martes, 28 de octubre de 2008

Cannas, 2 de agosto del 216 a.C.

la llanura de Cannae, junto al obelisco que recuerda lo que aquí sucedió...
Es curioso que hayan sido necesarios más de dos años para que me decidiera – o apeteciera, llámenlo como quieran... – a tratar la batalla que reunió al ejército romano más numeroso de la historia. Muchos años después, Trajano utilizó probablemente fuerzas superiores para acometer la conquista de la Dacia y, de igual manera, el ejército que formó Marco Aurelio para espabilar a los marcomanos también debió ser, sin duda alguna superior; pero, en una sola batalla... en un solo enfrentamiento, jamás reunieron más legionarios romanos sus escudos. Sobre la cifra exacta no hay acuerdo que se soporte, pero tanto Polibio como Tito Livio hablan, al menos, de 8 legiones ciudadanas completas a las que, posiblemente, acompañaran gran número de aliados latinos y unos miles de soldados de caballería; En total, unos 90.000 hombres. Pues bien, no es demasiado descabellado ni metafórico aceptar que ese contingente fue derrotado por uno solo, el general Cartaginés Aníbal o, más bien, por su pavorosa inteligencia en la lectura táctica de una batalla. Empecemos...

Poco después del comienzo de la Segunda Guerra Púnica, Aníbal había conseguido llegar a Italia cruzando los Alpes durante el invierno. Semejante hazaña le habilitó, amén de para figurar para siempre en los libros de historia, para canear concienzudamente a los romanos en una escaramuza (Tesino) y dos grandes batallas (Trebia y Trasimeno). Los hijos de la loba, suponemos que en visperas de sufrir un ictus, nombraron a Quinto Fabio Máximo dictador con el fin de que hiciera frente a la amenaza cartaginesa y Quinto, que no era imbécil, pronto comprendió que ante la manifiesta – y quizá momentánea - superioridad de las fuerzas al mando de Aníbal, lo mejor era dedicarse a nadar y guardar la ropa, acosando al cartaginés con algunas acciones puntuales de poca monta y, mientras tanto, acumular el ejército más grande que fuera posible para que, una vez desgastado, fuera presa fácil de las tácticas legionarias. El problema, curiosamente, es que tuvo éxito: Quinto arrasó los campos por los que la columna púnica debía pasar, privándola de todo sustento; acometió a sus patrullas, efectuó algunas emboscadas y... estaba a puntito de sacar de quicio a Aníbal cuando, precisamente, sus propios paisanos se cansaron antes... había que conseguir una victoria decisiva al precio que fuese.

El Senado, enchido de orgullo y con una estúpida sensación de superioridad que solo ellos debían saber a que se debía, revocaron los poderes de Quinto y nombraron jefazos a Cayo Terencio Varrón y Lucio Emilio Paulo, que a la sazón eran los dos nuevos cónsules y que acumulaban una bien discreta experiencia militar. Aníbal, puede que sonriendo, atacó la ciudad de Cannas, en la que se hallaban al menos un par de depósitos de grano que debían de servir para aprovisionar a las legiones y, sabiendo que con semejante acción conseguiría obligar a sus dos oponentes a presentar batalla, se preparó para atacar... después de haber estudiado pero que muy bien a cada uno de ello. ¿Qué que quiero decir? Veréis... es muy difícil separar lo verídico de lo legendario y tanto más cuanto más retrocedas en la historia pero parece ser que el cartaginés tenía un conocimiento altísimo de la psiqué de cada uno de sus dos contendientes y, sabiendo que el absurdo sistema militar romano de la época obligaba a la alternancia diaria en el mando entre los dos cónsules, sabiendo que Varrón era mucho más impulsivo y acalorado, un día concreto le forzó a un breve encuentro de caballería en el que permitió que saliera victorioso. El romano, con un ataque de éxito de no creer, ya estaba decidido a plantear batalla la menor oportunidad... justo lo que quería Aníbal.

Aquel 2 de agosto del 216 a.C. se encontraron frente a frente el equivalente a dieciséis legiones romanas completas contra un numero indeterminado de fuerzas cartaginesas – puede que unos 35.000 hombres... – en el que había al menos seis nacionalidades y otras tantas maneras de combatir distintas. Afortunadamente para ellos, Aníbal las aprovechó a todas; Frente al tradicional despliegue romano en el que la infantería constituía el centro de la línea, colocada en filas de gran profundidad y resguardada en ambos lados por una pequeña fuerza de caballería, el cartaginés colocó en el medio a sus, en principio, peores fuerzas. Éstas, que incluían a todos los celtas supervivientes de la campaña y a unos miles de soldados celtíberos e íberos, se dispusieron formando una media luna con su lado convexo apuntando hacia el enemigo. A ambos extremos se colocaron dos falanges de infantería líbia, soldados de élite armados de largas picas y bien equipados – bien en verdad que gracias a las miles de armaduras que proporcionaron los muertos en Trasimeno y Trebia... – y, en los flancos, tomaron posiciones la caballería pesada cartaginesa – de mucho mejor calidad que su oponente romana – y unos miles de jinetes númidas especialistas en acciones de hostigamiento. La batalla estaba a punto de comenzar...

...Y empezó justo como Aníbal había imaginado. El empuje romano fue imparable y arrolló de tal manera a la infantería ligera cartaginesa que, al cabo de poco tiempo, la media luna cambió completamente adoptando una forma cóncava. Al mismo tiempo, la caballería púnica y númida triunfó sobre sus adversarios, primero sobre la caballería enemiga y más tarde sobre la infantería ligera romana, a la que virtualmente trituró. Los restos de estas fuerzas ligeras buscaron inmediatamente la ayuda de sus compañeros legionarios y se volvieron hacia el centro, apretando aún más a la formación romana y forzando brutalmente la media luna cartaginesa que estaba a punto de saltar por los aires. En ese momento, Aníbal dio orden a sus dos columnas de piqueros líbios para que se adelantaran; Ahí terminó, en sentido estricto la batalla, y empezó la carnicería. Los legionarios romanos, casi sin poder respirar a causa del polvo que les venía de frente, agotados y con tan poco espacio para moverse que muchos de ellos no podían siquiera maniobrar sus espadas, fueron alanceados sin piedad. Los guerreros celtas e íberos, viendo clara su oportunidad, se lanzaron al ataque, consiguiendo aguantar la media luna y evitando cualquier posibilidad de escape hacia delante de los romanos y la caballería púnica, después de su orgía de sangre a retaguardia, volvió grupas y cerró el círculo por detrás. La maniobra estaba completada... Un ejército inferior a otro en más de la mitad de sus efectivos había conseguido rodearle.

Los romanos, aterrorizados, caían poco a poco, atravesados por una pica, cercenados sus brazos por la espada celta, acuchillados por la falcata íbera o descalabrados por los proyectiles de los más de seiscientos honderos baleares que se cree participaron en la batalla. Al final del día, de las tropas legionarias solo había sobrevivido uno de cada siete hombres. Sus adversarios apenas habían tenido que lamentar unas cinco mil quinientas, una cifra asombrosamente baja teniendo en cuenta la magnitud del enfrentamiento.

No quiero extenderme en lo que desencadenó o no esta batalla, ni en los acontecimientos posteriores que se generaron y que, es sabido por todos, no provocaron ni de lejos los efectos estratégicos que Aníbal pretendía, sobre todo, por su propios errores. Quedémonos con la idea de que, a pesar de semejante revés, que para cualquier otra civilización bien podría haber supuesto su último cartucho, Roma sobrevivió, como sobrevivió también a los trece años siguientes en los que Aníbal circuló a su antojo por la península itálica... en vano. El general cartaginés, un genio militar pero una nulidad estratégica, consiguió al menos que su obra se siga estudiando en la práctica totalidad de las academias militares del mundo como la ejemplo maestro de doble envolvimiento, estando tan presentes sus principios que sirvió de inspiración a los generales alemanes cuando se lanzaron sobre Francia en 1940 o a los americanos a la hora de rodear a las fuerzas iraquíes en la primera guerra del golfo. Sírvanos esa inspiración a nosotros en lo que quizás nos pueda interesar más allá de la muerte y la destrucción... los enormes logros que pueden conseguirse cuando un sueño es acompañado de una buena dosis de fuerza de voluntad... y la futilidad de esos logros si no son empleados en la dirección correcta.

Eso fue Cannas... una genialidad militar que no sirvió absolutamente para nada.
PD: En Cannas se perdieron más vidas romanas que el cualquier otra batalla, exceptuando quizá la batalla de Arausio, en el 105 a.C. Porcentualmente, solo es superada por el exterminio desencadenado en la batalla de Teotoburgo, en el 9 d.C. Tras el enfrentamiento, Aníbal sopesó atacar Roma pero desistió a causa de su falta de equipo para efectuar un asedio y sus escasas fuerzas. En cualquier caso, muchos años después, su amenaza estaba tan presente en la imaginería romana que muchas matronas, para obligar a sus hijos a obedecer, exclamaban... "Anibal ad portas"... algo así como Aníbal está en la ciudad...

3 comentarios:

Juan Antonio del Pino dijo...

Hincarle el diente a este episodio la verdad es que no es tarea fácil por lo trillado del tema.
Aportar algunos hechos o noticias novedosas sobre el mismo (como fue aprovechado el caráter impetuoso de Varrón, el número de honderos baleáricos..)tampoco.

enhorabuena, creo que has salido muy airoso de la prueba

Torre Augusta dijo...

Hola,
Según Apiano el papel de los celtíberos en la batalla fué la siguiente:
Anibal les ordenó llevar dos espadas, una corta bajo la túnica y una larga a la vista. Les mandó también "pasarse al enemigo" entregando las espadas (las visibles).
Una vez en la retaguardia romana a una orden de Anibal, los celtíberos sacaron sus pequeñas falcatas y empezó la carnicería.

Alberto dijo...

Hola:
He llegado a esta web por Historiador.net y me ha encantado. Te enlazo.
Saludos desde Historia Romana.