miércoles, 28 de septiembre de 2005

El aguila de la novena

¿Quién puede decir que nunca ha perdido nada? Todos nosotros, en el autobús, en un banco del parque, en la butaca de un cine, nos hemos dejado en alguna ocasión un móvil, un bolso o las llaves del coche, por ejemplo. De la rapidez con que seamos capaces de dar media vuelta y de la buena voluntad de jardineros o acomodadores depende que el asunto se convierta en un drama… o se quede en un pequeño susto. Perderse, se puede perder todo: la vergüenza, la cabeza… hasta el corazón; hay gente que pierde cosas constantemente y luego lo va encontrando todo con pequeños días de diferencia, de manera que cada jornada se convierte en una especie de cumpleaños en el que a cada poco, te toca algo. Incluso el Imperio Romano perdía cosas… ¿cómo… que qué fue lo que perdieron? Nada… una tontería… ummm…

… una legión completa…

No…no estoy diciendo que el enemigo la masacrara, como les paso a las XVII, XVIII y XVIIII en el Bosque de Teotoburgo en el año 9 d.C, ni que un castigo diezmara la unidad en cuestión con motivo de una guerra civil o como represalia por un demérito. Estoy diciendo, pura y llanamente, que las altas instancias del Imperio nunca supieron que fue lo que pasó con ella en realidad. La historia de esta unidad, la Legio IX Hispana, ha inquietado a los estudiosos durante décadas y ha quedado en la imaginación pública como ejemplo supremo de misterio militar. La "Hispana" tiene sus orígenes en un grupo de cohortes que lucharon a las órdenes de Julio Cesar en la Galia entre los años 58-49 a.C. y que estaba compuesto, en su mayoría, por oriundos de la piel de toro. En el año 13 d.C. fue trasladada a los Balcanes y en el 43 d.C. el Emperador Claudio se fijó en ella para acompañarle a la conquista de Britannia. Hasta aquí, todo normal.

A través de lápidas, estelas funerarias de centuriones e incluso inscripciones en picos y azadones, sabemos que en el año 60 d.C. se estacionó en Lincoln y a partir del 70 d.C. estuvo en York, colaborando en la construcción de una red de calzadas que a la postre uniría dicha ciudad con Londres o Londinium. Además, gracias a unos cascos encontrados en el límite entre Inglaterra y Escocia, estamos seguros de que, años más tarde, marchó con Julio Gneo Agrícola para zurrar la badana a los abuelos de los escoceses, los escottos, y que culminaron con una gran victoria en el macizo montañoso de Mons Graupius. Después regresó a York, donde permaneció muchos años hasta que en el 115 d.C, una mañana, partió entre la bruma y a partir de ahí… la nada.

Y ¡ojo! actualmente podemos reconstruir con absoluta precisión la trayectoria, desde su origen a su disolución, de la práctica totalidad de las unidades legionarias romanas; y ese periodo abarca en muchos casos la friolera de más de ¡400 años! Por eso esta “desaparición” es tan excepcional. Para explicarla, estudiosos de todo el mundo han propuesto varias teorías: quizás fuese destruida en la frontera norte, o puede que se la trasladara a otra punta del Imperio (hecho del que seguro quedaría constancia) o es posible que, descendiendo de españoles, se fueran todos de puente... El caso es que años más tarde, varios gobernadores enviaron sucesivas expediciones para intentar encontrar cadáveres o supervivientes, sin resultado alguno, con lo que Adriano hizo traer desde el continente a la Legio VI Victrix para reemplazarla. La teoría más novedosa, y que podría resultar la más convincente, es que la unidad marchó hacia el norte y, simplemente, no volvió. Esta versión de los hechos ha sido el tema central de la novela “Eagle of the ninth” de Rosemary Sutcliff (1964). El título de esta se inspiró en el descubrimiento hace mucho tiempo, en Silchester, de una pequeña águila de bronce que la autora identificó inmediatamente con el estandarte de la Legión IX. Humildemente, he de discrepar con Rosemary; la forma del ave y la ausencia de alas no coinciden con la apariencia de las Aquilas legionarias con lo que seguramente se trate simplemente de una estatuilla votiva de bronce, de las usadas entonces para realizar ofrendas.

El misterio continua...

PD: En el texto aparece una "errata latina" usada a propósito... ¿alguien sería capaz de localizarla y de decirme por qué no se trata de una errata en realidad?


martes, 27 de septiembre de 2005

Vespasiano, el emperador ahorrador

La política y el humor son dos profesiones parecidas. Quizás la diferencia más palpable es que, si bien el humorista se suele dar cuenta de cuando sus chistes empiezan a dejar de tener gracia, el político nos sigue intentando engatusar con las mismas chanzas, año tras año. Si Vespasiano no hubiese sido lo primero o hubiera nacido en otra época, posiblemente se habría dedicado a lo segundo, porque gracia, como vamos a ver, le sobraba.

Tito Flavio Vespasiano había vivido en Roma muy poco. Nacido en provincias, en Rieti, abrazó en seguida la carrera militar lo que le llevó un poco a todas partes. No era noble, sino que pertenecía a la pequeña burguesía o, lo que es lo mismo, las distinciones y el estipendio se los había ganado con mil y un sacrificios y gracias sobre todo a sus dos virtudes principales: Una disciplina a toda prueba y un sentido del ahorro que rozaba la pura tacañería. Fue general del Emperador Claudio en las campañas de Britannia y comandante de las legiones de Siria bajo Nerón, al que detestaba. Después del espantoso interregno que siguió a la muerte de éste, Vespasiano asumió el mando de las legiones danubianas y venció a las de Vitelio en la batalla de Cremona, lo que le dejó franco el camino hacía el poder.

Tenía sesenta años cuando subió al trono pero los llevaba bien. Calvo, con una grandes orejas cubiertas de pelo a lo Manuel Fraga, tenía el rostro claro y franco y su mirada intensa trasmitía una enorme seguridad; detestaba a los aristócratas a los que consideraba unos zánganos y nunca sufrió la tentación esnobista de intentar hacerse pasar por uno de ellos. Cuando un heráldico, para adularle, fue a comunicarle que había buscado sus orígenes y descubierto que descendía del mismo Hércules, estalló en una sonora carcajada y mandó al pobre desdichado a descargar pescado en los muelles del puerto de Ostia. No soportaba las sofisticaciones. En otra ocasión, recibió a unos embajadores procedentes de Oriente y, molesto por los ropajes cubiertos de pedrería que portaban y su insoportable olor a perfume, prefirió tratar con sus esclavos a los que consideraba más recios y, por tanto, más dignos de confianza.

Lo primero que hizo fue reorganizar el ejército y las finanzas. El primero le arrendó en exclusiva a oficiales de carrera, casi todos provincianos como él. Para las finanzas, escogió el camino más expedito: el de vender, a un precio carísimo, todos los cargos públicos. “De todas las maneras – decía – todos son ladrones, y en cierto modo les fomentarlos a serlo; mejor que vayan adelantando al Estado un poco de lo que roban”. El mismo método eligió para reorganizar el fisco. Lo confió a funcionarios escogidos entre los más rapaces y esquilmadores y les soltó con plenos poderes en todas las provincias del Imperio. Una vez completada su labor, los prendió, les confiscó todas sus ganancias, restituyó una pequeña parte a los afectados y con el resto, dejó las arcas imperiales en un estado que no habían conocido desde Augusto. Cuando su hijo Tito, que era un puritano, protestó, Vespasiano le respondió “yo hago de sacerdote en el Templo. Con los bandidos, hago de bandido”.

Tiempo después, un poco harto de las labores del principado, cedió la mayoría de los poderes a su hijo Tito, de natural una buenísima persona que lo pasó fatal reprimiendo la insurrección Judía del año 70 d.C. y el experimento, por supuesto, no funcionó. Ante la tesitura de tener que elevar a su otro hijo, Domiciano, que era un déspota y un conspirador pero sin la mano izquierda del padre, optó por continuar personalmente con la responsabilidad imperial, a pesar de que los años empezaban a pasarle factura. Tras una década de sabio reinado, el más sabio que gozara Roma después de Augusto, Vespasiano volvió un día a Rieti de vacaciones; se le ocurrió la mala idea de enjuagarse los riñones con agua de Fuente Cottorella. Sea que la cura no era la adecuada, o que se hubiese equivocado en la dosis, el caso es que fue presa de fuertes cólicos y en seguida se dio cuenta de que no había remedio. En aquella Roma de zalendas y adulaciones en que era costumbre divinizar a los Emperadores tras su muerte, Vespasiano exclamó, guiñando un ojo ante su familia – vae, puto Deus fio o "¡Vaya!, parece que me vuelvo un Dios". Después de tres días y tres noches de disentería y amarillo como un limón, se levantó, miró a los circundantes que a su vez le contemplaban asustados y de desplomó, después de gritar a carcajadas – "Si, ya lo sé, pero un Emperador debe morir de pie". Era el año 79 d.C.
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PD: Seguimos con los acertijos... por veinticinco pesetas ¿qué extraño impuesto empezó a recaudar Vespasiano en el 71 d.C. y qué era lo que gravaba? vamos, vamos... ¡que es muy fácil!

viernes, 23 de septiembre de 2005

La cruzada de la Infamia

Ciudadela principal de la fortaleza de Montsegur

Saliendo de Marsella hacia el oeste nos encontramos con la región del Langedoc, antaño la más rica de Francia y hoy, una de las más pobres. En ella abundan los recuerdos de la turbulenta historia de estos parajes, salpicada por ruinas de castillos y antiguas ciudadelas, arrasadas por orden de Reyes y Papas enarbolando el estandarte de Cristo, tan habitual en la Edad Media. Porque el Langedoc fue la cuna de la herejía, si esto puede decirse de algún lugar del mundo, y pocas veces la religión habrá determinado con tanta crueldad el destino de un país de manera tan visible, sin exceptuamos Bosnia e Irlanda del Norte.

Pues bien, ese Langedoc de fortalezas, de amor cortés, de trovadores y riquezas sin fin, fue el escenario del primer genocidio de Europa: una matanza de más de 100.000 seguidores de la herejía cátara por mandato del Papa que tuvo lugar durante la cruzada más desconocida, la albigense, la cual recibió su nombre de la ciudad de Albi, cuna de la insurrección.

Hoy ya no es posible describir con exactitud la génesis de la fe cátara, pero en el Langedoc el movimiento se convirtió en una fuerza nada despreciable a partir del siglo X d.C. Parece ser que podemos encontrar sus antecedentes más fieles en el maniqueísmo, un conglomerado de enseñanzas acuñadas por el persa Mani en el siglo III de nuestra era; de ahí pasaron a la región montañosa que delimita los territorios de Macedonia y Bulgaria, desde donde alcanzó las tierras europeas primero gracias a las caravanas de los mercaderes y después, escondida en las columnas de caballeros de la primera cruzada... cuyos portadores fueron conocidos como Cátaros, del griego "Katarós" que significa "puro". Los languedocianos no hicieron a los cátaros blanco del desdén que hoy dispensamos a las confesiones u opiniones minoritarias existentes en nuestra cultura. Llegaron a ser la religión dominante del país y fueron tratados con el mayor respeto. Se puede afirmar que el catarismo, era en el langedoc la religión del Estado.

A sus seguidores los llamaban les Bonhommes o les bons chretiens, es decir, "los buenos hombres" o "los buenos cristianos", lo que da a entender que posiblemente, no hacían daño a nadie. Las crónicas imparciales les presentan como un movimiento de pureza, un retorno a la filosofía primigenia del cristianismo y, si bien es cierto que sus doctrinas acabaron no entendiéndolas nadie, en general propugnaron un ideal de vida conforme a las enseñanzas de Jesús y por tanto, renegaban de los fastos y las riquezas. Se congregaban al aire libre, todos los miembros eran iguales, eran pacifistas y creían en una especie de reencarnación. Además despreciaban - pobres- las relaciones sexuales, no mataban a los animales ya que creían en la metempsicosis y, por el camino, se cargaron los sacramentos inventando uno nuevo que valía para todo: el Consolamentum.

Más problemas presentaban otras partes de su doctrina: Para los Cátaros coexistían dos mundos, el cielo, obra de Dios y el mundo terrenal, obra de Satán. En esta especie de Tierra Media Dios no interviene en el segundo ya que para él, no existe. Por tanto los hombres seríamos una especie de almas encerradas en cuerpos terrenales de los que el Creador, en algún momento, se apiadó mandándoles a su hijo para hacerles entrega de un mensaje redentor. A diferencia del concepto católico, Jesús no resucitó, sino que solo tomó la apariencia humana por lo que los soldados romanos que perpetraron la crucifixión no asesinaron más que a una “sombra”. En cierto sentido, está claro que los hombres buenos no eran un peligro para nadie… excepto para la Iglesia. A dicha institución, ya bastante mosqueada por los sermones de los arzobispos cátaros en lo que condenaban la posesión de riquezas por el clero, no le gustaba nada el desprecio de estos por el símbolo de la cruz ¿Qué por qué? pues porque aborreciendo el culto a los difuntos, se rechazaba también el tráfico de reliquias, una de las más importantes formas de financiación de la iglesia Católica en la Edad Media y, es sabido que si se quiere mosquear a la Iglesia de verdad, no hay más que tocarle el bolsillo. Para redondear el asunto, en un determinado momento los cátaros hicieron pública su intención de no reconocer la autoridad del papa.

Hasta 1179 la iglesia optó por enviar a destajo a sus mejores predicadores al feudo albigense, para tratar de propiciar la vuelta al redil de los languedocianos. Incluso San Bernardo (no el perro… Bernardo de Claraval), creador de la regla de los templarios, fue enviado a la región, solo para regresar exasperado ante la tozudez de los “herejes”. Más tarde lo intentó Domingo de Guzmán, el fundador de los dominicos, con idéntica suerte. El Papa de turno, Inocencio III perdió la paciencia, excomulgo al Conde de Tolosa por no perseguir a los heréticos y, el 24 de junio de 1209, fiesta de San Juan, declaró oficialmente abierta la caza del Cátaro.

Porque fue una verdadera caza del hombre; Una inmoral cruzada de cristianos contra cristianos… ¡no!... de hombres contra hombres. Duró hasta 1244 y tuvo dimensiones apocalípticas. La mayoría de los cruzados provenían de Francia, con lo que se produjeron escenas de combate entre vecinos, primos, incluso entre hermanos. Además, los Cátaros predicaban la no violencia con lo que enfrentamientos que empezaron como batallas, acabaron como matanzas. En el asalto a Beziers, en 1210, murieron 12.000 hombres, la mayoría mujeres y niños, algunos todavía nonatos que fueron acuchillados después de arrancarlos del vientre de sus madres. En Montsegur, su más importante centro religioso y una de sus más grandes fortalezas, se refugiaron en 1239 más de 500 caballeros cátaros y sus familias, en medio de gran regocijo por parte de su población que les recibió con los brazos abiertos. Blanca de Castilla, a la sazón regente de Francia, animó a sus nobles…"a cortar la cabeza de la serpiente que tantos problemas nos está dando” y al grito de Deux le volt o "Dios lo quiere", los cruzados entraron en la ciudad a sangre y fuego, quemaron vivos a los herejes y ajusticiaron a la población…por no seguir la voluntad de Cristo, o sea, la suya. En 1240 se consideró oficialmente erradicado el "problema".

Se mire como se mire, el episodio albigense resultó significativo en muchos aspectos. Además de ser el primer genocidio perpetrado en el mundo occidental, constituyó un impulso vital a la definitiva unificación de Francia… y también a la creación de la ¿Santa? Inquisición. Pero ¿por qué este episodio ha dado para tanta literatura comercial? Los Cátaros desdeñaban tanto su vil envoltura carnal, que no tenían reparos en desprenderse de ella por medio de la hoguera. Durante la campaña, miles y miles de prisioneros hallaron la muerte en las piras, pero la mayoría de ellos no dieron ninguna señal de temor. Muchos incluso, asintieron al alud de acusaciones que se les venía encima, pero se resistieron a convertirse forzosamente y negaron la tenencia de un fabuloso tesoro en alguna de sus ciudadelas. Todo esto, unido al apoyo más o menos encubierto de los caballeros de la Orden del Temple y al hermoso canto que los trovadores hicieron al amor verdadero de estos hombres, ha hecho que la esencia de la historia se mezcle con los posos de la leyenda en miles de libros, con mejor o peor suerte.

Pero debemos quedarnos con lo vital...

Hombres matando a hombres... por un Dios... que de existir, seguramente será el mismo para todos...

PD: He decidido manejar temas más variados. Hay que saber hacer de todo.

Solucionario

Espada de Carlomagno - Museo del Louvre

En el post dedicado a la batalla de Roncesvalles, dejé en el aire una cuestión acerca de la espada que portaba el legendario Roldán, y con la que se cubrió en el momento de su muerte. Ante la masiva llegada de respuestas (es coña...) me he llegado a plantear la posibilidad de dejar el concurso desierto... pero luego he recapacitado y he decidido declararme ganador a mí mismo ¿que cómo así? pues porque algún consuelo tenía que tener aquel que hizo un post-pregunta con todo su cariño (esto es verdad...) ¡para que nadie se tomara la molestia de buscar la solución!

En fín, la espada de marras se llamaba Durandal y la característica que la hacía singular era que presuntamente era capaz de partir la piedra. Según el Cantar de Roldán, nuestro héroe intentó romperla varias veces hasta que, desesperado, se conformó con estar junto a ella en el momento de su muerte. La empresa francesa MATRA designó en los 80´s como "Durandal" a uno de sus ingenios, concretamente a un proyectil que era capaz de penetrar la pista de hormigón de las bases aéreas... es decir... "la piedra".

En el restaurante de lo mitólogico, las leyendas que se sirven en el menú, suelen estar aderezadas con el vinagre de la verdad: Los Francos fueron famosos en la Alta Edad Media gracias a la calidad de sus espadas, algunas de las cuales alcanzaban precios de infarto. Se dice que un noble "tipo" debía dedicar las rentas de seis meses a costearse una pero, en contraprestación, obtenía un arma flexible, fiable y extremadamente difícil de romper. Los herreros capaces de fabricar estos aceros estaban minuciosamente censados y Carlomagno prohibió la exportación de sus creaciones... bajo pena de muerte.

La próxima vez probaré con una sopa de letras...

jueves, 22 de septiembre de 2005

Genitor

A la mayoría de las más grandes personalidades de la historia, se las conoce por sus conquistas militares o por sus logros políticos. Y todos los grandes militares y políticos de la antigüedad tenían una cosa en común: nunca iban a pie ¿Qué por qué? Pues porque en la antigüedad y hasta hace bien poquito, ir andando era de pobres o, más bien, “de inferiores”…o si no ¿de dónde creéis que viene la palabra caballero? Además, si uno quería pavonearse de verdad, no solamente se debía tener un caballo e ir con él hasta a sacar la basura… ¡el caballo debía de tener un nombre! De esta manera, se le daba una cierta personalidad que hacía que el animal se convirtiera en objeto de culto para las tropas propias y en una amenaza casi mitológica para el enemigo...Imaginad: si os dicen… ¡nos ataca Alejandro Magno! Pues ya acongoja bastante pero si te dicen… ¡viene Alejandro…montado en Bucéfalo! Pues dan ganas de tirar lanza y espada al suelo e ir a ver al de personal, a pedir el finiquito…todo esto desde la perspectiva de un soldado de infantería del siglo IV a.C., claro.

Julio César no fue una excepción a todo esto, y se ocupó conscientemente de que a su caballo le rodeara un halo de misterio y de leyenda que no hacía sino fortalecer la imagen de su dueño. Según las crónicas, el potrillo nació muerto o eso parecía, porque el animal no reaccionaba por más que la familia de Cesar se esforzaba en espabilarlo e intentar levantarlo; pero en cuantito que Julio se acercó, súbitamente, el potrillo se alzó y se colocó al lado suyo, ignorando por completo a la madre. Naturalmente, esto fue interpretado positivamente por los augures, que predijeron que el dueño del caballo sería el amo del imperio del mundo. Ante tan buenos presagios, César llamó al animal “Genitor” que, en latín, significa “creador”, prohibió que nadie lo montase y pago de su bolsillo una pequeña estatua del bicho que colocó frente al Templo de Venus Genetrix para que lo protegiera.

Sobre cómo era el caballo no sabemos mucho, salvo que era enteramente blanco, no demasiado grande y que miraba de una forma un poco desconcertante…muy fijamente, hasta el punto de que a alguno de los generales de César le ponía nervioso y procuraba evitar al animal. Aún con todo, su característica más singular eran sus extrañas patas: Tito Livio, que no fue contemporáneo de Julio César, nos cuenta que se asemejaban a pies humanos, en el sentido de que tenían una especie de dedos alrededor de la pezuña que le daban un aspecto único; naturalmente, esta singularidad no gustó mucho a los soldados, que la achacaban a que el caballo estaba… digamos… “poseído”, hasta que nuevamente los augures se ganaron el sueldo y dictaminaron, mediante una visión, que era una señal de la predilección de los Dioses por el animal.

Estaban locos, estos romanos.

PD: Todo tiene una explicación en esta vida y la extraña pezuña de Genitor no es una excepción. La característica anatómica más notable del caballo moderno es la presencia de un único dedo en cada una de sus extremidades, concretamente, nuestro dedo corazón. Los dedos segundo y cuarto son vestigiales (restos atrofiados de los dedos funcionales primitivos), y están situados más arriba y a cada lado de la pezuña…excepto en el caso del caballo de Przewalski, una especie de caballo salvaje que habitó en Mongolia y parte de China hasta el siglo pasado y que tiene los dedos segundo y cuarto un poquito más evidentes. Quizá Genitor fuera una de ellos…
Saludos Mil

miércoles, 21 de septiembre de 2005

Off topic: Comentarios

Bueno..quería comentarios que por un error de configuración del blog (error achacable únicamente a un servidor) no ha sido posible nadie aporte ningún comentario, ya que se exigía ser usuario registrado. Evidente, nada más lejos de mi intención que este "cibercuaderno" se convierta en un ghetto así que todas vuestras contribuciones son más que bienvenidas ¡Ah! y, de paso, a ver si os animáis...

Un fuerte abrazo.

lunes, 19 de septiembre de 2005

El diputado me opongo

Catón (o Cicerón ¿?) se dirige al Senado

Algún bienintencionado podría pensar que la costumbre de entorpecer el normal funcionamiento de una asamblea o cónclave político es una invención más o menos reciente, quizá asociada al parlamentarismo de finales del siglo XIX o principios del XX; pero, como susurran los frisos de la Real Academia de la Lengua a todo aquel que circula alrededor de sus muros, “todo lo que no es tradición es plagio” y, como tantas otras cosas, la táctica de marear la perdiz es, como decía mi madre, una argucia más vieja que el “hilo negro”. Y si no que se lo digan al pobre Julio César, al que tocó sufrir en sus propias carnes numerosas dilaciones y retrasos, consecuencia de un reglamento parlamentario que no tenía ni pies ni cabeza.

Cuándo Cesar empezó a despuntar en el escenario político y presentó su candidatura al consulado, se encontró con un camino lleno de obstáculos. El reglamento del Senado exigía la presentación personal de la candidatura en Roma, pero el aspirante al triunfo no podía traspasar antes el Pomerium o frontera sagrada de la ciudad. Y a César, al que en efecto correspondía saborear las mieles de dicho triunfo, la cuestión no le resultaba baladí, pues aquel que rebasará los anteriores límites perdería inmediatamente el imperium, algo así como una especie de superpoder, que hacía que la vida fue más o menos como jugar una partida de parchis, pero cayendo siempre en “casa”. En otras palabras, sin dicho imperium se era un ciudadano normal, que era justamente aquello que César no quería volver a ser.

Julio puso a trabajar a sus asesores a pleno rendimiento y, seguramente, su jefe de grupo parlamentario le dijo que aún quedaba la posibilidad de solicitar al Senado que le eximiera del requisito de presentar personalmente la candidatura, dispensa conocida como presentación In Absentia, y que solía concederse sin excesivas dificultades. Pero el día que debía discutirse dicho asunto, Catón, una especie de Manuel Fraga de las siete colinas que no las tenía todas consigo, se marcó tal discurso azuzado por el partido contrario a Julio César, que fue imposible debatir la cuestión antes del final de la sesión, con lo que el día acabó con los senadores regresando a sus casas sin entender muy bien el asunto, nuestro protagonista con cara de circunstancias, y Catón convertido en inventor del obstruccionismo político…y con un miedo que no le cabía en el cuerpo.

Pero César se crecía ante las dificultades; renunció a la seguridad que le otorgaba el imperium, se hizo acompañar de diez o doce de sus íntimos y cruzó el pomerium en dirección a la ciudad, adonde llegó poco antes de que se cumpliera el plazo establecido. Sus enemigos, dándose cuenta de que no podían esperar nada bueno de él, y de la dificultad de intentar atentar contra su vida con la gran mayoría de la ciudad de su parte, tuvieron que hipotecar hasta la casa de la playa pero consiguieron los votos necesarios para que Bíbulo, uno de los suyos, fuera elegido colega de Cesar (o sea, Cónsul también).

Decir que Bíbulo era un cero a la izquierda, era no hacerle justicia. Quizás un hombre al que se pudiera calificar “solo” de inteligente, hubiera quedado igualmente eclipsado por la deslumbrante personalidad de César, pero el tal Bíbulo debió de ser, simplemente, un lerdo. Al principio intentó hacer frente dialécticamente al gran hombre pero, como quiera que comprobó que esto no era posible, se dedicó a impedir a todo trance la aprobación de cualquier norma de rango legal que emanara del Senado o de cualquiera de las asambleas de Roma; Y así fue: abusó de los preceptos religiosos, predijo augurios desfavorables, declaró nefasto para la política gran parte de los días del año, encerró a senadores para que no pudieran votar… César, viendo que tratar de litigar en el Senado era perder el tiempo, desplazó el escenario político a la Asamblea de la plebe, una suerte de “parlamento del pueblo” donde, por decirlo suavemente, el de más a la derecha estaba situado muy, muy a la izquierda. Y una vez allí se apresuró a proponer una ley que establecía la posibilidad de ceder tierras del Estado a los colonos, durante veinte años y por un precio simbólico ¿el resultado? La gente se volvió loca; y cuando Bíbulo intento oponerse, literalmente, casi lo matan. El pobre quedó tan afectado, que se recluyó en su casa de donde no salía para nada, negándose a volver a presentarse siquiera a las sesiones del Senado… El ingenio de los habitantes de Roma pronto sacó partido a esta situación y, dado que los años se nombraban atribuyéndoles el nombre de los dos cónsules en ejercicio, aquel año, 59 a.C, pasó a ser “el de Julio y Cesar”.

¡Que artistas!

jueves, 15 de septiembre de 2005

Roncesvalles, 15 de agosto del 778 d.C.


Monumento a Roldan - Pirineos occidentales (supuesta tumba de Roldán).

A principios del verano del año 778 d.C, Carlomagno, el hombre más poderoso de Europa desde el tiempo de los emperadores romanos, tenía dos graves problemas. Por un lado, una de las marcas defensivas de su naciente imperio, la que se extendía al sur de los pirineos españoles, estaba políticamente revuelta, y empezaba a ser victima de las incursiones de los árabes, que incluso habían conseguido situar un reyezuelo en la ciudad de Zaragoza. Por otro lado, su corte era una especie de “Gran Hermano” en el que todo el mundo se nominaba pero nadie abandonaba la casa. Curiosamente, los principales actores de aquella suerte de reality show eran de su propia familia. El legendario Roldán, Marqués de la marca de Bretaña, era un compendio de virtudes, un espejo de caballerías y, además, sobrino suyo; Ganelón era su suegro, un político avieso y rapaz, dueño de incontables tierras y posesiones y, naturalmente, dispuesto a evitar que todo su ascendiente sobre el Rey se diluyera a causa del irreverente esplendor de aquel mozalbete.

Carlomagno, que no tenía un pelo de tonto pero en aquel momento como rey estaba un poquito tierno, resolvió que la situación en su frontera sur requería de su presencia inmediatamente, pero no tuvo los arrestos para solucionar las tensiones de su propio bando; Se llevó consigo a Zaragoza tanto a Roldán como a Ganelón, y a ambos les otorgó el mando de una mitad de su ejército: una decisión salomónica, que iba a salir extremadamente cara.

El rey de Zaragoza, Marsilio, por consejo de uno de sus generales, Blancadrín, simuló aceptar las condiciones de Carlomagno y le envió un emisario pero Roldán vio claras desde el principio las intenciones del embajador y sugirió lanzarse contra la capital de los aragoneses antes de que los habitantes de la ciudad terminaran de reforzar sus defensas. Sin embargo Ganelón se inclinaba por el acuerdo debido a su nula predisposición hacia la milicia y a que echaba de menos los placeres de Aquisgrán ¿el resultado? prevaleció su punto de vista aunque solo fuera por el ascendiente sobre su yerno.

Pero ¡ay! había que mandar un embajador a la ciudad para rubricar las condiciones del acuerdo y nadie estaba dispuesto a asumir semejante riesgo. Roldán, que debía de ser un águila, propuso la designación de Ganelón, y los barones, que le tenían una ciega devoción, respaldaron de inmediato su propuesta. Al parecer, una vez frente a las defensas de Zaragoza, al suegro le bastaron cinco minutos para coaligarse con Marsilio y diseñar un plan para acabar, de un plumazo, con la retaguardia del ejército franco, que naturalmente estaba mandada por Roldán. Al alba, con las columnas de soldados emprendiendo el camino de regreso a casa, el héroe se separó con unos 1.500 hombres para proteger a la parte posterior de la columna, acompañado de sus amigos, el senescal Anselmo, el Conde de Ginebra y de Arzobispo Turpin, este último un consumado especialista a la hora de repartir host… y no solamente dentro de la iglesia.

Cuando Roldán, ya rezagado del cuerpo principal del ejército, pasó por en medio de un estrecho desfiladero, varios miles de hombres de Marsilio se lanzarón contra ellos; cinco asaltos sucesivos en el espacio de una mañana redujeron los efectivos del sobrinísimo a sesenta hombres. En aquel momento, Roldán quiso tocar el olifante para llamar a las huestes de Carlomagno pero Olivero, el Conde de Ginebra se negó orgullosamente. Con los dos caballeros discutiendo, el Arzobispo Turpín arrebató el olifante de las manos de Roldán y lo tocó, pero Carlomagno, persuadido por el bellaco de su suegro, pensó que su sobrino simplemente estaba divirtiéndose; hicieron falta tres llamadas más para que Carlomagno se lanzase en ayuda de aquel.


Al otro lado del paso la batalla continuaba. Turpín agonizaba a causa de las heridas, Anselmo yacía muerto y Olivero, mortalmente herido, expiró en brazos de Roldán. El héroe, viendo la batalla perdida y sintiendo que la vida se le escapaba, trató en vano de romper su espada, se tumbó en el suelo, cubrió su cuerpo con sus armas y el olifante y, con su rostro orientado hacia la península ibérica, entregó su alma a su Dios. Carlomagno encontró el campo de batalla sembrado de cadaveres, tras lo cual persiguió a los sarracenos, los arrojó al otro lado del Ebro y emprendió el regreso a Aquisgrán. Una vez allí, se encerró a llorar la muerte de su sobrino en sus aposentos... de los que sólo salió para ejecutar a Ganelón.

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Se conocen tres versiones de la Canción de Roldán. Su estudio, y el de los Anales reales, una especie de crónica del reinado de Carlomagno, permiten elaborar algunas hipótesis acerca de la verdadera historia de Roncesvalles. Es seguro que las tropas partieron de Chasseneuil en abril del 778 d.C., que conquistaron Pamplona y que asediaron Zaragoza pero, una vez frente a sus muros ¿qué fue lo que hizo dar media vuelta a Carlomagno? ¿tuvo conocimiento de un levantamiento de los sajones o sufrió reveses bélicos que le obligaron a regresar? Los Anales omiten por completo este episodio y ni siquiera se puede situar con certidumbre el lugar donde se dio la batalla aunque hay constancia de que los principales barones del reino franco desaparecen de las crónicas oficiales este mismo año, al igual que Roldán. Por último, es preciso señalar que no fue el rey de Zaragoza el que atacó la retaguardia franca, sino Vascones apoyados por contingentes de musulmanes.

PD: Cómo todas las espadas mitológicas, la de Roldán gozaba de una característica muy especial; tan especial que hace que un arma de la actualidad obstente su nombre, en parte porque tiene una "habilidad" pareja a la de aquella... ¿cuál era su nombre y qué era capaz de hacer?.

miércoles, 14 de septiembre de 2005

¿Cuándo quedamos?

Si, por ejemplo, yo quedara a comer con una bella doncella romana para dentro de 3 días en alguno de los establecimientos de comidas diseminados por el Foro, lo más probable es que no nos encontráramos nunca. Y no porque la señorita se haya pensado mejor la bondad de mis intenciones y haya decidido dar media vuelta; la razón es la muy particular forma que tenían los antiguos romanos de concebir la numerología. Para un romano, tres, era un adjetivo predicable a naranjas, personas o días, pero siempre concebido como un conjunto de objetos, susceptibles de ser contados o agrupados. Nosotros, en cambio, identificamos el número 3 al punto exacto donde está el "punto kilométrico" número 3 en una "carretera abstracta". Los puntos intermedios entre éste y el dos llevan otras "etiquetas", que la infinitud de los números fraccionarios nos proporcionan. Esto, y el hecho de que, matemáticamente, no tuvieran modo de representar la cifra 0, seguramente supondría que la hermosa joven se presentara a la cita el viernes, y un servidor el sábado, con el consiguiente perjuicio para mi reputación. Y también supone, por ejemplo, que Jesucristo muriera un viernes, y resucitara el domingo... ”al tercer día”.


El ántiguo método romano, con todo, impregna todavía buena parte de nuestros hábitos. Las lenguas catalana y alemana cuentan las horas de forma distinta al resto de Europa, y, por ejemplo, designan las 10,15 horas como "un cuarto de once". Esto es, la cuarta parte dentro de la undécima hora. Esta undécima hora no es, pues, el instante temporal en que suena el bip de nuestro reloj de pulsera, sino todo el intervalo que va desde las 10,00 hasta las 11,00. Las agencias de viajes modernas también utilizan este sistema para tratar de convencernos de que siete días en una playa de Cancún y dos días con las piernas anquilosadas en un Boeing 727, son 9 días de vacaciones y como tal debemos pagarlos.

Pero volvamos a los romanos, pues otras repercusiones de sus hábitos numéricos nos alcanzan todavía hoy. Sabido es que fueron ellos precisamente quienes crearon nuestros actuales meses, pero los días de éstos no estaban tan prosaicamente numerados como hacemos nosotros, como vamos a ver. A veces identificamos un determinado lugar no por su punto kilométrico sino por proximidad a otro punto de referencia, y decimos que la nueva casa de nuestro cuñado se halla “junto a la plaza del Ayuntamiento” en vez de “a 12 km de la nuestra”. Análogamente los romanos situaban tres "hitos" dentro del mes: las nonas, los idus y las calendas.

Las calendas marcaban el principio del mes (nuestro día 1), y los días posteriores se contaban como lo que faltaba para las nonas, segundo acontecimiento que caía en nuestros actuales 5 ó 7, según que los meses fuesen largos o cortos. Las nonas precedían en nueve días (de ahí su nombre) a los idus (nuestro 13 ó 15), y tras éstos, el punto de referencia eran ya las calendas siguientes. Todo ello contado según el sistema descrito, que hacía que el nuestro 4 de enero fuera el cuarto día antes de las nonas de Ianuarius…

PD: Cuando queremos hacer referencia a algo que posiblemente nunca ocurrirá, muchas veces utilizamos la expresión romana "Ad kalendas grecas", que hace alusión a que ese hecho se materializará en dicho día...!cosa poco probable porque el calendario griego no tenía calendas!

lunes, 12 de septiembre de 2005

Joviano, un año perdido.

Joviano fue una de esas personas que parecen espectadores de su propia vida más que protagonistas, dando la impresión de llegar a todos sitios por accidente. Vino al mundo en el 330 d.C. en Sindigunum, actual Servia y Montenegro, pero pudo ser en cualquier otro sitio, porque su padre era en aquel momento comandante de la Guardia Imperial (comes domesticorum) del Emperador Constancio II, y estaba ocupadísimo yendo Danubio arriba, Danubio abajo, calentado el lomo de todas las tribus bárbaras que se asentaban al otro lado y que ya empezaban a dar problemas serios. De pequeño, no se distinguió especialmente por nada; ni sabía montar a caballo, ni nadar, ni mucho menos manejar una espada…pero tampoco mostró interés por la política, ni por las artes, ni por la ciencia. Según sus biógrafos, prácticamente solo se dedicaba a comer y dormir. Hasta que semejante ritmo de vida llegó a la oídos de su padre, que tenía los hue… negros de zurrarse con los abuelos de los modernos alemanes y al grito de ¡te voy a hacer un hombre!, y ya que el hijo no mostraba interés por nada, se aseguró al menos de que siguiese la profesión familiar.
Y el chaval cumplió a rajatabla la orden de su padre; eso sí, sin mostrar el menor entusiasmo y sin hacer absolutamente nada de especial renombre. Pero, inesperadamente, en junio del 363 d.C. el Emperador Juliano, el sucesor de Constancio, murió sin haber nombrado oficialmente sucesor y el trono fue ofrecido al Prefecto del Pretorio, un tal Saturnino que, oliéndose la lamentable situación por la que pasaba el Imperio, rechazó “educadamente” la dádiva, escudándose en que su avanzada edad y su naturaleza enfermiza le incapacitaban para tan elevadas responsabilidades. Cómo aquel pastel no se lo quería comer nadie, los pretorianos decidieron hacerse cargo de la situación, esta vez parece que con buenas intenciones, y aclamaron a Joviano que había sucedido a su padre al mando de los comes y que, según cuentan, se quedó de piedra. Y como tenía tan poca sangre…ni siquiera supo decir que no.
Cuando el pobre Joviano abrió el Outlook – tareas pendientes y los asesores imperiales le detallaron la delicada situación de las fronteras o el lamentable estado de las arcas imperiales, a nuestro protagonista casí le dio un síncope; Para terminar de arreglarlo, cuando iba a ponerse manos a la obra para intentar solucionar semejante desaguisado, el Rey persa Sapor II, que conocía la maltrecha situación del Imperio, lanzó un tremendo ataque contra la provincia oriental de Mesopotamia. El emperador, mal aconsejado, firmó una paz deshonrosa en la que solo le faltó pagar las cañas de después, y lo que consiguió fue envalentonar todavía más al persa, que atacó y tomó varias fortalezas romanas y un sinfín de ciudades desde Arabia hasta Armenia.
En estas Joviano, que también era de naturaleza enfermiza, se contagió de unas fuertes fiebres, momento que aprovechó uno de sus consejeros que al parecer era cristiano, para condenar las variadas creencias paganas que circulaban por el Imperio y relajar la persecución contra los seguidores de Cristo, que se había multiplicado desde la muerte de Constantino el grande. Cuando el joven Emperador se recuperó, algunos dicen que milagrosamente, apenas tuvo tiempo de cambiarse cuando ya andaba galopando al frente de las otrora poderosas legiones para contener a los huestes persas, que ya amenazaban con alcanzar el centro de la actual Turquía. Era invierno cerrado y una mañana, cuando fueron a despertarle, le encontraron sin vida, con la cara sospechosamente azulada y una expresión de espanto en sus ojos. Y cuando lo lógico hubiera sido hacerle un autopsia decente y perseguir a los culpables del magnicidio, el “think tank” de palacio optó por declarar la muerte natural del emperador, prepararle unos funerales de órdago y dar gracias a aquel que se atrevió a hacer lo que todos ellos pensaron alguna vez pero ninguno osó jamás. Era el año 364 d.C.
Bienvenidos todos, de nuevo.