lunes, 24 de julio de 2006

Carlos, el hombre casi todopoderoso


Carlos I, en plan picador, en Muhlberg

Todo hombre tiene un límite, incluso el más poderoso. Sin embargo, el límite de todo hombre está bastante más alejado de lo que el mismo se cree… Atinar con esa especie de punto de inflexión entre despeñarse y quedarse corto es el paso previo e ineludible hacía el éxito en cualquiera de sus formas. El problema es que, cuanto más poderoso se es, más difícil es conservar esa equidistancia... los enemigos son variados, las circunstancias traicioneras y tanto sube el nivel del agua, que cada vez es más complicado hacer pie, por muy alto, fuerte y guapo que se sea: te hundes por el propio peso de lo que representas... y Carlos llegó a representarlo todo...

Carlos V vino al mundo, si hacemos caso de la tradición, en un excusado, en 24 de febrero de 1500… curioso modo de nacer para quien, al paso de los años, se convertiría en la luz de la cristiandad. De estatura mediana, delgado, de aspecto contrahecho y desgarbado, en verdad parecía que aquel chaval no iba a dar para mucho. Además ceceaba, lo que al parecer sacaba de sus casillas a su preceptor, el cardenal Adriano de Utrech, que las más de las veces abandonaba la habitación rojo de ira, enfurecido porque su joven alumno ni estudiaba, ni intentaba disimular ese vicio tan molesto. Carlos le observaba risueño, intentando contener la risa que le producía ser capaz de hacer perder los estribos a aquel que en la corte tenía fama de no perderlos nunca… como si supiera que años más tarde, no iba a tener que volver a contenerse nunca con nada, ni con nadie.

Pero los inicios no fueron fáciles. Cuando abandonó Flandes por vez primera, lo hizo para dirigirse hacía su desconocido reino, España. Su llegada produjo un hondo malestar en las clases medias y altas, que le veían como un usurpador, debido a su educación flamenca y a que no sabía pronunciar ni una palabra en español. Para acabar de “revolver” las cosas, apenas llegó, solicitó fondos para financiar sus asuntos en los Países Bajos primero, y para acudir a su coronación como regente del Sacro Imperio Romano Germánico después. En fin, entre que no les cayó bien a los castellanos y que les pidió dinero a los catalanes, decir que empezó mal es quedarse corto. Afortunadamente, todo lo que de desgarbado tenía su cuerpo, lo tenía de lúcida su mente y pronto aplacó los ánimos, jurando los fueros castellanos y despidiendo a la mayor parte de su camarilla flamenca, que amenazaban con saturar todos los prostíbulos desde Laredo a Jerez de los Caballeros. Una vez libre de pleitos con súbditos y siervos, pudo al fin tomar conciencia de la compleja herencia recibida por ende de sus abuelos paternos y maternos, supongo que con cierto vértigo: entre legados, conquistas y adquisiciones de último momento, el monarca era dueño del reino de Navarra, las Coronas de Castilla y Aragón, las posesiones americanas de estas, Cerdeña, Sicilia, Nápoles, el Milanesado, el Franco Condado, los Países Bajos, el Sacro Imperio, Portugal… Vamos, que si en vez de ser un potente monarca hubiera sido un jugador de monopoly, tirar el dado era pagar seguro…

Normal que, con Francia como un inmenso islote en medio de tanta posesión española, y con su propia casa a medio barrer – Francia no era ni mucho menos un Estado modernoFrancisco I no durmiera ni con valerianas. Nada menos que cuatro guerras provocó, en las que se puso de manifiesto no solo la tradicional rivalidad hispano - gabacha, sino la animadversión personal que se tenían estos dos grandes hombres; Francisco, católico confeso, no tuvo el mayor reparo en aliarse con los turcos con tal de hacer la puñeta a Carlos. Parecidos desaires se repitieron numerosas veces durante años hasta que un par de espectaculares derrotas francesas silenciaron las intenciones francesas hasta la Paz de Crépy, en 1544, en la que Francisco aceptaba, poco más o menos, estarse quietecito de una vez y dejar de dar guerra a cambio de no ser caneado de nuevo.

Con el patio francés más o menos tranquilo, Carlos pudo por fin concentrarse en sus verdaderos por sus propias palabras – enemigos: el turco y Lutero. El primero de ellos estaba comandado por un hombre capaz de hacer sombra al mismo emperador, Solimán el magnífico, y quizás por eso Carlos se lanzó a una cruzada personal más al estilo de los antiguos héroes de caballerías que al monarca de un estado moderno. Las operaciones, al principio, tuvieron relativo éxito, y se consiguió tomar Túnez en 1535. Pero la variedad de frentes a los que España tenía que atender, los problemas financieros y la escasez de infantería española – Castilla empezaba a tener problemas demográficos por tanta guerra y tanto joven que se iba a hacer las Américas... – determinaron la vuelta a una política más “a verlas venir”, que culminó con el estrepitoso fracaso de Argel, posiblemente, la mayor derrota del gran Carlos.

En cuanto a los príncipes luteranos, estos eran aún más listos que el turco y, como se sabían inferiores e incapaces de golpear al monarca del mundo, decidieron, muy sibilinamente, tocarle las narices. Para ello formaron la liga de Schmalkalda, empezaron a gritar a los cuatro vientos lo esclavizados y aterrorizados que les tenía Carlos y, como estaban mal de pasta, convencieron a Francisco I “el derrotado” de volver al ruedo europeo, no como guerrero, sino como socio capitalista. Al principio les fue bien, pues consiguieron poner en jaque al ejército imperial en varias escaramuzas victoriosas pero el exceso de confianza que les otorgó esa pequeña racha triunfal, fue su cruz: cometieron el error de provocar a los imperiales en campo abierto y Carlos, por fin, les derrotó en las llanuras de Muhlberg, tal y como ilustra el cuadro de Tiziano, lanza en ristre, pues efectivamente la carga definitiva fue comandada por el emperador en persona.

Curiosamente, esta victoria fue también para Carlos el principio del fin. Cuando apenas había enfilado el camino de vuelta, los luteranos volvían a rebelarse reclamando libertad política y religiosa y, apenas llegado a Gante, su ciudad natal, tuvo que ver como sus paisanos se amotinaban ante el enésimo pago de impuestos, imprescindible para financiar un imperio que caminaba, como el mismo decía, “con la espada en la mano y la hostia en la boca”. Harto de tanta campaña, desilusionado, y sobre todo, extraordinariamente cansado, decidió abdicar en Felipe, el hijo que en nada se parecía a su padre y, enfermo de gota, enfiló el camino al monasterio de Yuste, donde pasó sus últimos años, hasta su muerte en 1558.

Cuando llegó a Yuste, la primera noche la pasó entre intensos dolores que no le dejaban conciliar el sueño. Uno de los monjes del monasterio, presentado “voluntario” para intentar aliviar su sufrimiento y, seguramente, sin saber muy bien que decir al antaño hombre más poderoso del mundo, balbuceó… “Señor, que bien dormiría usted sin la gota…”

Carlos le respondió… “Y sin Lutero padre... y sin Lutero”


miércoles, 19 de julio de 2006

Tiberio, el emperador sin suerte

Vista desde el antiguo palacio de Tiberio, en Capri

A la mayoría de los efectos me considero un racionalista extremo. Creo firmemente que las vicisitudes, los éxitos y los descalabros de nuestra vida se deben, en casi todos los casos, a nuestras propias aptitudes y actitudes; considero a la suerte como a alguien que no es de este mundo, y a la fatalidad, como la inevitable compañera de viaje del mediocre. Esta firme postura intelectual – permitidme que así la llame – encierra varios peligros, a cual más peliagudo: En primer lugar, tan malo puede ser el exceso de raciocinio como su falta, ya que podría llevarte a tomar decisiones sin contar con el corazón y el alma de los hombres, que no se mueven precisamente por criterios empíricos; en segundo lugar esa obsesión por darle “…una pensada más a todo” provoca incertidumbre, primer peldaño de la escalera que conduce al rellano de la indecisión, y podría llevarte a no hacer nada por el simple miedo de hacerlo mal…Por último, la peor de las consecuencias: Esta feroz defensa de la lógica me ocasiona terribles encontronazos con mi señora madre, defensora a ultranza de un implacable determinismo de raíces cristianas: Para ella, ya puedes dar pedales a la bicicleta que, si en los renglones divinos está escrito que no llegas… no llegas.

Pues bien, en su juventud, Tiberio, se hartó de dar pedales… para nada. Cuando su madre le llevó, de niño, a casa de Augusto, el emperador no tuvo ojos más que para su hermano Druso, tan alborotador, simpático y pendenciero como él era reservado, reflexivo y sensible. Lo lógico entre hermanos hubiera sido el triunfo de la envidia, de la inquina, más Tiberio estimaba sinceramente a su hermano y su muerte fue para el una auténtica tragedia. Escoltó su féretro a caballo, desde el Elba hasta Roma y necesitó años para recuperarse de aquel dolor.

En lo personal, aparte de su escasamente deslumbrante personalidad, había estudiado mucho y bien; cuando tuvo la oportunidad de guiar un ejército lo condujo de victoria en victoria contra enemigos engañosos como los abuelos de los actuales serbio – croatas, los Ilirios. Era tal su seriedad, que a los veinte años era conocido por sus legiones como “el viejecito” y jamás se le vio frecuentar ni el circo, ni las orgías ni los prostíbulos. En cierto sentido era un “muermo” y cuando le dio por fingir para ver si el divino Augusto le hacía un poco más de caso, solo logró acentuar la indiferencia que por él sentía su jefe, padre adoptivo y, se supone, mentor.

Para acabar de complicar las cosas, los astros se conjuraron para dejar a Tiberio en la peor de las situaciones posibles: Augusto forzó su divorcio para darle por esposa a su hija Julia, una calamidad simpaticota y con pocas luces a la que le iba bastante la marcha, y por ello, poco adecuada para un joven cuya única licencia era un pequeño rato de lectura, todas las noches; le gustaban las tragedias griegas… quizás porque así se olvidaba de la propia... un padre convertido en suegro.

Un día, harto de sentir la indiferencia, e incluso el odio de las mayoría de las personas que constituían su entorno y a las que cualquier hijo de vecino calificaría de “queridas” se marchó a Rodas a leer y, dijo aquello tan socorrido de “… que os den” pero ¡ay! la casualidad es maliciosa y Augusto tuvo, muchos años después, que recurrir a él de nuevo, porque no le quedaba nadie de su propia sangre vivo… y seguro que porque en su interior sabía que aquel muchacho era lo mejor que tenía a mano; a todo esto, el “muchacho” tenía ya 55 años. Cuando se presentó al senado, como el futbolista que espera en el palco del club para comerse a besos la camiseta de su nuevo equipo, los viejos senadores que antes le vilipendiaban le acogieron con un cerrado aplauso, y acto seguido le propusieron dar un nombre a un mes del año, como se había hecho con su suegro: “¿Y que haréis – les espetó Tiberio – después del decimotercer sucesor?”.

Tiberio, completamente descorazonado de sus semejantes y sólo en su corazón, se dedicó a gobernar, sin el amor de nadie… y lo hizo, a grandes rasgos, bastante bien. Tan solo tantos años de inquina, de burlas, de mofas, de indiferencia, fueron castigando su alma, y construyendo enormes surcos en ella, en los que, por fin, pudo instalarse la desconfianza y el resquemor… Tiberio, empezó a no fiarse de nadie, a ver traidores en cualquier esquina y muchos de aquellos que le rodeaban, culpables o no, lo pagaron con su vida: Popeo, Sabino, el otro Druso, e incluso Agripina, que se suicidó. El Tiberio que surgió de esta orgía de sangre, no tenía mucho que ver con el hombre de antes, pues tenía la mente completamente desequilibrada. Sobrevivió seis años a su propio infierno interior hasta que un día, le sobrevino una dolencia cardiaca, puede que un infarto...

Cuando vieron que se recobraba, los cortesanos le metieron la cabeza debajo de la almohada, asfixiándole.

Va a tener razón mi madre.

viernes, 14 de julio de 2006

El Callao, 2 de Mayo de 1866

La fragata Numancia, en su momento, una maravilla...

Todo en la vida, persigue el mismo ciclo vital: nace, crece, alcanza una cierta plenitud – el que puede -, se reproduce – al que le dejan – y, por último, se encamina hacia una ligera pendiente que a medio camino, ya se ha transformado en una autopista de cuatro carriles en la que es imposible hacer un cambio de sentido… hasta llegar al final. Este evidente corolario es igualmente aplicable a hombres por separado, y a los diferentes conjuntos de ellos, desde una comunidad de vecinos, hasta el más impresionante de los Imperios que a lo largo de la historia han sido. Sí, tanto cartagineses como romanos, luego los persas, más tarde los francos, después los árabes y así, hasta llegar a los actuales Estados Unidos de América, han pasado por todos esos estadios, y todos, sin excepción, han luchado denodadamente por evitar el declive con todos los medios a su alcance… porque como arriba no se está en ningún sitio. Y esos grandes Imperios, como cualquiera de nosotros, muchas veces cayeron en la tentación de engañarse a ellos mismos e intentar parar el reloj de la historia algunos años, tomando decisiones incomprensibles, lanzándose a conquistar tierras que no existían o comportándose como quien todo tuvo, pero ya no tiene apenas nada. A un hombre solo, quizás un cincuentón de aspecto todavía agradable, puede que le diera por desenterrar la camisa de chorreras del fondo del armario, embutirse en ella a fuerza de respirar lo imprescindible e intentar salir a buscar aquel bar donde ponían esa música tan molona, pero que en realidad ahora es un “todo a cien”… A la España de finales del XIX, que se desangraba por dentro, le dio por atacar El Callao.

El 5 de diciembre de 1865, Chile y Perú firmaron un tratado defensivo entre ellos que, en realidad estaba diseñado para tocar las narices a España. Tan solo dos días después de su firma, Perú le declaraba la guerra a la antigua metrópoli, y mandaba lo mejor de su flota a unirse con la armada chilena en el puerto de Valparaíso. Los barcos mercantes españoles empezaron a ser interceptados, mediante abordajes que aquí se calificaban de piratería y allí, de desagravio tras tantos años de dominación y deshonra. Además, los intereses de los ciudadanos españoles establecidos en aquellos lares empezaron a peligrar, ya que se les prohibió comerciar e incluso en algunas ciudades, salir a la calle. Nuestros abuelos, comandados por, posiblemente, una de las peores generaciones de políticos de las que hemos “gozado”, se apresuró a mandar para allá una flota, en plan “aquí estoy yo”, corta de efectivos, desigual en sus capacidades y muy justa de aprovisionamientos y víveres, pero llena hasta las trancas de una de las mejores generaciones de españolitos que ha dado esta tierra extrema y dura. Al mando, por accidente, Casto Méndez Núñez, marino capaz y convertido en héroe nacional tras la limpieza de piratas a la que sometió los mares de Filipinas.

Los Peruanos, conscientes de su inferioridad en los medios – la mayoría de sus naves eran viejas y las más modernas, aún se estaban terminando de construir en astilleros ingleses – se retiraron a aguas poco profundas en donde los españoles no pudiesen maniobrar. Núñez, al no poder forzar un combate en mar abierto, cambió de estrategia, y amenazó con bombardear los puertos de Valparaíso en Chile y El Callao, en Perú. Casto, hombre extraordinariamente escrupuloso en las formas, concedió cuatro días para evacuar el puerto Chileno, primero de sus objetivos e, informado de que buques americanos y franceses allí atracados amenazaban con oponerse al bombardeo, les comunicó que si era así, tendría que empezar por hundirles… “La reina y yo preferimos honra sin barcos a barcos sin honra”. Debió de resultar convincente porque cinco de sus barcos, La Numancia, Blanca, Villa de Madrid, Resolución y Vencedora bombardearon a discreción durante cuatro horas, sin que ni uno solo de los buques extranjeros intentara siquiera intervenir.

Tras el éxito y puede que un "pelín" emborrachados de gloria, la escuadra española se dirigió a El Callao, parece que entre fuertes discusiones sobre la conveniencia o no de volver a España. El 1 de Mayo de 1868, a Casto le llegó un despacho urgente en el que el gobierno le daba la orden de volver de inmediato. La contestación que le dio al mensajero, fría e insensible, dejó helados a todos aquellos que allí se encontraban… “Mañana bombardeo el Callao, usted no ha llegado aún, llegará mañana, me entregará la carta y en cuanto que la lea, me apresuraré a cumplir las órdenes… España no hace las cosas a medias”

El día siguiente, la Numancia, primer buque acorazado en dar la vuelta al mundo y una maravilla de la tecnología de entonces – que sí, que sí… que la construimos nosotros – empezó a castigar las principales defensas peruanas, que no se arrugaron lo más mínimo y se defendieron con todo lo que tenían. El combate duró lo que duraron las municiones españolas. La Numancia, gracias a su carcasa de acero, solo tuvo que lamentar 19 heridos, pero el más grave de ellos fue el propio Méndez Núñez. Moriría tres años después, en medio de horribles sufrimientos.

El Callao fue, en realidad, un empate técnico. El dictador Peruano Prado celebró su victoria asegurando que la escuadra española había huído vergonzosamente. Nosotros dijimos que se trataba solo de una operación de castigo, y una vez castigado – El fuerte de El Callao quedo casi totalmente destruido – no tenía sentido seguir por allí… En resumen, decenas de muertos... ¿para dejar las cosas como estaban?.

La personalidad de Mendez Nuñez si merece unos minutos más; Era el prototipo de marino de la época, no demasiado formado, recio en sus comportamientos, hombre de palabra… de muy pocas palabras, pero ávido de gloria y de servir a su país, al menos lo que él entendía por ello. El mando recayó en él por casualidad, a causa del suicidio del Almirante de la flota y atacó contra la opinión de todo su estado mayor, convencido de que España tenía la obligación de reparar su honra. Cuando regresó a España su popularidad era inmensa, todos los niños querían ser como él… Incluso se le ascendió a General, graduación que rechazó educadamente, alegando “… que no lo merecía”.

Como estaría de considerado que, en medio del desbarajuste ocasionado cuando a Isabel II la corrimos a gorrazos de las Españas, en la votación que acabó determinando la regencia de Espartero, Casto Méndez Núñez fue propuesto para Rey de España… e incluso obtuvo tres votos.

Un pedazo de hombre, a su manera.


jueves, 6 de julio de 2006

La libertad de Escocia

Memorial en honor a W.Wallace

Todas las naciones tienen un libertador… algunas de ellas muy a su pesar. Las más, las europeas, las que vienen de antiguo, han tenido muchos y variados, dedicados a rescatar a su pueblo y enderezar entuertos e injusticias que en algunos casos solo ellos veían, y cuyos arreglos, han traído en la mayoría de las ocasiones más muertos, más viudas y más sufrimiento. El libertador raras veces pregunta a los oprimidos sin están interesados en ser redimidos, o si siguen dispuestos a pagar la costosa factura que acarrea pasar de servir a un viejo dueño, para saludar a otro nuevo… Eso da igual, pues es un bien supremo el que perseguimos… la libertad… algo tan etéreo y pasajero, que bajo sus faldas cabe esconderlo todo, y tan difuso y relativo que, a la pregunta de si se considera usted libre, buena parte de los ciudadanos bajo los regímenes totalitarios e inhumanos comandados por Hitler y Stalin hubieran dicho que sí, sin dudarlo demasiado; y no es de extrañar, pues la capacidad del hombre de vivir engañado no conoce límites. En cualquier caso, nunca hemos estado peor que ahora, momento en el que medimos nuestra independencia por la altura que alcanza la medianera que separa el patio del vecino del nuestro… algo normal, por otro lado: nuestras necesidades no son las de un hombre del pasado siglo XIII…

Aquellos pobres, con menos servidumbres que nosotros e infinita falta de regalías, tenían pocas comodidades y prebendas terrenales a las que aferrarse, y se jugaban la vida, conscientemente o no, un par de veces al mes. Apostaban fuerte, pero en cierto modo, se jugaban menos. Pues bien, a finales del siglo XIII d.C. una parte de esos hombres “antiguos”, la mayoría de los que vivían en el viejo reino de Escocia imaginaron un ideal de libertad, lo compararon con la sensación con la que se levantaban cada mañana y, como no casaba lo más mínimo, se echaron al monte. Semejante desengaño se había ido fraguando durante los cientos de años que su patria había pasado al lado de su “hermano mayor” inglés, un reino más rico, más poblado y más próspero. Al principio la coexistencia no fue insoportable, pero como el paso del tiempo solo realza lo malo, el “protector” empezó a mostrarse más como “un dominador” y pronto empezó a exigir variados derechos y pernadas… Tratándose de escoceses, los más orgullosos de entre los soberbios, aquellos con quien ni siquiera las legiones de Roma habían podido, el asunto solo podía acabar de un modo… a palos.

Al principio, si los inventores del “kilt” no tuvieron más éxito, se debe exclusivamente a su propia dejadez, a su perniciosa costumbre de darse al zumo de cebada tras una buena batalla, y a su propia desorganización. Sus nobles, que curiosamente eran de ascendencia inglesa, dedicaban más tiempo a traicionarse entre ellos que en gestionar el inmenso capital humano que ofrecían aquellas inhóspitas colinas y valles. Eduardo I “el Zancudo”, que era taimado como un zorro, pronto percibió el clima de crispación que adornaba el bando escocés, y dedicó energías, embajadores y grandes cofres de oro para sobornar a discreción… con gran éxito por cierto.

Dicen que un mal gallinero solo lo soluciona un gallo nuevo… y así fue también en tierras escocesas. Tuvo que venir un segundón, un tal William Wallace, con poca nobleza en sus tierras pero mucha en su alma, para que la mayoría de los suyos se reunieran en torno a él, se olvidaran de disputas y viejas rencillas, y volvieran a concentrarse en lo principal… matar ingleses para recuperar la libertad. Primero salió a buscarlos a Lanark, donde sitió a una guarnición inglesa y exterminó todos sus integrantes y durante el año siguiente vagó por las tierras escocesas acumulando éxitos y seguidores, y alimentando su leyenda, con tan buen resultado, que al poco los ingleses no se aventuraban a salir de sus fortalezas y, cuando no les quedaba más remedio que hacerlo, lo hacían muertos de miedo, seguros de ser observados por la ese tal Wallace, que algunos pintaban con más de dos metros de alto, con alas y garras e incluso echando fuego por la boca…

Un día, seguro de sus posibilidades a campo abierto, sitió a un gran ejército inglés en Stirling y provocó furiosamente a su caballería, hasta que logró que cargara contra él. De pronto, los cientos de jinetes que se lanzaron contra las filas escocesas, se quedaron mudos al ver que aquellos campesinos y bandidos a los que iban a masacrar, se agrupaban en grupos de tres o cuatro, agarraban gruesas estacas de fresno y las dirigían contra las caras y las ancas de sus cabalgaduras… De trescientos caballeros británicos no sobrevivió ni uno. Huérfanos de la protección de su caballería, a la infantería inglesa le entró el pánico y se desbandó, facilitando la posterior carnicería. Wallace ya era dueño de la mayor parte de Escocia.

Eduardo entonces, decidió echar el resto… esto es, poner encima de la mesa más dinero. Se rascó el bolsillo de tal manera, que consiguió que los nobles escoceses se pensaran si no se estaba mejor el casa viendo el mundial, y meses más tarde, William Wallace era abandonado a su suerte en plena batalla, esta vez en Falkirk. Consiguió escapar, pero casi sin apoyos ni dinero, se convirtió en un fugitivo en su propia tierra… Un noble de poca monta, un tal John Meteith se las ingenió para entregarle el 5 de agosto de 1305.

La muerte de Wallace fue de aquellas que resulta imposible de olvidar. Primero fue castrado, luego se le colgó de sus hombros mediante unas argollas, se le abrió en canal y se quemaron sus órganos y vísceras, delante de sus ojos, con el infortunado probablemente aún vivo. Por fin, le atravesaron con una pica y le cortaron la cabeza. Sus extremidades fueron repartidas por los cuatro extremos de Escocia, en un curioso ejercicio de propaganda que solo consiguió volver a estimular el sentimiento que Wallace había canalizado, años antes.

Los escoceses consiguieron, por fin, su libertad, en 1314, coronando como rey a Robert Bruce, que se comportó de manera igual de despiadada que los anteriores monarcas ingleses.

… hombres libres.


domingo, 2 de julio de 2006

El oro de Moscú

Los días 3 y 4 de septiembre de 1936 se sucedieron los descalabros para el gobierno republicano: Fracasaba la expedición contra Baleares, los navarros de Mola tomaban Irún y sobre todo, caía Talavera de la Reina. En este ambiente lúgubre, el gobierno de Giral dimitía en pleno y cedía el testigo – o el marrón, según se mire – a otro de concentración, de carácter mucho más revolucionario, presidido por Largo Caballero. Éste, sabía que el problema principal de la República se reducía, en aquel momento, a sacar partido de su aplastante superioridad material, mediante una mejor coordinación en el mando y sobre todo, a través de la sustitución de los milicianos – llenos de anhelos y buenas intenciones pero de poco valor frente a los marroquíes de Franco – por algo “parecido” a un ejército regular. La baza principal para conseguir esto último reposaba en los sótanos del Banco de España, entidad privada al cargo del 4º depósito de oro más grande del mundo, acumulado gracias al comercio derivado de la neutralidad española durante la primera Guerra Mundial y no, como se ha creído siempre, traído de América en tiempos antiguos.

A la pregunta de ¿cuánto? es imposible responder con absoluta seguridad, porque los “herederos” de los que lo sacaron dicen que fue muy poquito, y los “descendientes” de los que no lo pudieron sacar para ellos, defienden que fue cuatro veces la fortuna de la Reina de Inglaterra, pero desde el anonimato de un blog, se puede concluir que no fueron menos de unas 600 toneladas de oro, de excelente pureza, y que hoy su valor ascendería a más de 9.000 millones de dólares americanos… una minucia.

El caso es que el Gobierno de Largo Caballero, viendo que las columnas de Varela se acercaban más y más a Madrid, re reunió con carácter urgencia y, mediante Decreto, resolvió trasladar las reservas de oro a un lugar más seguro. Para salvar las apariencias, a los cuatro consejeros del Banco de España con los que se pudo contactar – los otros ocho ya habían huido, supongo que con el oro que hubieran podido – se les obligó a estar presentes durante el inventariado, se les prohibió dimitir y se les conminó a firmar el acta de traslado “como observadores”. Lo cierto es que su opinión apenas contaba para nada ya… Una vez resuelto el traslado, todos abandonaron sus funciones, salvo uno, que informó a los rebeldes. El clavero más antiguo del Banco de España, más afectado que cualquiera de sus jefes – esto es verídico… - se suicidó.

Del 14 al 16 el oro fue escondido en varias grutas excavadas en los alrededores de la ciudad murciana de Cartagena, base naval principal de los populistas, alejada de los frentes e inexpugnable por mar. El 25, casi todo el oro era embarcado con rumbo a Odessa ¿Por qué? Pues porque en aquellos momentos ya estaba en marcha la Operación X, por la que la URSS se convertía en aliado principal de la República – en parte, gracias a que las democracias europeas la habían dejado más sola que a Gary Cooper – y, por ende, principal suministrador de armas y pertrechos. Uno de los términos más importantes del citado acuerdo era el pago de dichos materiales, y para garantizarlo, nada mejor que el oro del Banco de España, oro del que se irían descontando las cantidades suficientes para compensar los envíos con destino a los republicanos.

El problema, o uno de ellos, es que la URSS nos la lió. A fin de cuentas, la República se tuvo que agarrar a lo que pudo, y esto fue un régimen político opaco, no democrático, a más de 4.500 kilómetros de distancia y ajeno a todas las convenciones y tratados internacionales, en especial, a los de contenido económico. Sin embargo, la confianza de los jefes populistas fue tan grande, que ni siquiera tuvieron los soviéticos que firmar un mísero recibo de entrega. A los cuatro claveros enviados desde España para dar fe del pesaje y conteo del material precioso, se les impidió hacer su trabajo y permanecieron invitados – de hecho secuestrados – durante buena parte del tiempo que duró la contienda y, ahí, en el pesaje, fue donde Stalin nos la volvió a meter doblada... Del envío formaban parte una multitud de monedas antiguas, como soberanos, reales, escudos, maravedíes, muchas de ellas rarísimas, cuyo valor intrínseco era mucho mayor que el asociado a su peso. Aparte, también fueron entregadas cientos de obras de arte en oro y plata como cuberterías, vajillas, joyas e incluso un par de cetros cuyo valor era, posiblemente, incalculable. La URSS alegó que solo aceptaría créditos ligados al peso del mineral precioso y que su pesaje y fundición era urgente, por lo que se limitó a “apartar” dichas obras para su posterior clasificación… y tan bien debieron de ser clasificadas que nunca se volvió a saber de ellas, y tampoco formaron parte del montante final del envío… ¡Que listillos los ruskies!

Gracias al “oro de Moscú”, la República pudo estabilizar una situación militar que amenazaba ruina en pocos meses, y su ejército fue recibiendo material de mayor o menor calidad, pero imprescindible para equilibrar los envíos de armas que los franquistas obtenían vía Alemania o Italia.

Otro día contaremos, si os parece, cómo pagó Franco las cervezas a los alemanes de la "Legion Condor".

... Tampoco le salió barato.