Soy un enamorado de Cáceres. Es una tierra radiante y franca, con un matiz de hermosura proporcionada por sus tremendos contrastes, y por la serenidad que trasmiten sus gentes, seguramente a raíz de una trayectoria histórica que han dejado el alma plagada de heridas y moratones, pero también, seguro que producto de la paz que disfrutan aquellos que no le deben nada a nadie. De las tierras cacereñas, el Valle del Jerte y la zona de La Vera, son dos parajes verdes y exuberantes, que parecen transplantados allí desde otras latitudes. En medio de ese oasis, un tanto descolocado, está el Monasterio de Yuste, el lugar donde el Emperador Carlos pasó los últimos años de su vida, en medio de intensos dolores producidos por la gota que arrastraba desde hacía tiempo, solo mitigados por las ocasionales visitas que le hacía su hijo natural, Don Juan de Austria, al que su venerable padre, ya anciano, llamaba “Jeromín”. Cuando, después de la visita obligada al monasterio, nos dirigimos a los coches, caímos en la cuenta de que aún era mediodía, con lo que disponíamos de un rato para visitar algún lugar con encanto antes de comer... así que, inquirí al taquillero del lugar, sobre la posibilidad de sacrificar el aperitivo por algún lugar cercano e interesante que pudiese verse en un vistazo...
- Vaya usted al Cementerio alemán – me replicó
Con el ceño fruncido hasta el límite, y pensando que, como mínimo, aquel lugareño lo que quería era “cachondearse” de un madrileño, pensé que un camposanto no sería la mejor manera de abrir el apetito, así que me reuní con el grupo, cogimos los vehículos y enfilamos la carretera de bajada dispuestos a hacer tiempo hasta la comida... ¡comiendo!. Pero, cuando habíamos completado la mitad del descenso, me pareció distinguir una entrada, una especie de reja, al lado de la cual había una placa, de metal oscuro y con una especie de inscripción.
- ¡Parad! – grité
Creo que abrí la puerta antes de que el coche se detuviera por completo. Me acerqué a la reja, que tenía la forma típica de aquellas que guardan la entrada de los cementerios y puede leer la inscripción de la placa que colgaba a su lado:
Quedé francamente impresionado, aparte de por la atmósfera de infinita tranquilidad que envolvía el lugar, por la extrema pulcritud que presentaban las lápidas cruciformes que identificaban a los muertos. En ellas, mientras paseábamos por el cuidado césped de aquella inesperada necrópolis, pudimos leer el nombre, el rango, y la edad de todos lo que allí descansaban. Rápidamente advertí que muchas de las tumbas, presentaban la misma fecha de inhumación; en total, en 38 de las estelas figuraba el 28 de marzo de 1943. Evidentemente, debía tratarse del hundimiento de un buque, así que decidí que, cuando llegara a Madrid, iba a intentar conocer el suceso que motivó aquellas 38 muertes.
Internet es una herramienta fascinante. Aquel lunes por la mañana, no me llevó más de 10 minutos encontrar varios sitios, en los que se mencionaba la curiosa circunstancia del hundimiento de un submarino alemán de la Segunda Guerra Mundial, a muy pocas millas del Peñón de Ifach y que durante décadas todos los barcos pesqueros trataban de evitar para no “engancharse” las redes en sus restos. Incluso circulaban por la red algunas teorías peregrinas sobre la existencia en sus bodegas de un tesoro en lingotes de oro. El sumergible en cuestión era el U77, un submarino germano tipo VIIC, bastante típico entre aquellos que durante mucho tiempo fueron imbatibles y estaban acostumbrados al éxito en casi todas sus misiones. Su táctica, con la que causaron el pánico y enomes dolores de barriga a los aliados durante la primera parte del conflicto, era bien sencilla. Mientras era posible navegaban en superficie, tratando de avistar a su presa de modo visual. Durante la noche trataban de acercarse, ponerse a tiro y emergían para atacar.
Uno de los lugares preferidos de actuación de estas “manadas de lobos” era el Mediterráneo, donde se ofuscaban en hostigar el tráfico mercante británico que era imprescindible para mantener los alejados territorios egipcios, la isla de Malta y, en último término, para que los tanques de Montgomery tuviesen gasolina para algo más que para aparcar. Debido al gran peligro que representaban los submarinos para los convoyes aliados que surcaban el Mare Nostrum, los ingleses destacaron en su base del peñón de Gibraltar varios escuadrones de aviones antisubmarinos para patrullar las agua hispanas. Un avion de uno de estos escuadrones fue el responsable del hundimiento del submarino que nos ocupa. El día 28 de marzo de 1943, un A-28 Hanson localizó al submarino en superficie y le lanzó cuatro cargas de profundidad, sin resultado aparente. El caso es que, al día siguiente, a los marineros del barco Peñón de Ifach que se encontraba faenando por aquellas aguas, les pareció oir gritos pidiendo auxilio; cuando llegaron al lugar de los hechos, encontraron a nueve hombres ateridos de frío, sujetos alrededor de una balsa salvavidas que estaba volcada. Rápidamente los izaron a bordo pesquero donde les proporcionaron algo caliente. El patrón del pesquero inició la maniobra para ver si había más supervivientes con vida pero no encontraron a nadie. Días más tarde, la Armada española certificó la muerte de 36 hombres, dio a 2 de ellos como desaparecidos y contabilizó 9 sobrevivientes.
En reconocimiento a su labor de salvamento, los 9 marineros del Peñón de Ifach recibieron del Agregado Naval de la Embajada Alemana varios detalles, como un reloj y mil pesetas de las de entonces a repartir entre la tripulación. El Patrón, Andrés Perles García, recibió a través del Cónsul alemán la Condecoración de la Orden del Mérito del Águila Alemana y el armador del barco un diploma en reconocimiento por el gesto de su tripulación. La Armada española no recibió condecoración alguna, al parecer porque el propio Franco las rechazó, ya que España estaba en esos momentos intentando salir del área de influencia germana.
Y todo esto gracias a Internet... Pensaba que ya estaba “más que servido” y que la red apenas podía darme algo más de información, pero casi por inercia, navegando por varias páginas alemanas, fui a parar a un magnífico sitio de un historiador naval alemán, perfectamente Dtraducido al inglés. dicha web, aparte de contener magníficas fotografías, contenía información sobre todos los sumergibles hundidos durante la Guerra. Localizar la reseña del U77 no fue difícil, pero viendo la lista de bajas que acompañaba al buque, leí... “U77...37 bajas...” Algo no cuadraba, las demás páginas y las placas del mismo cementerio daban un total de 38, así que me puse a comprobar la lista de fallecidos. Cual no sería mi sorpresa al comprobar que el nombre que faltaba era el del capitán, Otto Hartmann, de 26 años. Lo siguiente que hize fue comprobar la lista de desaparecidos y la de supervivientes, en las que curiosamente, tampoco figuraba. ¿Qué fue del comandante del U77...?
Me decidí a dar el paso lógico cuando uno se encuentra atascado... preguntar. Escribí un correo electrónicol al autor de la web solicitándole información y esto, a grandes rasgos, es lo que me contestó:
Mi querido amigo, la lista de bajas del sumergible U77 está, desde mi punto de vista, correcta. Hace tiempo, tuve la oportunidad de hablar con un sobrino de Otto Hartmann; en dicha conversación me aseguró que en 1961, la familia del comandante desaparecido, llegó a Alicante con la intención de rendir tributo al cadáver de su hijo en el cementerio de la ciudad. Después, decidieron dar una vuelta por el pueblo de Calpe, para dar las gracias por los esfuerzos a las familias y descendientes de los españoles que participaron en el rescate (...) En el domicilio de una de ellas le entregaron varias cartas de supervivientes que no se llegaron a entregar al agregado militar alemán. Una de ellas es una misiva manuscrita del comandante Hartmann... perfectamente cerrada... ¡con fecha 26 de junio! (...) Durante las tres conversaciones que tuve la oportunidad de mantener con el sobrino de Hartmann, me dejo caer en muchas ocasiones que su tío no comulgaba, ni con la ideología de Hitler, ni con el modo en que se estaba llevando la guerra (...) que lo mejor que se podía hacer por Alemania era separar el destino del país, del de su Furher (...) y que el lo haría a la primera oportunidad (...) La familia ha decidido no exhumar los restos... si es que lo que está bajo esa lápida son los restos de Otto Hartmann...
Durante la Segunda Guerra Mundial, más de 40.000 personas sirvieron en algún momento en la Marina Alemana, como tripulantes de un sumergible. De ellos, 30.969 perdieron su vida. Se trata del mayor porcentaje de bajas sufrido por unidad alguna en la historia de la guerra moderna. La Kriegsmarine fue, de las tres armas alemanas, la que menos se identificó con el nazismo, y donde eligieron servir la mayoria de aquellos a los que, aún repugnadoles la idea de luchar al lado de Adolf Hitler, se sintieron obligados a unir su destino al de Alemania... y algunos de ellos descansan en un pequeño pueblo de Cáceres...
...pero puede que no todos.
Un abrazo