miércoles, 26 de diciembre de 2007

La batalla de los tres Reyes, 4 de agosto de 1578

Sebastian, de primera comunión

Tengo un amigo, muy amigo, que posee un negocio dedicado a la venta de plantas, abonos y achiperres varios… un vivero, vamos. Entre nosotros siempre tuvo fama de despreocupado, pasotilla y algo ocurrente, en parte porque lo era (es) y en parte porque, al ser el más joven de todos nosotros, tampoco le resultaba muy difícil erigirse en el más dicharachero de toda la pandilla; ya sabeís… en el país de los ciegos…

El caso es que una mañana me aventuré a dar una vuelta por su negocio. Y mientras un servidor se entretenía entre arizónicas y geranios e intentaba algo parecido a la cuadratura del círculo vegetal – es decir, distinguir una planta de interior de otra de exterior… - se presentó por la zona de caja una buena mujer, bastante peripuesta y completamente embutida en un abrigo de aquellos que resultan imposibles de pagar al contado. La “Pitita” de marras – dicho con todo el respeto que me merecen las pititas – llevaba en su regazo una coqueta planta de flores diminutas, de varios colores y, mientras decidía con cúal de todas sus tarjetas iba a hacer efectiva su compra – jamás ví semejante cantidad de plástico, ni siquiera en un contenedor de los amarillos… - le preguntó a mi amigo: “Caballero… ¿Esta planta es de regarla mucho o de regarla poco… y mejor por la mañana o por la tarde… y debo dejarla al sol… y … y…?”. Mi amiguete, que bastante tenía con no estamparse con el saco de mantillo que estaba a punto de hacerle perder el equilibrio, le miró con escasa empatía y respondió… “Pues, lo que le vaya pidiendo la planta señora…”

El caso es que, bien mirado, lo que parecería un vano intento de zanjar una conversación no deseada es también una verdad como un templo; no hay dos seres humanos iguales, ni tampoco dos personas que reaccionen igual ante un trato semejante. Cada cual exige un entrenamiento, una atención y incluso un cariño diferentes y lo que, para Pepe puede resultar la mejor de las soluciones, a Juan puede condenarle de manera irremediable. Para contrarestar esto, el creador nos otorgó a los humanos el, quizás, más preciado de nuestros dones, la facultad de quejarnos… ¡Que sí, que sí! El ser humano se queja, resopla, frunce el ceño, se enrabieta… esto es, emite señales que, bien interpretadas por el educador – bizarro vocablo, algo caído en el olvido – atisban nuestros límites y favorecen el aprendizaje. Igual que el dolor es un mecanismo de autodefensa, la queja suele ser un banderín que muestra aquello sobre lo que hace falta incidir… o dejar de presionar.

Lamentablemente, o Sebastián de Portugal no se quejó la suficiente, o si lo hizo, sus educadores no vieron que se encendía una luz de alarma en su panel de aviso. Claro que, teniendo en cuenta que este pobre chico se las tuvo que ver con media docena de Jesuitas de la peor especie – tambien los hay de la buena, lo aseguro… - poco pudo hacer. El caso es que, su aprendizaje se redujo a una sola asignatura, “cruzada, cruzada y cruzada” y nulo cariño y, para cuando este hijo de Juan de Portugal y Juana de Austria alcanzó la madurez, estaba absolutamente logotomizado y lo único que tenía en su cabeza eran muchos pájaros y una obsesión: conquistar para el país de las toallas todo el norte Africa.

La empresa no era en absoluto baladí; A pesar de que el Rey Marroquí Muhammad Al-Mutaxakkil acababa de ser licenciado – contra su voluntad – y se había dirigido a nuestro protagonista reclamando su ayuda, los consejos y advertencias recibidos en sentido desfavorable para con su causa eran legión. Ni siquiera Felipe II, por lo general bastante accesible para cualquiera que le solicitara ayuda esgrimiendo la causa cruzada, mostró demasiado interés en el proyecto así que cuando el de Portugal le demandó su ayuda, Felipe autorizó que reclutara mercenarios españoles y le proveyó de numerosos carruajes y animales de tiro pero no consintió en cederle ni uno solo de los soldados de los Tercios que, en aquellos días, valían su peso en oro.

Pero Sebastián seguía a lo suyo; a pesar de su naturaleza enfermiza, de su bipolaridad manifiesta, de su nula capacidad de abstracción y de su poca preparación militar, desembarcó en Arcilla con diecisiete mil hombres y, tras descansar y contarlos a todos – supongo… - se dirigió a la plaza de Alcazarquivir. Allí, la víspera del 4 de agosto de 1578, manifestó ante sus generales las líneas básicas de su “programa”: uno, que nada más alzarse con la victoria iba a escabechar a cualquier judío que se encontrara de frente y dos, que no había que temer… “puesto que era la cruz la que sin duda iba a dar buena cuenta de la media luna”… Todo muy profesional ¿verdad?

Finalmente y a pesar de las advertencias de los españoles – veteranos de aquellas tierras y buenos conocedores de aquellos con los que se iban a enfrentar – los dos ejércitos se encontraban a orillas del río Makhazín o de la “podredumbre”. La batalla fue extremadamente dura y por momentos caótica; se dice que durante gran parte del enfrentamiento se levantó una tormenta de arena que impedía a los ejércitos acometerse. Además, los informes portugueses – si es que los había… - pasaron por alto la presencia de un fuerte contingente de caballería mora, especialmente entrenada para disparar arcabuces a caballo. El resultado final fue una completa derrota de las fuerzas cristianas, con 8.000 muertos y la práctica totalidad del resto prisioneros. Aquel día murieron, no solo Sebastián sino también los dos sultanes que se disputaban el trono de Marruecos, el buen poeta español Francisco de Aldana y lo más florido de la nobleza portuguesa. A resultas, el enfrentamiento empezaría a ser conocido en toda Europa como la Batalla de los tres Reyes.

Cuando nuestros vecinos conocieron la derrota, el país entero se vistió de luto porque no había familia que no hubiera tenido que lamentar alguna pérdida, pero también porque, a pesar del carácter ciertamente iluminado e irreal de su soberano, era adorado por la mayoría de su pueblo que lo tenía por un romántico caballero víctima de las intrigas de la Corte. Su cuerpo nunca apareció, por más que varios escuadrones de caballería lo buscasen a conciencia, quizá porque robaron sus ropas y quedó desfigurado por las altas temperaturas y las alimañas. Esto originó uno de los más grandes mitos del país vecino, el Sebastianismo, o esperanza que aún mantienen algunos de que el soberano vuelva a mostrarse carne y reclame su trono…¡Ay mi madre!

Quizás el mayor beneficiado de todo este embrollo fuera el taciturno Felipe II que, aprovechando la bancarrota y el desgobierno en que quedo sumido el mayor consumidor de bacalao del mundo, anexionó Portugal en 1580.

Esperemos que si vuelve, le apunten a otro colegio...

CLAVES PARA ENTENDER LA BATALLA DE ALCAZARQUIVIR.

1) Sebastián de Portugal tenía tan sólo 24 años y nula esperiencia militar.

2) La quinta parte de la expedición era personal no combatiente: esposas, hijos, mercaderes... y meretrices.

3) Felipe II no consintió retirar ningún Tercio de Flandes y tampoco accedió a movilizar el que, en aquellos momentos, se reorganizaba en Napoles. En parte, los recelos de Felipe obedecían a un cierto mosqueo con la política equidistante de Sebastián con respecto a las Islas Británicas: mientras que ofrecía asilo a católicos irlandeses y escoceses, firmaba tratados comerciales con la Reina Isabel a discrección, para asegurarse un trato "preferente" ante los ataques piratas de los hijos de la Gran... Bretaña.

4) El monarca portugués no hizo caso de un máxima principal que, aún hoy, (corrígeme si me equivoco "Turu") todos los ejércitos del mundo tienen presente: no separarse del agua. La práctica totalidad de los que cayeros prisioneros estaban, al parecer, deshidratados.

lunes, 17 de diciembre de 2007

Conrois

El Gran Capitán contempla el cadaver del duque de Nemours, tras la batalla de Ceriñola...

En el artículo anterior aparece un término francés, "Conrois", que hace referencia a un tipo especial de maniobra de militar. El conrois es basicamente, una carga de caballería pesada que tiene como objetivo desbaratar las primeras filas enemigas, rompiendo el frente y desorganizándolo. Fue una maniobra muy utilizada por los jinetes franceses y alemanes, en menor medida por los ingleses y de manera casi testimonial por los españoles, más influenciados por las tendencias árabes en materia de doma y monta. En la maniobra, un centenar o más jinetes, montando caballos de guerra pesados - generalmente de raza frisona - juntan filas, se aprietan y se lanzan a la carrera en forma de cuña, en una o dos filas, lanza en ristre, buscando llevarse por delante lo primero que encontraran. El efecto solía ser demoledor; contra un conrois, la única posibilidad era una fila de estacas puntiagudas - al estilo de los arqueros ingleses -... u otro conrois. Sin embargo, ser "conroisista" tenía sus peligros: por un lado, una caída del caballo solía ser mortal porque se corría el riesgo de partirse el cuello o de ser pisoteado por la segunda fila de compañeros. Por otra parte, aún teníendo éxito en la carga, lo normal era que la montura acabara frenada en medio de un mar de soldados enemigos y ahí, el caballero era muy vulnerable a los hombres de a pie del otro bando, deseosos de clavar su puñales entre las juntas de su armadura...

Con el paso de los años, la especialización de los soldados y la aparición de las armas de fuego, el conrois fue perdiendo importancia y, a finales del siglo XV se mostraba ya ineficaz. ¿El culpable? el soldado español de los Tercios, a pie, muy móvil y armado con arcabuz...

domingo, 16 de diciembre de 2007

¡Qué harias tu sin mí!


Es curioso comprobar la cantidad de circunstancias, ideas o personas que son algo en función de tal o cual cosa; quiero decir, a veces es más sencillo explicar a alguien, determinar su contenido es función de su negativo, de aquellos contra lo que luchó y que representan todo lo contrario. Estas intensas dualidades contrapuestas justifican, por sí solas, siglos enteros de historia y conocimiento: sabemos del leopardo gracias a la gacela, de los celtas por mor de los romanos, concebimos el renacimiento como una reacción violenta y natural contra la oscura edad media o al proletariado como la espada justiciera frente al capitalismo. Con las personas, estos antagonismos se acentúan: es imposible estudiar a Julio César sin reparar en Vercingetorix, A Felipe II separado de Isabel de Inglaterra o a Napoleón de Wellington. Naturalmente, hay ocasiones en que los personajes son tan irrelevantes que cuando se contraponen, más que ensalzarse mutuamente parecen aún más prescindibles e gratuitos, tal es el caso de cierto presidente de gobierno y de cierto líder de la oposición pero ¡no temáis!... me voy a ocupar de personalidades ciertamente más interesantes.

Salah Al-Din Yusuf Ibn Ayyub es el molón nombre con el que sus tropas – y la totalidad del pueblo musulmán – conocían a Saladino, espejo de todas las virtudes, caballeroso guerrero, magnífico estratega y, sobre todo, terrible quebradero para todo el occidente cristiano. Saladino, como Sadam Hussein, nació en Tikrit, en 1137 o 1138. Cuando murió – de muerte natural, no como su paisano... – se había convertido en el jefe militar más famoso que combatió contra los ejércitos cristianos en la Tercera Cruzada y, que duda cabe, en protagonista indiscutible de la misma.

En cierto sentido, Saladino nació con el pan debajo del brazo. Fue educado desde pequeño en el cultísimo ambiente de la corte oriental de la Siria árabe, donde, aparte de comer con cubiertos, fue instruido en el arte militar. Probablemente esto último se le diera de campeonato porque con solo veinte años fue promovido a jefe militar de la guarnición de Damasco, y cuatro años más tarde, volvió a Alepo como edecán de Nur al Din, el gobernante de la práctica totalidad de oriente medio. A la muerte de éste, Saladino lo vio claro: inmediatamente cubrió de tierra el cadáver del muerto, entonó aquello del “¡todos al suelo... !” y extendió su voluntad sobre Damasco, Alepo, la mayoría de Egipto y Mosul... y todo ello, teniendo sumo cuidado de no encontrarse con los ejércitos cristianos y chocando solo ocasionalmente con ellos. Lamentablemente para aquellos raciales seguidores de la cruz, este inteligente gesto de contemporización les provocó una impresión equivocada, llegando a tildar a Saladino de “cobarde mujerzuela”... Poco iban a tardar en comprobar que “Dino” avanzaba lento... pero seguro.

En 1187, una vez reunidas unas buenas decenas de miles hombres, Saladino tocó a rebato y emprendió una Yihad o guerra santa contra los estados cruzados, en particular contra la ciudad de Jerusalén, ocupada desde hacía años por los cristianos. Su campaña culminó, brillantemente, con la gran victoria de la batalla de Hattin, el 4 de julio, donde los cruzados fueron salvajemente caneados. Cinco después, caía Acre y para principios de septiembre la práctica totalidad de la costa de Palestina y oriente próximo estaba en manos de Saladino. Entonces, con los ejércitos cruzados dispersos o destrozados, dio media vuelta y exigió la capitulación de Jerusalén, que capituló el 2 de octubre.

A los países europeos, que hasta ese mismo momento solo se dedicaban al hermoso deporte de intentar partirse la crisma entre ellos, la pérdida de Jerusalén les sentó fatal así que no fue difícil posponer momentáneamente viejas rencillas y lanzar una formidable expedición militar dirigida por ¡ahí es nada! tres sandungueros reyes europeos: Ricardo corazón de león, Felipe II Augusto y Federico el Grande, alias “barbaroja”. Conviene aclarar aquí un punto que no carece de importancia; de esta terna, los dos últimos eran consolidados dirigentes e incluso veteranos cruzados. Ricardo – en ese momento Ricardo de poitou – solo asistía al espectáculo como conveniente complemento, toda vez que acudía como sustituto de su padre Enrique II que falleció sin poder cumplir su promesa de reconquistar los Santos lugares – si es que alguna vez tuvo intención de hacerlo.

Sin embargo, el papel asignado al inglés se tornó preponderante casi desde el principio. De camino hacía Tierra Santa, Federico el Grande se interno en un caudaloso rió con un curioso traje de baño... una armadura de casi 40 kilos. Naturalmente, en cuanto que un renuncio del caballo le hizo caerse de su montura, se sumergió de forma irremediable en aquellas frías aguas y fue imposible rescatarle. En cuanto a Felipe, lo mejor que se puede decir es que entre sus propias tropas tenía fama de “flojo” por lo que, como he dicho, a Ricardo le tocó el premio gordo casi por eliminación. Afortunadamente, pronto iba a demostrar que estaba a la altura de las circunstancias.

Nada más llegar, Richi the lion, que fomentaba entre sus tropas la humildad, el recogimiento y la abstinencia, quedó sobrecogido por la dejadez – por llamarla de alguna manera – en la que habían caido los cruzados que ya llevaban un tiempo en Tierra Santa. Cuando inspeccionó barracones y cuarteles vio caballos enfermos, armas sin afilar y una auténtica legión de concubinas y prostitutas que vivía cómodamente dentro de las dependencias de las propias fortalezas. En una de estas visitas animó a un escudero a que le mostrara su manejo de la espada... solo para escuchar horrorizado que no sabía manejarla; Ricardo, descorazonado, le forzó entonces a ensillar un caballo lo que el azorado joven hizo estupendamente...¡colocando la silla al reves!

Mientras Ricardo se recuperaba del pasmo, Saladino no descansaba. Su caballería, que era mucho más ligera y móvil que la cristiana – posiblemente para combatir el calor – se entrenaba a marchas forzadas para hacer frente a los conrois de caballeros con los que las tropas del Rey inglés solían empezar la batalla. Saladino no pudo hacer nada para evitar la nueva pérdida de Acre pero se dedicó a hostigar las caravanas de avituallamiento de los cruzados así como a su flota, impidiendo así una fluida llegada de provisiones. El 23 de agosto, Ricardo, tras ordenar una matanza de prisioneros musulmanes – vaya usted a saber porqué... – puso rumbo hacía el sur, guarnecido por compañías de arqueros y ballesteros, para defender y asegurar los puertos. Saladino, al acecho, se dedicaban a molestar todo lo posible a sus enemigos, con ataques nocturnos y continuos amagos que terminaron poniendo a los europeos al borde de un ataque de nervios. Una mañana, el musulmán ordenó a sus mejores arqueros acercarse lo suficiente para lanzar un masivo lanzamiento de flechas y desbaratar la caballería cristiana pero Ricardo, que era un zorro, tenía preparada una contestación a la altura de su rival; los caballeros cristianos desmontaron rápidamente y utilizaron sus caballos de parapeto hasta que las descargas moras amainaron. Cuando los musulmanes empezaron a estar faltos de saetas aparecieron escuderos a la carrera portando nuevos caballos, y los caballeros se lanzaron en una carga decidida y brutal que aunque no consiguió el embolsamiento masivo que pretendía, sorprendió a gran parte de los arqueros de Saladino desprotegidos, escabechando a gran parte de ellos.

Lamentablemente para los cristianos – y afortunadamente para Saladino – ambos ejércitos estaban cansandos, habrientos y faltos de suministros de toda especie... y este hecho motivó que ambos dirigentes se decidieran a emprender una bulliciosa correspondencia epistolar – no exitía el messenger... – en la que cada uno intentaba llevarse al otro a su terreno. Las conversaciones, que sin duda abarcaban todo tipos de asuntos geoestratégicos y políticos, empezaron a tratar de temas más personales y acabó surgiendo una cierta afinidad entre ellos, sin duda favorecida por el respeto con el que se trataban. Unas semanas más tarde se firmaba un tratado que establecía, amén de otras minucias, el libre peregrinaje de los cristianos al mismo Jerusalén. Saladino lo firmó enfermo y en medio de terribles estertores, muriendo semanas más tarde en Damasco. Eran finales de 1193.

Al igual que la relación entre estos dos magnificos personajes, la tercera cruzada acabaría en tablas. Y, ciertamente, cuando un combate acaba en tablas, puede considerarse sin lugar a dudas como una victoria para el defensor. Para acabar de complicar las cosas, en el camino de vuelta, Ricardo fue capturado por Leopoldo V, Duque de Ausburgo y entregado al emperador del Sacro Imperio. Ricardo sería liberado un año más tarde a cambio de un cuantioso rescate... solo para encontrarse de bruces con la conspiración entre Felipe – su antiguo aliado – y Juan sin Tierra – su taimado hermano, ese que hacía de león en la película de Disney. Tras más de cinco años defendiendo sus derechos moriría, en 1199, ante los muros de Chaluz, en Francia.

Ricardo era alto, apuesto y molón; tenía una tremenda fuerza física y era valiente hasta la temeridad. Por otro lado era obstentoso, con un peculiar sentido de la justicia, con escasa capacidad de abstracción y enormemente voluble. En cuanto a Saladino, a sus tremendas dotes militares unía una bien merecida fama de misericordioso y una enorme facilidad para combinar política y economía y, ciertamente, se le puede calificar de verdadero triunfador de la tercera cruzada al menos, en lo psicológico. En su relación, en sus vivencias y sufrimientos y, sobre todo, en sus cartas, se resume un siglo largo de odio e incomprensión de buena parte de la humanidad para con la otra. Ambos, cristianos y musulmanes, tentarían a la suerte cuatro veces más, con parecidos resultados.

¿Y las que quedan?

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Diocleciano, 284 - 305 d.c

Palacio de Diocleciano, en Split.

Del mismo modo que Diocleciano acabo siendo más ilustre que la mayoría de sus predecesores, su nacimiento fue de lo más oscuro y miserable. Sus padres fueron esclavos en la casa de Anulio, un senador romano bastante bonachón y sandunguero y es probable que, a su abrigo, la habilidad de su padre como escriba le facilitara la obtención de la libertad y la posibilidad de ganarse la vida con este oficio, por otra parte muy común entre los libertos. Y ya que desde esta humilde posición fue capaz de impulsar a su vástago desde los cargos más humildes del ejército hasta la responsabilidad más alta del imperio, se hace imprescindible honrar al padre antes que al hijo.

Pero centrémonos: Diocleciano era dálmata, esto es, nacido en Dalmacia, un territorio que se correspondía poco más o menos con la antigua Yugoslavia y que se caracterizaba por otorgar a sus hijos personalidades recias, frugales y belicosas, pero nuestro protagonista atesoraba, además de estas, otras virtudes más relacionadas con la calma y el raciocinio. Semejante dualidad ha motivado que la mayoría de los historiadores relacionen al personaje con actitudes dubitativas o faltas de “punch”; nada más lejos de la realidad… El valor de Diocleciano siempre estuvo a la altura de su responsabilidad y el deber pero, al parecer, ni poseyó el espíritu osado del héroe que va al encuentro del peligro y de la fama, ni cultivó el gusto por las ejecuciones ni el derramamiento de sangre. Simplemente, se distinguió más como hombre de estado que como guerrero y no empleó la fuerza cuando sospechó que el objetivo era alcanzable por otro fines… virtud que en la actualidad parece más necesaria que nunca y que denota firmeza de carácter más que cualquier otra.

Más, como digo, tampoco le temblaba la mano; pasó la mayor parte de sus primeros años en interminables campañas a lo largo del Danubio, guerreando con una infinidad de pueblos poco dados a la conversación y sí al guantazo… y se le daba de maravilla. Desarrolló una extraordinaria carrera con los emperadores Aureliano y Probo y llegó a ser el jefe de la guardia personal de Numeriano, cargo para el que se adivinan necesarias grandes dosis de confiabilidad además de mando. A la muerte de éste por orden del Prefecto del Pretorio, Diocleciano desenmascaró al usurpador y le ejecutó, más para escarmentarle que como vía para conseguir sus fines personales pero ¡Ay…! cuando se quiso dar cuenta, el ejército le aclamaba emperador en plan torero en Nicomedia el 20 de noviembre del 284, seguramente porque detectó en él las condiciones para acabar con la anarquía que, de hecho, asolaba el Imperio desde hacía ya muchos años.

Diocleciano apenas tuvo tiempo de jurar el cargo; el día después de su proclamación salía a uña de caballo al encuentro de Carino, un aprovechado bastante gris que pretendía convertir en su feudo particular la parte occidental del Imperio, derrotándolo a pesar de contar con ejército que era ciertamente de chiste. Inmediatamente, quien sabe si contrariado por la inmensidad de sus dominios, hizo a un camarada de armas, Maximino, César y lo despachó a someter la rebelión de los bagaudas en la Galia y, a su regreso, ofreció otra prueba de que su sentido de la justicia y la responsabilidad estaban por encima de su ambición: proclamó a “Maxi” corregente, convencido de que, en aquellos tiempos sin teléfono móvil, era mejor repartir el marrón entre dos manos fuertes que en una sola y más despiadada.

Con la llamas de la guerra apagadas, los caminos más seguros y la gente mucho más convencida sobre la posibilidad de un futuro próspero y mejor, Diocleciano se puso manos a la obra con su verdadero plan: devolver a Roma a la tranquilidad mediante uno de los programas reformadores más eficientes de su tiempo para así, restaurar un Imperio que en los últimos tiempos solo se aparecía de cuando en cuando: se potenció la agricultura – muy maltratada por tantos años de guerras y saqueos – el comercio y la artesanía, reformó la administración, creo un sistema “provincial” que mejoró la gestión de los recursos públicos y acabó – en parte – con la corrupción, y… fue el responsable de, posiblemente, la persecución contra los cristianos más dura de todos los tiempos. El motivo de tal saña, aunque nos repugna, también nos resulta casi comprensible: en el modelo de estado unitario que propugnaba, en el que la esclavitud era esencial para el funcionamiento económico de la sociedad, aquellas gentes que hablaban continuamente de igualdad y perdón no podían dejar de resultar subversivas. Diocleciano se lanzó contra ellas con saña, ejecutando a miles y contribuyendo, a su pesar, a dar un buen empujón al santoral.

Pero su gran aportación será la instauración de la tetrarquía, complicado palabro que resume la división de las funciones ejecutivas del Imperio entre dos Augustos y dos Césares. Diocleciano se quedó Egipto y Asía – posiblemente porque prefirió manejar las relaciones con los persas, que ya aparecían por el horizonte como un buen “marrón” – otorgó a Galerio los Balcanes, a Maximiano, Hispania, Italia y el África, y a Constancio Cloro la Galia y la Britannia. En este curioso formato de poder, cada Augusto abdicaría de sus funciones en su respectivo César al cabo de 20 años, y así sucesivamente. Y lo mejor es que lo cumplió…

Diocleciano se retiró a una coqueta villa en Spalatum, muy cerca de la actual Split y, quien sabe, de su presunto lugar de nacimiento, y ni siquiera la abandonó cuando Maximiano le solicitó su ayuda para intervenir en la grave crisis que su sistema de sucesión “patentado” estaba a punto de crear. Allí, en medio de un huerto bien trabajado y cuidado, fue donde Diocleciano espetó a su contrariado visitante... "¿Has visto que hermosas crecen mis coles?”

Murió, de muerte natural, en el 313 d.C.

martes, 11 de diciembre de 2007

Aclaración a "Camarero"

Hola a todos.

A requerimiento de uno de los lectores paso a aclarar un punto del artículo “camarero”, publicado hace unos días. Cuando hacía referencia a que “… se les debían 37 mensualidades”, hay que entender el asunto en su justa medida. Evidentemente, nadie que coma tres veces diarias puede subsistir demasiado con semejante desbarajuste de cobros. Para paliar estas situaciones – que no eran nada inusuales en la España imperial – existían varias posibilidades; por un lado, el capitán podría “adelantar” determinados importes de sus propios dineros para la manutención de los hombres. Estas cantidades recibían el nombre de “socorros”, el mismo que las monedas que los hombres de los Tercios ingresaban en una caja común para completar el sueldo de capellanes y cirujanos, y evitar a matasanos y hombres poco piadosos. Si no era posible que el capitán financiara el retraso, quedaba el recurso al saqueo, que tampoco era nada infrecuente en esos días. En este caso, o bien los soldados arremetían contra la plaza de turno o bien la plaza pagaba una fuerte cantidad – si la tenía – para evitar el desmadre posterior, y esta cantidad se repartía entre los hombres.

Curiosamente, Farnesio era muy dado a ofrecer capitulaciones honrosas a las ciudades que asediaba, circunstancia que contrariaba a sus tropas sobremanera ya que eliminaba la posibilidad de botín.

Además y volviendo al tema de los atrasos, fue práctica corriente que se pagara primero a las tropas alemanas y valonas que, al tener fama de levantiscas, eran muy dadas a desertar en caso de impago de sus honorarios. Esta necesidad de tenerles contentos ocasionaba enormes atrasos para con las tropas italianas, irlandesas y sobre todo españolas, que quedaban pendientes de la puntualidad con que llegarán los metales preciosos de las Índias. Por eso y por alguna cosas más – como la costumbre alemana de beber cerveza, que los españoles tildaban de orín de caballo... o no poco sufridas que eran los germanos a la hora de soportar asedios o tiros de artillería...- las relaciones entre las nacionalidades que integraban el orden de batalla “español” no eran muy fluidas, y no era raro que, de cuando en cuando, se escapara algún arcabuzazo.

Por último, el record mundial de impago no son los mencionados 37 meses…

Saludos.

lunes, 3 de diciembre de 2007

¡Camarero!

Alejandro Farnesio, de domingo...

A veces, a los humanos nos gusta o bien parecer lo que no somos, o bien hacer de otros, ya sea para intentar pasar desapercibidos o escapar de algún entuerto – mala señal... – o, en ocasiones, con la sanísima intención de echarnos unas risas; Lo de adoptar un rol ajeno parece que es cosa muy moderna pero nada más lejos de la realidad: en culturas como la romana o la azteca, determinadas fiestas se celebraban intercambiando las poses de dueños y esclavos por una noche. Así, los amos se transformaban en siervos y “permitían” toda una suerte de chanzas y burlas a sus nuevos “dueños”, eso sí, con la seguridad de que, al salir el sol, las cosas iban a volver a la normalidad con lo que ¡pobre de aquel al que se le hubiera ido la mano más de la cuenta!... Esta farsa me recuerda a esas personas que se afanan en autoproclamarse amantes de la soledad, y que olvidan que la mayoría solo cultiva un tipo de ella... aquella de la que uno puede prescindir cuando se canse y como quiera...

En fin... en la España Imperial también eran más o menos frecuentes estas curiosas bromas, las más de las veces, escenificadas con motivo de la conquista de alguna ciudadela o plaza señalada. Uno de los gerifaltes que más uso hizo de esta “tradición” fue el Duque de Parma, Alejandro Farnesio, aunque, si acaso, las mayoría de las veces lo hacía con la sincera intención de agasajar a aquellos que, entre sus tropas, más se habían distinguido en la batalla y no utilizándola como una frívola manera de pasar el rato.

Cuando el 17 de agosto de 1585, Amberes, posiblemente la ciudad más rica y suntuosa de la época, se rendía a los tercios españoles, los generales del Duque y algunos arribistas varios y vencedores del último momento empezaron a preparar un banquete que debería ser recordado por los siglos de los siglos. Los habitantes de la ciudad, que estaban deseando congraciarse con sus nuevos dueños, ofrecieron una hermosísima vajilla de oro y plata para celebrar la cena, vajilla compuesta por cientos y cientos de platos, a cual más hermoso. Mientras Alejandro recorría el hospital de campaña español, lleno a rebosar de heridos y mutilados de todo porte, uno de sus sirvientes le dio cuenta del homenaje que se le preparaba y “sondeo” su predisposición a oficiar, al menos un rato, como camarero del evento, en plan “vamos a echarnos unas risas...” Alejandro, al parecer con los ojos fríos como el acero, sonrió socarronamente y dijo...

- Haré de sirviente, no lo dudeís... más no para quien estás pensando...

Aquella noche, mientras la ventajista nobleza flamenca engatusaba las mentes más débiles de entre los nuevos ricos españoles, el de Parma daba otro banquete en el puente de acceso a la ciudad, tomado con enormes esfuerzos un día antes, al “insignificante” precio de 700 vidas españolas. A él solo asistían aquellos sargentos, capitanes y soldados que se habían distinguido por su comportamiento y heroísmo en la toma de la plaza, siendo servidos por cuatro camareros de postín... Alejandro Farnesio y tres de sus generales. Como quiera que, desde el puente, se oían las risas de la otra celebración e incluso, se acertaba a ver como los comensales, borrachos, tiraban la vajilla a los márgenes del Escalda, el de Parma, enrabietado, colocó una red bajo la ventana en la que recogió todas las "sobras"... para fundirlas.

Los tercios españoles e italianos cobraron los adeudado días más tarde, el 20 de septiembre...

Se les debían 37 mensualidades...

Alejandro Farnesio conservó uno de los platos, en el que recogió, como si fuera el cepillo de una iglesia, una cantidad deducida de cada pago a modo de "socorro" para soldados mutilados y tullidos...

...con un par.