miércoles, 12 de diciembre de 2007

Diocleciano, 284 - 305 d.c

Palacio de Diocleciano, en Split.

Del mismo modo que Diocleciano acabo siendo más ilustre que la mayoría de sus predecesores, su nacimiento fue de lo más oscuro y miserable. Sus padres fueron esclavos en la casa de Anulio, un senador romano bastante bonachón y sandunguero y es probable que, a su abrigo, la habilidad de su padre como escriba le facilitara la obtención de la libertad y la posibilidad de ganarse la vida con este oficio, por otra parte muy común entre los libertos. Y ya que desde esta humilde posición fue capaz de impulsar a su vástago desde los cargos más humildes del ejército hasta la responsabilidad más alta del imperio, se hace imprescindible honrar al padre antes que al hijo.

Pero centrémonos: Diocleciano era dálmata, esto es, nacido en Dalmacia, un territorio que se correspondía poco más o menos con la antigua Yugoslavia y que se caracterizaba por otorgar a sus hijos personalidades recias, frugales y belicosas, pero nuestro protagonista atesoraba, además de estas, otras virtudes más relacionadas con la calma y el raciocinio. Semejante dualidad ha motivado que la mayoría de los historiadores relacionen al personaje con actitudes dubitativas o faltas de “punch”; nada más lejos de la realidad… El valor de Diocleciano siempre estuvo a la altura de su responsabilidad y el deber pero, al parecer, ni poseyó el espíritu osado del héroe que va al encuentro del peligro y de la fama, ni cultivó el gusto por las ejecuciones ni el derramamiento de sangre. Simplemente, se distinguió más como hombre de estado que como guerrero y no empleó la fuerza cuando sospechó que el objetivo era alcanzable por otro fines… virtud que en la actualidad parece más necesaria que nunca y que denota firmeza de carácter más que cualquier otra.

Más, como digo, tampoco le temblaba la mano; pasó la mayor parte de sus primeros años en interminables campañas a lo largo del Danubio, guerreando con una infinidad de pueblos poco dados a la conversación y sí al guantazo… y se le daba de maravilla. Desarrolló una extraordinaria carrera con los emperadores Aureliano y Probo y llegó a ser el jefe de la guardia personal de Numeriano, cargo para el que se adivinan necesarias grandes dosis de confiabilidad además de mando. A la muerte de éste por orden del Prefecto del Pretorio, Diocleciano desenmascaró al usurpador y le ejecutó, más para escarmentarle que como vía para conseguir sus fines personales pero ¡Ay…! cuando se quiso dar cuenta, el ejército le aclamaba emperador en plan torero en Nicomedia el 20 de noviembre del 284, seguramente porque detectó en él las condiciones para acabar con la anarquía que, de hecho, asolaba el Imperio desde hacía ya muchos años.

Diocleciano apenas tuvo tiempo de jurar el cargo; el día después de su proclamación salía a uña de caballo al encuentro de Carino, un aprovechado bastante gris que pretendía convertir en su feudo particular la parte occidental del Imperio, derrotándolo a pesar de contar con ejército que era ciertamente de chiste. Inmediatamente, quien sabe si contrariado por la inmensidad de sus dominios, hizo a un camarada de armas, Maximino, César y lo despachó a someter la rebelión de los bagaudas en la Galia y, a su regreso, ofreció otra prueba de que su sentido de la justicia y la responsabilidad estaban por encima de su ambición: proclamó a “Maxi” corregente, convencido de que, en aquellos tiempos sin teléfono móvil, era mejor repartir el marrón entre dos manos fuertes que en una sola y más despiadada.

Con la llamas de la guerra apagadas, los caminos más seguros y la gente mucho más convencida sobre la posibilidad de un futuro próspero y mejor, Diocleciano se puso manos a la obra con su verdadero plan: devolver a Roma a la tranquilidad mediante uno de los programas reformadores más eficientes de su tiempo para así, restaurar un Imperio que en los últimos tiempos solo se aparecía de cuando en cuando: se potenció la agricultura – muy maltratada por tantos años de guerras y saqueos – el comercio y la artesanía, reformó la administración, creo un sistema “provincial” que mejoró la gestión de los recursos públicos y acabó – en parte – con la corrupción, y… fue el responsable de, posiblemente, la persecución contra los cristianos más dura de todos los tiempos. El motivo de tal saña, aunque nos repugna, también nos resulta casi comprensible: en el modelo de estado unitario que propugnaba, en el que la esclavitud era esencial para el funcionamiento económico de la sociedad, aquellas gentes que hablaban continuamente de igualdad y perdón no podían dejar de resultar subversivas. Diocleciano se lanzó contra ellas con saña, ejecutando a miles y contribuyendo, a su pesar, a dar un buen empujón al santoral.

Pero su gran aportación será la instauración de la tetrarquía, complicado palabro que resume la división de las funciones ejecutivas del Imperio entre dos Augustos y dos Césares. Diocleciano se quedó Egipto y Asía – posiblemente porque prefirió manejar las relaciones con los persas, que ya aparecían por el horizonte como un buen “marrón” – otorgó a Galerio los Balcanes, a Maximiano, Hispania, Italia y el África, y a Constancio Cloro la Galia y la Britannia. En este curioso formato de poder, cada Augusto abdicaría de sus funciones en su respectivo César al cabo de 20 años, y así sucesivamente. Y lo mejor es que lo cumplió…

Diocleciano se retiró a una coqueta villa en Spalatum, muy cerca de la actual Split y, quien sabe, de su presunto lugar de nacimiento, y ni siquiera la abandonó cuando Maximiano le solicitó su ayuda para intervenir en la grave crisis que su sistema de sucesión “patentado” estaba a punto de crear. Allí, en medio de un huerto bien trabajado y cuidado, fue donde Diocleciano espetó a su contrariado visitante... "¿Has visto que hermosas crecen mis coles?”

Murió, de muerte natural, en el 313 d.C.

2 comentarios:

Turulato dijo...

Curioso. El poder de la educación. Todo lo que sabía de él, me lo enseñaron los jesuitas.
Un asesino injusto y sanguinario.

almena dijo...

Que tengas unas felices fiestas, Caboblanco.

Un abrazo