domingo, 26 de junio de 2005

El reclutamiento (I)

Signaculum

Del 235 al 238 d.C., el Imperio romano fue gobernado por un coloso tracio conocido como Maximino. Según la Historia Augustea, en otro tiempo habría ejercido la profesión de pastor y después, pasó lo esencial de su vida en los campamentos, donde fue ascendiendo sin prisa pero sin pausa por los diferentes grados, hasta alcanzar el más elevado de ellos. Una historia de este tipo tiene un carácter excepcional, y sin duda, es en parte ficticia; pero de cualquier manera, queda claro que el destino de este personaje se urdió el día en que ingresó en el ejército. De este ejemplo se deduce, en primer lugar, la importancia del reclutamiento.

La leva propiamente dicha recibía el nombre de Dilectus y se confiaba siempre a un responsable que ocupaba un alto cargo en la sociedad romana, generalmente, el de Gobernador de la provincia donde se acuartelara la unidad que solicitaba el reclutamiento. En cualquier caso, no debemos entender dicha leva en el sentido moderno del término, por varias razones; en primer lugar, no todos los “reclutas” iniciaban su servicio militar desde el primer escalón. Así, un hijo de un ciudadano perteneciente al ordo equester comenzaría su carrera por las unidades de caballería, y el hijo de un senador generalmente desempeñaría un tribunado dentro de la legión. Para la inmensa mayoría restante de ciudadanos, es decir, las clases más bajas, las posibilidades de acceder al ejército por otra puerta que no fuera la de la infantería rasa, eran sencillamente nulas. En segundo lugar, aunque teóricamente los ejércitos de Roma estaban formados por conscriptos, las condiciones de servicio eran tan atractivas al principio, que las solicitudes de ingreso voluntarias casi siempre hacían innecesario el reclutamiento forzoso. En el caso en que una situación fuese tan grave para que ni la conscripción ni el voluntariado colmaran la demanda, siempre se podía recurrir al servicio de los veteranos retirados, esto es, una especie de reserva movilizable moderna.

Naturalmente, no todos los jóvenes eran aptos para la carrera militar; de dilucidarlo se encargaba un examen previo que recibía el nombre de probatio. Este control se realizaba sobre tres aspectos principales: físico, intelectual y jurídico. El primero garantizaba una buena conformación general del joven, una edad de entre 16 y 32 años, su efectiva pertenencia al sexo masculino y una altura media de 1.65 metros, que se verificaba haciendo pasar al aspirante por debajo de un palo horizontal llamado toesa. En lo intelectual, era inexcusable el conocimiento del latín pues era la lengua de mando para todo el Imperio, y recomendable que supieran leer, contar y sumar. Finalmente, y esto no era lo más sencillo, intervenía el aspecto jurídico, omnipresente en la civilización romana: se le solicitaba al joven que probara su origen y su ciudadanía; en caso contrario se le asignaba a alguna de las unidades de Auxilia, tropas de rango inferior donde servían los no ciudadanos. Además, se comprobaba que el aspirante no hubiera desempeñado alguno de los trabajos considerados indignos y que prohibían el acceso al ejército, como mercader de esclavos, instructor de gladiadores o ¡actor! - posiblemente por la leyenda de amaneramiento que rodeaba a estos últimos - También había que acreditar que no se arrastraban antecedentes penales.

Si el reconocimiento había resultado óptimo, si no se tenia un pasado del que avergonzarse y si no se había caído demasiado gordo al oficial de turno, el joven dejaba de ser un probatio para convertirse en tiro o recluta, un estado intermedio en el que se dejaba de ser civil pero aún no se estaba en condiciones de ser considerado militar. En efecto, aún esperaban tres formalidades más. Como la sociedad romana estaba estructurada en órdenes, había que inscribir al tiro en las listas correspondientes, las in numeros referri. Además, recibía el signaculum, una especie de tablilla de metal que se colgaba al cuello y que indicaba la unidad a la que se había quedado adscrito. Por último había que prestar juramento ante los Dioses y el Emperador, comprometiéndose a servir bien. Esta ceremonia tenía lugar tras cuatros meses de duro entrenamiento y recibía el nombre de sacramentum. En cualquier caso, el sacramentum no tenía el colorido de nuestras modernas juras de bandera ya que apenas duraba unos minutos. El tiro que era considerado más espabilado por los mandos, avanzaba ante el águila de la legión y pronunciaba un juramento ritual ante sus compañeros, que respondían Idem in me o "yo, lo mismo".

Constantino tuvo que cambiar el nombre de dicha ceremonia ya que los cristianos lo consideraban incompatible con su propio sacramentum, el bautismo, y se negaban a participar en ella...

lunes, 20 de junio de 2005

Hic Habitat Fecilitat

Azulejo a la entrada de uno de los locales de alterne de Pompeya

Los romanos, que gustaban de que las leyes rigieran sus vidas por completo, no reconocieron ningún privilegio a la prostitución. A pesar de la libertad sexual con la que tradicionalmente se relaciona al Imperio, variadas disposiciones legales regulaban todo lo relacionado con el oficio más antiguo del mundo, hasta el punto de definirse minuciosamente tanto la vestimenta de las profesionales del ramo hasta, por ejemplo, los diferentes locales en los que se podía ejercer, y el funcionamiento de estos.

Para que os hagáis una idea de hasta que punto el Estado intervenía en el negocio, en el año 1 d.C. Octavio Augusto ordenó censar a la prostitutas de Roma, con la sana intención de cobrarlas un impuesto que aliviara, en parte, el paupérrimo estado de las arcas públicas. Cual no sería la sorpresa de Augusto cuando el funcionario de turno le comunicó que tan exquisito padrón arrojaba la enorme cantidad de ¡32.000 profesionales! recogidas, por lo general, en burdeles llamados lupanares, locales ubicados cerca de anfiteatros, termas o aquellos lugares donde el sexo era un complemento de la actividad principal; además, para su explotación era necesario disponer de la correspondiente licencia municipal y liquidar, como no, el pertinente impuesto. Las cercanías del Coliseo era la zona donde se registraba la mayor densidad de prostíbulos, mientras que los más elegantes se ubicaban en la cuarta región, señalados con una gran lámpara en forma de falo que se iluminaba por la noche y, al igual que en el moderno Amsterdam, era normal que las trabajadoras exhibieran sus encantos a la entrada del local. Tampoco era extraño que, en las puertas de las habitaciones, colgaran pasquines con la oferta de servicios disponibles; de estos, la felación solía ser el más caro ¡a causa de las deficientes condiciones de higiene en que se presentaban la mayoría de los parroquianos!

Las prostitutas se dividían en varias clases, según el lugar donde ejercieran su actividad o el perfil del cliente que las frecuentara. Las meretrix eran las “legales”, es decir, las que figuraban inscritas en el censo mientras que las prostibulae eran las que realizaban sus servicios a salto de mata, para intentar evitar el pago del tributo. Las delicatae eran las prostitutas de alta categoría, teniendo entre sus clientes a senadores, grandes comerciantes o generales. Las famosae tenían la misma categoría pero pertenecían a la clase patricia, y en muchas ocasiones acababan dedicándose a estos menesteres para intentar solucionar las deudas contraídas por sus maridos, aunque no eran pocas las que lo hacían meramente por placer. Entre ellas destaca la famosa Agripina la menor, madre del futuro emperador Nerón o Julia, la disoluta hija del emperador Augusto.

Las conocidas como ambulatarae recibían ese nombre porque trabajaban exclusivamente en la calle mientras que las lupae frecuentaban los bosques cercanos a la ciudad y las bustuariae, los cementerios. A partir del siglo II d.C. los baños públicos se consagraron como el lugar favorito para las relaciones sexuales, ofreciendo sus servicios en ellos, tanto hombres como mujeres; incluso conocemos la existencia de algunos prostíbulos frecuentados por mujeres de la clase elevada donde podían utilizar los servicios de apuestos jóvenes, que eran denominados spadoni, - del latín “spatha” – posiblemente por el tamaño de sus "armas".


Una curiosidad: la palabra prostíbulo es de origen clásico pero “prostituta” es un término moderno que deriva del verbo latino prostatuere (literalmente “colocar delante”). Parece que los mercaderes de esclavos, al llegar a exponer su género a los campamentos legionarios, tenían la costumbre de colocar a las jóvenes más hermosas delante, para animar a los soldados a adquirirlas. Tiempo más tarde, como consecuencia de las bajas en combate, algunas de ellas quedaban sin dueño y, por ende, sin posibilidad de comer todos los días. Para la mayoría, la única salida era vender lo único que tenían...

jueves, 16 de junio de 2005

No he podido evitarlo.


Conquistadores españoles

Hoy, en el camino de regreso a casa en autobús, he vivido una experiencia bastante curiosa. En los dos asientos que precedían el que ocupaba un servidor, regresaban a sus hogares un par de trabajadores - supongo - sudamericanos, quizá peruanos, quizá ecuatorianos. Su conversación, de la que ni yo ni nadie del vehículo podía sustraerse aunque hubiese querido a causa del elevado tono de voz, versaba sobre la llegada al Nuevo Mundo de los conquistadores españoles y, por ende, de las consecuencias que esto acarreó a los indios mesoamericanos, posiblemente la primera de las etnias con las que se encontraron los aventureros extremeños y andaluces que pusieron el pie en lo que ahora es Sudamérica. De los dos interlocutores, uno tenía ademanes de persona cultivada, posiblemente fuese licenciado en “algo” – lo que, por lo pronto, le coloca un escalón por encima mío – y a pesar de lo que sus manos manchadas de yeso pudiesen hacer pensar, al hablar, manejaba un vocabulario mucho más rico que el de la mayoría de los universitarios españoles; el otro contertuliano parecía más limitado en lo intelectual y se limitaba a asentir periódicamente las afirmaciones del primero, al que a partir de ahora llamaré “el profesor”.

Tras unos minutos en los que la conversación se movió dentro de unos cauces más o menos normales, el profesor se fue creciendo, puede que debido a los exagerados movimientos de aprobación que le dedicaba su compañero a la vez que daba buena cuenta de un bocadillo de tortilla más grande que mi violín, y empezó a alabar las virtudes de los pueblos mayas, mexicas, toltecas y demás mientras, paralelamente, tildaba a los conquistadores españoles de violadores, asesinos y genocidas, amén de acusarles de todos y cada uno de los males que la América latina padece hoy en día. La conversación, que más bien se había transformado ya en un mitin, llegó a su clímax cuando el profesor, ya totalmente desatado, dijo que “todo hubiese sido diferente si los españoles no hubiesen dispuesto de armas de fuego (…) que supusieron la única y verdadera causa de la victoria hispana (…) ya que las tropas indias no podían hacer nada ante la potencia de fuego de los cuadros españoles”. Una vez dicho esto, y con un rictus en el rostro que denotaba un punto bastante grande de resentimiento, miró por la ventana con los ojos ligeramente perdidos y espetó “Ojala los indios hubiésemos tenido unas cuantas docenas de mosquetes para metérselos por el culo a los españoles…”, afirmación que su compañero celebró visiblemente con una exagerada dentellada a su apocalíptico bocata, y un movimiento de asentimiento que, juraría, provocó un crujido sus vértebras cervicales.

Ante el derrotero que estaban tomando los acontecimientos y con buena parte del autobús echando espuma por la boca, por una vez en la vida hice lo que me pidió el cuerpo: me llevé la mano a la cartera, saqué un trozó de papel, escribí con letras mayúsculas la dirección de este blog y se lo entregué al profesor a la vez que le recomendaba visitarlo “para comprobar la imposibilidad de meter un mosquete por el esfínter de un español durante la conquista de américa…

…porque, entre otras cosas, el mosquete es un invento de principios del siglo XVII, mientras que la conquista del Nuevo Mundo se inició en el XVI por españoles armados de espadas, picas y…arcabuces. Sobre la etimología del término “arcabuz” se ha escrito bastante. La corriente más extendida es la que defiende que procede del vocablo árabe al-kaduz que significa "el tubo" Los primeros modelos de esta arma de fuego se componían de una pieza de madera, la “caja”, en la que se fijaba un tubo de hierro, el "cañón”. Este tenía en uno de sus extremos la “boca”, mientras que el otro, que por motivos de seguridad estaba sellado, presentaba una concavidad en la parte superior, el "fogón” que se comunicaba con el interior del tubo por medio de la “mina”. El proceso de carga era muy laborioso. En primer lugar se unía la mecha encendida a la llave de serpentín. Hecho esto, se colocaba el arma en posición vertical, apoyando la culta contra el suelo y se dejaba caer por la boca la cantidad justa de pólvora, que normalmente constituía el contenido de uno de sus doce apóstoles. Tras ella, iba un trozo de papel, el “taco” que comprimía los gases durante el disparo y evitaba “los vientos” es decir, los gases que se escapaban inútilmente durante el disparo. Después se introducía la bala, que se solía guardar en la boca - del arcabucero - y se cebaba el arma, operación que consistía en llenar con polvora fina la cazoleta del fogón. Por último, se dirigia el arma al enemigo, se arrimaba a la cara para apuntar y se hacía fuego.

Esto, querido profesor, representa la teoria; en la práctica era un proceso tan peligroso, que para ser arcabucero había que tener los nervios de acero. Ya de por sí, la carga del arma era una operación lenta que se debía llevar a cabo de forma rigurosa y sin saltarse ningún paso. Para empezar, el arcabucero iba literalmente rodeado de pólvora: los doce apóstoles, más dos frascos de mezcla, fina y gruesa. Esta carga la llevaba encima durante todo el proceso de carga mientras se sujetaba una mecha encendida por ambos extremos. Comparado con esto, la prohibición de fumar en las gasolineras parece de cachondeo. Además, podían surgir problemas diversos. Si la pólvora se mojaba, el arma no disparaba; si la mecha se consumía y se quedaba corta, no llegaba al fogón y el arma no disparaba; si se ponía poca pólvora la bala no llegaba y si esta era demasiada, el cañón reventaba; si la bala estaba mal fundida, la bala rodaba inocentemente y caía al suelo; si se arrimaba demasiado la cara al fogón, uno podía quedarse ciego... Para rematar la faena, el alcance efectivo del arma era el de tres picas españolas, es decir, dieciocho metros y su precisión, practicamente ninguna. Para que te hagas una idea, profesor, del discutible impacto material de este arma, en la batalla de Pavía (1526) seis años despues de la conquista de México, cada arcabucero realizó de media, la tremenda cantidad de... 6 disparos.

Conclusión: en los años de la conquista, el arcabuz estaba aún en sus inicios y su funcionamiento presentaba serias limitaciones. Sus efectos no eran tan terribles ni decisivos como se imagina popularmente; la imagen de hordas de indios cayendo víctimas de las balas de un pequeño grupo de conquistadores puede resultar sugerente pero no se corresponde en absoluto con la realidad. Los españoles prevalecieron porque eran más organizados tácticamente, porque sus espadas eran superiores a los maquahuitl de obsidiana, porque se aprovecharon de las divisiones internas entre sus enemigos, disponían de caballos, estaban seguros de sí mismos y, sobretodo, porque empezaron luchando por Dios y el Rey, luego pelearon por el oro y las riquezas y terminaron defendiendo sus propias vidas. No me siento orgulloso de la colonización del Nuevo Mundo pero si no hubiésemos sido nosotros, nuestro lugar lo hubiesen ocupado ingleses, holandeses, franceses o portugueses. Y no conozco a ningún conquistado que no haya sufrido a manos de su conquistador; preguntad si no a los indios norteamericanos, a los aborígenes australianos o a tantos otros. Hoy, quinientos años más tarde, nos empezamos a llevar un poquito mejor.

¡Ah! el arma que realmente diezmó a los indios era de naturaleza invisible, tenía efectos muchos más terribles que cualquier cañón o arcabuz y fue utilizado por los españoles de manera involuntaria: era la viruela.

PD: Algunos arcabuces tenían el cañón tan corto, que hacían falta dos tacos para evitar completamente la fuga de gases. Al segundo de ellos se le llamaba "retaco" y de ahí que en Castilla se llame así a los hombre de muy baja estatura.

--------------------

Mañana os compenso con un buen artículo de Roma...buenas noches.

martes, 14 de junio de 2005

In vino, veritas


Diversas anforas y copas de vino

A los romanos, les encantaba el vino; de hecho, era la única bebida alcohólica que ingerían ya que odiaban la cerveza. Al igual que los soldados españoles del siglo XVI, que miraban con aprehensión la facilidad con que los lansquenetes alemanes perdían la vertical, a causa de las jarras y jarras del dorado brebaje con que acompañaban todas sus comidas, los legionarios romanos nunca se acostumbraron a la “San Miguel”, quizá porque sus enemigos galos, belgas y germanos no podían vivir sin ella. Para ellos la cerveza era una bebida de bárbaros, y Julio César se refería a ella como orín de caballo. Sin embargo, el vino era un producto de primera necesidad sin el cual una comida no podía considerarse tal. Para demostrarlo, ni en los peores momentos de las Guerras Púnicas, se interrumpieron las rutas marítimas que regularmente abastecían la metrópoli de caldos procedentes de Hispania, la Galia o Dalmacia – actual Yugoslavia – regiones que hoy, dos milenios después, siguen a la cabeza de la producción mundial de vino, tanto en cantidad como en calidad.

Como los romanos no entendían la comida como nosotros – de hecho, las más de las veces almorzaban de pie - y beber sólo siempre se ha considerado privilegio de borrachos, era al final del día cuando el vino alcanzaba su momento de gloria; una verdadera cena romana siempre comenzaba con una primera libación. Después, tras los entremeses, se ofrecía una especie de vino melado, el mulsum y, entre plato y plato, los ministratores, al tiempo que ofrecían panecillos calientes, llenaban multitud de copas con los más variados caldos, desde los del Vaticano y Marsella, ambos bastante flojos, hasta el inmortal vino de Emerita Augusta, que solía hacer estragos entre los menos acostumbrados.

El vino se guardaba en las mismas ánforas de barro que, días antes, habían sido descargadas por forzudos esclavos de las entrañas de los trirremes del puerto de Ostia. La abertura se obturaba con tapones de corcho o arcilla, asegurados con una mezcla de pez y resina para evitar que se perdieran los aromas; cada recipiente llevaba una etiqueta (pitaccium) indicando la procedencia y el origen de cada cosecha. Estos recipientes se descorchaban durante las fiestas y su contenido se vertía a través de un colador (clus) en una cratera con la que después se servía.

Ningún romano “decente” consideraría normal beber estos caldos en estado puro; los que lo hacían, tenían "mala reputación" y eran señalados con el dedo. Así pues, en la cratera, se mezclaba el vino con el agua que, dependiendo de la época del año, se había puesto a enfriar en la nieve o había sido previamente calentada. La proporción de agua en el vino oscilaba según el anfitrión de la fiesta pero generalmente alcanzaba cuatro quintos y, en cualquier caso, nunca estaría por debajo de un tercio. Cualquier relación inferior conllevaría la acusación de alcohólico para el mezclador.

Lo más fuerte, como casi siempre, llegaba al final. Una vez terminada la cena comenzaba la comissattio, una especie de borrachera protocolaria sin connotaciones negativas, que consistía en empinar el codo a discreción de la persona que presidía, la cual establecía tanto el número de copas que debían beberse como, sobre todo, el modo de beberlas: el tipo de brindis más de moda en tiempos de Adriano era aquel en el que el invitado de honor, el summo, debía beber tantas copas como comensales participaran en el ágape. Otro brindis muy solicitado se completaba alzando los vasos en honor de uno de los participantes las mismas veces que letras tenía en sus tria nomina (en este caso yo lo habría pasado mal...)

PD: Cuando digo que beber vino puro estaba mal considerado, no bromeo. El alcoholizado del siglo I d.C. ocuparía un puesto en la escala social muy parejo al del drogadicto del siglo XX. De hecho, la palabra Abstemio viene de Abs - tementum, literalmente "sin vino puro" y era considerado un piropo...

jueves, 9 de junio de 2005

El año de los cuatro emperadores


Vitelio, con los mofletes típicos de mojar pan

Los romanos eran tan meticulosos que, cuando se sintieron maduros para su primera guerra civil desde el principado, no les bastó con dos bandos. Nada menos que cuatro Emperadores se sucedieron e incluso alternaron en el breve plazo que va desde la muerte de Nerón, hasta el advenimiento de Vespasiano. Vamos a intentar hacernos una idea general de cómo pasaron las cosas sin perder excesivas neuronas…

Galba, emperador...

Cuando murió Nerón, el nueve de junio del año 68 d.C, Roma se encontraba en la más completa anarquía. Sin un sucesor claro, con graves problemas en el abastecimiento de la mayoría de los productos básicos y con las legiones de las fronteras conspirando sin cesar, aquel que estuviera más cerca de la capital se encontraría en una inmejorable posición para condicionar a su antojo la política imperial. Los pretorianos, que a la postre eran la única guarnición militar de la península itálica, miraron en todas direcciones buscando un títere, un tonto útil, una marioneta fácil de manejar a su antojo. El ganador fue Servio Sulpicio Galba, un antiguo gobernador de Hispania en tiempos de Nerón al que Sabino, prefecto del pretorio, había postulado como nuevo emperador prometiendo en su nombre un fuerte soborno a los pretorianos. Galba, lo que se dice tonto, debía serlo de veras porque, tras coronarse como nuevo césar, se negó a pagar el soborno convenido a los soldados, masacró a los marineros de la flota del Tiber y, en vez de adoptar a Otón, un banquero que constituía el principal apoyo en su carrera hacía la púrpura, ascendió a un tal Pisón, cuyo único mérito probado era su “hiperactividad” en la cama… De la estupidez a la insensatez solo hay un paso, y Galba lo dio cuando ordenó destituir al comandante de la mitad de las legiones del Rhin, un tal Verginio rufo, a quien su servicio de información había adjudicado el título de "conspirador mayor del reino" , sin pruebas por supuesto.

...pero Vitelio también

Los espías de Galba debían de ser becarios, porque en realidad, quienes de verdad querían forzar el golpe de estado eran los soldados rasos y el pobre Rufo era el único que los mantenía a raya, con lo que la tropa, libre ya de la mano firme de su jefe, se rebeló y proclamó emperador a un tal Aulo Vitelio, gobernador de la Germania superior y jefe de la otra mitad de las legiones alemanas. Vitelio debió de ser un figura; tenía más vicios que una garrota: bebía y comía sin conocimiento, dormía hasta bien entrado el mediodía y se pasaba las noches persiguiendo a las esclavas por los pasillos de su palacio gubernamental.

Baja Galba, pero Otón sube

Mientras tanto, en Roma, los pretorianos no se habían tomado nada bien la decisión de Galba de suprimir sus subsidios y, para demostrárselo, le interceptaron una tarde en el foro, le sacaron de su litera, le decapitaron y después de cortarle los brazos y los labios y arrastrar su tronco desnudo por la ciudad, convocaron por segunda vez en tres meses, oposición a Emperador. La plaza la ganó Marco Salvio Otón, porque le sobraba el dinero y, sobre todo, porque era más listo que el hambre. Duplicó el soborno a los pretorianos y lo extendió a las poderosas legiones del Danubio que, hasta ese momento, se habían mantenido neutrales.

Vitelio llega a Roma

Por fín Vitelio, al mando de los ejércitos del Rhin, penetró en la península italiana con intención de desalojar al “usurpador” del trono Imperial. Otón, con fuerzas bastante inferiores, le salió al paso en Bedriacum, cerca de Cremona, donde cosechó una espectacular derrota. Un día después, el 16 de abril del 69 d.C. se quitó la vida por el socorrido método de seccionarse la yugular con un estilete. Una vez en Roma, Vitelio dio muestras de que su imbecilidad era pareja a su apetito: las legiones Danubianas estaban más que dispuestas a apoyarle y ni siquiera habían combatido contra él porque no llegaron a tiempo de participar en la batalla de cremona pero, en vez de incorporarlas a su ejército, crucificó a la mayoría de sus centuriones en el mismo lugar del enfrentamiento y despidió a la tropa con viento fresco, al parecer por no apoyarle desde el principio.

¡Vespasiano reacciona!

Con semejante habilidad para las relaciones públicas, Vitelio había dejado a medio ejército imperial “a punto de caramelo” para aquel que lo quisiera encabezar y la oportunidad la aprovechó Tito Flavio Vespasiano, a la sazón jefe de las legiones de oriente. Vespasiano, antiguo general de Claudio que se había distinguido en Britannia y Germania, era un hombre cabal que pretendía dar estabilidad al Imperio, pero no podía intervenir porque padecia una sempiterna escasez de tropas, y las pocas de que disponía estaban ocupadas en las continuas rebeliones que los judíos desencadenaban cada dos por tres. Pero con el apoyo de las tropas danubianas asegurado, dejo a su hijo Tito para rematar la faena en Judea, recogió a sus nuevas fuerzas de camino a Roma y se enfrentó a las huestes de Vítelo en Cremona, para variar… Vitelio, ni siquiera participó en la batalla porque estaba, como no, comiendo; y cuando recibió la noticia de que los generales de Vespasiano habían vencido, se intentó refugiar con sus íntimos en el Capitolio, pero una muchedumbre logró forzar las puertas, le encontró y le asesinó. Era el 21 de diciembre del 69 d.C.


PD: Según Tácito, con Vitelio ya cadaver, se desencadenaron por las calles de Roma masivos enfrentamientos entre partidarios de aquel y de Vespasiano, durante los cuales se saquearon comercios, se profanaron templos, se asaltaron domicilios y se mató y violó a discrección. Con sus legiones ya al pie de las murallas de la capital del Imperio, el nuevo Emperador rehusó intervenir durante tres días, a pesar de las desesperadas suplicas de su mejor general, Antonio Prisco, al que espetó:

Amantium irae amoris integratio est
("Las peleas de enamorados reavivan el amor")

lunes, 6 de junio de 2005

Falcatas


Ajuar funerario de un guerrero ibero
Entre los elementos más relevantes de la cultura ibérica se encuentra sin duda la Falcata; se trata de una espada de hierro, de aspecto muy elegante, en forma de sable, de hoja ancha, curva, asimétrica y, casi siempre, con doble filo en la punta, con la que nuestros antepasados se entretuvieron intentando abollar el casco de los pobres legionarios romanos a los que les tocaba hacer la mili en la piel de toro. A menudo, estas armas se decoraban con hermosos damasquinados en hilo de plata, y en sus mangos aparecían motivos vegetales, geométricos, zoomorfos o inscripciones en lengua íbera. La belleza de estas armas ha hecho que sus reproducciones modernas se encuentren entre las más demandadas por los "guiris" que se dejan caer en las tiendas de antigüedades de Toledo, Segovia o Madrid.
Una de las más hermosas falcatas que han llegado hasta nosotros es un ejemplar procedente de la necrópolis ibérica de los Collados (Almedinilla – Córdoba); mide unos sesenta centímetros de longitud y tiene la empuñadura forjada en forma de cabeza de caballo, adornada con motivos en plata pura. La hoja presenta marcadas acanaladuras, posiblemente para aligerar su peso y cerca de la punta esta decorada con una especie de ave que parece surgir de una planta, o una flor. Desconocemos el ajuar de la tumba a la que perteneció pero, como suele ser común en las sepulturas ibéricas, es posible que junto a ella hubiera otras armas, como una lanza o un soliferrum, propias del equipo militar de los antiguos pueblos íberos.
A pesar de que el orgullo patrio nos mueve a pensar que esta arma es una invención hispana, lo cierto es que la falcata posiblemente tenga su origen en las costas balcánicas del adriático, para pasar hacia el sur de Italia, donde tuvo gran éxito, y a Grecia, donde la falange macedónica la adoptó con el nombre de Kopis. Es probable que, del mundo itálico, pasara a los íberos quienes la modificaron sustancialmente, reduciendo su curvatura, acortándola y dotándola de su característico doble filo; en definitiva: la tunearon. Los primeros ejemplares de este arma hallados en la península datan del siglo V a.C y los últimos del I. d.C. La gran mayoría proceden del sur y este de España; por consiguiente, puede afirmarse que se trata de un arma característica de contestanos y bastetanos, y no de la espada emblemática de todos los pueblos ibéricos.
Gracias a los análisis metalográficos, sabemos que la falcata se fabricaba con tres láminas de hierro soldadas entre sí a la calda, es decir, en caliente. La lámina central, más ancha que las laterales, se prolongaba en una delgada lengüeta que forma el alma de metal de la empuñadura, recubierta con cachas de hueso o de madera, que en la mayoría de los casos no se han conservado. El tipo y disposición de los motivos decorativos en las falcatas es bastante homogéneo. Esto, junto con la concentración de las armas decoradas en el Sureste y la Alta Andalucía, hace suponer que los talleres capaces de fabricar estas piezas fueron escasos, o que existían artesanos itinerantes que ofrecían sucesivamente sus trabajos a las elites dirigentes de diversos poblados.

La eficacia de la Falcata en combate está más que probada gracias a su notable peso, a su doble filo y a la óptima colocación de su centro de gravedad, lo que la hacía un arma excelente para personas con una altura media de 1.70, es decir, la gran mayoría de los españolitos de entonces. Además, esta espada tenía una marcada connotación simbólica e incluso religiosa, que puede derivar de su propia morfología (la curvatura de su hoja y la empuñadura zoomorfa), de su decoración y de su relación con el ámbito del sacrificio funerario, heredado de los cuchillos de aspecto similar de la primera edad del hierro. Sin duda, la decoración de las armas rodeaba a su poseedor de un aura de poder y de prestigio y, posiblemente, los motivos decorativos no sólo servían como indicadores de estatus social, sino también como elementos de identificación personal o de grupo y, especialmente, como amuletos protectores. Por último, como era un arma difícil de conseguir y carísima, se ha convertido en la pieza más representativa de los ajuares funerarios con armas, lo cual puede deberse a su especial significado, que reflejaría no tanto el carácter del guerrero ibérico, sino la boyantía de su cartera.
Para acabar, el término falcata es un cultismo del siglo XIX derivado del latín falx, que además de diez o doce cosas más, significa "hoz". Desgraciadamente, no tenemos ni idea de como llamaban los íberos a sus armas.
PD: Si quereis conocer museos en los que reposan buenos ejemplares de falcatas pinchad aquí.

miércoles, 1 de junio de 2005

¿Aprenderemos algún día?

Anoche, de madrugada, un servidor se emocionó. La culpable, fue la cadena de televisión TELE5; y a fe que yo soy el primer extrañado, pues la “cadena amiga” hacia tiempo que solo conseguía estimularme de tripas para abajo. Pero ayer, al anochecer, las bufonadas, los freakies, los debates del absurdo, los gritos…nos abandonaron porque alguien, bendito él, decidió descorrer las cortinas y abrir las ventanas de par en par. ¿El resultado? Información; pero información con mayúsculas: la tragedia del YAK-42, contada como nunca antes, ni siquiera en una cadena pública, habíamos tenido la oportunidad de contemplar.

Gracias esa luz, la claridad se apoderó de mi mente y, en minutos, empezaron a caer estereotipos, prejuicios, trincheras e ideas preconcebidas. Creo que jamás estuve tan lúcido a la una de la mañana y creo que hacía tiempo que no agradecía tanto una noche de televisión. Pero al poco, la situación me superó; había conseguido airear mi cabeza pero no estaba preparado para lo que se le venía encima a mi corazón.

De pronto, empezaron a aparecer en mi salón, hermanos de muertos, viudas de muertos, padres de muertos…gentes de toda condición a los que la vida había escogido para propinarles un golpe fatal: la pérdida de un ser querido. El dolor de todas esas personas no solo ocupó la pantalla de mi televisor, sino que fue aún más allá, y me ató de tal manera, me invadió de tal forma, que fui incapaz de levantarme, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera en esas personas y conseguí algo indescriptible, una de las sensaciones más emocionantes que puede experimentar un ser humano: sentir el dolor ajeno como propio.

Pero lo más impresionante era, cómo aquellas personas a las que Estado había abandonado, engañado e incluso amenazado, eran capaces de ponerse ante una cámara y expresar su inmensa pena con tanta serenidad y entereza. Aquellas madres y padres confiaron al Estado, a todos nosotros, lo que más querían: sus hijos; y ahora, un Ministerio, en nombre también de todos nosotros, no lo olvidemos, y con su jerifalte de turno a la cabeza, les daba la espalda y apelaba, con la cara de mármol, a las socorridas casualidades de la vida, a los omnipresentes cúmulos de mala suerte…al no pudimos hacer más.

Sí se pudo. Se pudo haber buscado un método de contratación donde prevaleciese la seguridad y no el precio; se pudo haber fletado aviones españoles, que para eso están; se pudo haber hecho caso a los mails y las cartas que denunciaban fuselajes roñosos y neumáticos gastados pero, sobre todo, se pudo haber tratado a esas personas con la amabilidad y deferencia que merecen aquellos que dan lo mejor que tienen sin esperar nada a cambio. En definitiva, se pudo haber buscado el perdón por el camino de la verdad, pero se alcanzó el de la infamia porque se cogió el atajo de la mentira.

Ojala estas personas alcancen el reconocimiento de los poderes públicos que ellos y sus muertos se merecen; Ojala que les alcance la justicia, que al fín y al cabo emana de todos nosotros y se administra en nuestro nombre; Ojala que sus corazones alcancen la paz.
--------------------------------------------------------------------------
En el año 9 d.C. tres legiones romanas fueron aniquiladas en las selvas de Germania, a causa de la incompetencia de sus jefes, la falta de preparación adecuada y a un cúmulo de decisiones erróneas. Muchos miles de hombres se dejaron la vida defiendo un ideal, una idea de Estado.

Pero en esta ocasión, su Estado no les abandonó. Seis años más tarde, en el 15 d.C. Germánico convenció a Augusto, su abuelo adoptivo, sobre la conveniencia de constituir un cuerpo expedicionario que, después de alcanzar el punto de la masacre, procediera a dar sepultura a los muertos que, según las fuentes, aún permanecían en el lugar de los hechos.

Germánico llegó a las Selvas de Teotoburgo al comienzo del 16 d.C. y lo que vio, según Tácito, fue espeluznante. El gran general cabalgó por caminos acotados por estacas que sostenían cráneos humanos; páramos con esqueletos de legionarios y centuriones aún con la cota de malla puesta, sacrificados en el altar de los Dioses germanos; cascos colgados de los árboles conteniendo costillas y huesos de las manos y los pies… Durante semanas, y en medio de un peligro creciente, las dos legiones que componían la expedición trabajaron a turnos y, mientras una se colocaba frente a la dirección más probable del ataque, la otra sepultaba a sus muertos.

Augusto estuvo de acuerdo en legalizar la situación de los huérfanos y concederles subsidios o pequeñas parcelas de tierra.

Roma cumplió con sus hijos. Tomemos nota.