lunes, 24 de septiembre de 2007

¡Ni quito ni pongo Rey!

Cuentan que Bertrand Duguesclín era el mayor de diez hijos, que descendía de un rey moro llamado Aquín y que éste, vencido en el campo de batalla por Carlomagno, huyó a la carrera dejándose en una esquina de la habitación al muchacho cuando solo tenía un año de edad. El gran Rey franco, con la tranquilidad que le dan a uno las victorias en el campo de batalla y decidido a “liberar” al hijo de todo un monarca de la fe del profeta, se habría apiadado del nuevo huérfano acogiéndole entre los suyos y bautizándole por el mismo precio, con el nombre de Giacquín. Semejante historia, y semejante afán por enaltecer sus propios orígenes solo pueden derivar de todo lo contrario… esto es… unas raíces extremadamente modestas y unos principios lo suficientemente oscuros para que uno pueda mentir sobre sí mismo como si estuviera en "Dolce Vita".

El caso es que, de ser noble, no lo parecía en absoluto: tenía la cabeza enorme, un cuerpo chato y nervudo, las piernas cortas, los ojos pequeños y una mirada de aquellas que es difícil aguantar más de dos segundos seguidos. Bertrand entendió muy pronto que ligar, con ese cuerpo, se iba a convertir en misión imposible así que concentró sus energías en las artes de la guerra para las que, evidentemente, estaba mucho mejor dotado. Mientras se esforzaba en aumentar su ya extraordinaria fuerza, y en mejorar su manejo de la espada, desarrolló un recalcitrante sentido del humor que le acompañaría hasta su muerte y que se basaba en el gusto por ridiculizarse a sí mismo… eso sí, dejando bien claro desde el principio que semejantes licencias eran solo para consigo, y que cualquier comentario ajeno en parecidos términos acarrearía una bofetada de aquí te espero…

Su carácter y su natural amabilidad, un poco al estilo Fernando Fernán Gómez, era perfecta para el espantoso estado en el que la guerra de los cien años estaba dejando a Francia. Bertrand empezó a usar un durísimo sistema de guerrillas, cuyas víctimas eran siempre destacamentos aislados y escoltas de convoyes, lo que además le granjeó el respeto reverencial de sus enemigos ingleses que, con razón o no, le empezaron a echar la culpa hasta de la subida del pan; muy pronto, cualquier emboscada, cualquier ataque para liberar una ciudad o secuestrar a un noble, era irremediablemente obra del forzudo francés, con independencia de que, como a cualquier mortal, le fuese del todo imposible estar en dos sitios a la vez. Pero como a caballo regalado no hay que mirarle el dentado, Bertrand se ocupó personalmente de que su leyenda creciera, lo que le acabó reportando más títulos que a la Duquesa de Alba: Capitán de Pontorson, Duque de Bretaña y del Mont Sant Michel además de otorgarle el señorío de La Roche.

Con normandía invadida de nuevo por los ingleses – y van… - Duguesclín se presenta con una compañía de cien lanzas y les canea salvajemente pero, tiempo más tarde, las tornas se cambian y es hecho prisionero en Aurai. Semejante personalidad debió de tornarse insoportable hasta para los hijos de Gran Bretaña, que rápidamente exigieron un rescate más bien simbólico por su libertad, seguro que con la esperanza de perderle de vista lo antes posible… pero la cantidad fijada le resultó al francés claramente inferior a la que sus méritos militares y su abolengo exigirían con lo que, por su propia mano, la fijó en una cantidad altísima, 100.000 francos de entonces… cantidad que pagó gustosamente Carlos V de Francia a cambio de que librara a la nación de los cientos de mercenarios y desertores que, sin control alguno, saqueaban y violaban a discreción. Ni que decir tiene que, una vez más, Bertrand cumplió su labor con sobresaliente.

Con poco que hacer, el nuevo “señor más importante” de fransualandia se pasó a Castilla, donde las cosas andaban bastante revueltas entre los partidarios de Enrique de Trastámara y los de Pedro I de Castilla. Después de unos primeros escarceos en forma de toma de contacto, los ejércitos rivales toman contacto en Nájera, con Bertrand apoyando los intereses de Quique pero… ¡atención!... con las huestes de Pedro gozando de la ayuda del otro “Sex symbol” militar de la época: El príncipe Negro. La batalla fue durísima y en ella nuestro protagonista francés cayó prisionero – otra vez… - y de nuevo auto impuso un precio a su libertad de aquellos de la sección de trajes de El Corte Inglés… libertad que a los partidarios de Pedro, les iba a salir carísima.

Y es que, tras la victoria en una pequeña batalla en Montiel, Bertrand fingió consentir la fuga de Don Pedro, que había caído prisionero de los “Trastamerinos”, y consiguió que le siguiera hasta una tienda. En ella esperaba Enrique, seguramente con la intención de darse el gustazo de liquidar a su rival con sus propias manos pero, no se sabe si por incompetencia propia o por las ganas de Pedro de llenarle la cara de cardenales, el combate se tornó en su contra, quedando en posición muy desventajosa, justo debajo de su enemigo. En ese momento, el francés, que hasta entonces ejercía de mero espectador de la refriega, avanzó hacía ellos y, con su fuerza extrema, los volteó de manera que invirtió la situación de los combatientes; Pedro, con los ojos fuera de la órbitas, le tuvo que decir algo así como “pero tú ¡¿De que vas?!” provocando la histórica frase del gabacho: Ni quito ni pongo Rey… pero ayudo a mi señor…

Tan heroico comportamiento motivó que Bertrand volviese a Francia con el riñón bien almidonado pero los éxitos cosechados contra los ingleses en todo el norte de Francia favorecieron que Carlos V incorporara la Bretaña a la corona, lo que generó el efecto contrario: Duguesclín fue tachado por los suyos de traidor, desertor y no se cuántas cosas mas. Perdida la fama, arruinado y sin amigos ni apoyos de importancia, intentó volver a España, pero paró a echar gasolina frente al castillo de Randán, donde no se pudo resistir a participar en el asedio que se estaba produciendo. Ante sus muros, murió de disentería en 1380.

Carlos V respiró por fin ante el final de su principal problema que, curiosamente, no eran los ingleses, sino un vasallo demasiado poderoso que pasó de alumbrar, a hacer sombra. Lo hizo enterrar en St. Denis, en la tumba de los reyes de Francia, satisfecho de que no pudiera llegar a convertirse en uno de ellos.

Un abrazo.

viernes, 21 de septiembre de 2007

Nos han de faltar sogas

"Duque de Alba", de Antonio Moro

Hoy en día, la mayor parte de los ascensores están recubiertos de espejos. Por más que nos lo parezca, no es para quitarse los poros entre piso y piso, ni para ver las curvas de la de la oficina de arriba sin tener que “freírla” directamente con la mirada. Semejante inversión en cristal es fruto de un estudio realizado en Nueva York, hace décadas, que demostraba que el vandalismo en estos ascensores era siete veces inferior que en aquellos que estaban forrados de, por ejemplo, madera. Y es que no hay nada como sentirse observado para que a uno se le pasen las ganas de enredar. La otra mitad de la terapia del buen comportamiento la constituye la disciplina, que etimológicamente significaba “enseñar” pero que, de manera rápida, acabó entendiéndose como “enseñar la mano…”

La necesidad de disciplina es directamente proporcional, primero, a la cantidad de situaciones extremas que se produzcan en el devenir del interesado y, segundo, a la impetuosidad de su carácter. Y, en el siglo XVI europeo, no había nada más extremo y con más carácter, que un componente de un Tercio Viejo español. Sujetar a la disciplina militar al tipo de hombre que reclutaban los tercios no debía de ser cosa baladí: de un lado, un cristalino sentido de la propia valía, de su reputación, de su hombría; de otro, hombres “despreciadores de la muerte, y acostumbrados a vivir con el cristo en las manos, la hostia en la boca y la muerte en los ojos”… Así se expresaba el Duque de Alba, en una de las misivas que mandó a Felipe II desde Portugal y, aunque verdad en su mayoría, lo justo era reconocer que a aquellos españoles, lo de la hostia… se les deba mejor en la boca de otro…

Para acomodar a esos hombres a conducirse civilizadamente hubo que diseñar un sistema punitivo de primera, que fuese extremadamente duro pero que, al mismo tiempo, respetara su peculiar forma de entenderse a sí mismos. Por consiguiente, a la hora de castigar a un hombre había que hacerlo de manera que no perdiese su honra, a no ser que por el delito cometido, se le considera indigno de servir en las filas del Tercio. Esto, que parece fácil, debió de ser un auténtico quebradero de cabeza para Leyva, Idiáquez y tantos otros capitanes españoles, a tenor de las cartas que se conservan, y en las que se aprecia la extremada dificultad de manejar a uno de nuestros abuelos.

Para empezar, se recomendaba que se amonestara “en secreto” para no avergonzar innecesariamente a un hombre ante sus pares. De ahí que se recomendara a los sargentos que, por la noche, hicieran solos su ronda, ¡a fin de poder reprender sin testigos a los centinelas! Seguro que esta también fue la causa de que a algunos de los sargentos no se les encontrara a la mañana siguiente.

Otro aspecto a tomar en consideración era el instrumento de castigo, para que no resultara afrentoso. Desde luego, estaba totalmente excluido azotar y solo se podía tomar contacto con el cuerpo del reprendido con el puño o los nudillos, ya que la palma de la mano se consideraba “vil” y hasta afeminada. Muy celebrado fue el caso de un alférez del Tercio Viejo de Lombardía que sorprendió a un centinela contando ovinos en medio de cierto asedio; inmediatamente, le llevó a la plaza de armas donde, frente a sus compañeros, no tuvo mejor idea que propinarle una bofetada. El ofendido, fuera de sí, se zafó de sus ligaduras y la emprendió a golpes con su desprevenido mando, en medio del respetuoso silencio de sus camaradas, que entendieron como más que justificada su actitud. Cuando al alférez le dejaron de salir cardenales por falta de espacio, el “ofendido” recuperó poco a poco la cordura, emprendió el camino hacia el cepo y colocó en el su cuello… en medio de la ovación más grande de su vida.

Al igual que el insulto y la bofetada, estaban totalmente descartados el palo y la cuerda, por infames y solo dignos de villanos… Al español, lo que le ponía, es que se le castigase con la espada, o más bien, “con el filo del acero”; en 1577, Pedro de Láinez, se quejaba amargamente a su sargento de que se le castiguase con el canto de la espada y ante sus compañeros… ¡y pide desesperadamente que “se le de filo” para evitar ser la comidilla del Tercio! El sargento, azorado, pide consejo a su capitán que a su vez consulta con D. Juan de Austria. Éste, hombre clemente, impide que el castigo prosiga lo que provoca la hilaridad de su primo, Alejandro Farnesio que le recuerda… “que si no mantiene la disciplina, llegará el día en que le pongan la mano a él”.

Pero, él que no tenía rival cuando se le iba la mano era al Duque de Alba, hombre recio, vigoroso, de pocos claroscuros y extremadamente duro… de palabra y de obra. Encargado por Felipe II de la campaña de Portugal, recibió ordenes tajantes de extremar la disciplina a fin de que el ejército no malquistara a sus habitantes, que en el fondo no eran enemigos, sino vasallos del mismo Rey. Lamentablemente, desde el principio hubo “poca guerra” y la tropa perdió la disciplina casi desde el principio. El primer día, Alba ejecutó a un piquero que había maltratado, ebrio, a un vivandero y, a la mañana siguiente, degolló a otro por robar un haz de trigo por más que su propio dueño pidió misericordia para el ladrón “… que se había mostrado atento con su familia”. A pesar de ello los hombres seguían desmadrados y, ante la perspectiva de no hacer ninguna clase de botín, entraron a sangre y fuego en Cascaes el 6 de agosto. Cuando Alba entra en la ciudad, el espectáculo es tan desolador que, ciego de ira, manda colocar cadalsos por todas las calles y ajusticia a docenas de soldados a los que se les ha sorprendido asaltando, violando o de camino a España, desertando. Cuando recibe una carta de Felipe II, interesándose por el estado de la campaña, Alba, una de las escasas personas con capacidad de dirigirse a su Rey sin ambajes, da la vuelta al papel y escribe... "han de mandar caballería, ya que tengo más soldados vigilando a los propios que a los ajenos... y muchas sogas..."

Un abrazo.