sábado, 8 de marzo de 2008

La sonrisa de Yamamoto


Soy un afortunado... ¿Qué porqué? Pues... porque tengo la suerte de trabajar en algo que no me obliga a estar todo el día sonriendo. Me explicaré: Ayer por la mañana pasé por delante de una de las cafeterías de la cadena Starbucks y, contrariamente a lo que sería normal en mí – yo soy más de pan con tomate... – me decidí a entrar y llevarme un café con leche y algo de bollería para hacerme más llevadera la mañana. Una vez dentro, no sé que es lo que más me llamó la atención, sí los desorbitados precios de los artículos que dicha cadena ofrece, o las alicatadas sonrisas de los tres ¿camareros? – si estoy en una cafetería deberían ser camareros ¿no... ? – que se afanaban en atender al público. Las sonrisas eran tremendas, máximas, superlativas... Cuando por fin llegó mi turno, una hermosa joven se afanó solícitamente en prepararme mi pedido a la vez que me preguntaba mi nombre para escribirlo en el vaso (¡!) provocando en mí una cierta desazón, como si me fueran a hacer devolverlo... y todo ello con aquella sonrisa deslavazada y enorme que, en comparación, podía certificar que, a su lado, Julia Roberts tenía “boquita de piñón”... Total que, mientras aquella joven me acomodaba mi pedido en un bolsa de cartón, un compañero suyo pasa por detrás, la golpea accidentalmente y la hace perder un poco el equilibrio, con el resultado de que mis magdalenas empezaron a estar empapadas de leche algo antes de lo esperado. La joven y el joven miran en lo que se había convertido mi pedido, se miran entre ellos... y atornillan aún más sonrisas en sus bruces, hasta el punto de parecer que iban a saltar de su cara por el efecto de la tensión...

¡Jooooooder! ¡A mí... me pasa eso... y empiezo a mentar al padre de toda la humanidad desde los Reyes Católicos y el Cid Campeador! Pero por Dios... ¿Qué sentido tiene la vida si no te puedes cabrear? Por eso me alegro de mi condición de Director Financiero: la gente asume que, al estar todo día con cobros, pagos, vencimientos, proyecciones, datos, presupuestos y cahs flows... vamos... con dinero pa’arriba y pa’abajo... tienes todo el derecho de mundo a estar todo el santo día de mal café. Y eso amigos, no tiene precio... Puedo chillar, maldecir jurar en arameo, tener el ceño permanentemente fruncido, llamar a voces a la gente, asomar la cabeza por la puerta del despacho y gritar... “Yolanda... vamos ¡coño!... ¡que es para hoy!”... y a todo el mundo le parece normal. En resumen, vivo en un continuo desahogo que a nadie extraña. Además, mato dos pájaros de un tiro: no solo puedo cabrearme “ad infinitum” sino que, como en el fondo soy tan buena persona como vosotros, tiendo al arrepentimiento... y ¿acaso para alcanzar la salvación no hay que arrepentirse?

El almirante Isoroku Yamamoto tampoco era mucho de reírse, la verdad. Normal... teniendo en cuenta el pastel que le tocó comerse... Este militar con nombre de moto de dos tiempos fue el séptimo hijo de un maestro de escuela y su nombre, “Isoroku”, significa “56” en japonés, la edad de su padre cuando él nació. Quizá por el cabreo que se cogió cuando se enteró de que se llamaba como un número de bingo, llegó a ser alférez de marina por la vía rápida y durante la guerra ruso – japonesa de 1905, en la que se comportó con excepcional heroísmo perdiendo además dos dedos de la mano izquierda, fue adoptado por la familia Yamamoto. Una vez acabada la guerra se casó y fue enviado a Estados Unidos, nada menos que a la Universidad de Harvard, donde completó su formación a todos los niveles, destacando en literatura europea y razonamiento lógico y verbal.

De regreso a su país desempeñó toda clase de cargos de responsabilidad, desde jefe de arsenales y bases navales hasta el cargo de agregado militar de la embajada de Japón en Washington. Durante estos años empezaron a revelarse ciertos desencuentros con las tradiciones niponas, sobre todo en el campo de la aviación. Yamamoto se hizo amigo de la mayoría de los agregados militares del resto de embajadas de los grandes países occidentales y, gracias a sus conversaciones con éstos y a sus visitas a las enormes factorías estadounidenses se convenció bien pronto de que, en la próxima guerra, un acorazado iba a ser tal útil como un rinoceronte blanco en el Gran Ballet Ruso. En una de sus conferencias en Japón – siendo ya Viceministro de Marina – espetó a su auditorio que la construcción de los nuevos acorazados Yamato y Musashi era, literalmente, “quemar billetes con un mechero”. Semejante afirmación, en un país en el que las tradiciones se las ponía uno al levantarse cada mañana y en el que se medía la hombría por el diámetro del tubo de los cañones – también llamado calibre... – ocasionó tal polvareda que se puso a una buena parte de la sociedad en su contra. “56”, no solo no levantó el pie del acelerador sino que se hartó de decir al que le quisiera escuchar, que Japón no tenía la más mínima posibilidad de mantener un conflicto con Estados Unidos más allá de 18 meses.

Las afirmaciones de Yamamoto no eran fruto del derrotismo sino del conocimiento óptimo de las posibilidades del enemigo... y de las suyas propias. Y, al mismo tiempo, que enumeraba los problemas en los que iba a ver en envueltos sus hombres – y, por ende, su pueblo – se dedicaba a corregirlos afanosamente, ya convertido en Almirante y Jefe de la Flota Combinada. Isoroku no deseaba entrar en guerra con los Estados Unidos pero una vez tomada la decisión por su gobierno, se dedicó en cuerpo y alma a dar a su país una posibilidad de vencer. Fue él el que decidió que Pearl Harbour debía de ser sometido por la aviación y no por un desembarco y suyo fue también plan de atacar la base. Tras su éxito, Yamamoto sufrió una terrible derrota en Midway quizá, por el exceso de confianza acumulado tras una carrera de éxitos militares que le había llevado a dominar la mitad del océano pacífico. Meses más tarde, durante la batalla de Guadalcanal, decidió visitar a sus hombres para inspirarles confianza y reforzar su moral. El cable que anunciaba su llegada fue interceptado por los americanos que desplegaron un sin fin de cazas para “recibirle”. Fue localizado y derribado, el 18 de abril de 1943.

Su muerte dejó al Japón, no solo sin un gran líder, ciertamente valiente y capaz, sino sin la única persona entre su Estado Mayor que valoraba correctamente el potencial de su enemigo... aquel “gigante dormido” que él mismo confesó haber despertado. Yamamoto luchaba, pero deseaba fervientemente la paz.

Quizá por eso, y por lo que le estaba tocando vivir, apenas sonreía...

lunes, 3 de marzo de 2008

Las enfermedades del mar

Algo que leer nunca viene mal...

Mi médico – al que afortunadamente veo de pascuas a ramos... – suele decir que nos preocupamos demasiado por las enfermedades, teniendo en cuenta que son parte de nuestra condición humana y nos acompañaran siempre... que, al igual que el destino último de todo buque es hundirse y el de un avión terminar acercándose contra el suelo a una velocidad absolutamente insana, el de todo hombre es enfermar, constituyendo lo contrario, prácticamente, una anatema sanitario. Claro, pienso yo... eso se puede decir si, como él, tienes casi cincuenta años, la apariencia de diez o doce menos y estás, casi a las ocho de la tarde, fresco como una lechuga; estoy seguro que a la legión de ancianitas que le vistan por la mañana, el tema les preocupa algo más y, seguro, de manera bien diferente...

Cierto es que las enfermedades se han constituido como nuestras muy fieles compañeras de viaje desde que el hombre es tal, y que, al igual que la ropa, han ido apareciendo casi por modas y ligadas a épocas concretas y problemáticas humanas bien diferenciadas. Por ejemplo... con el desarrollo de la navegación ultramarina, a mediados del siglo XVI, se generalizaron entre los pasajeros y, más aún, entre los marineros, dos curiosas dolencias que han dado para un sinfín de literatura: el escorbuto y el tifus.

La primera de ellas, el escorbuto, aún causaba verdaderas sangrías entre las tripulaciones de largas travesías en una época, en principio, tan desarrollada como los años finales del siglo XVIII. Después de meses, o a veces incluso unas pocas semanas en la mar, los marineros empezaban a desarrollar unos curiosos y muy específicos síntomas que hacían la enfermedad absolutamente reconocible; al principio, se quejaban de debilidad y falta de energía y de malestar general, trastornos que eran seguidos de violentas hemorragias alrededor de los folículos capilares, sangrados de encías, afloramiento de los dientes y una halitosis como no os imagináis. A medida que el mal avanzaba, se hacían presentes unas manchas en la piel y, en las tripulaciones de los buques de guerra, hombres generalmente víctimas de numerosas y violentas heridas, éstas acababan por no cicatrizar, volviéndose a abrir e incluso quebrándose fracturas óseas que, en apariencia, estaban perfectamente soldadas. Sin un adecuado tratamiento, el afectado moría sin remedio y, hasta pocos años antes de Trafalgar, dicho tratamiento sencillamente no existía. El escorbuto estaba tan generalizado que incluso Nelsonel vencedor de españoles y franceses – lo padeció y evitaba a toda costa reírse porque la enfermedad le había destrozado todos los dientes.

Hoy se sabe que el escorbuto solo afecta a seres humanos, primates y ¡cobayas! puesto que todas estas especies carecen de una enzima que convierte un tipo de azúcar llamado gluconato en una sustancia esencial llamadas ascorbato. En tierra, el hombre goza de una dieta que le permite complementar este déficit a base de, sobre todo, vitamina C pero en alta mar, con una dieta construida a base de insípidas galletas, trigo, avena, y apenas carne o fruta, el marinero tipo desarrollaba la enfermedad sin remedio. En el largo tiempo que los médicos estudiaron de cerca la enfermedad, notaron que los tripulantes que regularmente ingerían manzanas o cítricos eran muy poco propensos a contraer y mal y, poco a poco, se generalizó el consumo de limones y naranjas hasta que, una ración media de tres piezas de fruta o un vaso de zumo se estableció como obligatoria, figurando en las ordenanzas de las armadas de los principales países europeos. Más chocante y mucho menos apetecible era la forma alternativa de evitar el escorbuto... simplemente... complementar la dieta con las ratas que, a cientos, vivían en las bodegas de los grandes navíos de línea... ¿el porqué?... fácil: las ratas son, literalmente, una máquinas de sintetizar ácido ascórbico y constituían la mejor, aunque más desagradable manera de evitar el escorbuto.

En cuanto a la segunda de las dolencias del marinero, dependiendo de la nacionalidad de la tripulación la llamaban fiebre del calabozo, del hospital, de los barcos... y en general, hacía alusión a los escenarios donde era más probable contraerla: donde quiera que hubiese grandes grupos de gente conviviendo sin demasiado higiene, allí habría, seguro, multitud de piojos y pulgas capaces de transmitir el tifus. Quienes se infectaban padecían unas fiebres absolutamente malsanas, el pulso se les aceleraba hasta rozar la taquicardia, sufrían delirios terribles y, normalmente, morían al cabo de tres días. Por eso en los barcos españoles se conocía a esta enfermedad como “la fiebre del tercer día”...

Los galenos de los buques sospechaban que las ropas sucias provocaban el tifus aunque, curiosamente, no porque estuviesen llenas de piojos y chinches sino por el hediondo olor que desprendía el marinero medio. Una limpieza obsesiva del buque y el lavado o destrucción de la ropa de cama y las vestimentas contaminadas demostraba ser una solución efectiva contra la diseminación del tifus pero sólo si al mismo tiempo se aniquilaban las ratas de a bordo; de lo contrario éstas – que seguían portando a las pulgas y piojos infectados – volvían a contagiar a la tripulación. Además, por muy pulcro que fuese el capitán del buque, la costumbre de completar las tripulaciones con conscriptos procedentes de las prisiones no colaboraba a erradicar el mal para siempre del barco. Sin embargo, el tifus también hizo que el ser humano se devanara un poco los sesos para contrarrestarlo y los médicos se las ingeniaron para combatir el mal de una forma un poco excéntrica: como el jabón apenas enjabonaba – valga la redundancia... – mezclado con el agua salina, se empezó a lavar la ropa con una mezcla de jabón, agua del mar y orines, lo que se reveló como un poderoso aliado contra la enfermedad.

Bendito siglo XXI...