miércoles, 24 de diciembre de 2008

Adrianópolis, 9 de agosto del 378 d.C.

En el año 376, el emperador romano Valente, tan sincero, valiente y capaz en lo diplomático como torpe en lo militar, concedió permiso a los visigodos para cruzar el Danubio y establecerse en el Imperio. Los visigodosgodos del oeste en sentido literal – buscaban desesperadamente escapar de la amenaza de los hunos que iban arrasando con todo lo que se encontraban desde que empezaron su viaje en las estepas centrales de Asia. Valente designó a varios oficiales para que guiaran a los visigodos y les establecieran como campesinos en las zonas más despobladas, buscando que una vez en territorio romano se convirtieran en el futuro en reclutas para sus legiones y, lo más importante, empezaran a pagar impuestos lo antes posible. Los oficiales, más torpes y avariciosos que su jefe, se dedicaron a exigir los impuestos y poco más, y todo de la peor manera posible. En un tiempo record, por lo breve, los hastiados y desilusionados visigodos declararon la guerra al Imperio.

Al cabo de dos años, la situación no tenía trazas de mejorar sino todo lo contrario. Los visigodos ocupaban una amplia zona limítrofe con la frontera administrativa del Imperio y, de hecho, se habían convertido en la única autoridad en aquellos lares, derrotando con escarnio a los sucesivos contingentes que Valente había mandado contra ellos. Harto, Valente reunió personalmente a la élite de unas legiones que, aunque ya no eran las que dominaban como antaño los campos de batalla de toda Europa, aún eran un hueso durísimo de roer... Infantería pesada y ligera, caballería acorazada, exploradores del norte de África, arqueros sirios... se pusieron al lado del emperador y emprendieron camino hacia la provincia romana de Tracia – el actual norte de Grecia – para acabar de una vez por todas con la amenaza visigoda.

Este contingente llegó a su destino y encontró a su enemigo, aparentemente tranquilo y despreocupado, cerca de la ciudad de Adrianópolis. Curiosamente, en el mismo momento aparecieron por el horizonte varias docenas de jinetes de caballería que escoltaban a un mensajero de Graciano, emperador de la mitad occidental del Imperio; el mensajero, agotado, explicó que los ejércitos de Roma volvían vencedores de sus campañas en la otra punta del Imperio y que Graciano pedía a Valente que le esperara, para que el golpe no tuviera más remedio que ser definitivo. Valente dudó; sus propios exploradores le habían informado, mal, de que poco menos de diez mil hombres les esperaban en el campamento enemigo, que no tenían caballería y que había gran número de mujeres y niños entre ellos. Además, el propio jefe de los visigodos, un tal Frigiterno, se había avenido a celebrar una entrevista para definir los términos de una posible paz y, ¡qué diablos!, ¿Acaso no tenía Valente el mismo derecho a reclamar su pedazo de gloria?

El emperador romano despidió a Frigiterno con malas palabras y, aunque sus mejores consejeros le suplicaron que esperara los posibles refuerzos, se encaminó contra el campamento de carros donde acampaba el enemigo, en lo alto de una loma rodeada de campos de trigo. Los visigodos incendiaron los campos, con la intención de confundir al enemigo y la infantería de Valente, interpretándolo como un sigo de debilidad, cargó. El primera ataque fue un fracaso total; en medio del humo y de las flechas visigodas, no alcanzaron la cumbre pero, haciendo honor a sus antepasados, se reorganizaron con rapidez y se prepararon para atacar por segunda vez...

... pero en ese mismo momento, la caballería visigoda, que estaba fuera del campamento y volvía de saquear a discreción, apareció de improviso y se lanzó sobre la infantería romana, que no daba crédito a lo que se venía encima; lo que se le venía encima era, nada menos, que unos diez o quince mil jinetes, puede que veinte mil, de la mejor calidad y que, para más inri, venían descansados y se veían en la situación que todo jinete de caballería considera como la ideal... una carga contra enemigo... cuesta abajo. La caballería romana, de menor entidad y mucho menos preparada, simplemente desapareció. Las lanzas de la infantería, de menor calidad que las que habían tenido las legiones de un Julio César o un Trajanoen aquel entonces las sucesivas crisis económicas habían hecho empeorar la calidad de la manofactura del armamento legionario – se quebraban a los primeros impactos y los legionarios se veían obligados a repeler a la infantería a espadazos. Sucesivos grupos de hombres fueron eliminados entre las llamas y el humo, agotados y sin posibilidad de reagruparse. Valente, al menos, si lo consiguió; acompañado de su guardia personal, primero rechazó varios ataques visigodos y, cuando ya eran menos de unas docenas los que lo acompañaban, huyó hacia una granja para organizar la última resistencia. Los visigodos lo le permitieron hacerlo: prendieron fuego a la granja y la quemaron... al igual que todo lo que había en su interior.

Era el 9 de agosto del 378 d.C.

Adrianópolis, mayor desastre militar romano desde Cannas, marco el punto de no retorno en lo militar. Jamás volvió el Imperio a recuperar la iniciativa en el campo de batalla. La era en que la infantería dominaba el campo de batalla estaba por concluir; la lanza larga, el contus, y el jinete acorazado aparecían en el horizonte, para dominarlo todo.
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1 comentario:

Leodegundia dijo...

Valente no se había ganado el título de emperador por méritos propios, no al menos en el campo militar, si no que se lo ganó por que su hermano Velentiniano I lo asoció al Imperio confiándole las provincias orientales. Bien es verdad que había colaborado en las reformas que este llevó a cabo, fortificó fronteras y restauró edificios. Claro que también como se había convertido al arrianismo se dedicó con entusiasmo a perseguir a todo aquel que no fuera arriano.

En cuanto a la derrota frente a los visigodos no viene más que a corroborar el problema de otros muchos mandos militares: no se conoce suficientemente al enemigo, no se tienen en cuenta los consejos de los que si saben o al menos son prudentes y sobre todo se tiene un exceso de autoestima que no permite ver bien lo que está alrededor.

Parece interesante el libro que reseñas, intentaré hacerme con él.

Un abrazo