De entre todas las gestas –
entendido el mencionado término como conjunto de acciones buenas y malas, que consiguen un resultado duradero y extraordinario – realizadas por españoles en el Nuevo Mundo, la
Conquista de México se alza, de forma indiscutible, como la más impresionante. Los motivos son variados: la riqueza y fastuosidad del reino conquistado, el toma y daca constante entre españoles y aztecas, episodios como el del barrenado de los barcos o
“La noche triste”, la atractiva personalidad de
Cortés... Todo configura un devenir casi novelesco en el que aparecen la emoción, el odio o la intriga sin solución de continuidad, entrelazando personajes extremos e irrepetibles como
Doña Marina o Pedro de Alvarado que contribuyen a mitificar la historia, al menos, a los ojos hispanos; sin embargo ¿podría haber sucedido de modo diferente?
Me explico... Los más de nosotros, lectores aficionados, e incluso venerables gurús de la historiografía moderna han relacionado, sin rubor, el resultado de la gesta mejicana con hitos como la superioridad táctica en el campo de batalla de los conquistadores españoles, el uso por éstos de las armas de fuego o la propagación de enfermedades y, lo cierto, es que a mi modo de ver, darlo por bueno en éste caso concreto es un error; Quiero decir que todos sabemos que los españoles tenían la experiencia militar derivada de campañas contra los moros o las desarrolladas en tierras italianas pero no hay táctica que valga cuando la relación es de cien contra uno... Por otro lado, las armas de fuego eran escasas, la pólvora tenía tendencia a mojarse continuamente y en cargarlas se tardaba una verdadera eternidad y las enfermedades... bueno... no cabe duda que tuvieron un impacto brutal pero no en el momento de la conquista sino tiempo después, en el momento, si queréis, de la colonización...
Por tanto, nada de lo anteriormente dicho nos aclara el panorama y es preciso recurrir a otra explicación, más relacionada con las psicologías de ambos bandos y de sus cabecillas... de sus temores y de sus miedos, y para ello es necesario reparar en las dos civilizaciones que se iban a encontrar, y en el momento tan diferente que atravesaban una y otra. Empiezo...
La
España pre-imperial –
como a mí me gusta llamarla – era, sin ninguna duda, el producto demográfico e ideológico de aquellos que llevaban luchando más de setecientos años, primero en casa contra el musulmán durante la mal denominada reconquista y después, víctimas de ínfulas universalizadoras, en el norte de África, Italia y, muy pronto, centroeuropa. Esta permanente actividad guerrera generó una enorme cantidad de oportunidades para una clase social que únicamente surgiría en la península, el
Hidalgo, entendido éste como aquel con nobleza de sangre pero no de bolsillo. Para el hidalgo, totalmente obsesionado con la idea del triunfo, del éxito sobre los de su propia clase, vetada la posibilidad de enriquecerse vía comercio a causa de prejuicios ligados con la condición de español y de cristiano viejo, solo quedaba la iglesia o la milicia. Y la milicia se practicaba en los tercios que se empezaban a acuartelar en Nápoles o Sicilia pero, y esto es importante, se rentabilizaba en el Nuevo Mundo, de donde llegaban historias casi mitológicas, en labios de infanzones que un día no muy lejano apenas habían tenido que comer y ahora portaban –
o eso decían ellos – cubiertos y servicios de oro puro.
Estos navegantes y oportunistas de fortuna, sin nada que perder y sin verdaderos motivos que les impulsaran a volver a España si no era cubiertos de riquezas, acabarían dando lugar a los
Conquistadores, verdadero motor ideológico y militar de la conquista en tanto en cuanto el Estado Español no intervenía directamente en ella –
tan solo concedía adelantamientos para conquistar – ni con dinero público ni con tropas regulares. Para aquellos, el ideal de victoria o muerte, tan presente en extremismos como el de los
espartanos de Leonidas no podía estar más presente aunque éstos últimos pelearan por el ideal que otorgaba sentido a sus vidas y los conquistadores por otro bien distinto, fundamentalmente, la idea de triunfo, tanto social como económico.
Enfrente suyo, el
Imperio Azteca, un conglomerado de pueblos de ascendencia méxica que empezó a prevalecer a mediados del siglo XIV y que, en tiempos de Cortés, ocupaba un área de influencia que equivaldría a la mitad del moderno estado de Méjico. Los aztecas eran el pueblo predominante en un suerte de triunvirato de tribus que respondía al nombre de "Triple Alianza" y que, a base de diplomacia en algunos casos y de empuje militar en las más de ellas, controlaban a más de una cincuentena de tribus. Su poder, que solo encontraba resistencia en étnias igual de guerreras que las suyas como la de los
Txacaltecas o los Tarascos, les habilitaba para obtener cuantiosos tributos así como para disponer de una ingente cantidad de mano de obra “no voluntaria” que configuraba así una sociedad de corte militar – esclavista... en la que la religión lo controlaba absolutamente todo... constituyendo a la vez, su mayor debilidad.
Veréis... en 1502, casi veinte años antes de la llegada de Cortés, subió al trono
Moctezuma, un nuevo emperador, altivo y grave a la vez, gran guerrero, pero aún más obsesionado con la religión que el azteca medio... lo que ya era mucho decir... Y es que, fatalistas en grado sumo, adoradores casi compulsivos de la muerte y con un panteón formado por más de dos mil dioses, cualquier cosa podría ser interpretada como un negro presagio a los ojos de los sacerdotes aztecas; y así, en el periodo inmediatamente anterior a la llegada de los españoles, un cúmulo de sucesos turbaron la imaginación de Moctezuma, desde cometas y cuerpos astrales a extraños pájaros en cuyas pupilas se veían a pálidos hombres barbados. El emperador, aterrorizado, dio por hecho que
Quetzalcóatl, el Dios supremo y Señor de los aztecas volvía a reclamar su reino, impresión que quedó aún más confirmada cuando al ofrecer sus emisarios tres vestiduras distintas a Cortés, el hispano, probablemente por casualidad, eligió el atavío de éste último Dios. En ese momento Moctezuma ya no dudó... Cortés era el mismo Quetzalcóatl e intentó complacerlo a base de oro y riquezas... y a partir de ese momento, Cortés y sus hombres ya no dudaron... Quetzalcóatl estaba más que dispuesto a hacerse cargo de ellas.
Después vendrían un cúmulo de sucesos, muchos de ellos un despropósito, como la “Matanza del Templo Mayor”... otros inevitables, como la muerte de los primeros caballos y de los primeros españoles, que acabaron por cuestionar y negar en último término su condición divina... pero nada de ello sacó a Moctezuma de su fatalismo, de aquella seguridad, puede que estúpida, pero contra la que su modo de pensar de azteca nada podría hacer, de que el orden sobre el que se asentaba toda la civilización azteca, la relación dominador – dominado, había llegado a su fin y de que, aquellos españoles, aunque mortales, habían llegado para poner el punto final a su reino. Y Cortés, hombre de inteligencia y astucia legendarias, así lo entendió, aguantando situaciones extremas y durísimas, presenciando el sacrificio de otros españoles en la balconada del templo donde tuvieron que esconderse, esperando... una nueva oportunidad... que estaba seguro se acabaría produciendo.
Es por ello que la historia de la conquista de México no fue, en mi opinión, más que la triunfo de una pisqué, de una sociedad en ascenso frente a otra, extenuada social, moral y psicológicamente...¿Cómo lo véis vosotros?