miércoles, 30 de agosto de 2006

Otros tiempos

Un día cualquiera, un general holandés aguardaba, impaciente, a que los suyos acertaran a reunir los dineros acordados con las tropas españolas para proceder a su liberación. Estaba inquieto, y no era para menos… Los componentes de los Tercios de Flandes garantizaban la vida de los grandes señores extranjeros ya que, al fin y al cabo, era una obligación y una muestra de gallardía permitir al enemigo retornar al campo de batalla y morir como un noble, o al menos como un hidalgo, y no como un siervo. Más el señorío del prisionero se medía en lo poco o mucho que tardaran sus compatriotas en juntar el capital exigido, y en aquel caso particular, el asunto no iba particularmente rápido. Fadrique de Toledo, hijo del Duque de Alba, observaba divertido los nervios que atenazaban a su invitado – rehén y, quizás para hacerle más llevadora la espera, le ofreció conversación. En un determinado momento, el holandés, sin duda buscando alargar la espera y así aumentar sus posibilidades de abandonar la tienda de una sola pieza, preguntó a su homólogo hispano cual era la virtud más destacable en el proceder de sus hombres, aquellos españoles invencibles que en medio de enormes dificultades, estiraban la agonía imperial en las traicioneras tierras de Flandes; Fadrique, sorprendido se limitó a balbucear “… pues, no sabría decirle a ciencia cierta a vuesa merced”. El holandés insistió en sus preguntas y preguntó de nuevo: “y… ¿Qué es entonces lo que más sufren?"; Al general español le cambio el rostro, sonrió y espetó: “¡Ah sí! ¡Eso si lo se!... Sin duda… ¡que les hablen alto!

Eran otros tiempos pero, por lo que hoy consideramos trasnochado, superfluo o simplemente extravagante... por eso... se mataban los hombres a puñaladas hace cuatro siglos. El episodio no deja de ser apócrifo pero, por eso mismo, es más que probable que representara la norma y no la excepción, y dibuja, muy a las claras, la difícil tarea de sujetar al tipo de hombre que encarnaban aquellos españoles. De un lado, un exagerado sentido del honor, de su reputación y de su propia importancia. De otro, despreciadores de la muerte, acostumbrados a vivir “con la hostia en la boca, el cristo en las manos y la muerte en los ojos”. Desde que se alzaban por la mañana, con las carnes henchidas de orgullo, eran un foco de riñas y problemas pero, con esa misma energía tomaban fortalezas imposibles, atravesaban canales a nado y, siempre que se les pidiera como a señores... cavaban como gañanes. Y todo con la fuerza que da el creerse superior con razón o sin ella, y el saber que toda su vida, su propia existencia, giraba en torno a algo bien sencillo... la honra.

Y definirla es harto difícil, más aún si pretendemos ponerla en consonancia con un español de entonces pero, para no saberse muy bien que era y en que consistía... era bien fácil mancillar la de un compañero y, conociendo como se las gastaban aquellos hombres, lo que sorprende era que no acabaran todos a puñetazos desde la hora del desayuno, por no hablar de las situaciones inverosímiles que tanto celo propio y ajeno propiciaba: Un sargento o capitán tenía autoridad para, en un momento dado, colgar a un hombre, llenar su cuerpo de paja, atravesarlo con una pica y dejarlo allí, en medio de la plaza o en lo alto de un carro para escarmiento de sus compañeros y de la totalidad del tercio pero ¡ay como se le ocurriera castigar a un soldado abofeteándole o golpeando su cuerpo con un vulgar palo o cualquier otro instrumento desprovisto de filo! Entonces, en mitad de la formación, el ofendido, por más que fuera el más humilde de los tambores, pedía pleito a su comandante para a continuación limpiar su honra a base de estocadas en el trasero de su superior... Y todo esto era visto como normal por la tropa, los mandos y la totalidad de la oficialidad. Exigencias como estas acarreaban limitaciones a los mandos que en un ejercito moderno parecerían de pandereta pero entonces eran el pan nuestro de cada día.

Pero claro, esta obligación de castigar con filo las afrentas ajenas hacía que, a poco que las cosas anduviesen revueltas, el devenir del tercio se transformara en los campeonatos mundiales de esgrima de manera que, al cabo de unas semanas de operaciones, el que no se adornaba con una cuchillada era porque tenía dos, tres o cuatro. Para evitar males mayores se definieron unas complejísimas ordenanzas que trataron de aunar lo que debía ser el ejercicio de la disciplina en un ejercito serio, con la acentuada afirmación del "yo" del soldado patrio, y esto desembocó en un texto legal que a nadie satisfacía pero que, al menos, conseguía limitar los duelos a uno o dos al día, ordenando por ejemplo que ofensor y ofendido se tomasen un tiempo para decidir si querían seguir con sus pendencias o aconsejando al sargento salir a reprender a sus subordinados de noche, para evitar que sus compañeros presenciaran el correctivo. Eso sí, si se guardaban estas elementales normas de convivencia, se podía pedir a aquellos hombres prácticamente cualquier cosa... su honra les obligaba a aceptar la orden, por estúpida que fuese... y bien que se aprovecharon de ello los Austrias...

En 1623 las ordenanzas se reformaron y otorgaron al bastón de mando de los oficiales la categoría de arma, para evitar que los soldados se sintiesen mancillados en contacto con él. Hubo que hacerlo después de que, en el Tercio de Enríquez, un capitán rozara inconscientemente con él a uno de sus hombres, y el ofendido le abriera la cabeza de un espadazo...

Nadie en el Tercio lo vio como algo anormal....

... eran otros tiempos.

miércoles, 23 de agosto de 2006

Mil pesetas

Ese oscuro objeto de deseo...

Hace poco, en el transcurso de una cena que discurrió por su camino más amable hasta el momento en que solicitamos la cuenta – cuidado con los menús degustación, en los que apenas nada está incluido… - una de las conversaciones versó sobre la cantidad de locuras en que nos vemos envueltos los humanos y las diferentes motivaciones que tenemos para hacerlas, y en un determinado momento uno de los comensales espetó: “… es que, hay que ver, ¡la gente por dinero haría prácticamente cualquier cosa!”; lo primero que me suscitó dicha afirmación, dejando aparte la desafortunada costumbre del ser humano para meter a todos sus congéneres en el mismo saco, atarlo y dejarse fuera a sí mismo, fue la sensación de que aquello no era así exactamente… me explico: una cosa es que en la actualidad, un grupo de jóvenes con más o menos meninges esté dispuesto a cohabitar delante de siete cámaras de televisión en un sucedáneo de experimento sociológico, y otra muy distinta la situación a la que cualquiera de nosotros se puede ver abocado por mor de las circunstancias, de un mal dado, o de la intervención de otro de nosotros. En esencia: Una persona sería capaz de hacer muchas cosas por dinero, pero “solo” se vería abligado a tener que decir que sí prácticamente a todo, en la medida en que dicho dinero, acabara con una necesidad… su necesidad.

Y otra cosa no habría pero necesidades, en la Guerra Civil española, sobraban. Como podréis suponer, ni la comida, ni el calzado, ni el vestido, ni siquiera mantener la más mínima higiene personal, eran cosas fáciles de conseguir. Y daba igual que formaras parte de las columnas que se mataban mutuamente en cualquiera de los frentes, o que deambularas como ciudadano no combatiente – pero sí sufriente… - por cualquiera de los pueblos o ciudades españolas… En ningún sitio había prácticamente de nada. De ahí que el dinero, por mínimo que fuese, solucionara fácilmente la mayoría de los estragos que se cebaban con las familias, los ancianos, los niños… y de ahí también que, en aquellos días, hubiese cientos, miles, millones de personas dispuestas a todo por ver a su hijo irse a la cama, por una vez, con el estómago lleno. Pues bien, este “estado de necesidad” extrema, unida al carácter sandunguero, despreocupado e inconsciente de la mayoría de nosotros mismos, degeneraba a veces en situaciones caóticas que, con el paso de los años, bien se pueden contemplar con una media sonrisa… de lástima.

España fue, durante aquellos funestos años, un inmenso campo de batalla experimental en el que las potencias europeas probaron una barbaridad de nuevos ingenios y modernas técnicas guerreriles que sirvieron, tan solo seis años más tarde, para matar mucho más y mejor durante la II Guerra Mundial. Por los campos patrios nuestros abuelos se maravillaron observando una variada suerte de aviones, cañones, armas ligeras, submarinos… y por supuesto, carros de combate. Como se trataba de un ingenio costoso y caro, y como fallaban más que nuestro ministro de Asuntos Exteriores, la Alemania nazi y la Unión soviética de Stalin mandaron para acá sus más modernos modelos, para irlos fogueando en condiciones reales, sacarles fallos y dejarlos a punto para lo que se avecinaba en el horizonte. Los nazis nos obsequiaron con su Panzerkampfwagen I, un ingenio pequeño, no mucho más blindado que una lata de gasolina, armado tan solo con dos ametralladoras, pero manejable y veloz. La URSS despachó con destino a las brigadas del ejército republicano su mejor carro de combate, el T – 26, un macizo vehículo que atesoraba entre otras muchas virtudes, una de valor incalculable… un cañón. ¿Cómo… qué cuál es la diferencia? Pues como la noche y el día… para no aburriros y mandaros a la cama antes de tiempo, os diré que, básicamente, el “ruski” podía poner fuera de combate al “boche”, pero lo contrario, era simplemente imposible.

Cuando el jefe de los carristas alemanes, un tal Von Thoma, vio que, regularmente, sus vehículos regresaban a casa con dos o tres “cómodos agujeros de ventilación”, lo intentó todo: sustituir las ametralladoras por algo más consistente, desarrollar nuevas tácticas de ataque, emboscar a los vehículos soviéticos… pero sin resultados; hasta que una mañana dio con una solución más barata que arriesgar sus propios tanques… veréis… Thoma prometió nada menos que ¡mil pesetas de entonces! a aquel que fuera capaz de acercarse a uno de estos ingenios y capturarlo de manera que más tarde fuera reutilizable por las tropas nacionales. Naturalmente, decirlo y presentarse varios cientos de soldaditos españoles más que dispuestos, fue todo uno. Lamentablemente para los nuestros, pensarlo era más fácil que hacerlo: En primer lugar, para conseguir la proeza había que acercarse al “bicho”, lo que no era precisamente baladí, teniendo en cuenta el “peaso” cañón que adornaba al tanque ruso. Además, la única manera de dejarlo en condiciones de utilización posterior era, o bien meterle una mina casera entre las orugas, o bien tratar de abrir la escotilla como fuera, y ametrallar a su tripulación… y tanto una cosa como otra eran muy peligrosas.

Cierto día, alarmado ante las noticias de cientos de españoles que caían tratando de sacarse esas mil pesetas, el oficial nacional que ejercía de enlace de Von Thoma decidió presenciar, con sus propios ojos, una ofensiva de tanques, concretamente en Brunete. Lo que vio, básicamente, fue a un remolino de soldados que, con manifiesto despreció por su vida y por el éxito de la operación, olvidaban las órdenes de sus superiores y se iban como locos a sacarse el sobresueldo, ¡a veces armados tan solo de una palanca para tratar de acceder al tanque! Aquel día, al parecer, murieron treinta y seis españoles tratando de convertirse en clase media – alta...

El mando español suspendió definitivamente aquella práctica, y prohibió a Thoma ofrecer premios o dineros.

Mil pesetas de entonces eran, aproximadamente, unas 275.000 pesetas de ahora.

El coronel Barrón, otro de los militares nacionales que presenciaron aquel desastre, escribió más tarde… “jamás, en el curso de la guerra, volvería a presenciar ofensiva alguna, en que superara la temeridad y la locura con la que aquellos soldados se lanzaron a una muerte segura”.

Se le olvidó nombrar a la necesidad.

martes, 15 de agosto de 2006

¿Que hay de comer?

Factoria de "Garum" en Baela, asentamiento romano cerca de la actual Tarifa

Los relatos al uso sobre las costumbres gastronómicas de los romanos los describen entregándose a opíparos banquetes, en los cuales se podían degustar caros y extrañísimos platos, como loro hervido o grulla asada, rarezas que hoy pocos de nosotros nos atreveríamos a probar… más no siempre fue así: los primeros hijos de la loba apenas desayunaban, comían muy frugalmente y durante siglos apenas conocieron algo más que tres o cuatro alimentos básicos, como la manteca, las gachas de trigo y otros cereales y la polenta, hecha a base de harina de cebada; En cierto modo se podría decir que su transcurrir culinario no era mucho más refinado que el de nuestros modernos caballos percherones… por no hablar de cómo viven y engullen las mascotas de algunos de los moradores de ciudades como París o Nueva York.

Afortunadamente para ellos, la expansión de su exitosa civilización desencadenó una importante revolución gastronómica a principios del siglo II a.C, cuando los victoriosos legionarios que volvían a la madre patria después de calentar el lomo a sus vecinos, trajeron nuevos productos y, sobre todo, nuevos usos y procedimientos, procedentes mayoritariamente del mundo griego. Se pudieron de moda los platos potentes y especiados, no aptos para estómagos delicados, y de la austeridad se pasó al más inmisericordioso exceso… Cómo serían las indigestiones que, en el año 95 a.C, una Lex Licinia (1) fijó un límite para la cantidad de alimentos que se podían servir en determinados banquetes, concretamente los de carácter privado… y ya que solo se prohibe lo que se generaliza, no es difícil convenir en que más de uno, tuvo que reventar comiendo.

Curiosamente, la primera fuente del saber culinario romano, y manual imprescindible para los cocineros de la época, era el De re coquinaria, de Marco Gavio Apicio, un hombre riquísimo nacido en los primeros años del principado de Augusto y que atesoraba tal afición por poner a prueba a su estómago… que se suicidó en una mala racha económica aterrorizado por la posibilidad de morir de hambre. El tal Apicio pasó a la historia gracias sobre todo a sus extravagancias gastronómicas, que incluían lengua de ruiseñor o de flamenco, talones de camello al vapor, crestas de aves y otras delicatessen de dudoso gusto. Afortunadamente, entre las 478 recetas que componen su libro, figuran algunas más normales y sugerentes como pastel de lenguado, el pollo a la sal o a la miel, cochinillo asado (que ya era muy popular en Hispania) o brochetas de pescado a la sal.

En la época del alto Imperio, la que suelen representar con más asiduidad las producciones cinematográficas o la literatura, los romanos efectuaban tres comidas diarias: Dos ligeras, el ientaculum o desayuno y el prandium o almuerzo, y una más contundente, la cena. Por la mañana bastaba para ir a trabajar con un trozo de pan mojado en leche o miel, quizás acompañado con algunas aceitunas o un poco de huevo. A mediodia, más pan acompañado de queso de cabra o una porción pescado escasamente ahumado y por la noche, algo parecido a nuestros modernos embutidos, más pescado y postre. En cuanto a la carne, mejor ni hablar: era extraordinariamente cara y la de más calidad estaba absolutamente vedada, a no ser que se formara parte de las clases más pudientes... o se robara. En cuanto a los modales en la mesa, estos harían las delicias de cualquiera de los niños o jovenes de nuestra época: Los romanos no usaban tenedor y se limitaban a coger los alimentos con las manos o con la cuchara; eructar estaba muy considerado y los invitados en casa ajena estaban autorizados a expulsar los gases intestinales con total impunidad... ¡gracias a un Edicto del emperador Claudio!. Al término del festín, también estaba muy bien mirado llevarse las sobras a casa en la servilleta que casa uno portaba, e incluso no hacerlo era una evidente muestra de descortesía que garantizaba no volver a formar parte de la partida en el próximo envite culinario...

A pesar de todo este surtido de perlas gastronómicas, los romanos no habían olvidado a sus ancestros del todo, y les honraban diariamente por medio de la inclusión en su menú del Garum, especie de antigua salsa hecha de pescado que acompañaba absolutamente todo, menos los postres. Su éxito era arrollador, hasta el punto de que las factorías productoras de garum, que se distribuían a lo largo de todo el Imperio, tenían vigilancia policial, y las más importantes como la de Cartago Nova en Hispania, llegaron a estar especialmente protegidas por destacamentos legionarios (2) . Este producto, de fuerte sabor y que al parecer se repetía más que un cantaor flamenco, provocaba opiniones encontradas entre las personas del orden del Imperio: algunos Emperadores, como Vespasiano, se declararon manifiestamente incapaces de comerlo y el escritor Plinio el Viejo, se negaba a servirlo en sus banquetes, calificándolo de pescado podrido. En realidad, es más correcto hablar de maceración. Se metían en sal los peces sin eviscerar durante al menos dos meses, y se aderezaban a cada rato con una docena de especias diferentes, en riguroso orden, hasta que se conseguía un sabor fuerte y potente. Esta especie de primitivo "Ketchup" se servía sobre todo en tugurios y tabernas, que aprovechaban para especiarlo aún más, y así "obligar" a los comensales a consumir más vino...

... exáctamente igual que ahora.

Hola a todos.

(1) Las leyes romanas normalmente recibían el nombre del magistrado autor de la iniciativa

(2) Se conservan hojas de servicio de las legiones, en las que se detallan destinos de esta clase. Una de ellas incluso hace referencia a "nuestra legión", la VII Gémina.