martes, 31 de octubre de 2006

Como las cabras...


En cierta ocasión le preguntaron al escritor y filósofo Elías Canetti qué era, a su juicio, aquello que el hombre era incapaz de soportar... Elías respondió sin dudar... “Aquello que no es capaz de conocer”. Y tiene razón... Desde que el primer simio bajo del árbol, se irguió sobre sus patas traseras y tuvo la primera lumbalgia, los humanos nos hemos concentrado en conocer, en descubrir, en indagar... Naturalmente, ni nuestro afán de superación ni nuestra soberbia, nos permiten aceptar que tenemos límites, así que, en un primer momento, inventamos un curioso colorario por el que, si algo no lo entiendo, es porque no lo veo, y si no lo veo, es porque no pertenece a este mundo... ¿Qué a cual entonces? Pues la verdad, tampoco lo sabemos; en un primer momento, inventamos el mundo llamado de las fuerzas sobrenaturales, ya sabéis: los bosques, el trueno, las aguas, el fuego, hacienda... En realidad, no quedaba otra: los hombres vivíamos a salto de mata, dormíamos en nidos situados en las copas de los árboles y más tarde en húmedas y lúgubres cuevas y no conocíamos más que los disgustos que nos daba la madre naturaleza cuando se ponía caprichosa. La situación cambió cuando nosotros mismos nos percatamos de que, en comparación con los demás animales, éramos muchos más listos, más altos y más guapos y que podíamos someterlos a ellos y, si nos lo proponíamos, incluso a otros hombres, ocupación que desde entonces nos viene reportando infinito placer.

En ese preciso momento, el hombre decidió, henchido de orgullo, que lo sobrenatural no podía ser tan distinto y que, casi con total seguridad, aquello que sin duda dominaba el universo debía de tener apariencia humana. A esa invención, la llamó “Dios” y, aunque en principio nos hizo una tremenda ilusión, según empezamos a explicarnos el mundo que nos rodeaba, la fuimos dejando de lado. Los hombres inventábamos ruedas, estribos, imprentas, armas de fuego, bombillas, teléfonos y además...¡lo hacíamos nosotros solos! Ya no nos preguntábamos si estaba bien o no hacer tal o cual cosa: solo nos preguntábamos si éramos o no capaces de hacerlo. El que el hombre acabara poseyendo todos los secretos imaginables no era ya una cuestión de capacidad, sino de tiempo... “Dios” era cada vez menos necesario...

¿o no es así? Semejante capacidad de hacer y deshacer, de reinventarnos continuamente a nosotros mismos, se nos ha hecho difícilmente soportable. Es probable que nunca en la historia de la humanidad, hayamos sido más conscientes de nuestro poder pero también posiblemente nunca nos hemos sentido tan solos, tan desamparados... Esta soledad tan mal llevada nos ha castigado tanto que el hombre ha realizado dos últimos y postreros esfuerzos para sentirse más acompañado y más querido... Uno lo ha llamado Internet y el otro, consiste, básicamente, en auto - convencerse de que “Dios” está en todas partes...

Y en todas partes no sé, pero por Peñalara, seguro que se pasa de ven en cuando. Peñalara es una zona de la Sierra de Madrid que acumula una enorme cantidad de cortados, desfiladeros y roquedales, y estos son de tal belleza y porte, que resulta un misterio el que solo se maten dos o tres personas de cuando en cuando. Hace un par de días tuve la oportunidad de pasar allí la mañana y amén de desollarme manos y pies, tengo la certeza de que al menos en tres ocasiones, estuve cerca de matarme. Dos de ellas tuvieron como escenario uno de los tramos más complicados, el conocido como “Pico de los Claveles” y no me molestó tanto la posibilidad de dejar de estar empadronado en el mundo de los vivos, como la algarabía con que mi compañero de ¿paseo? se tomaba tanto sufrimiento. Aparte de andar por aquellas cortantes piedras con la facilidad de un rebeco, mi amigo se giraba a cada paso, al parecer muy divertido con mi estilo de escalada, no tan elegante como el suyo y más parecido al de otro ilustre ungulado... el hipopótamo. Y no con hipopótamos pero sí con elefantes un hombre consiguió, hace muchos siglos, hacer algo parecido a lo que intentábamos hacer mi amiguete y yo... llegar al otro lado de una montaña.
En aquellos días se libraba en el mediterráneo una guerra no declarada entre la potencia que no quiere dejar de serlo, Cartago y el nuevo rico que te mira con cara de que en muy poco tiempo se va a quedar con todo lo que ahora es tuyo, la República romana. Los sufetes o senadores cartagineses eran, mayormente, partidarios de contemporizar con el nuevo y peligroso enemigo, y forzar determinados acuerdos económicos y militares que le permitieran esperar tiempos mejores. Aquella estrategia de esperar acontecimientos chocaba frontalmente con las intenciones de los Bárcidas, una familia perteneciente a la aristocracia militar que tenía grandes intereses económicos en Hispania y, en especial, de Aníbal, el pequeño de la familia, un inteligente y brillante joven que había sido educado por sus padres en el marco de la "tolerancia" y el "respeto" de lo ajeno, gracias sobre todo a modernas técnicas como hacerle jurar, con poco menos de cinco años, odio eterno a todo lo romano.

Con semejante bagaje emocional no debe sorprendernos que Aníbal dedicara las veinticuatro horas del día a pensar la forma de fastidiar a aquellos engreídos hijos de la loba que cada ver eran más prepotentes… y más poderosos. En primer lugar, se decidió por asegurar su retaguardia, y penetró en Hispania con un palo en una mano y una zanahoria en la otra. Con el palo, se dedicó a “calentar” a todas esas tribus que no habían acabado de someterse del todo, y con la zanahoria, consiguió que aquellas más predispuestas a colaborar consintieran en entregarles más soldados con los que reforzar su no demasiado poderoso ejército. Después de tomar la levantina ciudad de Sagunto, continuó ascendiendo por la costa y recogiendo apoyos entre los abuelos de los actuales catalanes. Por fin, después de comprar unos botes de colonia en Andorra, se aprestó a cruzar la frontera, al mando de unas fuerzas que deberían rondar los 75.000 hombres.

Tras salir del valle del Tet, Aníbal se desvió hacia el este acampando junto a la población de Iliberis. Los galos, advertidos ya del avance del ejercito púnico que había sometido a sus vecinos del otro lado de los Pirineos, unieron sus fuerzas con la intención de devolver a los invasores al otro lado de los pirineos pero los cartagineses, que no deseaban perder tiempo o tropas en enfrentamientos que no fuese imprescindible llevar a cabo, se echaron mano de la cartera y repartieron monedas de oro a discreción, consiguiendo que el avance por territorio galo fuese rápido y sin contratiempos.

Tras llegar al Ródano, Aníbal puso todo su empeño en hacerse con cualquier tipo de embarcación posible y a tal efecto compró a los lugareños todas las barcas de que estos disponían. Cuando los cartagineses se disponían a subir a ellas, un tropel de galos se fue agrupando al otro lado del río y en pocos minutos ya era todo un ejército el que esperaba al otro lado de la caudalosa corriente. Sin pérdida de tiempo, el cartaginés envió a un fuerte contingente de caballería al frente del cual puso a Hannón con la orden de cruzar el río aguas arriba y atacar a los celtas para facilitar así el cruce del río al resto del ejército. Hannón cumplió con las ordenes con gran celeridad y, ayudado por guías locales, zurró a los galos con tal saña, que el resto de las fuerzas cartaginesas cruzaron el río sin problemas.

A partir de aquí, entramos sin dilación posible en el terreno de la conjetura. Sabemos que Aníbal cruzó los Alpes, más que nada, porque tenemos constancia de su presencia a un lado y a otro de la famosa cordillera y también sabemos que llevaba con él 36 o 37 elefantes, ya que los utilizaría semanas más tarde en los dos primeros enfrentamientos armados con las legiones romanas, la escaramuza del Tesino y la batalla del río Trebia. En cambio, desconocemos por completo cual fue la ruta que siguió hasta las fértiles tierras del norte de Italia y también ignoramos buena parte de los acontecimientos que provocaron que solo llegase con 27.000 hombres, menos de la mitad de los que tenía cuando emprendió el camino. Solo nos consta que, una vez en lo alto del último puerto, se asomo al mirador que formaba un pequeño despeñadero y con algunos de sus hombres contempló a lo lejos el espectacular valle del Po y les dijo... "Señores, delante de ustedes pueden ver a su destino". Era el año 218 a.C.

De todas formas, todos estos datos no nos resultan imprescindibles para atisbar la importancia que tuvo su gesta. En cualquier enfrentamiento enquistado en el tiempo, y aquel lo era, es imprescindible trasmitir al contrincante una férrea voluntad de vencer; Aníbal lo entendió así y, con su decisión de trasladar la guerra a Italia, dejó claro desde el principio que la finalidad de aquella campaña no era ganar tiempo ni firmar nuevos tratados, sino que el objetivo era aniquilar a la misma civilización romana… el problema es que los romanos también se percataron de ello.

Curiosamente, Aníbal estuvo a punto de matarse en el descenso, cuando una ladera se desprendió al paso de unos jinetes y una docena de hombres se precipitó al vacío a ambos lados del general. Afortunadamente tuvo suerte y consiguió asirse a las riendas de un caballo o a los aparejos de un carro.

Dios está en todas partes.

miércoles, 25 de octubre de 2006

¿Un trabajo para toda la vida?

Lienzo de la primitiva muralla del Castra Praetoria... aún en pie

Cuando era pequeño, mi abuela no dejaba de recomendarme diariamente, quisiera yo o no, que de mayor me hiciese farmacéutico. En un principio un servidor, que solo contemplaba seriamente la posibilidad de acabar convertido en piloto, gangster o incluso jefe indio – de acuerdo, lo reconozco: me iban un poco los perdedores… - achacaba semejante empeño a la visión de Don Leandro, el boticario del pueblo, pulcro y altivo caballero, siempre “de la mano” del cura y del sargento de la Guardia Civil. Para cualquiera que observara la escena desde mi perspectiva, esto es, la de un renacuajo de nueve años, no dejaban de ser impresionantes los eternos paseos de semejante cuadrilla plaza arriba, plaza abajo, repartiendo cumplidos y zalemas a diestro y siniestro, saludando efusivamente a todo quisque y preguntando a ancianas viudas que “cómo estaban aquella mañana”, aún a sabiendas de que la respuesta iba ser invariablemente la misma. Cuando mi abuela y yo salíamos a por pan o a la lechería y los divisábamos a lo lejos, la madre de mi madre aminoraba o aumentaba la velocidad lo justo para hacerse la encontradiza, de modo que la necesidad de cruzar palabra fuera inevitable y aprovechaba para presentar a su “nieto más guapo...” a aquella suerte de “nuevos mosqueteros” y cruzar unas palabras con ellos sobre cualquier banalidad. Mientras mi abuela enumeraba el catálogo de dolencias, el boticario ponía cara de que efectivamente le interesaba y el cura acababa de dar variadas bendiciones, el benemérito y yo nos mirábamos fijamente, en silencio… fundidos en ese tipo de incómodo mutismo imposible de mantener mucho tiempo sin llegar a las manos.

Me explico: de la expresión del militar se adivinaba que a mí, no me encontraba guapo en absoluto; es más, juraría que tenía serias dudas sobre la bondad de mi comportamiento y que, si me abuela no hubiera estado presente, me habría llevado al cuartelillo arrastrándome de las orejas, como seguro autor de alguno de los desmanes que se producían de cuando en cuando en el pueblo. Yo, mientras tanto, le sostenía socarronamente la mirada mientras comía compulsivamente caramelos y chuces, desafiándole, seguro de que jamás podría relacionarme con ninguno de aquellos atropellos y protegido por mi angelical expresión de no haber roto nunca un plato. Pero ¡ay! siempre acababan apareciendo los miedos propios de mis escasos nueve años de modo que, en cuanto que el Sargento arqueaba aún más las cejas y contraía el bigote hasta dejarlo tieso, toda mi valentía se desmoronaba como por encanto, las piernas me temblaban y comenzaba a pellizcar las piernas de mi abuela como si me fuese la vida en ello, hasta que conseguía dar por concluido aquel incómodo encuentro. Así, mientras me ponía paulatinamente a salvo, mi abuela tiraba de mí, un poco contrariada por tener que poner fin a la conversación antes de lo deseado, mientras no dejaba de repetirme… “Atiende… tú, de mayor, farmacéutico”

Hoy, más de dos décadas más tarde, uno no ha optado por las pastillas ni en lo profesional, de lunes a viernes, ni tampoco en lo personal, los sábados por la noche. He de decir que mi abuela me confesó, cuando me creyó más mayor y menos maleable, que su insistencia venía dada por lo mucho que cobraban y lo poco que trabajaban los boticarios. Ni que decir tiene que semejante observación haría pero que muy poca gracia al 95% de los licenciados en farmacia y que, si hubiese querido seguir el consejo de aquella santa, me habría hecho senador. Los romanos, a los que resultaba muy difícil optar a esto último por razones de abolengo y cuna, también querían un buen trabajo para toda la vida pero y algunos de ellos acabaron formando parte de la Guardia Pretoriana.

En esencia, se conoce como Guardia Pretoriana a uno de los muchos cuerpos que durante buena parte del Imperio, se encargaron de la seguridad de los Emperadores, de sus familias y de los palacios y residencias imperiales. El término Guardia Pretoriana significa "guardia del Pretorio", y hace referencia a uno de los lugares más importantes en un campamento de legionarios… ¿eh?... no, hombre… el corral de la cabra no…el pretorio era donde se hallaba la tienda del comandante en jefe y de ahí que los que se pasaran el día montando guardia delante de ella se llamaran pretorianos. Años más tarde, cuando los romanos decidieron cambiar cónsules por emperadores, estos últimos no debían de tener la conciencia muy tranquila e impulsaron una variada suerte de guardias personales, a pie y a caballo, de ciudadanos romanos e incluso de extranjeros, para que los acompañaran en sus viajes y garantizaran en cierta medida su seguridad. Cuando Tiberio llegó al trono, desconfiado como era, receló de tanto guardaespaldas con gabardina y reorganizó el asunto dando primacía a la guardia e incluso obsequiándola con su primera imagen de marca: el escorpión, en honor a él mismo y a su signo zodiacal, claro. Años más tarde, en el 23 d.C. les construyó un bonito campamento a las afueras, el Castra Praetoria, en principio con la intención de agrupar todas sus fuerzas en la capital pero con la verdadera función de tener controlado a tanto sujeto ocioso…

En principio, servir como pretoriano era un auténtico chollo: Mientras que sus compañeros de las legiones se pegaban barrigazos en medio de espesos bosques o húmedos lodazales, estos servían menos tiempo, en labores muchísimo más descansadas y cobraban aproximadamente el doble; Además, desocupados como estaban, se percataron pronto de su poder, y cada vez que un nuevo emperador tomaba posesión del cargo, se le presentaban inmediatamente un par de portavoces del cuerpo exigiéndole el primero de los numerosos donativos, más o menos voluntarios, que el nuevo dueño del mundo debía efectuar si lo que quería era levantarse cada mañana con la cabeza encima de los hombros... todo ello con la mejor de las sonrisas, eso sí.

Tuvo que ser Vespasiano, haciendo gala de su dureza y de su tacañería, el que los metiese en cintura de una vez por todas: Suprimió determinadas licencias y dádivas, los obligó a entrenarse como si les fuera la vida en ello, y se encargó de hacer desaparecer a los mandos menos comprometidos con el nuevo orden. De este modo, le entregó a su hijo Domiciano un verdadero cuerpo de élite, casi 10.000 hombres jóvenes y atléticos con lo que “Domi” pudo recuperarse del disgusto que le supuso la pérdida, casi por completo, de la legión XXI Rapax. Al principio, los pretorianos no parecieron gran cosa: En uno de sus primeros enfrentamientos contra los catos, un desmelenado pueblo de origen germánico, salieron bien trasquilados, y pocos días después, otro ejército de origen marcomano les rodeó y dio muerte a su jefe, el Prefecto del Pretorio. Más, como en esta vida casi todo consiste en entrenamiento, los aún sorprendidos pretorianos se pusieron las pilas, trabajaron aún más duro, y en manos de mejores jefes se comportaron como la mejor de las legiones, empezando a ser reclamados allí donde peor estaba la situación. Nada menos que durante cincuenta años estuvieron batiéndose sin solución de continuidad contra lo más granado de los enemigos de Roma, en Mesopotamia, o en África, en Britannia o en las llanuras de Hungría… y, en términos generales, se ganaron el sueldo.

Lamentablemente para la guardia, después de un Trajano, un Adriano o un Marco Aurelio, llegaron un Cómodo, un Caracalla o un Macrino, emperadores considerados “flojos” que, o bien optaron un pacifismo de urgencia que en nada beneficiaba los intereses de Roma o bien se lanzaron a absurdas guerras sin saber muy bien porqué. Los pretorianos, con los estómagos bien llenos y la cabeza de nuevo llena de pájaros, perdieron las buenas costumbres y se acostumbraron a desenvainar la espada con más frecuencia en la ciudad de Roma que en los interminables limes del Imperio... ¿El resultado? 11 emperadores cayeron víctimas de sus intrigas... que se sepa. En el 284 d.C., Diocleciano, harto de semejantes medianías, los trasladó a Nicomedia, cerca de la moderna Estambul, según sus palabras... "para no caer en la tentación de crucificarlos a todos". Por fín, en el 306 d.C. Majencio recurrió a ellos para defender su causa contra Constantino. Éste, mejor estratega, les arrinconó en el Puente de Milvio y los masacró, distribuyendo los pocos supervivientes entre más de treinta ciudades del Imperio y prohibiendo expresamente que se reunieran nunca jamás.

Si hubieran escuchado a sus abuelas...

miércoles, 11 de octubre de 2006

Nicolás Salmerón, Presidente

¿A que tiene cara de inteligente?

En este mundo de hoy en el que todos somos evaluados de continuo, desde que salimos de casa hasta que regresamos a ella, molidos de cansancio, es francamente difícil para cualquiera conservar la imagen de persona honrada y de orden. Quiero decir… no estoy hablando de que nos cueste más o menos desarrollar nuestra propia existencia de acuerdo al código de valores de cada cual… Doy por sentado que, los más de nosotros, intentamos pasar el día, atender nuestras obligaciones y compromisos, ganarnos el pan e irnos a la cama con la conciencia tranquila, seguros de que, para ello, no nos hemos tenido que ir dejando cadáveres en el camino. No… yo voy más allá: Incluso aunque nos esforcemos duramente en no molestar, ni maldecir, ni perjudicar a alguien voluntariamente, ni tampoco ir contra “el quinto”, cualquiera que no sea tan bien nacido como nosotros puede conseguir que aparezcamos ante los demás como todo lo contrario, cargarse de un plumazo nuestra reputación y colgarnos para la posteridad el “san benito” de ladrón, usurero, mezquino o mal profesional… ¿Qué como? Pues simplemente tomando café en la empresa de vez en cuando…

Me explico: Yo, que desayuno fuera de casa, no he visto nunca hablar bien en la cafetería de la empresa, de absolutamente nadie; cuando no se están acordando de las puñeteras obras del centro, es porque están mentando a la madre del alcalde, a santo de las retenciones que se forman todas las mañanas en los accesos de las nacionales. Si tal futbolista va a la selección, se trata de un paniguado; si, por el contrario, el seleccionador no le lleva, está cometiendo con él la más grave de las injusticias. Si la conversación se alarga y el fútbol, los atascos o “Gran Hermano” no dan para más, aparecen cuñados, suegras, hermanos y hermanas como las mejores alternativas para seguir cortando trajes y, sin solución de continuidad, se les pone a caer de un burro sin vergüenza ninguna. Pero… ¡Ay!... cuando nos crecemos, cuando nos coronamos… es cuando sacamos el tema de “los jefes”. Y ¿sabéis que es lo mejor? Que en el momento que uno es jefe, responsable, mando intermedio o similar, le pasa como a la oruga que se transforma en mariposa, pero al revés: pasa a ser un capullo monumental sin vuelta atrás posible, y se convierte en objeto de escarnio, incluso para aquellos que, antes de saber que mandaba algo, ni siquiera tenían conocimiento de su existencia. Vamos a verlo con un ejemplo.

Contertuliano 1: ¿Sabes quien es Berrocal?

Contertuliano 2: No…

C1: ¡Sí, hombre…! Manuel Berrocal, ese alto y delgado, que va siempre corriendo por los pasillos, que se le caen todos los papeles y una vez se llevó por delante a la chica de recepción…

C2: Pues hijo… no caigo.

C1: Bueno, da igual… ¡El caso es que le han hecho jefe!

C2: ¡Menudo gilipolllas tiene que ser!

Os parecerá que exagero pero os aseguro que de estas, he presenciado yo docenas… y en alguna, por que no, habré participado activamente… ¿solución? Ninguna; hagas lo que hagas le caerás mal a alguien, sentimiento que generarás proporcionalmente a la cantidad de responsabilidades que tengas o asumas con lo que, casi mejor, es optar por alguna de estas dos posibilidades: hacer oídos sordos a todo lo que te digan, tirar por la calle de en medio y hacer un ejercicio de autoestima pensando aquello tan socorrido del “y a mí... ¿qué?” o mirar bien los pros y los contras de ser mandamás, darse cuenta de que castiga mucho más de lo que a uno le luce y proceder a dar un portazo entonando mientras tanto aquello, socorrido también, de “Ahí os quedáis”… cosa que, hace siglo y medio, hizo con infinito garbo D. Nicolás Salmerón.

“Nico” ocupó, en 1873, la Presidencia de la I República Española que en el mundo ha sido, pero solo lo hizo durante un mes y medio, y por lo que de él se cuenta, no le debió gustar mucho lo que allí vio. Catedrático de Metafísica y lingüista excelso, Nicolás era hijo de un médico de pueblo y hermano menor de un tal Paco, Salmerón también, que no destacaba demasiado por nada en absoluto. A semejante vacua personalidad no le debió parecer mala idea el intentarse buscar el sustento en la política ya que sus capacidades no le daban para hacerlo honradamente – es broma…. – y él debió de ser el que más tarde le metió el gusanillo en el cuerpo a Nicolás. Éste, que por entonces ya era profesor de Universidad y candidato claro a llevar una vida apacible en la nada apacible España de entonces, se afilió al partido demócrata, junto a Pi y Margall, Figueras y Orense, sufriendo cinco meses de cárcel casi nada más dado de alta… Empezó bien, vamos.

Al proclamarse en 1873 la República, se le nombró Ministro de Gracia, lo que no deja de tener su chufla, teniendo en cuenta que lo que se dice gracia, no tenía ninguna en absoluto. Como persona, era monocorde, soso, poco espectacular en los modos y con un insoportable gusto por las convenciones sociales, la buena fe en las acciones y los formalismos de todo porte. Quizá por eso, por lo de extraño que tenía su personalidad en aquel país de pandereta, a la mayoría de la gente le resultaba un personaje jocosísimo. En su carrera como profesor, fue el hazmerreír de la universidad, por su costumbre de cerrar la puerta de clase segundos después de la hora convenida para su inicio y dejar fuera, de pie, a aquellos que no habían sido lo suficientemente puntuales; en otra ocasión, obligó a todos los estudiantes a buscar una estilográfica que no aparecía o, al menos, a ayudar a identificar al culpable del robo. Como quiera que allí no aparecía ni botín ni ratero, llamó a las fuerzas del orden público, que se presentaron a la carrera… solo para comprobar que había sido movilizados ocho agentes por la desaparición de un mísero “boli”… Otro día manifestó que nadie aprobaría la asignatura de Metafísica ese curso, ya que esta era de carácter anual, y él entendía que ningún alumno podría dominarla ¡con menos de veinte años de estudio!...

Pues bien, idénticos modales lució durante los cuarenta y cinco días escasos que le duró la presidencia, del 18 de julio al 7 de septiembre de 1873. No se puede decir que le tocara en suerte un periodo fácil, teniendo en cuenta que por aquel entonces se generalizaron las sublevaciones cantonalistas, se movilizó en su contra cierto sector de los militares o se declaró una virulenta epidemia de gripe, circunstancias todas contra las que Nicolás se aplicó con infinitas energía e ilusión… Pero, como por más que le echaba horas y se llevaba disgustos no conseguía que casi nadie le tomara en serio y, además, parlamentarios con lo que en su vida había hablado – muchos de su propio partido - le ponían a caldo en todos los periódicos de la capital, nuestro amigo le perdió pronto el apego al cargo y, una mañana, aprovechando que le sometieron a firma unas sentencias de muerte encaminadas a reestablecer la disciplina del ejército, se negó a hacerlo y dimitió. Inmediatamente después, Nicolás Salmerón regresó a su plaza en la Universidad, de la que fue desposeido enseguida por el enésimo golpe militar de nuestro siglo XIX, en esta ocasión, el protagonizado por Martinez Campos en 1874. Algunos años más tarde, ya amnistiado, reemprendió su actividad política y llegó a ser diputado de nuevo en muchas ocasiones pero, como el decía, tan solo para cumplir con la responsabilidad que le exigía la parte más honda de su ser… trabajar para los demás y entregar su sueldo a organizaciones de beneficencia...

Nicolás Salmerón murió en 1908. Hoy en día apenas nadie sabe quién fue, ni que hizo, uno de los políticos españoles más honrados de toda la historia patria. Tan sólo, como reconocimiento, en Castilla la Mancha se conoce como “Salmerón” a la variedad de trigo con el grano más pequeño que se produce en España…

Nicolás medía poco más de 1,50…

sábado, 7 de octubre de 2006

Me gustaria saber...


¿Cúal es el personaje histórico más decisivo en la historia de la Humanidad?
Jesucristo
Para mí, Jesucristo es un personaje histórico más que cualquier otra cosa.
Diferente cuestión es si se ajusta a como se nos presenta en la actualidad.
Coincido con alguien de vosotros en asignar la cualidad de decisivo a Pablo de Tarso.

¿Qué hecho crees que ha contribuido más sustancialmente a que nuestro mundo sea precisamente eso, y no otra cosa?
Juan Pablo II
La encuesta es reciente y la muerte del Papá pesó demasiado en esta pregunta.
En cualquier caso, es curioso que se asigne semejante papel a alguien que solo ha intervenido
en los últimos veinte años de la humanidad. Yo prefiero asignar ese papel a Felipe II e, incluso,
a Cristobal Colón.

¿A quién habría que desterrar de los libros de historia?
Stalin
...Y por muchos cuerpos de ventaja sobre Hitler, cosa también y al menos, sorpresiva,
tendiendo en cuenta el número de libros y películas que hablan de uno y otro. Yo, respetando vuestra opinión de no dejar fuera a nadie, la secundo.

¿Y, por el contario, quién se merece infinito reconocimiento, y aún no lo tiene?
Manuel Azaña
No puedo por menos que sonreirme, no por la oportunidad de la respuesta, sino porque
estoy seguro de que la mayoría de los que votaron Azaña en esta pregunta no conocen bien
su figura... Y esto no es ejercicio de soberbía en absoluto. Posiblemente, es el personaje más complicado del Siglo XX español pero yo no definiría como reconocimiento lo que se le debe.
Yo sugiero a Giner de los Ríos.

Y por último... ¿Sobre quien te apetece conocer siquiera un poco más?
... alguien que no quiso firmar una sentencia de muerte,
... un hombre que tuvo que atravesar montañas a lomos de un elefante,
... o sobre otro que paseó su roja cabellera por dos continentes... sin saberlo

Si no es molestia, claro