viernes, 21 de septiembre de 2007

Nos han de faltar sogas

"Duque de Alba", de Antonio Moro

Hoy en día, la mayor parte de los ascensores están recubiertos de espejos. Por más que nos lo parezca, no es para quitarse los poros entre piso y piso, ni para ver las curvas de la de la oficina de arriba sin tener que “freírla” directamente con la mirada. Semejante inversión en cristal es fruto de un estudio realizado en Nueva York, hace décadas, que demostraba que el vandalismo en estos ascensores era siete veces inferior que en aquellos que estaban forrados de, por ejemplo, madera. Y es que no hay nada como sentirse observado para que a uno se le pasen las ganas de enredar. La otra mitad de la terapia del buen comportamiento la constituye la disciplina, que etimológicamente significaba “enseñar” pero que, de manera rápida, acabó entendiéndose como “enseñar la mano…”

La necesidad de disciplina es directamente proporcional, primero, a la cantidad de situaciones extremas que se produzcan en el devenir del interesado y, segundo, a la impetuosidad de su carácter. Y, en el siglo XVI europeo, no había nada más extremo y con más carácter, que un componente de un Tercio Viejo español. Sujetar a la disciplina militar al tipo de hombre que reclutaban los tercios no debía de ser cosa baladí: de un lado, un cristalino sentido de la propia valía, de su reputación, de su hombría; de otro, hombres “despreciadores de la muerte, y acostumbrados a vivir con el cristo en las manos, la hostia en la boca y la muerte en los ojos”… Así se expresaba el Duque de Alba, en una de las misivas que mandó a Felipe II desde Portugal y, aunque verdad en su mayoría, lo justo era reconocer que a aquellos españoles, lo de la hostia… se les deba mejor en la boca de otro…

Para acomodar a esos hombres a conducirse civilizadamente hubo que diseñar un sistema punitivo de primera, que fuese extremadamente duro pero que, al mismo tiempo, respetara su peculiar forma de entenderse a sí mismos. Por consiguiente, a la hora de castigar a un hombre había que hacerlo de manera que no perdiese su honra, a no ser que por el delito cometido, se le considera indigno de servir en las filas del Tercio. Esto, que parece fácil, debió de ser un auténtico quebradero de cabeza para Leyva, Idiáquez y tantos otros capitanes españoles, a tenor de las cartas que se conservan, y en las que se aprecia la extremada dificultad de manejar a uno de nuestros abuelos.

Para empezar, se recomendaba que se amonestara “en secreto” para no avergonzar innecesariamente a un hombre ante sus pares. De ahí que se recomendara a los sargentos que, por la noche, hicieran solos su ronda, ¡a fin de poder reprender sin testigos a los centinelas! Seguro que esta también fue la causa de que a algunos de los sargentos no se les encontrara a la mañana siguiente.

Otro aspecto a tomar en consideración era el instrumento de castigo, para que no resultara afrentoso. Desde luego, estaba totalmente excluido azotar y solo se podía tomar contacto con el cuerpo del reprendido con el puño o los nudillos, ya que la palma de la mano se consideraba “vil” y hasta afeminada. Muy celebrado fue el caso de un alférez del Tercio Viejo de Lombardía que sorprendió a un centinela contando ovinos en medio de cierto asedio; inmediatamente, le llevó a la plaza de armas donde, frente a sus compañeros, no tuvo mejor idea que propinarle una bofetada. El ofendido, fuera de sí, se zafó de sus ligaduras y la emprendió a golpes con su desprevenido mando, en medio del respetuoso silencio de sus camaradas, que entendieron como más que justificada su actitud. Cuando al alférez le dejaron de salir cardenales por falta de espacio, el “ofendido” recuperó poco a poco la cordura, emprendió el camino hacia el cepo y colocó en el su cuello… en medio de la ovación más grande de su vida.

Al igual que el insulto y la bofetada, estaban totalmente descartados el palo y la cuerda, por infames y solo dignos de villanos… Al español, lo que le ponía, es que se le castigase con la espada, o más bien, “con el filo del acero”; en 1577, Pedro de Láinez, se quejaba amargamente a su sargento de que se le castiguase con el canto de la espada y ante sus compañeros… ¡y pide desesperadamente que “se le de filo” para evitar ser la comidilla del Tercio! El sargento, azorado, pide consejo a su capitán que a su vez consulta con D. Juan de Austria. Éste, hombre clemente, impide que el castigo prosiga lo que provoca la hilaridad de su primo, Alejandro Farnesio que le recuerda… “que si no mantiene la disciplina, llegará el día en que le pongan la mano a él”.

Pero, él que no tenía rival cuando se le iba la mano era al Duque de Alba, hombre recio, vigoroso, de pocos claroscuros y extremadamente duro… de palabra y de obra. Encargado por Felipe II de la campaña de Portugal, recibió ordenes tajantes de extremar la disciplina a fin de que el ejército no malquistara a sus habitantes, que en el fondo no eran enemigos, sino vasallos del mismo Rey. Lamentablemente, desde el principio hubo “poca guerra” y la tropa perdió la disciplina casi desde el principio. El primer día, Alba ejecutó a un piquero que había maltratado, ebrio, a un vivandero y, a la mañana siguiente, degolló a otro por robar un haz de trigo por más que su propio dueño pidió misericordia para el ladrón “… que se había mostrado atento con su familia”. A pesar de ello los hombres seguían desmadrados y, ante la perspectiva de no hacer ninguna clase de botín, entraron a sangre y fuego en Cascaes el 6 de agosto. Cuando Alba entra en la ciudad, el espectáculo es tan desolador que, ciego de ira, manda colocar cadalsos por todas las calles y ajusticia a docenas de soldados a los que se les ha sorprendido asaltando, violando o de camino a España, desertando. Cuando recibe una carta de Felipe II, interesándose por el estado de la campaña, Alba, una de las escasas personas con capacidad de dirigirse a su Rey sin ambajes, da la vuelta al papel y escribe... "han de mandar caballería, ya que tengo más soldados vigilando a los propios que a los ajenos... y muchas sogas..."

Un abrazo.


7 comentarios:

Gregorio Luri dijo...

Lo echaba en falta, Señor Capoblanco. Me alegra que haya vuelto.

EntreRenglones dijo...

...No se diferencia mucho de algunas empresas de hoy: los mandos se ponen a castigar y eliminan cargos hasta quedarse solos (forrados de billetes, eso sí), pero sin nadie a quien mandar. Limpieza, ahorro, estrategia, lo llaman... ¡Qué caraduras!
SALUDO: LeeTamargo.-

Juan Antonio del Pino dijo...

Se le ha echado de menos en todo este tiempo y, como de costumbre, nos regala un post magníficamente escrito.
Verdaderamente, el tema de la honra de nuestros ancestros me resulta aún difícil de entender.

QRM dijo...

Pues según cuentan, los tercios de Flandes, también al mando de Alba, acuñaron una bárbara costumbre que accedió con el paso de los tiempos a ley. Y es que la guerra de allí arriba era durísima, de una crueldad terrible, piensen en la poca misericordia que reciprocamente se dispensaban herejes y papistas. Tal es el caso que de los propios soldados salió la costumbre, que luego sería norma por un tiempo, de incluir en su uniforme una soga con nudo corredizo que llevaban al cuello a modo de corbata; se sobreentendía que los propios compañeros estaban autorizados para colgar al cobarde o desertor del primer árbol.

Los españoles, igualito que ahora; hemos pasado del heroismo inverosimil del siglo XVI a la paz sucia que resulta de la rendición preventiva.
Que vergüenza.

Anónimo dijo...

Es un placer leerte de nuevo. Bienvenido.

Anónimo dijo...

Un placer leerte de nuevo. Bienvenido.

Anónimo dijo...

Está claro que sin disciplina no se puede manejar a un grupo de hombres duros, que no tenían mucho respeto por la vida propia y mucho menos por la ajena, por eso los castigos, aunque a veces parezcan crueles o excesivos, eran necesarios.
El Duque de Alba pasó a la Historia como un hombre cruel y quizás en momentos lo fue, pero antes de juzgarle se debería de conocer mejor la época y las situaciones que le tocaron vivir.
Un saludo