Hace unos días, sentado junto a mi padre frente al televisor, éste – hombre severo donde los haya - me espetó, totalmente en serio:
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Ya no dan películas de piratas ¿no…?
Y un servidor, con un tonito a medio camino entre la incredulidad y el cachondeo en estado puro, le respondió:
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Si papá… ahora… después del parte… en cuantito se cambie de leotardos Erroll Flynn...
En ese momento, y después de cortar varias rodajas de tensión con un imaginario cuchillo, este pobre historiador aficionado sintió que su herencia peligraba a pesar de ser hijo único, y mi sufrido padre, por la cara que puso, seguro que sopesó los “pros” y los “contras” de haber criado un hijo en vez de una piara de gorrinos…El caso es que, algo apesadumbrado por haber intentado vacilar al pobre hombre, recordé que entre las cajas de libros que se apilan sin ningún orden en su buhardilla, quizás estuviera aún un libro que me gustaba mucho ojear cuando era más joven; Subí las escaleras rápidamente, y minutos más tarde las bajé aún más veloz y entusiasmado, pues en mis manos portaba aquella magnífica obra ilustrada que para mí, aún es un pequeño tesoro. Y además, gracias a él, este post está aderezado con unas preciosas láminas en vez de con la socorrida imagen del
pirata Hollywoodiano por excelencia.
¡Vamos allá!... aunque la palabra
“pirata” es perfectamente válida para todos los componentes de este odiado gremio, lo cierto es que durante los siglos XVII y XVIII, en los mares del nuevo mundo eran mucho más conocidos por los términos castellanos
“bucanero” y
“filibustero”. El primero de ellos hace referencia a los orígenes de estos “bandidos del mar”, durante los cuales no debería haber mucho negocio, y cuadraban sus nóminas gracias al contrabando de “bucardo”, una especie de pescado en salazón muy apreciado por estas latitudes. El otro vocablo es una castellanización del inglés
fly-boat, un tipo de embarcación muy manejable y de gran utilidad en aquellos mares atestados de arrecifes, a las que los españoles llamaban “filibotes”.
Al principio representaron poco más que un incordio, pero durante el final del primer siglo de dominio español en América, empezaron a surgir piratas que, de modo más o menos organizado, intentaban y en muchos casos lograban, robar valiosos cargamentos de oro, sedas, piedras preciosas y otras mercancías procedentes de los territorios de ultramar. Además y contra lo que pueda pensarse, gozaban con la ventaja de jugar en casa: el
Mar Caribe representaba un territorio de operaciones ideal, a causa de lo intrincado de su geografía y a la abundancia de islas en las que los piratas podían refugiarse.
Felipe II, pelín harto del asunto, se olvidó por un momento de su “
labor evangelizadora universal”, e intentó tomar cartas en el asunto, ordenando que ningún barco hiciera la
Ruta de Indias sin protección. Para ello optó por la constitución de convoyes en los que los
galeones y las
carracas eran protegidos por barcos de guerra más veloces llamados
fragatas.
En cualquier caso, la cosa no mejoró mucho, ya que cuando parecía que los abuelos de nuestros abuelos estaban a punto de dar el golpe de gracia a la piratería, los grandes estados occidentales vieron clara la oportunidad de hacer la puñeta a nuestro país, y empezaron a amparar de forma más o menos descarada a todo tipo de maleantes, mercenarios y desertores, con la única condición de que desarrollaran sus operaciones contra territorio español. Se les llamó corsarios, a raíz del documento que firmaban con la potencia a la que servían, y en el que se regulaba la parte del botín que se quedaría cada cual, así como los límites geográficos de sus actuaciones… ¡e incluso los periodos vacacionales! Estos curiosos maleantes, ahora convertidos en “franquiciados” y reforzados, principalmente, por la pérfida Albión, sembraron el terror y la desolación en las poblaciones situadas en el Golfo de México y en el Caribe: Veracruz, Cuba, Santo Domingo, Cartagena de Indias, Panamá y Nicaragua fueron los lugares más castigados, víctimas de saqueos, asaltos, violaciones y asesinatos durante semanas enteras, y contra los que los españoles poco podían hacer ya que no había suficientes bomberos para apagar tantos fuegos… y porque el principal interés de los reyes de nuestro país era proteger propiedades, dinero y joyas únicamente cuando reposaban en las bodegas de nuestros barcos...
En pocos años, y mientras España les seguía considerando poco más que demoníacos herejes luteranos, prosperaron de tal forma que llegaron a controlar de forma indiscutible amplias parcelas de los mares de allá, llegando a fundar una especie de cuarteles generales en las colonias anglosajonas de Barbados, Isla Tortuga (frente a las costas de Haití, rodeada de islotes, lo que hace que, a veces, sea mencionada en plural como "Las Tortugas") y Jamaica. Esta última parece que llegó a ser el territorio más rico y fuera de la ley del siglo XVII, y en sus muelles se apiñaban centenares de barcos previamente expoliados, esperando su turno para ser vendidos en pública subasta, pujas a las que llegaron a concurrir personajes de la nobleza europea, otros piratas… ¡e incluso enviados del Rey de Francia! Esta situación perduró durante unos doscientos años, hasta que, a finales del siglo XVIII, con la progresiva mejora de relaciones entre España e Inglaterra, se desarrollaron operaciones militares que acabaron con la recuperación para la legalidad internacional de esos territorios y varios miles de cabezas de piratas limpiamente separadas de sus cuerpos. Hoy, algunos historiadores modernos consideran que la piratería fue el factor decisivo en la decadencia del imperio español. ¿Queréis saber quienes protagonizaban el “TOP FIVE” en las pesadillas de los monarcas españoles…?
Jean David Nau, el "olonés" ( - 1686)
Este elemento nació en Francia, y dejó fama de haber sido uno de los piratas más crueles y con mejor dominio de sí mismo, lo que le valió ser respetado y temido hasta límites insospechados. Además, pronto contó con el apoyo del gobierno francés, que por entonces empezaba a estar un poco enemistado con su homólogo español. Su especialidad eran los interrogatorios, en los que mostraba todo su potencial "diplomático": escogía un prisionero al azar y, o bien le degollaba con su propio cuchillo o bien le rasgaba el pecho, sacándole el corazón, masticándolo y lanzando los pedazos a la concurrencia. Naturalmente, los compañeros del finado se mostraban mucho más propensos al diálogo.... Murió, posiblemente de muerte natural, como uno de los hombres más ricos y respetados de Santo Domingo.
Henry Morgan (1635 - 1686)
Este galés era un antiguo piloto de la Armada Inglesa al que pronto le vino pequeño su trabajo. En un principio formó parte de la compañía de
Cristopher Mings, pero pronto se encargó de que su muerte pareciese un accidente, y usurpó la posición de su antiguo patrón gracias a sus habilidades con la "tabla": no... no es que fuera carpintero... es que probablemente Henry fue el inventor del célebre madero asomando por la cubierta del barco, justito encima de esos pececillos tan grandes y voraces... La mejora de las relaciones entre España e Inglaterra, justo después de un ataque de Morgan a Panamá, motivó que los dos países llegaran a un acuerdo para proceder a la detención del pirata. Sin embargo, aunque los ingleses cumplieron su parte del trato, cuando el antiguo pirata arribó a las costas anglosajonas, los pérfidos le otorgaron un título nobiliario y le mandaron de gobernador a Jamaica con todos los honores, donde murió, curiosamente, cuando se aprestaba a guerrear contra sus antiguos colegas de profesión.
Bartolomew Roberts (1682 - 1722)
También galés, era apodado "Bart el negro", a causa del inusual tono extremadamente oscuso de sus cabello (y que disimulaba con una peluca blanca). Empezó en el mundo laboral como marino mercante, pero al cabo de dos años fue hecho prisionero durante un asalto a su nave y, no se sabe muy bien como, al final del día ya formaba parte del bando vencedor. Cinco años más tarde ya estaba considerado como el pirata más próspero y despiadado de las Barbados, y era poseedor de una flota de más 20 barcos. Como no conocía ni a su padre, acabó convirtiéndose en un incordio tanto para españoles como para ingleses; estos últimos sobornaron a un miembro de su tripulación, que indicó su paradero con tanto exactitud, que la Armada inglesa pudo estar esperándole a la entrada del puerto africano en el que Roberts intentó reponer víveres y aparejos. Murió victima del impacto directo de una culebrina, a los cuarenta años de edad.
Anne Bonny y Mary Feade (sobre 1720)
Estas dos mujeres formaban parte de la tripulación del "endevourt" cuando
Jack "Calico" Rackman, un pirata segundón, apresó la nave y degolló a toda la tripulación. Es posible que ambas mujeres se salvasen porque estaban embarazadas, o quizás fuera como recompensa por revelar a
Jack la localización de un doble fondo en uno de los camarotes, que guardaba una cubertería de oro macizo. El caso el que entraron a formar parte de la banda de "Calico" con plenos derechos y, cómo no... acabaron por independizarse y comandar a su propia tripulación, con la que sembraron el terror por las costas del Caribe, saqueando por tres veces la ciudad de
Maracaibo. Posiblemente fueran pareja, aparte de en lo profesional, en lo personal, porque cuando una de ellas fué fatalmente herida en un abordaje, la otra la abrazó tiérnamente... y se acuchilló.
Barbanegra ( - 1718)
Sabemos mucho más de sus actos que de su vida, una terrible algarada que acabó convirtiéndose en mito. Este natural de Bristol era apodado "Barbanegra" a causa de lo rizado de la gran cantidad de vello que cubría todo su cuerpo. Su poderoso y demencial aspecto, lo completaban su 1.92 metros de altura y sus ojos rojos y sanguinolentos, producto de su maniática afición a tomar el ron acompañado de un puñadito... ¡de pólvora!. Por otro lado, la totalidad de sus ropas estaban cubiertas de sangre y suciedad porque nunca se lavaba, lo que le daba un aspecto aún más terrorífico. Al igual que su colega Roberts, se convirtió en un suplicio también para los mercantes ingleses y un tal
Capitán Maynard le tendió una emboscada en aguas jamaicanas, a finales de 1718. Aunque fue la explosión de un barril de pólvora lo que mató a Barbanegra, cuando fueron a identificar su cadáver, su cuerpo presentaba cinco impactos de bala y más de dos docenas de cuchilladas, una de las cuales le había arrancado un testículo. Maynard colgó su cabeza del bauprés de su barco pero la tuvo que retirar después de que dos marineros juraran por sus madres que el pirata aún paseaba de noche por cubierta; otro marinero más... se suicidó.
PD: Alguien me pidió hace semanas que hablase algo de piratas; espero no haber llegado tarde. En otro orden de cosas, la celebre bandera pirata compuesta de calavera y dos tibias, no era ni mucho menos la más popular en el gremio, hasta el punto de que sólo un pirata conocido la utilizaba... ¿Sabéis quién?
¡Un abrazo y felices fiestas a todos!