domingo, 29 de enero de 2006

Los Gracos


"Subasta de esclavos", de Jean-Léon Gérôme, Museo del Hermitage. San Petersburgo

Puede que su apellido suene a grupo musical de gasolinera pero los Gracos, Cayo y Tiberio, no le bailaron el agua a cualquiera. Eran hijos de un tal Sempronio, hombre íntegro que fue elegido censor y luego cónsul, por dos veces, y administró Hispania con criterios liberales y métodos progresistas… algo así como un Jovellanos de la época. Pero murió joven y, haciendo gala de su fama de honesto, completamente pobre, lo que motivó que su viuda tuviera que hacer verdaderos sudokus para dar a sus hijos una buena educación. De todas formas, lo que no aprendieron en colegios de pago lo hicieron en el comedor de su casa, ya que mamá era una mujer adelantada a su tiempo que convirtió su hogar en la sede de las mejores tertulias de la época. Las conversaciones que se desarrollaban en ese salón no eran ciertamente revolucionarias, pero sí bastante progresistas; esto no habría tenido demasiada importancia si en Roma la situación no hubiera sido la de una ciudad que de pronto había tenido que digerir a toda prisa convertirse en un Imperio; el trigo de Sicilia, de Cerdeña, de África y de Hispania inundaba los mercados a un precio irrisorio, ya que era producido al costo del trabajo gratuito de los esclavos. Esto había llevado a la ruina a toda una suerte de pequeños y medianos propietarios que cultivaban la tierra gracias al esfuerzo de mujeres e hijos, y que ahora se veían obligados a vender sus fincas a bajo precio, engrosando las listas del INEM romano. Como pago por partirse el alma años atrás contra las terribles columnas de guerreros púnicos de Aníbal, no estaba mal…

Sobre esta crisis económica se insertaba otra, de calado social y moral: a Roma llegaban esclavos como llevados por un infernal torrente; en el 177 a.C. se importaron de golpe 40.000 sardos, y el año siguiente 50.000 epirotas. Los tratantes de esta mercancía humana iban a acapararla siguiendo el rastro de las victoriosas legiones romanas que la suministraban y la abundancia era tal, que transacciones de diez o quince mil almas eran normales en los mercado de Délos, el más importante de su época. En algunas poblaciones había muchos más esclavos que paisanos y en los latifundios cerealistas de los terratenientes romanos se podía cabalgar durante días sin encontrarse a un solo hombre libre. En estas difíciles circunstancias fue cuando Tiberio fue elegido tribuno y desde el principio se vio que iba a ser una fuente de problemas.

Había crecido junto a su madre, cenando mientras oía hablar de ética y de moral y, a la edad en que los adolescentes intentan atisbar a una chica remojándose las pantorrillas, él solo pensaba en la política; Era lo que suele decir “un idealista”. Pero hasta que punto sus ideas, excelentes, estaban al servicio de su ambición, que era grandísima, o viceversa, lo ignoraba como lo ignoran todos los idealistas; le bastó un viaje por el campo a lomos de una mula para darse cuenta de que, si se dejaba todo el trabajo a los esclavos, Roma, o por lo menos la Roma que el imaginaba, estaba irremisiblemente perdida… así que según volvió a casa le faltó tiempo para proponer una batería de medidas que podríamos calificar como mínimo de audaces. Cuando los latifundistas romanos se desayunaron con ellas al día siguiente, el croissant no pasaba ni a la de tres. Tiberio pretendía nacionalizar tierras y repartirlas en pequeñas porciones con el compromiso de trabajarlas, así como restringir su compraventa y, como además era buen orador, le bastó defenderlas con pasión para conseguir que a la gente corriente le ardiera la sangre. Los ricachones, mayoría en el Senado, intentaron oponerse pero el complicado sistema legal romano permitió apoyar estas leyes en la asamblea de la plebe, de mayoría “rojilla”. Tiberio durmió esa noche con la tranquilidad del deber cumplido… y la inquietud de saberse convertido en un blanco perfecto.

Lo inteligente, visto el cariz que tomaba el asunto y que la situación empeoraba día tras día, hubiera sido cogerse el primer trirreme y retirarse a un sitio tranquilo en el que hubiera programa de protección de testigos, pero Tiberio era un luchador y en un gesto de abierta rebelión, se presentó al tribunado. Más la radicalización de sus ideas le fue apartando de sus mejores amigos, con lo que se tuvo que radicalizar cada vez más para conseguir apoyos nuevos; Tiberio cayó en la más agresiva demagogia justificando de paso los argumentos del adversario. El día de las elecciones se presentó en el foro con una escolta armada y vistiendo luto dando a entender que votar en su contra significaba para él la condena a muerte. Mientras votaba, irrumpió en el pleno un grupo de senadores con cadenas y garrotes, y los mismos amigos que azuzaron cada uno de los incendiarios discursos de Ssempronio, le cedieron respetuosamente el paso… para darse media vuelta y dejarlo solo. Le mataron de un mazazo en la nuca y echaron su cuerpo al Tíber. Su hermano Cayo pidió permiso para rescatar el cadáver y darlo sepultura. Se lo negaron.

Nueve años más tarde, este mismo Cayo que intentó sacarse a la fuerza la oposición a sepulturero consiguió ocupar el puesto que su hermano había dejado vacante y, más listo, envolvió en un velo de moderación unas ideas aún más extremistas que las de su hermano... ¿el resultado?... la gente pasó de matarse en el Senado a asesinarse en las calles y lo que se aprobaba un día se derogaba el siguiente. Los senadores sacaron otra vez los garrortes del trastero pero Cayo fue avisado y huyó a tiempo, intentando cruzar a nado el Tíber. Lo consiguió pero, cuando vio que no tenía escapatoria, ordenó a un siervo que le clavara el cuchillo en la garganta; éste lo hizo, solo para después clavarselo él. Otro de los siervos, con menos apego a su amo, cercenó su cabeza y tras rellenarla de plomo se presentó en el Senado, que había ofrecido su peso en oro. Se embolsó la recompensa y el pueblo llano, que tanto le había aplaudido, ni siquiera pestañeo ante el asesinato de su héroe: corrieron a tomar las mejores posiciones, ya que el Senado había autorizado saquear su casa.

Lo curioso del asunto, es que las disposiciones de Los Gracos pervivieron en el tiempo, se corrigieron y se aplicaron, y constituyeron la columna vertebral del sistema que permitió a los soldados de Roma retirarse como veteranos a un pequeño huerto en el que envejecer. Pero el mérito se le apuntaron otros... ¿os suena?

miércoles, 25 de enero de 2006

Baler, 2 de junio de 1899

Los "últimos" de Filipinas
¿Qué es en realidad, ser un héroe? Quiero decir... todos tenemos en la cabeza imágenes de heroicidades de todo porte, la mayoría de las veces, grabadas en nuestra mente por obra y gracia de aquellas míticas películas que devorábamos sábados y domingos por la tarde. El tipo de heroicidades que podíamos contemplar en ellas no eran políticamente demasiado correctas y suponían, por lo general, muerte, destrucción y sufrimiento para el bando contrario al que pertenecía el protagonista; más no importaba, pues eran otros tiempos. También hay heroicidades que no generan ningún debate y son apreciadas por todo el mundo, como la de aquel invidente que consiguió ascender una montaña, y otras menos deslumbrantes, pero más cotidianas e igual de loables, como la de unos jóvenes vecinos de mis padres que pagan hipoteca, guardería y coche, mantienen a un par de criaturas con dos sueldos de auténtico "cuéntame"... y tienen pinta de hacer tres comidas diarias. Pero creo que, sí hay algo que caracteriza a toda suerte de héroes o heroínas, es que en ningún momento pensaron que estaban en el camino de convertirse en uno de ellos... más bien al contrario: de improviso, la vida les puso a prueba, les colocó frente a un destino extraordinario... y lo afrontaron.

El 27 de junio de 1898, Filipinas era española, al menos sobre el papel. La insurrección contra la potencia colonialista – porque no éramos otra cosa – se generalizó y tomó un cariz terrible, con hostigamientos continuos a los españoles y huidas del archipiélago bastante poco decorosas. Una de las últimas zonas donde estalló la sublevación fue la Comandancia Militar de Baler, una pequeña porción de costa, en la parte oriental de la isla de Luzón. Tan mal estaban ya las cosas que la autoridad apenas pudo mandar a 55 hombres de un batallón de cazadores que cuando llegaron y vieron como estaba el percal, llegaron a la conclusión de que no hay nada más estúpido en esta vida que morir en balde, y corrieron a refugiarse en una iglesia con los pocos víveres y municiones que consiguieron acarrear.

Al mando de esta tropa se hallaba el teniente Martín Cerezo. Era un hombre llanote y sencillo, que posiblemente aún no daba crédito a la situación que le había tocado vivir pero, decidido a mantener la españolidad de la iglesia a toda costa, y a intentar conservar a todos sus hombres con vida, se armó de coraje para explicar a sus subordinados la extrema situación en la que se encontraban... y les comunicó que entre sus planes para el fin de semana no figuraba rendirse. A los hombres, algunos de los cuales ya andaban cortando casullas para hacer una bandera blanca, se les debió de poner cara de “matar al mando” pero lo cierto es que, en pocos días, la férrea disciplina de Cerezo y ese espíritu quijotesco que destilamos aquí, hizo que a los tágalos les resultara del todo imposible tomar la pequeña iglesia. Primero lo intentaron negociando, tratando de hacer ver a los españoles que la guerra ya había terminado – cosa que era cierta - pero les fue mal, porque los sitiados, avisados por los veteranos de anteriores encerronas filipinas, no querían salir a parlamentar. Más tarde la emprendieron a cañonazos con el templo pero era recio y estaba bien construido, y sus muros apenas sí sintieron el impacto de la artillería. Por otro lado, los españoles, que debían ser unos figuras, no tenían ningún problema en salir regularmente de la iglesia a cazar algún pequeño animal o incluso a robar verduras de una pequeña huerta que habían creado los sitiadores filipinos... a punta de bayoneta; total, que entre tiro y tiro llegó la navidad y con los españoles cantando villancicos a gritos, al capitán tágalo se le hincharon las bolas – no precisamente las del árbol – y demandó a sus 900 hombres un último esfuerzo con el que acometer el asalto definitivo.

Pero tras largos meses de asedio, las durísimas condiciones del clima filipino habían hecho estragos en sitiados y sitiadores, y a los primeros les apetecía más bien poco lanzarse contra los muros de aquella maldita iglesia. Lo cierto es que, naturalmente, los hispanos estaban mucho peor; algunos ya habían muerto y no había ninguno que no hubiera recibido, al menos, un balazo. Por otro lado, la carencia casi total de alimentos frescos había abierto la puerta a la enfermedad más terrible de aquellas latitudes: el beriberi.

A estas alturas los ataques ya eran casi diarios; Incluso a finales de mayo de 1899, los filipinos consiguieron llegar hasta las mismas paredes de la iglesia, siendo rechazados por los españoles, uno de los cuales llegó a desnucar a un atacante... ¡con el golpe de un sagrario!. Pero en ese momento, cuando las acometidas empezaban a ser más fuertes y coordinadas, llegó hasta la iglesia un nuevo parlamentario. Era el un sacerdote castrense que, armado de paciencia y compasión, logró hacerles llegar un periódico español en que se hablaba de Filipinas como de una película antigua. Entre el estupor de sus soldados, el teniente cerezo comprendió que ya no había nada por lo que luchar más que por la dignidad de sus hombres y negoció, a través del sacerdote, una salida honrosa para la tropa.

El 2 de junio de 1899, salieron de la iglesia de Baler los 33 supervivientes, al mando del teniente Cerezo. Estaban irreconocibles, desnutridos, y llenos de cortes; los filipinos, al verlos, formaron pasillo en posición de firmes, pasillo por el que los españoles anduvieron orgullosos en columna de a tres, y con las armas en el hombro... a pesar de que siete de ellos necesitaron ayuda para caminar; el mismo Cerezo tenía tres balazos, una pierna gangrenada y estaba empezando a perder la visión del ojo derecho. “Los últimos de Filipinas” abandonarían el archipiélago semanas más tarde, poniendo fin a la presencia española, que databa de 1521.
Para cuando abandonaron la Isla, Filipinas ya estaba en guerra con su presunto libertador: los Estados Unidos de América.
PD: Baler es mucho más que el argumento de una película; es un relato sobre un grupo de personas sencillas que decidieron mirar a la vida de frente y luchar cada día porque no fuera el último, seguro que soñando con la imagen de sus mujeres, hijos o padres. Pero Baler también tiene sus claroscuros y en la iglesia pasaron muchas cosas... terribles algunas de ellas. Con todo, merecen que nos paremos un momento a conocer su historia, la de aquellos que decidieron cumplir con su obligación, con la esperanza de volver a casa a ver a sus familias....
... héroes.

domingo, 22 de enero de 2006

Mazmorras: ¿mito o realidad?

Torreones del Castillo de Coca, en Segovia

Construidas en el corazón de los enormes castillos fortaleza de la Edad Media como “residencias forzosas” para aquellas personas de las que se quería prescindir, las mazmorras forman parte inexcusable en la mayoría de las visitas guiadas a cualquier castillo medieval, o a lo que actualmente quede de él. El término mazmorra, como tantos otros del castellano, figura en nuestro acervo gracias a la invasión musulmana, y proviene del árabe "matmûra" que significa “enterrar” o “prisión”. Años más tarde, San Juan de la Cruz se referiría a ellas como “aquellos infames purgatorios sin fondo, en los que se pierde la dignidad del alma, antes que la propia vida…

Y acertaba San Juan, porque el horror que rodeaba a este tipo de castigo consistía en la certeza de fallecer a causa del hambre, la sed y el frío en el fondo de un pozo de apenas un metro y medio de diámetro, muy profundo, donde la luz no llegaba jamás; donde la victima no podía echarse, ni ponerse en pie ni, a veces, sentarse... en definitiva: una terrible suerte de cautiverio que se ha utilizado con bastante manga ancha en infinidad de novelas y películas sobre la época medieval. Y por supuesto, lo normal es que los guías se empleen con lo misma ligereza a la hora de escenificar el supuesto peligro, con el fin de provocar escalofríos a los niños que se asoman por encima de la barandilla, a pesar del cartel que dice “¡Cuidado!, no asomarse en exceso; nadie podría llegar hasta usted…! pero ¿Qué hay de cierto en todo esto?

En el siglo XIX, un joven arquitecto francés muy aficionado a la historia y a la arquitectura, llamado Viollet le Duc (1814 – 1879) se hizo la misma pregunta, lo que le llevó a recorrer los principales castillos de toda Francia, elaborando infinidad de croquis y dibujos sobre los vestigios de la arquitectura medieval, y las mazmorras en particular. Después de casi tres años de investigaciones, llegó a la conclusión de que, en Francia, tan solo el castillo de Pierrefonds conservaba intramuros, auténticas mazmorras susceptibles de ser investigadas como tales.

Dichas mazmorras estaban constituidas por un calabozo cilíndrico muy alto, con una bóveda ojival en el centro de la cual había un orificio por el que se bajaba a la víctima. En medio del calabozo, en el suelo, se abría un pozo de más de veinte metros de profundidad. Además, ambas aberturas coincidían, de modo que se podía arrojar directamente un cuerpo al pozo si no interesaba que el acutivo sobreviviera al menos, unos pocos días. Por otra parte, la situación en la mazmorra no debía de ser mucho mejor, ya que con apenas un metro y medio de espacio en torno al agujero, el condenado debía andarse con muchas precauciones si no quería fundar el primer club medieval de "puenting". En cuanto a las posibilidades de escapar, eran sencillamente nulas, pues la forma abovedada del techo hacía imposible ascender por la pared sin romperse la crisma. En definitiva, una mazmorra con todas las de la ley...

Pero en los demás casos, estos pozos que se intentan hacer pasar por mazmorras ¿qué funciones cumplían exactamente? En la mayor parte de los supuestos, no se trataba más que de una sencilla técnica para ayudar a la conservación de los alimentos; estos largos pozos, con su característica forma de embudo, producían una aceleración del viento procedente del exterior que refrescaba y aireaba los géneros y la bebida. En otros casos, muchos más raros si se tiene en cuenta la poca necesidad de comodidades en esta época, funcionaban como pudrideros o simplemente... como letrinas.

En España tampoco es fácil identificar mazmorras que funcionaran verdaderamente como tales. Quizás, el caso más claro es el del Castillo de Coca, en Segovia. En él, aparte de apreciar su extraordinaria belleza y lo insual de la su técnica de construcción, en ladrillo, podemos contemplar la mazmorra mejor consevada de nuestro país. Por cierto, hablando de castillos... ¿Sabéis por qué las escaleras de caracol de los castillos se ascienden siempre girando a la derecha?

Un abrazo.

miércoles, 18 de enero de 2006

Suevos, Vándalos y Alanos

Un Vándalo y un Alano, preparados para dejar Hispania...

El último día del año se presta, primero, a cometer pequeñas locuras de esas que luego contamos muy ufanos en las reuniones familiares ante el delirio de nuestros cuñados y el estupor de esposas y suegras. También es fecha propicia para todo tipo de peregrinas promesas: “el año que viene voy a...” o “de este año no pasa que...”, fútiles compromisos que normalmente se quedan durmiendo el sueño de los justos gracias a la facilidad de ser humano para conseguir lo que sueña, pero fracasar en lo que se propone.

No sabemos si alguno de estos pensamientos revolvía las mentes de Suevos, Vándalos y Alanos, mientras avivaban los cientos de hogueras que apenas llegaban a calentar sus cuerpos aquella gélida mañana. Pero, si fue así, lo que es seguro es que en esta ocasión sus planes no se quedaron en agua de borrajas. El día de nochevieja del año 406 d.C., una horda de hombres y mujeres pertenecientes a aquellos tres grupos étnicos cruzaron en río Rin, que casi con total seguridad estaba helado, derrotaron a los mercenarios francos que custodiaban el limes occidental – prácticamente yermo de legionarios, pues hacía años que no cobraban – y se internaron en la Galia romana.

¿Cuántos eran? aquí... las fuentes no se ponen de acuerdo; la COPE dice que eran 500.000 mientras que la policía y el Delegado del gobierno galo reducen la cifra a menos de 80.000... No, en serio, una cifra de unas 250.000 personas resulta una estimación aceptable. Lo que es seguro es que el contingente era de lo más variopinto, e incluía guerreros, artesanos, mujeres, ancianos, niños e incluso esclavos. Y si el grupo resultaba bastante heterogéneo, aún lo eran más sus intenciones.

Los Suevos eran un pueblo indoeuropeo, de la familia de los germanos de toda la vida y, en cuanto a su origen geográfico, puede que ni ellos mismos lo supieran. Puede que estuviesen tranquilamente asentados en la costa del mar Báltico cuando la presión de otros grupos los empujó al sur, lo que acabó llevándoles a la parte alta del Danubio. Los suevos no eran un pueblo seminómada y belicoso, sino gente pacífica que destacaba por su amor a la agricultura. Sin embargo, su tranquilidad duró poco, porque la irrupción de Atila con su colección de hunos a finales del siglo IV los empujó hacia el curso alto del Rin, desde donde intentarán varias veces el cruce del río, siendo rechazados por las tropas de frontera y por los francos al servicio del Imperio hasta que, una nochevieja, sonó la flauta.

Los Vándalos eran otro pueblo indoeuropeo, rubio y germánico también. Se cree que habitaban las regiones ribereñas de las actuales Alemania y Polonia, hasta que, hartos de que los Godos les calentaran repetidamente el lomo, se cansaron de recibir y emprendieron una incierta travesía que les llevó hasta las riberas del Mar Negro. El nuevo barrio de los vándalos no estaba mal, pero también presentaba serios problemas de seguridad ciudadana, principalmente a causa los ataques hunos. En la nueva huida subsiguiente, los Vándalos se encontraron en un algún área de servicio con los suevos, y con ellos siguieron avanzando hasta el curso alto del Rin.

Por último, los Alanos eran un pueblo también indoeuropeo pero provenían de un poco más lejos… del norte de Irán; primos lejanos de los hunos, se trataba de un pueblo nómada en el más amplio sentido de la palabra, y además eran excelentes luchadores y jinetes, lo que les valió para resistir varias oleadas migratorias, y acabar fundando un próspero reino a los largo de las costas y estepas de lo que hoy es Ucrania, donde se convirtieron – ¡cómo no! – en vecinos del pueblo godo. Las relaciones entre ambas étnias no estuvieron exentas de dificultad, pero intercambiaron conocimientos en el uso de la caballería, los estribos, los arqueros a caballo y parte de las artes metalúrgicas que practicaban. Medio aliados de mala gana con los godos, los alanos trataron de resistir el empuje huno, pero al ser derrotados marcharon hacia el Oeste siguiendo más o menos la ruta que antes siguieron los vándalos hasta llegar al limes romano situado en el Rin.

Explicados los orígenes de estos pueblos y la naturaleza puramente coyuntural de su alianza, se puede comprender que a esta suerte de primitivo “tripartito” le esperaba un futuro poco esperanzador. En un principio la coalición cruzó las Galias como alma que lleva el diablo, dejando a su espalda un rastro de pánico y destrucción y, a principios del 409 se plantaron frente a la vertiente atlántica de los Pirineos, prácticamente desguarnecidos, y entraron en Hispania. Pero como quiera que, desde el principio, reclamaran las mejores tierras de nuestro país, varias de las primitivas etnias de españoles “se echaron al monte” y se dedicaron a vivir a salto de mata y saquear a aquel que se pusiera por delante… siglos más tarde serían conocidos como los “bagaudas”. El asunto debió pasar de castaño oscuro porque, según los cronistas, en Hispania se mataba, violaba y saqueaba a discreción… tanto por unos, como por otros. Entonces, el emperador Honorio decidió poner un poco de orden, pero como tenía los cuarteles completamente en barbecho, ofreció un contrato de obra a aquellos que se habían convertido en especialista en tocar las narices a los nuevos y molestos ocupantes de la piel de toro.

La cara que pondrían suevos, vándalos y alanos al ver aparecer a aquellos de los que habían huido pocos años antes, debió de ser un poema. Por no ponerse, ni se pusieron de acuerdo en la forma de combatir a sus nuevos / viejos enemigos, y empezaron a pegarse entre ellos, quizás por aquello de ir abreviando. Tras este primer enfrentamiento, que los godos sin duda contemplaron la mar de divertidos, vándalos y alanos acabaron sentando sus reales en el norte de África y los suevos quedaron recluidos en un territorio poco más grande que la actual Comunidad autónoma gallega. Con la mayor parte del trabajo hecho, los visigodosliteralmente los godos del oeste – se dedicaron a tomar posesión de los nuevos territorios que tan poco trabajo les había costado conseguir, y permitieron la existencia del insignificante reino suevo hasta que Leovigildo les derrotó en el 585.

PD: El impacto de Alanos y Vándalos a la historia cultural española no ha sido demasiado: se reduce a una raza de perro en el primer caso y a un término lingüístico en el segundo. Sin embargo, los gallegos si les deben algo más a sus antepasados suevos… ¿Alguien se atreve?. Por otro lado, el emperador Honorio es poco conocido, pero tuvo que tomar algunas de las decisiones más importantes en la historia del Imperio... ¿Sabéis cuales?

Un fuerte abrazo.


domingo, 15 de enero de 2006

La muerte de un emperador

A través de una minúscula rendija abierta en la pared de piedra, el Capitán comprobaba el siniestro destino que les esperaba más allá de esos muros. Mientras mantuvo la cara pegada a la pared, pudo ver la misma plaza que les recibió hace meses, en pleno día de mercado. Recordó las caras de sorpresa e incredulidad de los comerciantes al ver a aquellos centauros lechosos y barbudos…, a las muchachas que observaban a Pedro, sus risas y cuchicheos mientras le señalaban, divertidas, con sus manos… Hoy domingo, día del Señor, miles y miles de jóvenes guerreros con los ojos inyectados de odio abarrotaban la plaza, agitando al viento sus terribles macanas mientras pronunciaban los peores insultos imaginables; la mayoría de ellos iban ataviados con sus mejores galas: vistosas plumas de ave en sus cabezas, pieles de jaguar cubriéndoles los hombros, amenazantes pinturas de guerra en sus caras… Muchos lucían, además, siniestros manchurrones de sangre reseca en brazos y piernas, y algunos incluso levantaban en hombros a los que parecían ser sus hijos, solo para que los sitiados pudieran observar mejor a aquellos niños sosteniendo las cabezas cortadas de los que antes habían sido sus compañeros. El capitán pudo observar perfectamente a uno de aquellos niños, que jugaba despreocupado con uno de aquellos despojos, golpeándolo sin cesar con la fuerza de que eran capaces sus débiles brazos, mientras miraba con sorna en dirección a los muros...

El Capitán cerró los ojos por un momento, se apartó de la pared y caminó hacía el otro lado de la estancia, lentamente, con la mirada fija en algún lugar seguro que muy lejos de allí. Los hombres que le acompañaban permanecían en silencio temiendo importunarle, y se iban apartando a su paso mientras le dirigían desangeladas miradas y se observaba nerviosos los unos a los otros. Sin embargo, aquellos que estaban en las últimas filas se atrevían incluso a hablar en voz baja mientras gesticulaban de forma poco disimulada, gestos que hubieran ido aumentando si Gonzalo no se hubiera vuelto en dirección a ellos y fulminado de un vistazo; y es que la mirada de Sandoval aún resultaba muy difícil de sostener, incluso para sus propios hombres.

Por fin, el Capitán, que ya había llegado al otro extremo de la habitación y permanecía apoyado de frente en la pared, de nuevo con los ojos cerrados, se giró sobre sí mismo, abandonó su momentáneo aturdimiento y se decidió a hablar:

- Que lo suban…

Alvarado, con su hermosa faz adornada por dos cuchilladas, hizo ademán de acercarse a él y levanto la mano con intención de decir algo…

- Hernán, quizás deber…

- ¡Subidlo! – bramó Cortés; y se dirigió a un pequeño camastro encima del cual reposaban su coraza y su morrión, ambos bastante abollados y con evidentes síntomas de estar empezando a oxidarse.

Alvarado, su amigo de la niñez, frunció el ceño tras recibir la reprimenda pero no se amilanó, y volvió a dirigirse a su capitán.

- Hernán, hermano… Moctezuma conserva aún parte de su ascendiente sobre sus súbditos pero aquellos que todavía lo apoyan son precisamente los que no están ahí fuera ahora. Si lo presentas ante la multitud ahora, y sus palabras se enfrentan a las de Cuitláuac, puede que pierda el poco crédito que le queda.

- Si alguien tiene poco crédito en estos momentos somos nosotros, y en parte gracias a ti - le espetó Cortés sin miramientos – Moctezuma subirá a la azotea, les hablará y calmará la situación, al menos de momento. Así conseguiremos dos o tres días… quizás incluso una semana…, hasta que la situación empeore de nuevo… pero entonces estaremos más preparados… y en mejor disposición para buscar una salida. Puede incluso que Moctezuma consiga volver a hacerse dueño de…

Al oír las últimas palabras de su capitán, Alvarado estalló en una sonora carcajada que hizo enrojecer de ira a Cortés y volvió a concentrar la atención de los hombres en la conversación de sus jefes; todos ellos dejaron inmediatamente de mirar por las rendijas.

- ¡Moctezuma no es dueño ni de su propia vida! - gritó Alvarado - ¿Qué crees?... que subirá allá arriba y les tranquilizará como por obra del Espíritu Santo… no, Hernán… no te engañes… Ahora tienen un jefe joven y combativo en el que reflejarse, ¡y no pararan hasta que nos hayan despellejado vivos a todos!

- Pero Moctezuma… - intentó continuar Cortés.

- ¡No hay ni un solo niño ahí fuera que no esté dispuesto a mearse sobre la cara de Moctezuma!

Las caras amenazantes de los dos españoles se encontraban ya a pocos centímetros una de otra pero afortunadamente, en ese momento apareció Sandoval, que llevaba fuertemente cogido por el hombro a un indio de aspecto desaliñado, pero digna expresión. El prisionero apenas podía andar pues sus tobillos estaban aprisionados por dos enormes argollas de hierro unidas por una cadena. Iba descalzo, y por vestimenta solo lucía un pequeño taparrabos y una especie de túnica, hecha de lana que le llegaba por encima de las rodillas, dejando ver unas piernas delgadas y magras completamente ennegrecidas. Moctezuma había observado la última parte de la conversación, y presenciar el conato de enfrentamiento entre sus captores le esbozar una media sonrisa que no se preocupó lo más mínimo en disimular. Cortés se dio cuenta de ello, pero en aquel momento la prioridad era otra.

- Súbelo a la azotea… - ordenó Cortés, que parecía más calmado - Que lo vean bien… y estate seguro de que diga lo que tiene que decir. Nuestras posibilidades dependen de que ese imbécil consiga calmarlos.

- Engañarlos, querrás decir…

- Llámalo como quieras… pero haz lo que tienes que hacer – Cortés, ya estaba utilizando el tono irónico que sabía molestaba a su subordinado – y llevate un par de hombres con rodelas para que lo protejan. Si no consigue serenarlos, retíralo al instante y ponlo a buen recaudo. Moctezuma debe seguir con vida.

- Si no consigue calmarlos… – contestó Alvarado – no tendrá mucho sentido mantenerlo con vida, pues ya estará muerto.

Y Alvarado recogió su rodela, dio media vuelta e hizo ademán al indio de que se moviera en dirección a la escalera.
PD: Las fuentes no se ponen de acuerdo sobre lo que ocurrió allá arriba. Si el Emperador llegó a tomar la palabra, su discurso no tuvo efecto alguno sobre sus guerreros. Según nuestros historiadores, sobre el tejado cayó inmediatamente una lluvía de piedras y flechas, y aunque varios españoles quisieron protegerlo, Moctezuma fue alcanzado, al menos, tres veces. Las heridas le causaron la muerte a los pocos días. Por el contrario, las fuentes índias defienden que fueron los propios castellanos los que dieron muerte al pobre desgraciado.
Un saludo.

jueves, 12 de enero de 2006

Hasta el fin del mundo...


Mosaico en el que Alejandro intenta alcanzar a Darío

Alejandro se adentró en territorio persa como alma que lleva el diablo, en busca de Darío, que corría aún más deprisa, gracias al plus de energía extra que otorga la desesperación, y los dos se encontraron en Mesopotamia, donde el persa había reunido un enorme ejército a base de exprimir las últimas reservas de hombres jóvenes en todas sus provincias. El enfrentamiento que siguió se recuerda con el nombre de batalla de Gaugamela y resultó un completo fracaso para las hordas persas, de modo que Darío no tuvo más remedio que agarrar el petate de nuevo y, coger el primer autobús con destino “...a lo más recóndito de sus dominios”.

Tras este segundo fracaso de los enemigos de la Magna Grecia, las ciudades más importantes del imperio persa, como Babilonia o Susa, abrieron encantados las puertas a Alejandro, en parte porque no esperaban que el griego resultara aún más insoportable que Darío con su manojo de vicios, y por otro lado porque no parecía prudente incomodar a aquel que había dado muestras de contar con el favor de la fortuna, encuentro tras encuentro. A partir de este momento, con los endebles cimientos del Imperio Persa destrozados, la conquista fue rápida: los sátrapas o gobernadores de las diferentes regiones del reino, se rendían casi sin oponer resistencia, y a Alejandro, que no era precisamente estúpido, respetaba a rajatabla las costumbres y los cultos particulares de los conquistados, dejaba guarniciones con instrucciones claras de “…no tocar las narices” a los ciudadanos de las ciudades ocupadas y fundaba otras nuevas, a las que “modestamente” ponía su nombre, para dinamizar la vida comercial y cultural de los diferentes pueblos conquistados. Con esta serie de hábiles decisiones, Alejandro podía por fin gritar a los cuatro vientos que el Imperio Persa estaba prácticamente en sus manos.

Ignoramos si fue en aquel momento cuando sus hombres pensaron que por fin había llegado la hora de deshacerse de las corazas; por eso, cuando Alejandro convocó a sus fieles en el centro del campamento y les conminó a empuñar Larissa y escudo sin tardanza a las búsqueda de nuevos mundos que conquistar, muchos de ellos dudaron; y el joven macedonio, que esperaba darse un baño en un mar de gritos de aliento y de puños alzados, tuvo que soportar una enervante calma chica… un insoportable intervalo de silencio, miradas soslayadas y ceños fruncidos. Fue lo peor que pudo pasar. Alejandro no hizo nada que no hubiera hecho cualquier jefe militar de aquellos tiempos: escogió a varias docenas de cabecillas guiado por el puro resentimiento y los ejecutó de la forma más terrible que fue capaz de imaginar… pero eso hizo que perdiera aquel hilo invisible que le hacía estar emocionalmente conectado con aquellos a los que mandaba, y la figura de su joven Rey nunca consiguió volver a gobernar sus corazones.

El nuevo monarca decidió proseguir su avance hacia el este, con la intención de llevar a sus ejércitos hasta los confines del mundo conocido, pero aquel avance había dejado de ser una marcha triunfal y se asemejaba más a un velatorio. La situación se volvió insoportable a raíz de la decisión del joven Alejandro de rodearse de guardaespaldas; empezó a no fiarse de sus hombres, y estos hacía mucho tiempo que habían dejado de confiar en él. Sólo la apocalíptica visión de las hordas de elefantes del Rey Poros, en las orillas del río Hidaspes, estimuló el corazón de las tropas que, en medio de enormes dificultades y una buena ración de pánico, consiguieron formar su terrible falange, despachar a los paquidermos y salir triunfantes, una vez más. Más esta vez fue la última. Alejandro, emborrachado de victorias, quiso seguir hasta el Ganges, y entonces sus hombres, agotados, entonaron a coro el “…va a ser que no” tras más de ocho años fuera de casa.

Alejandro, incrédulo aún, comprendió que no podía ejecutarlos a todos, entornó una sonrisa de circunstancias y se dio media vuelta, quizás echando una última mirada a todos los reinos, palacios y batallas que le esperaban tras aquellos enigmáticos matorrales, en la otra orilla. Nada más llegar a Babilonia, empezó a sentirse mal y en pocos días unas terribles fiebres ya le tenían incapacitado para levantarse de la cama; dos días más tarde ya no podía ni articular palabra. Murió el trece de junio del año 323 a.C., poco antes de cumplir los 33 años de edad.

Todo el mundo tiene un límite. Aquel que triunfa es el que más rápido comprende donde está el suyo - Aristóteles

Un abrazo.

domingo, 8 de enero de 2006

Valeriano, el infortunado (253 - 260 d.C.)

Sapor I, haciendo prisionero a Valeriano

Valeriano subió al trono imperial en un momento en que ostentar la púrpura más de seis meses seguidos, debía de ser nuevo record del mundo. Considerado por la mayoría como un senador inteligente y capaz, se las había arreglado para pasar bastante desapercibido, a pesar de desempeñar cargos de cierta responsabilidad bajo los césares Decio y Gordiano. A la postre, ese carácter tan poco exuberante se rebelaría como su más fuerte activo, ya que le reportó una tranquila jubilación como legado militar en las fronteras del Rhin, que por entonces estaban poco amenazadas, y además, le alejó tanto de las tensiones políticas de Roma que nadie tenía especial interés en asesinarle. Pero la fortuna es caprichosa; tras la muerte del Emperador Decio, sus sucesores Galo y Aemilio apenas duraron unas semanas vivos porque los propios soldados que los auparon al trono, se cansaron pronto de ellos y los eliminaron. En el vacio de poder subsiguiente, todos los ejércitos provinciales convergieron en Italia para apoyar a sus respectivos pretendientes, situación que degeneró en una retahíla de batallas con las que los habitantes de Roma se divirtieron un montón… ¡cuentan que la gente iba incluso a las laderas de las colinas para ver el espectáculo, como ahora vamos los madrileños a la Pradera de San Isidro!. Valeriano, que salió tarde, llegó el último y era el que menos ganas de “juerga” tenía, era el único que conservaba las tropas incólumes, salió elegido emperador por abrumadora mayoría.

Este afable sesentón que había soñado con retirarse en alguna tranquila granja del sur de Dalmacia se vio de pronto metido en un berenjenal para el que, a pesar sus muchas cualidades, no estaba preparado… bueno, ni él, ni nadie. En primer lugar, nada más sentarse en el trono imperial, pasó revista a los asuntos más urgentes que le presentaban sus ministros, solo para comprobar que Roma hacía frente a cinco invasiones simultaneas de Alamanes, Cuados, Sármatas, Godos y Persas. Una persona normal habría hecho las maletas y colocado el cartel de “Se traspasa” en la puerta del palacio imperial pero Valeriano no lo era. Se arremango la toga y se puso manos a la obra con tal energía que, por un momento, parecía que Roma aún tenía alguna esperanza: entrenó nuevos soldados, los pagó con fondos del tesoro imperial y puso al frente de la mitad de ellos a su hijo Galieno, un buen chaval que prometía mucho.

Pero la fortuna volvió a dar la espalda a Valeriano. Primero, su ejército fue salvajemente golpeado por la peste, de manera que el Emperador se presentó en las provincias de Oriente con menos de la mitad de hombres de los que llegó enroló en su salida; y, para terminar de empeorar las cosas, Sapor I Rey de los Persas, se enteró, y lanzó un brutal ataque que hizo que al menos treinta y siete ciudades romanas cambiaran de dueño en el plazo de unas pocas semanas. Valeriano, a pesar de los pesares, empuñó la espada y a base de coraje, consiguió algunos éxitos limitados, probablemente porque los persas querían saquear pero no poseer. Una año más tarde, quizás porque se dejaron algo por allí o porque puede que no tuvieran nada mejor que hacer, los persas volvieron. Valeriano salió a interceptarles pero tras un encontronazo desfavorable tuvo que refugiarse con sus tropas en la ciudad de Edesa. Sapor, que era un lince, advirtió al momento que las murallas de la plaza era demasiado para él, y la sometió a asedio, a la vez que mandaba regularmente emisarios a Valeriano fingiendo que pretendía llegar a un arreglo. El emperador, muy buena gente y quizás un “pelín” ingenuo, acabó por acceder a una entrevista personal porque las tropas ya estaban acabando con los víveres destinados a los no combatientes. No volvería nunca. Sapor cometió perjurio, hizo prisionero a Valeriano junto a la cincuentena de romanos que constituía su pequeña escolta y se olvidó de Edesa… el premio gordo ya había salido.

Gordiano no hizo el menor esfuerzo por pagar el rescate de su padre.

PD: Hay tres leyendas sobre la suerte final de Valeriano. Una de ellas cuenta que consiguió escapar de su cautiverio y esperó el final de sus días como un ciudadano más. La segunda, que su cuerpo, relleno de paja, adornó la antesala del salón del trono de Sapor. Si queréis conocer la tercera, regalaos este magnífico libro

Un abrazo.

jueves, 5 de enero de 2006

Little Bighorn, 24 de Junio de 1876

Buena parte de los niños de mi generación, “la quinta de la Nocilla”, nos hemos desayunado la mañana del 6 de enero con una espléndida – para la época - caja de “clicks” de Famobil que incluía, a saber, seis aguerridos soldados del 7º de Caballería junto a su valeroso capitán. El “pero” era que, al parecer, ninguno de los tres reyes magos se había percatado que para disfrutar jugando con los “buenos” también hace falta que te compren los “malos” así que, cuando conseguías que te cayesen los indios, el fuerte y la diligencia, tenías quince años y habías pasado de jugar con los niños a intentar “jugar con las niñas”... y los “clicks”, en la basura. Otra cosa... ¿os habéis fijado en que la empresa juguetera jamás comercializó una figura representando al General Custer, el jefe del famoso regimiento de caballería? quizás sea una casualidad pero en cierto modo, mejor así....
George Armstrong Custer, “Pahusca” o “el de los cabellos largos” para los indios, se ganó su sangrienta reputación a partir de 1868, cuando fue enviado por el alto mando militar estadounidense a sojuzgar a los indios de las praderas que se negaban a concentrarse en las reservas que el gobierno había establecido para ellos. El porqué de la elección de este panoli es un asunto que se presta a numerosas conjeturas, pues la hoja de servicios del militar estaba más sucia que el palo de un gallinero. Custer se había graduado en la Academia militar estadounidense de West Point, y gracias a la guerra civil - en la cual se distinguió en la persecución del general confederado Robert E. Lee -, alcanzó el grado de general de brigada a la temprana edad de 23 años. A Custer, que desde jovencito había sido considerado “poco modesto” por sus hombres, se le subió completamente el éxito a la cabeza: Se dejó crecer su rubia cabellera hasta los hombros, empapeló literalmente con sus propios retratos las paredes de su despacho, se tomó semanas de vacaciones sin contar con los mandos... hasta que a su superior se les hincharon las narices, fue suspendido de empleo y sueldo por un año y destinado de fuerte en fuerte, al parecer porque en ninguno de ellos le aguantaban más de quince días.
Mientras tanto, los indios, principalmente los cheyenes y sioux, habían sido gradualmente empujados hacía el oeste a causa de la presión de los cazadores de búfalos pero sobre todo, a raíz de la presunta abundancia de yacimientos auríferos en un área montañosa de la zona, Las Colinas negras. El gobierno, ávido de dinero y muy presionado por una multitud de buscadores de oro, aventuremos y toda suerte de gente de la peor especie, decidió que esos indios debían ser obligados a someterse a pesar de tener firmados tratados de amistad con los Estados Unidos. Como no eran estúpidos, escogieron para tan indigna misión a alguien todavía más indigno, George Custer, que acababa de “cubrirse de gloria” una madrugá, asesinando a traición a centenares de cheyenes en las orillas del río Wichita.
Al principio, parecía que no iba a hacer falta recurrir a la fuerza. El departamento de Guerra promulgó un ultimátum, por el cual todos los indios que no estuvieran en sus reservas a fines de enero de 1876 serían trasladados a la fuerza. Toro Sentado, el jefe sioux, recibió la noticia sólo tres semanas antes de la fecha tope, y protestó, afirmando que su tribu no podía ni pensar en movilizar su campamento en pleno invierno... y el gobierno, en un golpe maestro de propaganda, presentó ante el país esta protesta como una negativa, momento en el que el General Sheridan descendió varios niveles en la escala evolutiva con su famosa frase ...“¡el único indio bueno es el indio muerto!”. El hombre blanco ya tenía una excusa, y Custer y sus hombres salieron de sus cuarteles.

En un primer momento el asunto pintó bien; destacamentos de soldados expulsaron de la zona a varias tribus de indios sin demasiados problemas pero, muy pronto, grupos dispersos de supervivientes se reunieron llenos de orgullo en un tranquilo paraje, Little Bighorn. Incluso aquellos que desde hacía tiempo se resignaban a una vida pacífica en las reservas desertaron de ellas a millares de modo que, a finales de junio, en el valle se congregaban más de 10.000 indios, más de la mitad de ellos guerreros. Mientras tanto, Custer, al mando de los 611 hombres del 7º de caballería, cabalgaba muy adelantado del conjunto de fuerzas de que disponía, con una autocomplacencia que lindaba con la locura... ¡incluso se entretenía escribiendo patéticas cartas que luego enviaba a todos los periódicos para irles adelantando los avances su “hazaña”!. Una noche, su explorador de confianza, un indio llamado “cuchillo sangriento”, curtido en mil batallas y que debía de tener la cabeza como un bombo, se lo llevó a un apartado y le dijo:
“General, no digas que no te lo advertí. ¡Espera a los otros!... Aunque cada uno de tus hombres no fallara un solo tiro, no tendrías balas suficientes en las cartucheras de tus soldados”
Por fin, el 24 de junio de 1876, George Custer decidió atacar en la fía de que la lejanía de sus compañeros – para él, rivales – magnificaría aún más la gloria de su logro. En el fondo ya daba igual porque Toro Sentado se había ocupado de anular cualquier posibilidad de recibir refuerzos al destrozar o poner en fuga a las fuerzas que venían por detrás: Custer ya era un diminuto islote en un mar en el que se iba a desatar una tempestad. Su primitivo plan, separar sus fuerzas y rodear el campamento indio, se había quedado en nada gracias a su estúpida negativa a confiar en los informes de sus exploradores. Con parte de sus fuerzas puestas fuera de combate casi desde el principio, ordenó a sus hombres correr hacia la colina más cercana y tomar posiciones defensivas pero cuando las tropas estaban a mitad de camino en su ascenso, Custer comprobó por primera vez que no era invencible. Allí, en la cima de ese promontorio, apareció Caballo Loco con 1.000 guerreros escogidos que, inmediatamente, cargaron colina abajo...

Los soldados intentaron desmontar y defenderse pero, en campo abierto, apenas gozaban de protección; incluso algunos dispararon a propósito a sus monturas para parapetarse tras sus cuerpos pero, en media hora, los orgullosos soldados del 7º de caballería quedaron reducidos a un puñado, con su patético general en medio de ellos. Custer, incapaz de valorar la situación, ordenó cargar, solo para que uno de sus sargentos le respondiera: “Señor... no queda ningún caballo vivo”

Custer fue uno de los últimos en morir. Su cuerpo, así como el de sus soldados, no fue mancillado y sus caballeras no fueron separadas del cuerpo, en un gesto de respeto por parte de sus adversarios indios. En Washington, el suceso fue calificado como una masacre salvaje, y se envió en pocos meses un cuerpo mucho más poderoso contra los indígenas, que se dispersaron rápidamente. En cuanto a las Colinas Negras, fueron ocupadas poco tiempo después.
Al final, la mayoría de las guerras son un puro problema de dinero.

PD: De la batalla solo se salvo un caballo que, paradójicamente, se llamaba Comanche...
Feliz noche de Reyes

miércoles, 4 de enero de 2006

La cólera de Aquiles

"Aquiles entre las hijas de Licomedes" de Nicolas Poussin (1650)

Aquiles encarna al héroe clásico por excelencia: apuesto, valeroso, temerario… y propenso al exceso de toda emoción, ya sea ésta positiva o negativa. Como todo héroe, a Aquiles se le conoce también por otros nombres; su pseudónimo más habitual en la Iliada es “Pélida”, que significa simplemente, “hijo de Peleo”; otros como “el de los pies ligeros” o “el de la dorada cabellera” hacen referencia a sus excepcionales condiciones físicas. Pero el apelativo por el que muchos lectores le recordamas es aquel que lo califica honrosamen de ser “el más valiente de los griegos”.

Pues bien, el más valiente de los griegos, era hijo de la ninfa Tetis y de Peleo, un valeroso hombre que había sido Rey de los mirmidones de Tesalia, y que había participado en la expedición de los Argonautas. Su madre, al verlo recién nacido, se entristeció sobremanera ya que el bebé, aparte de ser más pequeño que un suspiro, no quería mamar… y por eso le puso el nombre de “Aquiles”, que significa “sin labios”. Afortunadamente el niño iba a disfrutar muy pronto de las ventajas inherentes a su condición de semidiós. En primer lugar, seguro que Aquiles se tenía que poner ciego en el recreo, ya que no creemos que ningún compañero osase quitar el bocadillo al hijo de una ninfa. Además, gracias a su amada madre, el héroe iba a desarrollar una fuerza sin par, aunque a punto estuvo de pagarlo con una neumonía crónica: su madre lo sumergía todos los días en las frías aguas de la laguna Estigia, de la que se decía que convertía en inmortales a aquellos que nadaban en ella. Lamentablemente, a su tenaz progenitora se le olvidó remojarlo por los dos lados por la que la invulnerabilidad no se extendió al talón, lugar por donde su madre lo asía.

Como al hijo de un Dios no le puede educar cualquiera, Aquiles cursó el bachillerato de la época con el centauro Quirón, ser legendario que residía en el monte Pelión y que utilizaba métodos tan avanzados como obligar a comer carne humana a sus alumnos con la intención de aumentar su valor en el combate. Aquiles, buen discípulo, “pasó” de lo de la carne pero aprovechó las clases de tal manera, que no solo destacó en todo lo relacionado con las artes militares, sino que aprendió gramática, canto y hasta curación de heridas, graduándose con sobresaliente justo en el momento en que por la península helénica empezaban a circular los rumores sobre un próximo enfrentamiento con Troya. Temiendo que Aquiles no volviera con vida si partía a la guerra, Tetis le convenció para que se disfrazase de mujer y se ocultara entre las hijas del rey Licomedes de Esciros. Pero al disponer el Oráculo de Delfos que Troya no caería si Aquiles no era de la partida, Agamenón, líder de las huestes griegas, encargo a Odisea – nombre griego de Ulises – que lo encontrara. Ulises no era ni grande ni fuerte, pero debía de ser un lince: ofreció al grupo de jóvenes una multitud de velos, sedas y perfumes, pero también una única espada; Aquiles no pudo apartar la vista de ella ni por un momento, con lo que fue descubierto y debió de unirse a la expedición de los aqueos, las tatarabuelos de los actuales griegos.

Aquiles, una vez sorprendido, debió pensar que ir “pa ná” es una tontería, así que contribuyó al despliegue aqueo con más de cincuenta naves y la flor y nata de sus tropas: la guardia de los mirmidones. Pero lo que nació como una breve guerra de conquista se transformó en un durísimo asedió que llegó a extenderse por espacio de nueve años. En esta situación, las relaciones entre Agamenón, el estratega y Aquiles, el guerrero, no hacían sino ir de mal en peor, hasta que el vaso se colmó a causa del enfrentamiento que los dos mantuvieron por causa de una esclava. Agamenón, que resultó derrotado, exigió como compensación la entrega de una de las esclavas de Aquiles, Briseida y éste, ofendido, decidió mantener a sus tropas lejos de la batalla lo que propició una terrible derrota aquea. Agamenón, comido por el odio y la vergüenza, no tuvo más remedio que suplicar a Aquiles “que saliera al campo a jugar”… más el héroe siempre contestaba con una negativa, limitándose a pasar el tiempo sentado a la puerta de su tienda admirando el paisaje.

Una mañana que la situación se puso apurada de verdad, Patroclo, mediocre guerrero y ojito derecho de Aquiles, convenció a su jefe para que le permitiera ponerse su armadura y responder al ataque enemigo… pero como el hábito no hace al monje, a las primeras de cambio fue rodeado, muriendo a manos de Héctor, primer espada de los defensores troyanos. La muerte del falso Aquiles, solo sirvió para enfurecer de veras al verdadero: primero mató a Héctor e injurió gravemente su cadáver al arrastrarlo por todo el perímetro de la muralla troyana – aunque luego permitió que se le diera sepultura – y más tarde, cargó al frente de sus hombres contra la parte más dura de las defensas troyanas, con tal ira, que por un momento parecía que la ciudad estaba a punto de caer por fin. Fue entonces cuando se cumplieron las palabras con las que muchas noches Aquiles despedía a sus compañeros antes de irse a dormir…

“Si vuelvo a casa, a la tierra de mis padres, perdida está para mi la noble gloria. Yo no estoy aquí para luchar con hombres por causa de las mujeres. Solo quiero cumplir el destino de todo guerrero… morir”.

Mortalmente herido en el talón por una flecha disparada por Paris, un luchador en todo inferior a él, Aquiles murió sin ver la caída de Troya. Según cuenta la Odisea, sus cenizas se guardaron en una cesta dorada junto a las de su compañero Patroclo, siendo depositada en una tumba erigida en su memoria.

La muerte de Aquiles, ni supuso el final de la guerra de Troya, en la que llegaría incluso a participar su hijo Neoptolemo, ni el regreso a casa de los héroes griegos, que se demoró todavía largos años más. Pero ya nunca tendrían los helenos un luchador comparable a él, y así, la caída de Aquiles puede considerarse no como la muerte de un hombre, sino más bien como el fin de una época… aquella en que los hombres miraban a los ojos a los Dioses y les hablaban de tu a tu.


domingo, 1 de enero de 2006

Marco Antonio y Cleopatra

Marco Antonio había quedado prendado de Cleopatra desde que aquella apareció en el Foro una mañana para dar cuenta de las acusaciones de haber financiado al partido republicano de Casio y Bruto. Cleopatra llegó en una falsa nave de velas rojas, espolón dorado y casco laminado en plata. La dotación estaba formada por sus doncellas, hermosas jóvenes vestidas de ninfas, mientras que musculosos esclavos hacían las delicias de la concurrencia femenina vestidos de Marte o Júpiter. Una vez que la noticia se difundió por la ciudad, todos acudieron al puerto para verla, como ahora se acude a las puertas de los hoteles a ver a Jennifer López. Cuando Marco Antonio, visiblemente contrariado, se encaminó hacía la sala de las audiencias, sus generales ya estaban acurrucados a sus pies como gatitos. Más tarde, en la cena que siguió, las crónicas dicen que en el aperitivo, el romano se puso a acusarla sin compasión… pero que a los postres ya la había regalado Fenicia y Chipre. Días más tarde Cleopatra, triunfante, volvía a Alejandría acompañada por su nuevo novio romano.

Y el caso es que Marco Antonio representaba una especie de “enciclopedia universal del vicio” que escandalizaba incluso a personajes con nula fama de timoratos, como Julio Cesar. El gran hombre incluso había tenido que reprimir a su lugarteniente por la magnitud de la caravana de concubinas y efebos con que aquel se hacía acompañar en sus campañas. Pero, como no hay peor cuña que la de la misma madera, el crápula había tenido la desgracia de enamorarse locamente de alguien con menos apego por las personas que él mismo. Y mientras, en Roma, Octaviano hacía encaje de bolillos para no presentar ante el pueblo romano a su todavía socio como un traidor… más bien por aquello de no verse arrastrado en su caída. Su desesperación le llevó incluso a casar a Antonio con su hermana, una mujer con fama de virtuosa, pero de la que era desatinado pensar que aquel caradura se iba a dejar embridar. Marco Antonio, naturalmente, después de algunas semanas de tensa convivencia, la devolvió a su padre, aduciendo que su hija… “era más bien insípida entre las sábanas”. Las posibilidades de reconciliación eran ya inexistentes.
En la primavera del año 32 a.C. llegó a Roma un mensajero de Marco Antonio con una carta en la que el triunviro proponía a Octaviano deponer a la vez el poder y retirarse de la vida pública tras haber restaurado las instituciones republicanas. Hoy parece imposible que un insensato de esa calaña hubiera podido concebir un gesto tan taimado. Debían de andar por medio las artes de Cleopatra. Octaviano se encontró de pronto en un atolladero y, para que quedase claro que él quería la paz por encima de todo, se inventó un supuesto testamento de Marco Antonio, en el que designaba como únicos herederos suyos a los hijos habidos con la egipcia, y a ella como regente. El documento era más falso que un doblón de madera, pero sirvió para confirmar las sospechas que toda Roma sentía por aquella intrigante y permitió a Octaviano librar una guerra de independencia que, con mucho tacto, no declaró a Marco Antonio… “sino a la ramera de éste”.

Fue una guerra marítima. Las dos flotas se enfrentaron en Accio, y la de Octaviano, mandada por Agripa - aquel que más tarde derrotaría a los antepasados de los asturianos -, aún inferior en número, puso en fuga a la adversaria. El futuro primer emperador de Roma no la persiguió; sabía que el tiempo jugaba a su favor y que, cuanto más permaneciese Marco Antonio en Egipto, más se malograba en orgías y convites… así que dedicó unos meses a reorganizar las cosas en Grecia y Siria, y con los deberes hechos, marchó hacia Alejandría. Por el camino recibió tres cartas: una de Cleopatra, unida a un cetro y una corona, prendas de sumisión; y dos de Marco Antonio suplicando la paz. A éste ni le contestó. A ella le replicó que le dejaría el trono si mataba a su amante. Dada la calaña de la susodicha, sorprende que no lo hubiera hecho.

Con el valor que da la desesperación, “Antoñete” lanzó un ataque brutal y obtuvo una pírrica victoria a las afueras de Alejandría, pero al día siguiente, los mercenarios de Cleopatra – entre ellos muchos guerreros celtas – entonaron el “basta ya” y a Marco Antonio le llegó la noticia de que Cleopatra había muerto. Y fue aquí cuando este vividor, sacó lo mejor que tenía dentro y, quizás dándose cuenta de que estaba verdaderamente enamorado, empuño con fuerza su gladius y se dejó caer sobre él. Más cuando, agonizante, le comunicaron que ella aún vivía, se hizo trasladar a la torre donde se atrincheraba con sus doncellas y expiró entre sus brazos. Cleopatra pidió permiso a Octaviano para dar sepultura al cadáver y que le concediese una audiencia; y se le presentó como se le presentara a Marco Antonio: perfumada, envuelta en velos carísimos y pintada como una puerta… más, bajo aquellas telas había una mujer de cuarenta años, no de veintinueve. Su nariz no encontraba compensación en el frescor de su piel ni en la luminosidad de la sonrisa. Augusto no tuvo que hacer grandes esfuerzos para tratarla con frialdad y comunicarle que la conduciría a Roma… atada con una cadena, como adorno de su carro triunfador. Cleopatra, perdida como Reina y puede que también como mujer, se arrimó un áspid al seno y se dejó envenenar por él, al igual que sus cortesanas.

Augusto permitió que ambos amantes fueran enterrados juntos.

Ungidos de avidez y pasión, fueron alcanzados por un
torbellino de deseo y fuego.
Ella, reina de Egipto, astuta y hechicera.
Él, prócer romano, de sangre cálida como su tierra.

Hechizado quedó de Cleopatra
La de ojos dorados de oscura fiera.
la de aroma profundo a mucha mujer.
La de sonrisa de carmines y promesas.

Ella, siempre lo celó, desde la primera vez que lo viera.
Cuando su corazón, aún de niña, se desbocó, ante aquel
gladiador de pelo azabache y figura apuesta.

Unidos, soportaron innumerables intrigas palaciegas.
Odios y traiciones. Batallas y guerras.
Pero esquivaron la maldad, con el mutuo fervor como enseña.

Locos de amor, se quisieron sobremanera.
Amantes y aliados fueron, y conquistadores de quimeras.

Con su amor forjaron una pasión que mereció la leyenda.
Y hasta la muerte, se cortejaron, con total furia y entrega.

De propia mano expiró Marco Antonio.
Su espada, leal hasta el último suspiro, sin sangre le deja.
Perdio sentido para él la vida,
en la maldita hora en que, derrotado, le anunciaron la muerte de su reina.

Y Cleopatra, burlando al viejo enemigo,
que humillarla pretendiera, solicitó de fruta una cesta.
En ella, oculto, respiraba un estilete de bífida lengua,
que mordió su pecho, robándole la fuerza.

Con tamaño sacrificio, ante Roma y sus estrategas,
la más grande soberana de Egipto, salvaguardó,
con orgullo su ralea.

Cortesía de Trini Reina
¡Mil gracias!