jueves, 31 de julio de 2008

Acañaveados


Buenas noches

José Luis Marín Serrano me pregunta, muy amablemente, acerca de la veracidad o al menos de la posibilidad de contraste serio de una jornada de infausto recuerdo para cualquier ser humano que ejerca como tal. Me explico, recién finalizada la conquista de Granada por la Reyes Católicos se desató una terrible persecución contra el bando perdedor que echó por tierra al menos un par de siglos de guerra “civilizada” entre los seguidores de Dios y los seguidores... de Dios. Dentro de la gravedad de los hechos que siguieron a la caída de la ciudad, entre los que se pueden contar el establecimiento de una “cuota” de 30 monedas de oro para evitar forma parte del paquete de esclavos que se envió al norte de África (más de tres mil varones musulmanes no consiguieron reunir el dinero necesario...) o el indigno presente que Fernando el Católico hizo llegar al Papá de Roma (unos 100 musulmanes de alto porte a los que no trataron ni mucho menos de acuerdo con su condición... humana) es especialmente desagradable el episodio que protagonizaron una docena de caballeros cristianos...

Por resumir, unos treinta renegados, nombre que recibían entre las huestes católicas los hombres bautizados y más tarde convertidos al Islam, fueron separados del resto. Al caer la luz del día fueron llevados a una explanada de tierra iluminada por antorchas y fueron acañaveados, palabra que viene a significar ser atravesado por jabalinas de cañas y que no es más que una perversa vuelta de tuerca a una tradición española – para más inri, de origen musulmán – que consistía en celebrar un acontecimiento cualquiera con una incruenta batalla en la que se trataba de señalar al adversario lanzándole una vara con una punta roma.

Hasta aquí lo que se sabe y es más o menos demostrable. El episodio en cuestión es mencionado por al menos, dos cronistas anónimos, y de forma algo más detallada por Hernando del Pulgar, cronista de los reyes Católicos, que acompañó a la reina en la mayoría de sus expediciones militares y por Pedro “Mártir” de Angleria, un curioso y algo oscuro personaje que arroja demasiados datos concretos sobre el incidente como para caer en la tentación de no creerle.
Hasta aquí el "dónde" y el "cuándo"; en cuanto al "cómo" no es demasiado difícl de imaginar. Sin embargo, el "porqué", no estoy en condiciones de contestarlo, afortunadamente...
Un saludo cordial

martes, 29 de julio de 2008

¡A la porra!

Hace casi cinco siglos, cuando miles de españoles encaminaban sus pasos, pica al hombro, hacia Flandes, nuestro Vietnam particular, el sangento mayor de cada Tercio animaba, mandaba y amenazaba a sus hombres con una especie de gran garrote que recibía el inequívoco nombre de “porra”. Cuando, al final de la jornada, la marcha del tercio llegaba a su fín, el mencionado sargento indicaba el lugar en el que debía levantarse la tienda del cuerpo de mando clavando el extremo inferior de la porra en el suelo. En el interior de la tienda se custodiaba el mayor tesoro de una unidad con el componente espiritual tan marcado como los tercios españoles: su bandera… amén de la caja con la soldada… en las escasas ocasiones en que era posible liquidar a nuestros abuelos sus retribuciones.

La porra, también hacía alusión a otro curioso lugar, esta vez mucho menos glamuroso; Atados a ella se encontraban, encadenados, los soldados arrestados o aquellos que se encontraban a la espera de juicio sumarísimo con lo que, cuando estaban cansados, no les quedaba otro remedio que sentarse en torno al mencionado palitroque. En aquella suerte de luchadores pendencieros y malhablados que constituían una de las mejores infanterías del mundo, motivos para castigar, sobraban… con lo que al poco de instauranse la medida, los alrededores de la porra parecían el intercambiador de Monclioa en hora punta. Muy pronto, los soldados, con bastante retranca, acuñaron la expresión “mandar a la porra” primero como sinónimo de castigo e inmediatamente después, para indicar el camino a seguir a todo aquel que no era bienvenido en absoluto.

Curiosamente, un servidor va a proceder a mandar a la susodicha porra su actual trabajo. ¿Qué por qué? Pues, primero, porque sus actuales funciones y competencias andan – modestamente, no me entendáis mal… - muy por debajo de sus habilidades… ¡Qué queréis que os diga! Reivindico mi razón a ejercer el mayor de los derechos laborales de este país: ascender hasta llegar a un puesto para el que resulte manifiestamente incompetente. En segundo lugar y ahora hablo totalmente en serio, en esencial para un buen ambiente laboral que el empleado se sienta mal pagado y que su jefe se levante cada mañana pensando que paga demasiado. Si este axioma se invierte, llegamos al anatema empresarial, esto es, que puedo pagarme lo que me salga de los mismísimos y a mí jefe le da absolutamente igual… y si es así, solo puede ser porque tú también le das igual, o porque no conoce tu trabajo, o incluso las dos cosas. En este punto, mejor echar pie a tierra y cargar tú solo con el botijo… Y tercero, aunque no soy mucho de ir contracorriente, como dijo Benjamín Franklin, una revolución de vez en cuando es muy saludable…

Veremos que nos depara el futuro.

Almas gemelas

Por supuesto, no es ni mucho menos obligatorio saber que el texto abajo enunciado no es más que una intertextualización de otro, escrito por Richard Bach, aviador y aventurero... y una de las personas que más y mejor ha elucubrado sobre la teoría de los universos pararelos y el concepto casi filosófico del alma gemela. Yo, creo, no doy para tanto...
¿... o sí?
Un alma gemela es aquella que posee una llave capaz de abrir nuestra cancela, y cuyo cerrojo es capaz de ser abierto por la nuestra. Si resulta extraño que semejante ecuación acabe resolviéndose en una sola dirección, el que funcione de forma recíproca debe ser un fenómeno maravilloso. O no. Sinceramente... ¿es acaso conveniente que alguien tenga las llaves que abren la totalidad de la mente del otro? ¿Y del corazón...? ¿No será mejor para el propio desarrollo del individuo guardarse uno de los capítulos del libro, una suerte de última bala?

En mi caso, la respuesta se escora peligrosamente hacia este último escenario; y sabe Dios que no estoy en condiciones de explicar el porqué, o el porqué no... que ni siquiera sé si esta decisión – si es que puede calificarse de tal – ha sido meditada, consentida, o simplemente forzada por el sinfín de circunstancias que me configuran. Solo sé que me siento con infinita tranquilidad ante otro, u otra, cuando sé que no puede llegar al último escalón de mi ser, que le será imposible desnudarme completamente, entendido esto según la etimología latina, “quitar la corteza de un árbol”... llegar al interior de un ser vivo...

Y yo... ¿de verdad quiero que sea así? ¿Me estaré perdiendo algo fabuloso, una sensación extraordinaria que justifique, por sí misma, la propia existencia?

Lo cierto es que, una vez, quizás estuve cerca de conocerla; una mujer extraordinaria, una persona fuera de lo común, se cruzó en mi vida. Y después de un tiempo, por momentos inolvidable, me dio a elegir: sería la única mujer de mi vida o no formaría parte de ella en absoluto.

Escoger implica renunciar. Siempre. Yo elegí el camino más sencillo, el que acarreaba menos riesgos a largo plazo y más tranquilidad a corto, y sobre todo, el que exigía menos esfuerzo y sinceridad... y no me ha ido mal. Pero de cuando en cuando, alguna mañana, me presentó frente al espejo intentando vislumbrar a aquel que podría haber sido y no fue, e intento imaginar a aquel hombre que consiguió encontrar a su alma gemela, y convencerla de que también era la suya...

Y me gustaría saber, sobre todo, si algunas mañanas, aquel hombre intenta buscar a su otro yo frente al espejo...

Eso me dejaría más tranquilo.