse en uno de ellos.
Un abrazo.