Cayo Julio Cesar Octaviano, el que luego sería Octavio Augusto, el primer emperador de Roma, tuvo una de las sucesiones más difíciles y controvertidas de la historia de los Césares. Después de dos matrimonios fallidos y con una hija, Julia, como única descendencia, Octavio se enamoró locamente de Livia, una mujer casada y embarazada de cinco meses. A cambio de una fuerte cantidad de dinero y algunas prebendas, logró que su marido la repudiara, para así poder casarse con ella y adoptó a los dos hijos de está: Tiberio – al que detestaba – y Druso – por el que sentía un profundo amor.
Druso era, de los descendientes de Augusto, el más querido por todos. Gran defensor del orden republicano que estaba a punto de claudicar, físicamente apuesto, encantador en sus formas y moderado en sus actitudes; el pueblo lo idolatraba. Cuando fue encargado de comandar los ejércitos romanos en el Rhin para repeler las peligrosas acometidas de los germanos contra la provincia romana de la Galia, desarrolló su misión con rapidez y contundencia. Tiberio representaba la cruz de la moneda. Introvertido, tímido, taimado en su proceder, desconfiaba de todo el mundo…y todo el mundo desconfiaba de él. Pero lo cierto es que los hermanos suelen desarrollan vínculos afectivos que están por encima de sus afinidades personales, y el de ellos, era fortísimo. Simplemente se adoraban.
Druso reunió sus ejércitos en los alrededores de Coblenza, alistó algunas unidades de caballería entre los bátavos (una tribu germana que vivía en la desembocadura del Rhin) y cruzo el río para internarse en Germania y batir a cuantos enemigos se le enfrentaron. El éxito de sus campañas fue tal, que logró alcanzar el Elba, pero no lo traspasó, probablemente porque tuviera órdenes expresas de no hacerlo. Cuando estaba en la cima de su gloria, la fortuna le dio la espalda. En el viaje de vuelta, el caballo que conducía se encabritó y lo arrojó al suelo. Druso se fracturó el muslo y, tras treinta y un días de terrible sufrimiento, murió. Tiberio, que estaba desarrollando operaciones similares, también con gran éxito, en Dalmacia y Panonia, ensilló un caballo y con la sola compañía de dos hombres, recorrió casi mil kilometros para acompañar a su hermano. Solo llegaría a cerrarle los ojos.
Tras la muerte de Druso, las cosas cambiaron a peor. Las operaciones en Germania se ralentizaron y el desastre de Varo acabaría por estancarlas totalmente. Al mismo tiempo las relaciones entre Augusto y Tiberio se enrarecieron. El primero obligó al segundo a casarse con Julia, una boda de la hija con el hijastro, pero las diferencias entre ambos eran insalvables. La forma de ser de Julia que, por decirlo finamente, era un poco ligera de cascos, no hizo sino agriar aún más el carácter de Tiberio y enfrió definitivamente sus relaciones con su padrastro y suegro. Prácticamente ni se hablaban. Pero la muerte de los dos únicos nietos de Augusto, Gayo y Lucio Cesar, motivó que Tiberio fuese, por así decirlo, el único heredero disponible. Augusto le hizo volver de Rodas, donde le mantenía apartado y tras entrevistarse con él, le designo sucesor el año 4 D.C. Diez años más tarde se convertiría en el segundo emperador de Roma.
Druso era, de los descendientes de Augusto, el más querido por todos. Gran defensor del orden republicano que estaba a punto de claudicar, físicamente apuesto, encantador en sus formas y moderado en sus actitudes; el pueblo lo idolatraba. Cuando fue encargado de comandar los ejércitos romanos en el Rhin para repeler las peligrosas acometidas de los germanos contra la provincia romana de la Galia, desarrolló su misión con rapidez y contundencia. Tiberio representaba la cruz de la moneda. Introvertido, tímido, taimado en su proceder, desconfiaba de todo el mundo…y todo el mundo desconfiaba de él. Pero lo cierto es que los hermanos suelen desarrollan vínculos afectivos que están por encima de sus afinidades personales, y el de ellos, era fortísimo. Simplemente se adoraban.
Druso reunió sus ejércitos en los alrededores de Coblenza, alistó algunas unidades de caballería entre los bátavos (una tribu germana que vivía en la desembocadura del Rhin) y cruzo el río para internarse en Germania y batir a cuantos enemigos se le enfrentaron. El éxito de sus campañas fue tal, que logró alcanzar el Elba, pero no lo traspasó, probablemente porque tuviera órdenes expresas de no hacerlo. Cuando estaba en la cima de su gloria, la fortuna le dio la espalda. En el viaje de vuelta, el caballo que conducía se encabritó y lo arrojó al suelo. Druso se fracturó el muslo y, tras treinta y un días de terrible sufrimiento, murió. Tiberio, que estaba desarrollando operaciones similares, también con gran éxito, en Dalmacia y Panonia, ensilló un caballo y con la sola compañía de dos hombres, recorrió casi mil kilometros para acompañar a su hermano. Solo llegaría a cerrarle los ojos.
Tras la muerte de Druso, las cosas cambiaron a peor. Las operaciones en Germania se ralentizaron y el desastre de Varo acabaría por estancarlas totalmente. Al mismo tiempo las relaciones entre Augusto y Tiberio se enrarecieron. El primero obligó al segundo a casarse con Julia, una boda de la hija con el hijastro, pero las diferencias entre ambos eran insalvables. La forma de ser de Julia que, por decirlo finamente, era un poco ligera de cascos, no hizo sino agriar aún más el carácter de Tiberio y enfrió definitivamente sus relaciones con su padrastro y suegro. Prácticamente ni se hablaban. Pero la muerte de los dos únicos nietos de Augusto, Gayo y Lucio Cesar, motivó que Tiberio fuese, por así decirlo, el único heredero disponible. Augusto le hizo volver de Rodas, donde le mantenía apartado y tras entrevistarse con él, le designo sucesor el año 4 D.C. Diez años más tarde se convertiría en el segundo emperador de Roma.
Con la adopción de Tiberio, el imperio gano un buen emperador, pero con la muerte de Druso perdió uno excepcional. Si hacemos caso de las crónicas contemporáneas al héroe, debió tratarse de un hombre extraordinario. Ni uno sólo de los escritores coetáneos le dedicó ni un verso perverso ni un sátira destemplada. Con su muerte se vieron en Roma escenas de duelo como no se vivían desde la muerte de Julio César. Etinio, su escritor preferido y uno de los hombres que mejor le conocía le brindó estas palabras: Afortunado tú, Druso, ya que los dioses te han concedido morir joven, sin llegar a conocer los desengaños y las amarguras. Bendito Druso, que expiraste en la convicción de que todos los hombres, eran como tú...
Adios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario