jueves, 15 de enero de 2009

Septimio Severo (193 - 211 d.C)


Arco de Septimio Severo, en Roma

En el 192 a.C., creo recordar, los pretorianos asesinaron a un tal Pertinax, emperador volátil que solo tuvo la oportunidad de ejercer unos meses el cargo. Los mismos guardias responsables del magnicidio anunciaron, pomposamente, que el trono estaba en subasta: aquel que ofreciera la mejor gratificación, ejercería de jefazo del Imperio. Un millonario, harto de todo, llamado Didio Juliano estaba tranquilamente al fresco cuando, dicen, su mujer y su hija le obligaron a que concurriera ya que la ilusión de ambas era salir del provinciano mundo del latifundio itálico; y Didio lo hizo... Ofreció a los pretorianos unos tres millones de sextercios por barba, cifra difícil de trasladar al momento actual sin la ayuda de una buena hoja de cálculo y claro... ganó.

El Senado, al que todavía le quedaba algo de dignidad en sus venas, expidió secretamente requerimientos a los comandantes de las guarniciones de las provincias. Septimio Severo, uno de ellos, aceptó, y cuando todos pensaban que se abalanzaría sobre Roma al mando de sus invencibles legiones, llegó y ofreció a cada pretoriano el doble, y claro... venció.

Lo que no sabían los pretorianos es que Septimio no tenía intención alguna de pagar el precio, al menos a todos, y que, en él, habían encontrado la horma de su zapato. Este africano cincuentón, que hablaba latín con un acento tremendamente desagradable, aceptable conversador y dotado de una fina ironía que le llevaba a autoproclamarse como el mejor blanco de sus bromas, era lo mejor que le pudo pasar a una Imperio que necesitaba, urgentemente, la intervención de una mano dura. Cierto que no tenía el atractivo de un Trajano, ni la complejidad de un Adriano ni tan siquiera la formación intelectual de un Marco Aurelio... pero era inteligente, honrado y, sobre todo, no le temblaba la mano. Después de comunicar a los pretorianos que atendería la factura, escabechó a los cabecillas, hizo desaparecer de forma discreta a otros tantos y al resto, les repartió el dinero y los separó entre las diferentes guarniciones legionarias, no fuera cosa de que les diera por elegir nuevos líderes. Al instante, se puso a gobernar, y lo hizo bien; pacificó las fronteras, mejoró las comunicaciones y el ejército introduciendo el servicio militar obligatorio, saneó la economía y todo ello con enormes dosis de sentido común. Sin embargo, su única rareza, la astrología, le iba a dar el único – y tremendo – quebradero de cabeza de su vida...

Septimio estaba en Siria, repartiendo “estopa” cuando le comunicaron que su virtuosa esposa acababa de abandonar el mundo de los vivos. El viudo fue informado, días más tarde, de que a la hora de la muerte de su mujer, un asteroide había caído en las cercanías y siendo cierto, se desplazó a ver los restos y erigió un altar en el que todo el Imperio pudiera venerar a la difunta. El caso es que, por casualidad o no, en el lugar de lo hechos lo que se encontró fue un mujerón escultural, llamada Julia Dona, que le dijo... “Aquí estoy yo pa´lo que quieras...”

Julia, emperatriz al instante, le hizo tal cantidad de malas pasadas a su marido que haría faltan volúmenes enteros pero Septimio, increíblemente, se las permitía, cegado de los destellos de una mujer que, si hacemos caso a los historiadores de la época, debió de ser irrepetible. Y de las malas jugadas realizadas, ésta si acaso involuntaria, destaca el haber traído al mundo a la peor pareja de hijos imaginable: Caracalla y Geta.

Educados sin conocer a su padre, que siempre estaba guerreando, y sin respetar a su madre, a la que soportaban pero tenían por una arpía, el desarrollo psicoemocional de ambos seguro que fue de traca; y Septimio, como cualquiera, renegaba de ellos a cada instante pero les quería una barbaridad. En una ocasión, buscando alejarlos de su madre, se los llevó de campaña a Britannía, para que vieran de primera mano que era capaz de hacer su padre... y su padre solo fue capaz de enfermar. Allí, en su lecho de muerte, designó a sus hijos como sus sucesores, formalizando así lo que se presentía: El Imperio Romano se convertía en una dictadura hereditaria de corte militar; uno de sus compañeros de armas, con la confianza que da el haber compartido frío y rancho al mismo tiempo, le previno de su decisión y Septimio, sonriendo, le dijo... “Y que más da... He hecho lo que he querido... y no he conseguido nada...”

A sus hijos, ya moribundo, les recomendó: “No escatiméis el dinero con los soldados y no preocuparos de nada más”.

La recomendación no cayó en saco roto; se burlaron tanto que ordenaron a los médicos de su padre que apresuraran su muerte.

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