Hace años tuve la oportunidad de visitar una fábrica de zapatos cerca de Elche. El dueño, un valenciano saleroso, portador de una sonrisa que le daba la vuelta a la cara, procedió a mostrarme su “pequeño Imperio”; en varias naves trabajaban más de doscientas personas, cosiendo, remachando y cortando cuero. Al mismo tiempo y de forma muy emotiva, me bombardeaba con decenas de datos de facturación, ventas y beneficios, para sin solución de continuidad, conducirme hasta un patio interior donde descansaban tres vehículos de altísima gama. Eran los últimos días de diciembre y, efectivamente, esos tres preciosísimos coches esperaban a ser entregados la víspera del advenimiento de nuestro señor. Mientras un servidor abría la puerta de uno de ellos y tomaba asiento, con algo de respeto y bastante envidia mal disimulada, le pregunté francamente al valenciano: - ¿Qué, y no nos retiramos a descansar de una vez?. El pobre hombre, algo molesto de que alguien le llamará viejuno en su propia casa, afeó el semblante y me espetó: - No... no hasta que no consiga vender la compañía – Sorprendido, me le quede mirando sin saber muy bien que decir, ya que conocía a sus tres hijos, y los tres manejaban en su cabeza la posibilidad de regentar la compañía en plazo más o menos breve. Él, viéndome en un brete, me ahorró una segunda pregunta y dijo: - Ninguno tiene idea del negocio... saben lo que vale un BMW pero no un zapato, y yo vendo calzado, no coches... y no quiero que se maten, al menos, no mientras yo viva.
A algún emperador romano le hubiera mejor de haber escuchado a este sabio valenciano; Constantino fue el único entre los sucesores de Augusto que permaneció en el trono más de 30 años, todo un logro teniendo en cuenta que en aquellos años, morir de viejo era pura casualidad. Pero, como en tantas ocasiones, dilapidó toda una vida de trabajo al dividir el Imperio entre sus tres hijos y sus dos sobrino – nietos. Intentar resumir lo que pasó en aquellos años es pura alquimia; me conformo con indicar que, con el cuerpo del gran Constantino aún caliente, empezaron los bofetones entre sus vástagos, y que parece que un tal Constancio fue el que consiguió llevarse la mejor parte. Una vez eliminados los nietos consiguió una alianza de pura conveniencia entre sus hermanos, con la sanísima intención de que se mataran entre ellos y él pudiera recoger las migajas de la forma más incruenta posible; El asunto le salió bien a medias, puesto que consiguió eliminar a uno de sus rivales pero, sin embargo, el otro se reforzó de forma superlativa.
Los dos hermanos que quedaron respondían a los nombres de Constante y Constancio. Era una especie de Pixie Dixie del Imperio romano pero con bastante menos gracia ya que se llevaban a matar. Uno era un buen general, pero irreverente, zafio y con más vicios que una garrota; El otro, respondía al patrón del buen funcionario pero era gris y con más bien poco uajo. Cuando el segundo se iba a lanzar contra el primero, un usurpador, Vetranio, le ahorró parte del trabajo eliminando a su hermano, para inmediatamente poner cara de ... “bueno, al fin y al cabo es lo que ibas a hacer tú” pero, como con las cosas de la familia no se juega, a Constancio se le inflaron aún más las meninges y decidió vengar a su hermano.
Así hubiera sido, de no haber mediado el Rey Persa Sapor, enemigo de antiguo de los romanos y piedra en el zapato durante los últimos años para las legiones romanas. Con la amenaza persa “ad portas”, los dos rivales, Constancio y Vetranio, hicieron las paces, unieron sus ejércitos y la emprendieron contra un tal Magnencio, especie de hombre de paja del rey persa en su loca carrera hacía el Imperio. Ambos ejército se encontraron en una llanura cerca de la actual Budapest, y se dieron hasta en el cielo de la boca. Constancio prevaleció, perdonó a Vetranio – suponemos que con un buen aguinaldo de por medio – y empezó a reinar.
A Constancio, la historia no le ha tratado bien, suponemos que a causa de su padre, tan esplendoroso, magnífico... y cristiano. Sin embargo, en cierto aspectos, tenía una personalidad aún más fuerte que su padre, era justo, celoso de sus deberes y, aún considerando la guerra un acto repugnante, cuando en las fronteras bramaban las trompas, era el primero en “arremangarse” y acudir espada en mano para dejar las cosas en su sitio. Más, semejante derroche de esfuerzo y sacrificio no consiguió enganchar a su pueblo, más acostumbrado a dirigentes más sandungueros. En cierto modo, se asemeja a Felipe II de España o a Francisco José de Austria; Como ellos, era piadoso y caritativo... pero le faltaba la tercera de las virtudes teologales, la esperanza, y así, pesimista por naturaleza y sin herederos conocidos, se acercó por un villorrio de Capadocia, donde malvivían los dos últimos elementos de la progenie de Constantino: Galo y Juliano.
Constancio eligió al primero, quizá por eliminación. Inmediatamente, Galo se reveló, no solo como un incapaz sino como un peligroso sádico que no se contentaba con ejecutar hombres sino poblaciones enteras. Constancio, sobresaltado, le tendió una emboscada y le decapitó, para acto seguido elevar a los altares a Juliano, al que juzgaba aún más incapaz que a su hermano. Pero, casualidades de la vida, acertó: Juliano era un hombre duro, vital y generoso, que llamaba las cosas por su nombre pero que no derramaba una gota de sangre de más, si no era verdaderamente imprescindible. En una de estas, y con los persas de nuevo a la gresca, Constancio le pidió la ayuda de sus tropas y le conminó a renunciar al trono. Juliano vaciló, seguro que poco a dispuesto a perder aquello que, aunque de rebote, le había correspondido. No hubo guerra porque Constancio murió de camino a la batalla decisiva. Cuando abrieron el testamento, todos vieron con estupor que había designado como heredero a aquel al que se dirigía a matar. Juliano, de luto riguroso y llorando a lágrima viva sobre el féretro, le obsequió con los funerales más espectaculares de la antigüedad... Una hermosa comedia, interpretada magníficamente por ambas partes.
A juliano, que solo pudo reinar veinte meses, se le ha dado una importancia desmesurada, mitad porque escribía a las mil maravillas, mitad porque se le atribuye el propósito de restaurar el paganismo contra el cristianismo. Lo cierto es que era cristiano y – al menos eso parecía... – de los fervientes. Pero muy paganamente, consideraba a la iglesia una creación de los hombres y se propuso controlarla a toda costa. Muy influenciado por una serie de cristianos poco piadosos que conoció en su adolescencia, confundió a los pastores con el rebaño, y posiblemente cultivó la “sana” intención del retorno al paganismo como religión oficial del Estado. Pero todo retorno, en política, es ya un error.
Mientras Roma se debatía entre creyentes y ateos, con la gente dirimiendo sus disputas a pedrada limpia, el apóstata se preparaba para dar la última lección a los recalcitrantes persas. Aquella difícil y peligrosa expedición empezó bien pero sucumbió ante las terribles fortificaciones de Ctesifonte. Juliano, parafraseando a Cortés, quemó sus naves y abatido, ordenó el regreso del ejército, más abatido aún. En la retirada, un pequeño dardo persa atravesó el hígado de Juliano y éste, al intentar sacarlo, ensanchó la herida provocando una hemorragia mortal. Dicen que en su lecho de muerte, metió la mano en la herida y, sacándola empapada de sangre, exclamó con rabia: “Venciste Galileo”...
... aunque probablemente no es cierto.
A algún emperador romano le hubiera mejor de haber escuchado a este sabio valenciano; Constantino fue el único entre los sucesores de Augusto que permaneció en el trono más de 30 años, todo un logro teniendo en cuenta que en aquellos años, morir de viejo era pura casualidad. Pero, como en tantas ocasiones, dilapidó toda una vida de trabajo al dividir el Imperio entre sus tres hijos y sus dos sobrino – nietos. Intentar resumir lo que pasó en aquellos años es pura alquimia; me conformo con indicar que, con el cuerpo del gran Constantino aún caliente, empezaron los bofetones entre sus vástagos, y que parece que un tal Constancio fue el que consiguió llevarse la mejor parte. Una vez eliminados los nietos consiguió una alianza de pura conveniencia entre sus hermanos, con la sanísima intención de que se mataran entre ellos y él pudiera recoger las migajas de la forma más incruenta posible; El asunto le salió bien a medias, puesto que consiguió eliminar a uno de sus rivales pero, sin embargo, el otro se reforzó de forma superlativa.
Los dos hermanos que quedaron respondían a los nombres de Constante y Constancio. Era una especie de Pixie Dixie del Imperio romano pero con bastante menos gracia ya que se llevaban a matar. Uno era un buen general, pero irreverente, zafio y con más vicios que una garrota; El otro, respondía al patrón del buen funcionario pero era gris y con más bien poco uajo. Cuando el segundo se iba a lanzar contra el primero, un usurpador, Vetranio, le ahorró parte del trabajo eliminando a su hermano, para inmediatamente poner cara de ... “bueno, al fin y al cabo es lo que ibas a hacer tú” pero, como con las cosas de la familia no se juega, a Constancio se le inflaron aún más las meninges y decidió vengar a su hermano.
Así hubiera sido, de no haber mediado el Rey Persa Sapor, enemigo de antiguo de los romanos y piedra en el zapato durante los últimos años para las legiones romanas. Con la amenaza persa “ad portas”, los dos rivales, Constancio y Vetranio, hicieron las paces, unieron sus ejércitos y la emprendieron contra un tal Magnencio, especie de hombre de paja del rey persa en su loca carrera hacía el Imperio. Ambos ejército se encontraron en una llanura cerca de la actual Budapest, y se dieron hasta en el cielo de la boca. Constancio prevaleció, perdonó a Vetranio – suponemos que con un buen aguinaldo de por medio – y empezó a reinar.
A Constancio, la historia no le ha tratado bien, suponemos que a causa de su padre, tan esplendoroso, magnífico... y cristiano. Sin embargo, en cierto aspectos, tenía una personalidad aún más fuerte que su padre, era justo, celoso de sus deberes y, aún considerando la guerra un acto repugnante, cuando en las fronteras bramaban las trompas, era el primero en “arremangarse” y acudir espada en mano para dejar las cosas en su sitio. Más, semejante derroche de esfuerzo y sacrificio no consiguió enganchar a su pueblo, más acostumbrado a dirigentes más sandungueros. En cierto modo, se asemeja a Felipe II de España o a Francisco José de Austria; Como ellos, era piadoso y caritativo... pero le faltaba la tercera de las virtudes teologales, la esperanza, y así, pesimista por naturaleza y sin herederos conocidos, se acercó por un villorrio de Capadocia, donde malvivían los dos últimos elementos de la progenie de Constantino: Galo y Juliano.
Constancio eligió al primero, quizá por eliminación. Inmediatamente, Galo se reveló, no solo como un incapaz sino como un peligroso sádico que no se contentaba con ejecutar hombres sino poblaciones enteras. Constancio, sobresaltado, le tendió una emboscada y le decapitó, para acto seguido elevar a los altares a Juliano, al que juzgaba aún más incapaz que a su hermano. Pero, casualidades de la vida, acertó: Juliano era un hombre duro, vital y generoso, que llamaba las cosas por su nombre pero que no derramaba una gota de sangre de más, si no era verdaderamente imprescindible. En una de estas, y con los persas de nuevo a la gresca, Constancio le pidió la ayuda de sus tropas y le conminó a renunciar al trono. Juliano vaciló, seguro que poco a dispuesto a perder aquello que, aunque de rebote, le había correspondido. No hubo guerra porque Constancio murió de camino a la batalla decisiva. Cuando abrieron el testamento, todos vieron con estupor que había designado como heredero a aquel al que se dirigía a matar. Juliano, de luto riguroso y llorando a lágrima viva sobre el féretro, le obsequió con los funerales más espectaculares de la antigüedad... Una hermosa comedia, interpretada magníficamente por ambas partes.
A juliano, que solo pudo reinar veinte meses, se le ha dado una importancia desmesurada, mitad porque escribía a las mil maravillas, mitad porque se le atribuye el propósito de restaurar el paganismo contra el cristianismo. Lo cierto es que era cristiano y – al menos eso parecía... – de los fervientes. Pero muy paganamente, consideraba a la iglesia una creación de los hombres y se propuso controlarla a toda costa. Muy influenciado por una serie de cristianos poco piadosos que conoció en su adolescencia, confundió a los pastores con el rebaño, y posiblemente cultivó la “sana” intención del retorno al paganismo como religión oficial del Estado. Pero todo retorno, en política, es ya un error.
Mientras Roma se debatía entre creyentes y ateos, con la gente dirimiendo sus disputas a pedrada limpia, el apóstata se preparaba para dar la última lección a los recalcitrantes persas. Aquella difícil y peligrosa expedición empezó bien pero sucumbió ante las terribles fortificaciones de Ctesifonte. Juliano, parafraseando a Cortés, quemó sus naves y abatido, ordenó el regreso del ejército, más abatido aún. En la retirada, un pequeño dardo persa atravesó el hígado de Juliano y éste, al intentar sacarlo, ensanchó la herida provocando una hemorragia mortal. Dicen que en su lecho de muerte, metió la mano en la herida y, sacándola empapada de sangre, exclamó con rabia: “Venciste Galileo”...
... aunque probablemente no es cierto.
2 comentarios:
Me alegra que empieces a coger el ritmo frenético de postear al que nos tenías (mal) acostumbrados tus lectores acérrimos.
Sobre Juliano creo que es de obligada referencia la (magnífica) novela de Gore Vidal, Juliano el Apóstata. Vidal apoya la tesis o leyenda, según la cual Juliano fue víctima de uno de sus propios hombres, un cristiano que se la tenía jurada desde que "liberalizó" eso de las religiones. Porque, en esencia, lo que hizo fue deponer al cristinianismo (más bien a una de sus múltiples ramas que por aquel entonces surgían por doquier) como religión oficial del estado y permitir el libre culto de cualquier religión. Porque por lo visto los cristianos se llevaban a matar entre ellos (es decir, sus múlttiples ramas, manifestaciones y tendencias de aquel entonces).
Y nada, que continuo siguiendo el blog
Siempre es un placer leer una de tus clases de historia :).
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