El 15 de octubre de 1944 el vicealmirante Masafuni Arima se quitó sus galones y trepó por la cabina de su avión, en una base aérea perdida, cerca de Luzón, Filipinas. Arima era una figura de categoría del ejército imperial, un militar de la vieja escuela, escrupuloso, que desafíaba diariamente el calor de esta parte del mundo llevando el uniforme completo en todo momento; Guerrero esbelto, gentil, de porte distinguido y voz suave, dicen, provenía de una familia de estudiosos de la obra de Confucio, había traducido decenas de libros orientales al inglés, sabía latín y árabe, y tenía tres hijos, seguramente preciosos; Aquella mañana del 15, este hombre que podía pasar por cualquier cosa, menos por estúpido, realizó su particular contribución al arte de la guerra empotrando su avión contra un portaaviones estadounidense... Y, trágicamente, consiguió muy a su pesar el sueño habitual de la mayoría de los mortales... ser los primeros en algo.
¿Qué lleva a un hombre a renunciar voluntariamente a su existencia? Y... sobre todo... ¿Cómo es posible que una sociedad culta, considerablemente avanzada en muchos campos de índole técnico y, por que no... espiritual... bendiga semejante sacrificio e incluso lo jalee? ... pues... una explicación más o menos unívoca a este “fenómeno” es prácticamente imposible pero, como la totalidad de las acciones que rozan el límite del entendimiento, nacen de la desesperación humana: A finales de 1944 las fuerzas japonesas estaban siendo devastadas por los americanos. El archipiélago nipón, en otro tiempo considerado invulnerable a un ataque aéreo, estaba siendo continuamente martilleado por cientos de bombarderos que cumplían su misión casi sin impedimentos – a causa de la manifiesta inferioridad de la fuerza aérea japonesa – y que se aprovechaban de la capacidad de las bombas incendiarias para arrasar un país construido casi íntegramente en madera. Un piloto naval estadounidense volaba, al menos, unas doscientas horas antes de “disfrutar” de su primera misión operativa; sus homólogos japoneses – seguramente igual de arrojados y valerosos, pues todos los hombres somos, esencialmente, iguales... – volaban durante, digamos, unas 25 horas, lo que representaba una oportunidad única para no regresar de su “primera vez”...
Los ataques suicidas representaban una oportunidad de compensar el desequilibrio de fuerzas ante la imposibilidad para los pilotos japoneses de combatir con sus equivalentes americanos en igualdad de condiciones. En su lugar, se podía explotar la buena voluntad de los jóvenes nipones para conjugar uno de los verbos preferidos para un japonés, “sacrificar”, utilizado con enorme éxito a lo largo de los tiempos de forma nominal y, a partir de ahora, en forma reflexiva. Fue un movimiento que encajó perfectamente con la psiqué japonesa, una forma de vida dominada por la atemporalidad de la existencia, por el bushido – o código de honor japonés – y también, claro, con un cierto fatalismo, fácilmente captable por cualquiera en la pintura o la literatura japonesas; Un occidental se hubiera sentido entre extrañado e indignado por semejante comportamiento... y en el caso de que un oficial se hubiera sentido tentado a requerirlo, su petición habría sido tachada de obscena al momento. Este viaje sin retorno, oficializado definitivamente por el almirante Takijiro Onishi con el nombre de “Viento Divino” – Shimpu - no es otra cosa que una gigantesca radiografía, un clarividente negativo de una sociedad sobre la otra que nos recuerda el inmenso abismo presente entre ambas... En el escenario europeo, a ingleses y americanos apenas les separaba una trinchera de sus contrarios alemanes... A los japoneses y estadounidenses... les separaba un mundo.
En su primera misión desde su constitución, el escuadrón de Onishi tuvo, según se mire, mala suerte, y los aparatos regresaron sin encontrar su objetivo pero el mismo día, un kamikaze japonés se estrelló contra el crucero Australia matando a 35 personas y, una semana más tarde, varios ataques concertados causaron graves daños a varias naves aliadas, entre ellas el portaaviones Intrepid. Tan pronto como los “éxitos” de aquellos desgraciados se hicieron presentes, la idea que Onishi se había hecho de salvar al Japón por medio del viento divino alcanzó unas proporciones demenciales: se hablaba de sacrificar las vidas de 10 millones de japones para alcanzar la victoria por medio de ataques especiales... e incluso se empezó a manejar el censo para decidir quienes debían de ser asignados a tamaña paranoia. Mientras semejantes ideas tomaban cuerpo, los ataque se sucedían creando graves problemas a los americanos y, lo que constituye su mayor éxito, provocando a los marineros de la Navy una suerte de psicosis colectiva contra el ataque de un Kamikaze... De pronto, hombres que soportaban con mayor o menor decoro tremendos bombardeos de los acorazados del “Sol Naciente”, que combatían en lugares cerrados, nauseabundos, sin una sola ventana, sufriendo los estallidos de las bombas y los pernos y esquirlas que salían disparados después de cada impacto, empezaron a mirar al cielo con aspecto desvalido ante la posibilidad de que uno de aquellos seres, casi mitológicos, acabará estampándose justo encima de ellos... Los capitanes tuvieron que intervenir llegando incluso a imponer sanciones para aquellos tripulantes que se atrevieran siquiera a hablar del tema.
Curiosamente, el daño que puede provocar uno de esos ataques no tiene comparación posible con el desastre que una bomba bien colocada puede causar en la cubierta de un navío de combate pero, como dijo alguien alguna vez... “yo siempre prefiero tenérmelas que ver contra algo que no tenga ojos”... Los japoneses consiguieron personalizar la amenaza, ponerla cara, hacer sentir a cada americano que era un japonés, y no un bomba ni un avión, el que quería acabar con su vida... Y a los occidentales, mirar a los ojos a la muerte y observar como su mano trata de estrechar la propia siempre se nos ha dado, a Dios gracias, bastante mal...
Afortunadamente, semejante estrategia estaba sujeta a unos estrictos términos de caducidad... obligado por el lamentable estado en que las incursiones de bombardeos había sumido a la industria nipona que, literalmente, se quedó sin material para fabricar ni una sola aeronave; En un momento dado, fue relativamente sencillo encontrar voluntarios dispuestos a partir hacía el paraíso pero, en una broma macabra, no tenían con que llevarlos. Hacía mediados de diciembre, la unidad de Onishi tenía 151 pilotos pero menos de diez aviones disponibles... y los americanos lo agradecieron enormemente, pues desaparecía así la última amenaza enemiga, en un momento en que la guerra estaba casi ganada.
¿Qué lleva a un hombre a renunciar voluntariamente a su existencia? Y... sobre todo... ¿Cómo es posible que una sociedad culta, considerablemente avanzada en muchos campos de índole técnico y, por que no... espiritual... bendiga semejante sacrificio e incluso lo jalee? ... pues... una explicación más o menos unívoca a este “fenómeno” es prácticamente imposible pero, como la totalidad de las acciones que rozan el límite del entendimiento, nacen de la desesperación humana: A finales de 1944 las fuerzas japonesas estaban siendo devastadas por los americanos. El archipiélago nipón, en otro tiempo considerado invulnerable a un ataque aéreo, estaba siendo continuamente martilleado por cientos de bombarderos que cumplían su misión casi sin impedimentos – a causa de la manifiesta inferioridad de la fuerza aérea japonesa – y que se aprovechaban de la capacidad de las bombas incendiarias para arrasar un país construido casi íntegramente en madera. Un piloto naval estadounidense volaba, al menos, unas doscientas horas antes de “disfrutar” de su primera misión operativa; sus homólogos japoneses – seguramente igual de arrojados y valerosos, pues todos los hombres somos, esencialmente, iguales... – volaban durante, digamos, unas 25 horas, lo que representaba una oportunidad única para no regresar de su “primera vez”...
Los ataques suicidas representaban una oportunidad de compensar el desequilibrio de fuerzas ante la imposibilidad para los pilotos japoneses de combatir con sus equivalentes americanos en igualdad de condiciones. En su lugar, se podía explotar la buena voluntad de los jóvenes nipones para conjugar uno de los verbos preferidos para un japonés, “sacrificar”, utilizado con enorme éxito a lo largo de los tiempos de forma nominal y, a partir de ahora, en forma reflexiva. Fue un movimiento que encajó perfectamente con la psiqué japonesa, una forma de vida dominada por la atemporalidad de la existencia, por el bushido – o código de honor japonés – y también, claro, con un cierto fatalismo, fácilmente captable por cualquiera en la pintura o la literatura japonesas; Un occidental se hubiera sentido entre extrañado e indignado por semejante comportamiento... y en el caso de que un oficial se hubiera sentido tentado a requerirlo, su petición habría sido tachada de obscena al momento. Este viaje sin retorno, oficializado definitivamente por el almirante Takijiro Onishi con el nombre de “Viento Divino” – Shimpu - no es otra cosa que una gigantesca radiografía, un clarividente negativo de una sociedad sobre la otra que nos recuerda el inmenso abismo presente entre ambas... En el escenario europeo, a ingleses y americanos apenas les separaba una trinchera de sus contrarios alemanes... A los japoneses y estadounidenses... les separaba un mundo.
En su primera misión desde su constitución, el escuadrón de Onishi tuvo, según se mire, mala suerte, y los aparatos regresaron sin encontrar su objetivo pero el mismo día, un kamikaze japonés se estrelló contra el crucero Australia matando a 35 personas y, una semana más tarde, varios ataques concertados causaron graves daños a varias naves aliadas, entre ellas el portaaviones Intrepid. Tan pronto como los “éxitos” de aquellos desgraciados se hicieron presentes, la idea que Onishi se había hecho de salvar al Japón por medio del viento divino alcanzó unas proporciones demenciales: se hablaba de sacrificar las vidas de 10 millones de japones para alcanzar la victoria por medio de ataques especiales... e incluso se empezó a manejar el censo para decidir quienes debían de ser asignados a tamaña paranoia. Mientras semejantes ideas tomaban cuerpo, los ataque se sucedían creando graves problemas a los americanos y, lo que constituye su mayor éxito, provocando a los marineros de la Navy una suerte de psicosis colectiva contra el ataque de un Kamikaze... De pronto, hombres que soportaban con mayor o menor decoro tremendos bombardeos de los acorazados del “Sol Naciente”, que combatían en lugares cerrados, nauseabundos, sin una sola ventana, sufriendo los estallidos de las bombas y los pernos y esquirlas que salían disparados después de cada impacto, empezaron a mirar al cielo con aspecto desvalido ante la posibilidad de que uno de aquellos seres, casi mitológicos, acabará estampándose justo encima de ellos... Los capitanes tuvieron que intervenir llegando incluso a imponer sanciones para aquellos tripulantes que se atrevieran siquiera a hablar del tema.
Curiosamente, el daño que puede provocar uno de esos ataques no tiene comparación posible con el desastre que una bomba bien colocada puede causar en la cubierta de un navío de combate pero, como dijo alguien alguna vez... “yo siempre prefiero tenérmelas que ver contra algo que no tenga ojos”... Los japoneses consiguieron personalizar la amenaza, ponerla cara, hacer sentir a cada americano que era un japonés, y no un bomba ni un avión, el que quería acabar con su vida... Y a los occidentales, mirar a los ojos a la muerte y observar como su mano trata de estrechar la propia siempre se nos ha dado, a Dios gracias, bastante mal...
Afortunadamente, semejante estrategia estaba sujeta a unos estrictos términos de caducidad... obligado por el lamentable estado en que las incursiones de bombardeos había sumido a la industria nipona que, literalmente, se quedó sin material para fabricar ni una sola aeronave; En un momento dado, fue relativamente sencillo encontrar voluntarios dispuestos a partir hacía el paraíso pero, en una broma macabra, no tenían con que llevarlos. Hacía mediados de diciembre, la unidad de Onishi tenía 151 pilotos pero menos de diez aviones disponibles... y los americanos lo agradecieron enormemente, pues desaparecía así la última amenaza enemiga, en un momento en que la guerra estaba casi ganada.
A estas horas de la noche, apenas puedo ya ejercer mi raciocinio; pero, haciendo un absoluto esfuerzo de interiorismo, quizás pueda imaginarme, a mí mismo, en el meollo de una batalla, en un momento muy concreto, llevando a cabo de repente, puede que por defender a los míos, una acción que, probablemente, lleve aparejada mi muerte. Pero, lo que soy absolutamente capaz de imaginarme es que me levanto una mañana a las cinco de la mañana, me voy a rezar a alguna iglesia, todo eso sabiendo que, dentro de unas horas, perderé mi vida a propósito. En cierto modo, no fueron seres humanos los que ejecutaron esos ataques puesto que, la característica última del hombre, amén de amar, es su capacidad para crear siempre una última esperanza. Yo no sería capaz de vivir sin ella... ¿Y ellos?... Me gustaría pensar que tampoco, que en algún lugar de esos aviones, viajaba esa última esperanza.