jueves, 30 de octubre de 2008

La cólera de Dios


No creo que haya fenómeno en la historia del humanidad comparable siquiera al de los conquistadores españoles. No hablo de méritos... ¡ojo! ni tampoco estoy emitiendo un juicio de valor, entre otras cosas, porque no quiero polemizar a estas horas. Pero es indiscutible que, para una nación como la hispana, con una población estimada entonces en unos 9,5 millones de almas y un atraso considerable en según que ámbitos, generar el capital humano suficiente para plantar los reales, desde la tierra de fuego a los desiertos del centro de Norteamérica, es un hecho notable. Lógicamente, los hechos notables generan personas notables... y otras no tanto.

Lope de Aguirre, guipuzcoano, pequeño, de expresión taimada, desagradable y algo ceniza, se puede catalogar dentro de estos últimos porque, por la información que nos han dejado, era tan mala gente que llego a convertirse en un personaje de sí mismo. De familia poco acomodada pero con algún abolengo en forma de pequeña hidalguía, marchó pronto a Sevilla donde parece ser que encontró trabajo gracias a la habilidad que demostraba con los caballos. Posiblemente fue en Sevilla, que en aquellos entonces era la principal vía de salida hacia el nuevo Mundo, donde debió caer víctima de aquellas fantasiosas historias en las que se pintaba al nuevo continente como si estuviera forrado en oro macizo y, claro, el pobre Lope se obsesionó...

Logró partir en dirección a América en 1534 y a su llegada, debió de pasar francamente desapercibido porque son escasísimos los testimonios que tenemos de sus andanzas. Apenas sabemos que tenía cierta facilidad para mecerse en líos (su presencia más o menos confirmada en naufragios y rebeliones parecen dar fe de ellos...) y que su carácter pendenciero y algo matonesco le habilitó para, al servicio de Almagro o Diego Pizarro, convertirse en medio soldado – medio guardaespaldas / asesino a sueldo de ambos. Así pasó muchos años, enredado con terratenientes y jueces – uno de ellos llegó a hacerle andar descalzo más de tres años para purgar sus culpas... – hasta que, ya en 1554, recibe la amnistía a todos sus crímenes a cambio de sofocar el levantamiento de un tal Francisco Hernández Girón. Debió de hacerlo tan a conciencia que, amén de acabar en un santiamén, se hizo acreedor del apelativo que lo acompañaría durante toda su vida... “Aguirre el loco”.

Pero... como en esta vida nada es gratis, Aguirre, formalmente rehabilitado, debió de echarse un vistazo a sí mismo... y lo que vio no le gustó: pobre de solemnidad, cojo de una de sus piernas, con múltiples quemaduras debido a las deflagraciones de los arcabuces al disparar, es posible que sintiera lo que solo sienten aquellos que se ven a sí mismos como perdedores... En estas circunstancias, 1559, harto de todo y de todos, se enrola, bajo el mando de Pedro de Ursúa, en la expedición que va en busca del país de Omagua... el mítico El Dorado.

La expedición, bien coordinada para los estándares de la época, y con casi 300 soldados pertrechados con abundantes armas de fuego, fue un desastre desde el principio. A los nervios por lo infructuoso de la búsqueda – que, dicho sea de paso, se manifestaron bien pronto... – se unieron la pérdida de algunas embarcaciones por la climatología y algunos errores en su mantenimiento, y la escasez de provisiones. En medio de fuertes tensiones, muchos de los soldados pidieron volver a Perú pero Ursúa, que ya anda medio ciego por los rumores acerca de ciudades doradas que nublan el horizonte, hace caso omiso y ordena continuar. Curiosamente, la principal ocupación de este hombre, aparte de acostarse con su amante mestiza, era sentarse durante los descansos como un alma en pena y hablar consigo mismo... lo que evidentemente no ayuda a calmar a la tropa que pasa de catalogar a Ursúa como un melancólico – término con el que se designaba a la depresión en la época – a tacharlo pura y llanamente de loco. La conjura, que se monta enseguida, busca el apoyo de Aguirre y todos deciden firmar una carta conjunta para enviar a Felipe II exponiendo las razones del levantamiento; Aguirre, en el momento de firmarla, rubrica “Lope de Aguirre, traidor” en medio de la escandalera general... se habían ido de Málaga para caer en Malagón...

... porque Aguirre está aún peor. Se hace nombrar Maestre de Campo – un cargo en principio reservado a los generales de los Tercios – y convierte el campamento en un hervidero de espías. En semejante escenario, que apareciera una conspiración – real, o figurada... – era cuestión de tiempo, y Aguirre respondió a ella separando la cabeza del cuerpo a dos docenas de traidores, a la amante de Ursúa (que él se andaba beneficiando) e incluso al cura de la expedición. Mientras tanto y aunque parezca mentira, consiguen avanzar por el Amazonas y tomar la isla Margarita desde donde manda una carta al rey acusándole de todos los males del universo, en esta ocasión firmada como “Aguirre, el peregrino”. Lope, se acababa de cavar su propio tumba, definitivamente.

Ya en Venezuela, a donde llegó por mar, es acorralado por algunos de su, antes, incondicionales (a los que se había prometido el perdón, dicho sea de paso...) y Lope, viendo cercano el final, mató a su hija Elvira “... para que no se convirtiera en la puta de todos ellos” e, inmediatamente, recibe dos arcabuzazos en el pecho que lo mandan al otro barrio. Era el 27 de octubre de 1561.

Aguirre, el personaje, parece fruto de perversas maquinaciones o, al menos, una mala borrachera. Es tal la cantidad de negatividades que se asocian, aún, a su persona que su impronta nunca abandonará el Nuevo Mundo: En Venezuela, se le relaciona con los fuegos fatuos, en Tocuyo se celebra una procesión anual el aniversario de su muerte, en la selva peruana está el salto de Aguirre, ante donde es necesario rezar un padrenuestro... Para los indios, Aguirre, intrigante, torpe, temerario, incrédulo, individualista, resuelto, matón, grosero y vengativo representa el paradigma de lo español. Yo, que he leído la carta que mandó a su soberano Felipe II, os puedo asegurar que, sin contradecir todo lo anteriormente dicho, parece estar leyendo más a un desencantado que a un asesino. Aún con las 72 muertes que oficialmente se le atribuyen, en la dichosa carta explica su decisión de dar igualdad de derechos a negros e indios, y se justifica diciendo a Felipe... “Aquí el que hace lo justo y verdadero es tachado de loco...” y algo de eso debía haber cuando Simón Bolívar considera dicha misiva... “la primera declaración de independencia de Ibero América".

Este fue Aguirre, la justicia por su mano... “La cólera de Dios”

martes, 28 de octubre de 2008

Cannas, 2 de agosto del 216 a.C.

la llanura de Cannae, junto al obelisco que recuerda lo que aquí sucedió...
Es curioso que hayan sido necesarios más de dos años para que me decidiera – o apeteciera, llámenlo como quieran... – a tratar la batalla que reunió al ejército romano más numeroso de la historia. Muchos años después, Trajano utilizó probablemente fuerzas superiores para acometer la conquista de la Dacia y, de igual manera, el ejército que formó Marco Aurelio para espabilar a los marcomanos también debió ser, sin duda alguna superior; pero, en una sola batalla... en un solo enfrentamiento, jamás reunieron más legionarios romanos sus escudos. Sobre la cifra exacta no hay acuerdo que se soporte, pero tanto Polibio como Tito Livio hablan, al menos, de 8 legiones ciudadanas completas a las que, posiblemente, acompañaran gran número de aliados latinos y unos miles de soldados de caballería; En total, unos 90.000 hombres. Pues bien, no es demasiado descabellado ni metafórico aceptar que ese contingente fue derrotado por uno solo, el general Cartaginés Aníbal o, más bien, por su pavorosa inteligencia en la lectura táctica de una batalla. Empecemos...

Poco después del comienzo de la Segunda Guerra Púnica, Aníbal había conseguido llegar a Italia cruzando los Alpes durante el invierno. Semejante hazaña le habilitó, amén de para figurar para siempre en los libros de historia, para canear concienzudamente a los romanos en una escaramuza (Tesino) y dos grandes batallas (Trebia y Trasimeno). Los hijos de la loba, suponemos que en visperas de sufrir un ictus, nombraron a Quinto Fabio Máximo dictador con el fin de que hiciera frente a la amenaza cartaginesa y Quinto, que no era imbécil, pronto comprendió que ante la manifiesta – y quizá momentánea - superioridad de las fuerzas al mando de Aníbal, lo mejor era dedicarse a nadar y guardar la ropa, acosando al cartaginés con algunas acciones puntuales de poca monta y, mientras tanto, acumular el ejército más grande que fuera posible para que, una vez desgastado, fuera presa fácil de las tácticas legionarias. El problema, curiosamente, es que tuvo éxito: Quinto arrasó los campos por los que la columna púnica debía pasar, privándola de todo sustento; acometió a sus patrullas, efectuó algunas emboscadas y... estaba a puntito de sacar de quicio a Aníbal cuando, precisamente, sus propios paisanos se cansaron antes... había que conseguir una victoria decisiva al precio que fuese.

El Senado, enchido de orgullo y con una estúpida sensación de superioridad que solo ellos debían saber a que se debía, revocaron los poderes de Quinto y nombraron jefazos a Cayo Terencio Varrón y Lucio Emilio Paulo, que a la sazón eran los dos nuevos cónsules y que acumulaban una bien discreta experiencia militar. Aníbal, puede que sonriendo, atacó la ciudad de Cannas, en la que se hallaban al menos un par de depósitos de grano que debían de servir para aprovisionar a las legiones y, sabiendo que con semejante acción conseguiría obligar a sus dos oponentes a presentar batalla, se preparó para atacar... después de haber estudiado pero que muy bien a cada uno de ello. ¿Qué que quiero decir? Veréis... es muy difícil separar lo verídico de lo legendario y tanto más cuanto más retrocedas en la historia pero parece ser que el cartaginés tenía un conocimiento altísimo de la psiqué de cada uno de sus dos contendientes y, sabiendo que el absurdo sistema militar romano de la época obligaba a la alternancia diaria en el mando entre los dos cónsules, sabiendo que Varrón era mucho más impulsivo y acalorado, un día concreto le forzó a un breve encuentro de caballería en el que permitió que saliera victorioso. El romano, con un ataque de éxito de no creer, ya estaba decidido a plantear batalla la menor oportunidad... justo lo que quería Aníbal.

Aquel 2 de agosto del 216 a.C. se encontraron frente a frente el equivalente a dieciséis legiones romanas completas contra un numero indeterminado de fuerzas cartaginesas – puede que unos 35.000 hombres... – en el que había al menos seis nacionalidades y otras tantas maneras de combatir distintas. Afortunadamente para ellos, Aníbal las aprovechó a todas; Frente al tradicional despliegue romano en el que la infantería constituía el centro de la línea, colocada en filas de gran profundidad y resguardada en ambos lados por una pequeña fuerza de caballería, el cartaginés colocó en el medio a sus, en principio, peores fuerzas. Éstas, que incluían a todos los celtas supervivientes de la campaña y a unos miles de soldados celtíberos e íberos, se dispusieron formando una media luna con su lado convexo apuntando hacia el enemigo. A ambos extremos se colocaron dos falanges de infantería líbia, soldados de élite armados de largas picas y bien equipados – bien en verdad que gracias a las miles de armaduras que proporcionaron los muertos en Trasimeno y Trebia... – y, en los flancos, tomaron posiciones la caballería pesada cartaginesa – de mucho mejor calidad que su oponente romana – y unos miles de jinetes númidas especialistas en acciones de hostigamiento. La batalla estaba a punto de comenzar...

...Y empezó justo como Aníbal había imaginado. El empuje romano fue imparable y arrolló de tal manera a la infantería ligera cartaginesa que, al cabo de poco tiempo, la media luna cambió completamente adoptando una forma cóncava. Al mismo tiempo, la caballería púnica y númida triunfó sobre sus adversarios, primero sobre la caballería enemiga y más tarde sobre la infantería ligera romana, a la que virtualmente trituró. Los restos de estas fuerzas ligeras buscaron inmediatamente la ayuda de sus compañeros legionarios y se volvieron hacia el centro, apretando aún más a la formación romana y forzando brutalmente la media luna cartaginesa que estaba a punto de saltar por los aires. En ese momento, Aníbal dio orden a sus dos columnas de piqueros líbios para que se adelantaran; Ahí terminó, en sentido estricto la batalla, y empezó la carnicería. Los legionarios romanos, casi sin poder respirar a causa del polvo que les venía de frente, agotados y con tan poco espacio para moverse que muchos de ellos no podían siquiera maniobrar sus espadas, fueron alanceados sin piedad. Los guerreros celtas e íberos, viendo clara su oportunidad, se lanzaron al ataque, consiguiendo aguantar la media luna y evitando cualquier posibilidad de escape hacia delante de los romanos y la caballería púnica, después de su orgía de sangre a retaguardia, volvió grupas y cerró el círculo por detrás. La maniobra estaba completada... Un ejército inferior a otro en más de la mitad de sus efectivos había conseguido rodearle.

Los romanos, aterrorizados, caían poco a poco, atravesados por una pica, cercenados sus brazos por la espada celta, acuchillados por la falcata íbera o descalabrados por los proyectiles de los más de seiscientos honderos baleares que se cree participaron en la batalla. Al final del día, de las tropas legionarias solo había sobrevivido uno de cada siete hombres. Sus adversarios apenas habían tenido que lamentar unas cinco mil quinientas, una cifra asombrosamente baja teniendo en cuenta la magnitud del enfrentamiento.

No quiero extenderme en lo que desencadenó o no esta batalla, ni en los acontecimientos posteriores que se generaron y que, es sabido por todos, no provocaron ni de lejos los efectos estratégicos que Aníbal pretendía, sobre todo, por su propios errores. Quedémonos con la idea de que, a pesar de semejante revés, que para cualquier otra civilización bien podría haber supuesto su último cartucho, Roma sobrevivió, como sobrevivió también a los trece años siguientes en los que Aníbal circuló a su antojo por la península itálica... en vano. El general cartaginés, un genio militar pero una nulidad estratégica, consiguió al menos que su obra se siga estudiando en la práctica totalidad de las academias militares del mundo como la ejemplo maestro de doble envolvimiento, estando tan presentes sus principios que sirvió de inspiración a los generales alemanes cuando se lanzaron sobre Francia en 1940 o a los americanos a la hora de rodear a las fuerzas iraquíes en la primera guerra del golfo. Sírvanos esa inspiración a nosotros en lo que quizás nos pueda interesar más allá de la muerte y la destrucción... los enormes logros que pueden conseguirse cuando un sueño es acompañado de una buena dosis de fuerza de voluntad... y la futilidad de esos logros si no son empleados en la dirección correcta.

Eso fue Cannas... una genialidad militar que no sirvió absolutamente para nada.
PD: En Cannas se perdieron más vidas romanas que el cualquier otra batalla, exceptuando quizá la batalla de Arausio, en el 105 a.C. Porcentualmente, solo es superada por el exterminio desencadenado en la batalla de Teotoburgo, en el 9 d.C. Tras el enfrentamiento, Aníbal sopesó atacar Roma pero desistió a causa de su falta de equipo para efectuar un asedio y sus escasas fuerzas. En cualquier caso, muchos años después, su amenaza estaba tan presente en la imaginería romana que muchas matronas, para obligar a sus hijos a obedecer, exclamaban... "Anibal ad portas"... algo así como Aníbal está en la ciudad...

martes, 21 de octubre de 2008

Y otro puente


...Siguiendo con el tema del Rhin, conste que estamos hablando del río más caudaloso de Europa (más que el Danubio, incluso...) y que, atención, en algunos puntos de su recorrido la distancia entre ambas orillas puede establecerse en 650 metros con una profundidad máxima de 23. Tomando como referencia los ríos patrios, no hay comparación posible. En tiempos de Julio César y de sus guerras galas, el Rhin aún no era la frontera administrativa del Imperio – de hecho, ni siquiera había Imperio – sino una especie de límite psicológico que separaba, teóricamente, a las poblaciones de origen galo de las de ascendencia germánica. Eso, en realidad, no era así en absoluto porque había algunas tribus galas en la margen derecha y algunas germanas en la margen izquierda, lo que daba lugar a enfrentamientos y variados ajustes de cuentas... y como estas “mini invasiones” estaban tomando un preocupante matiz – sobre todo desde que a las tribus germanas de los Téncteros y los Usípetos les daba por ir a comprar el pan al otro lado del río – Julio César decidió intervenir, por aquello de tener el patio de casa tranquilito...

El asunto no era sencillo; una cosa es que una banda de germanos cruce el Rhin en un par de botes para calentar la cabeza a los antepasados de Napoleón, y otra muy distinta pasar al otro lado del río a una o varias legiones con impedimenta, tren de avituallamiento y equipajes varios; lógicamente, era necesario un puente. A Julio no se le ocurrió otra cosa que elegir como emplazamiento del mismo un lugar – cercano a la moderna Coblenza – en el que el río tenía una anchura de 500 metros y una profundidad de casi 8. La cara que debieron poner sus ingenieros cuando se bajo del caballo y señaló la orilla debió ser de no creer pero, como en las legiones no mandan marineros, toco ponerse a ello con la mejor de las sonrisas... y lo lograron.

Primero de todo, se construyó un campamento fortificado a orillas del Rin para las legiones y del que partiría el mismo puente. Mientras centenares de legionarios se afanaban en talar los cientos de árboles del tamaño necesario para la construcción, los armeros de las legiones moldeaban y soldaban las complicadas piezas que servirían de molde, los engranajes e incluso los clavos y remaches... de los que hubo que hacer miles. El procedimiento, aún simple, tenía tela: Primero se clavaban en el lecho del río los gigantescos maderos que soportarían su estructura, ligeramente inclinados a favor de la corriente; para clavarlos era necesaria una enorme balsa, primero atada a la orilla y más tarde a los postes ya colocados, que disponía de una piedra pesadísima que hacia las veces de martillo y que manejaban legionarios que portaban complicados arneses. Cuando dos de las vigas estaban alineadas se unían con un tercer poste y, sucesivamente, se tendían entre ésta y la anterior los maderos que conformaban la calzada. Por último, unos cuantos metros por delante de estos “pilares” otra ingeniosa construcción en forma de cuña ayudaba a desviar los posibles objetos que, al amparo de la corriente, podrían impactar en el puente. ¡Una obra de diez!

Y así debió de ser; de las tribus que se preparaban para dar el salto y entregarse al saqueo en la otra orilla, no quedaron ni los rescoldos... El impacto de la construcción del puente – con todos mis respetos, algo similar a cuando nuestros padres vivieron a Amstrong poner el pie en la luna... – fue de tal calibre que las incursiones germanas pararon durante unos años e, incluso, Julio César fue tan bien considerado por su logro que los mejores jinetes germanos se alistaron gustosamente en sus filas, encantados de unir su destino a aquel que había sido el responsable de tamaña hazaña.

PD: El puente duró 10 días en pie. Los romanos cruzaron el río, hicieron una demostración de fuerza y se volvieron sobre sus pasos tan ricamente, destruyendo la obra que tanto esfuerzo les había costado realizar. Cumplieron la máxima de las legiones... aprovechar lo aquello útil del enemigo e impedir que aquel pueda aprovechar nada de lo propio. Las ideas, muy claritas... y eso que solo corría el año 55 a.C

lunes, 20 de octubre de 2008

El puente de Remagen


A principios de 1945 los aliados, entendidos éstos como los estadounidenses y británicos, habían empujado a las fuerzas alemanas en dirección a su patria, apoyados en su magnífica logística, su movilidad y en un avasallador poder aéreo que hacia imposible que los “Krauts” – soldados germanos en el lenguaje coloquial – pudieran salir siquiera a telefonear a casa sin que les cayera encima un muestra del variado arsenal enemigo. Estos esfuerzos se enmarcaron dentro de la operación “Lumberjack” y su finalidad última era establecer una cabeza de puente al otro lado del Rhin, lo suficientemente viable para aguantar la esperada contraofensiva germana y servir, a la vez, de base para ulteriores operaciones. Para ello, había que cruzar el río... y para ello, había que capturar un puente.

Muchos años atrás, los alemanes se habían visto en parecida tesitura solo que, esta vez, en dirección contraria, y habían construido un puente muy molón, en un sector en el que el Rhin tiene aproximadamente trescientos metros de largo. El mencionado puente era de construcción sólida, estaba bien diseñado – contenía dos trochas de ferrocarril así como dos caminos peatonales – y cruzaba majestuosamente el río entre las ciudades de Erpel y Remagen, esta última, ubicada en la misma orilla del Rhin.

Mientras que los alemanes tuvieron algo de empuje en el sector occidental, el puente fue usado para transportar al frente tropas y suministros y, por ello, a los alidos se les metió entre ceja y ceja hacerlo saltar por los aires. Curiosamente, un puente era, en aquellos días, una de las estructuras más difíciles de poner fuera de combate; centenares de aviones aliados lo intentaron pero su objetivo estaba literalmente rodeado de decenas de baterias antiaéreas que hacían que acercarse lo suficiente para centrar la mira del avión fuera una manera segura de abandonar este mundo antes de tiempo. Además, los germanos comprendieron que a medida que su enemigo se acercaba, el valor del puente en caso de ser capturado intacto se multiplicaba por lo que se colocaron cargas explosivas que debían ser activadas – una orden directa de Hitler - cuando la vanguardia estadounidense estuviera a menos de ocho kilómetros de distancia...

El 7 de marzo de 1945 a un comandante de la zona, un tal Hans Scheller, le caía el curioso marrón de aglutinar las fuerzas disponibles – que eran escasísimas – para repeler un posible ataque mientras sus propios zapadores hacían detonar las cargas. A media mañana, una patrulla estadounidense al mando de un anónimo teniente, Karl Timmermanpara más INRI, de origen alemán -, consiguió llegar a los alrededores del puente sin ser detectado, al mando de diversas unidades de reconocimiento y algunos vehículos y, con un par de bemoles, se lanzó hacia el puente con la intención de evitar su voladura. Scheller, que estaba viéndolo todo desde la otra orilla y al que de pronto no le llegaba la camisa al cuerpo, dio la orden de volar el puente pero el salvaje fuego de los vehículos que acompañaban a Karl acabó con los zapadores que trabajaban en la estructura e impidió que tropas de refuerzos intentaran acercarse a las cargas de demolición. El puente estaba, más o menos, en manos aliadas.

A partir de ahí, la tortilla se dio la vuelta y lo que empezó como un feroz esfuerzo en defenderlo se transformó en una terrible obsesión por destruirlo... y viceversa. Casi al mismo tiempo que unidades antiáreas aliadas se atrincheraban en sus inmediaciones, los tres primeros aviones alemanes, tres Stukas, volaban la primera misión para ponerlo fuera de combate... cosechando un rotundo fracaso. En días sucesivos, cientos de aviones alemanes – incluso un Arado, un avión a reacción que conmocionó a los estadounidenses pues la mayoria no había visto nunca volar un aeroplano sin hélices - intentaban en decenas de misiones, destruir el puente con nulo resultado y, a la vez, numerosa artillería alemana intentaba lo mismo desde la orilla oriental desencadenando una tormenta de fuego que, de cuando en cuando, conseguía poner alguna bomba sobre la estructura. Sobre el día 19, el aluvión de proyectiles era tal que aunque la estructura del puente seguía en pie, estaba totalmente desaconsejado que lo cruzara cualquier cosa que abultase más que un hamster pero para entonces, ya había más de nueve mil americanos en la otra orilla.

Hitler, fuera de sí, destituyó a los ¿responsables? de la caída del puente en manos aliadas, fusiló a la mayoría y lanzó a las pocas fuerzas que le quedaban contra la cabeza de puente estadounidense. Los enfrentamientos que siguieron, en las inmediaciones de Bonn, Remagen y sobre todo, Pannendorf se pueden clasificar, sin temor a equivocaciones, entre los más violentos de toda la guerra. La importancia del puente así como lo trágico del momento puede medirse en que se vivieron algunos de los combates blindados más violentos de toda la guerra, porque los americanos pusieron toda la carne en el asador y porque en las cercanías de la zona se fabricaba el Konigtiger – el modelo más pesado de carro de combate alemán, cuyo blindaje frontal era impenetrable a los carros aliados - ¡y se enviaban a la batalla sin pintar y algunas veces, tripulados por los mismos operarios que les habían terminado de dar forma!

El esfuerzo, terrible, fue baldío y en las tres semanas siguientes los ingenieros norteamericanos construyeron no menos de medio centenar de puentes provisionales de pontones que además de hacer que 9 divisiones cruzarán sanas y salvas el Rin – unos 160.000 hombres... – redujeron el impacto de la destrucción del “puente de Remagen” a una mera anécdota.

Los aliados tenían vida libre hacia Berlín... pero ya era tarde; otros llegarían antes

PD: Hay variadas leyendas sobre el puente y, en la actualidad, hay un coqueto museo que puede visitarse - yo lo recomiendo, sobre todo, porque en zona se come de miedo... -, enclavado en la única parte de la estructura que sobrevivió, las dos torres que conformaban su entrada oeste. El informe estadounidense sobre la voladura – más bien sobre la no voladura... – deja claro que no hay explicación posible a la no detonación de la cargas. Sin embargo, al menos tres trabajadores alemanes, declararon que sabotearon el cableado para motivar que los aliados rebasasen el puente cuanto antes... y dejaran de bombardear Remagen... de una p... vez.

viernes, 17 de octubre de 2008

Domiciano (81 - 96 d.C.)


¡Que hablen de ti aunque sea mal!... curiosa frase castellana que apela a la necesidad de estar en el candelero por más que sea a base de resultar linchado dialécticamente por el resto de la humanidad. El caso es no abandonar esa posición noticiosa de notoriedad que puede hacerle a uno entrar en la historia y que se mide, quizás no por la calidad de los amigos sino por la cantidad de los enemigos. Si así fuera, Domiciano ganaría por goleada; ¡Qué difícil es generar tal cantidad de inquina! Mira que he mirado y remirado, y que he consultado escritos de muchos de sus contemporáneos pero me ha resultado imposible encontrar una palabra amable de este emperador que, aún teniendo que lidiar con una época complicada, era de traca.

Tito Flavio Domiciano nació en el 24 de octubre del año 51 después de Cristo como segundo de los vástagos del tacaño emperador Vespasiano. Muy guapo no sería, porque los primeros años de su vida los pasó en la buhardilla que su tía tenía en uno de los barrios más populosos de Roma y , aunque su padre y su hermano Tito se desplazaban regularmente por todas las provincias del Imperio, el pobre Domiciano fue drásticamente apartado de cualquier responsabilidad ¿Acaso su padre se olía algo...? No sabemos; el caso es que Domiciano era de todo menos simpático y a su agriado carácter no debió de sentarle nada bien el sentirse absolutamente desplazado a tan tierna edad.

Para esas fechas, “Domi” seguía a lo suyo... haciendo amigos... Se le acusó de amoral, de sodomita y fue calumniado hasta decir basta. Incluso por Roma circuló la leyenda de que con su hermano Tito, Emperador a la sazón tras la muerte de su padre, moribundo en su lecho de muerte, fue capaz de cubrirle de nieve para acelerar la muerte. Quizá por ello cuando por fin consiguió ceñirse la púrpura imperial tuvo especial interés en autonominarse censor, cargo con el que podía controlar y etiquetar los comportamiento del Senado, compuesto por la mayoría de aquellos que tanto le habían criticado anteriormente.

A partir de ahí, a Domiciano se le fue la cabeza completamente; Domitia, su mujer, una hermosa dama de Roma que debía de estar para mojar pan, le plantó unos cuernos de plaza de primera categoría con el actor Paris. Domiciano se divorció de ella, rebanó el cuello del Antonio Banderas de la época y no contento aún, empezó a acostarse con la hija de Tito, por supuesto sobrina suya... ¡readmitiendo a la vez en su lecho a su antigua mujer! Aquello debía ser difícil de manejar porque a los pocos años, ambas mujeres acabarían tomando parte en diversas conspiraciones para matarle.

Domiciano intentó enjuagar sus penas en el ejército pero sin suerte; mal militar, propenso a ciertos problemas de salud (era muy dado a las crisis gástricas...) resultó incapaz de soportar las penalidades de la vida castrense aunque hay que decir que a fe que lo intentó y que posiblemente era entre las legiones donde mejor se encontraba... lo que no quiere decir sin embargo que éstas le tuvieran en demasiada estima. Además, pelín envidioso como era, no pudo evitar que se le inflamaran las meninges ante los espectaculares éxitos de su general Agrícola en Escocia, lo que a la postre solucionaría desterrando a héroe britano, hecho que le granjeó – es un decir – aún más simpatías...

Sin apenas apoyos, fracasada su política exterior – se perdió una legión frente a la belicosa tribu de los Catos y Decébalo, el gran rey de los Dacios, incluso se permitió la licencia de exigirle un tributo – Domiciano empezó a ver conspiraciones por todas partes y muy pronto el ritmo de ejecuciones sumarias se volvió insoportable: Persiguió a los generales de las provincias, a los funcionarios, expulsó a los matemáticos por ¡proponer ideas subversivas!, se ensañó con los cristianos... Ante semejante panorama, una conspiración mejor planeada que las demás y que gozaba del apoyo de la guardia de palacio acabó con su vida en el 93 d.C.

Domiciano es, sobre todo, un manifiesto caso de falta de cariño; sin amor, sin amigos verdaderos y víctima de las permanentes comparaciones con su hermano, su personalidad derivó funestamente hacia la impiedad y el odio contra todos aquellos que manifestaban lo que a el le faltaba... el éxito.

Quizá toda la culpa no fuera suya...

miércoles, 15 de octubre de 2008

El sitio de Malta, 1565

Determinados acontecimientos han iluminado, no necesariamente para bien, la historia de la humanidad... Hombres y mujeres, cuerdos y locos, ancianos cercanos a la santidad y aventureros de la peor especie se han sentido atraídos por ellos, han dejado su mundo atrás para intentar formar parte de otro, hacerse ricos o simplemente abandonar una existencia con la que no estaban del todo conformes. En 1565, el destino otorgó a todos ellos una oportunidad en la isla de Malta.

El sitio de Malta fue, a mi modesto entender, una confrontación mitad estratégica, mitad psicológica; La isla, situada en medio del mediterráneo, controlaba las principales rutas comerciales entre oriente y occidente, tenía excelentes puertos naturales y defensas pero, sobre todo, era la sede de la Orden de los Caballeros Hospitalarios, una especie de congregación de monjes guerreros que, al igual que sus rivales los Templarios (anteriormente extinguidos a su pesar) eran una fuerza no solo militar, sino económica de primer orden. La isla les había sido entregada muchos años después de que tuvieran que dejar Rodas, gracias a lo inmensamente pesados que se pusieron con Carlos V quien, quizá con la esperanza de perderlos de vista definitivamente, se la concedió. Las heridas abiertas entre el Imperio otomano y la cristiandad, especialmente con sus adustos caballeros de negro, no habían acabado de cerrarse por lo que el turco decidió atacar.

Militarmente, el encargó que recibió Mustapha Passa fue un regalo envenenao; Después de las victoriosas intervenciones otomanas en Trípoli y la carnicería que ocasionaron a las fuerzas españolas en Djerba, el siguiente paso era un secreto a voces. El comandante cristiano, Jean de la valette, estuvo rápido y mando emisarios a todos los prioratos de la orden para que sus caballeros tuvieran hechas las maletas por si había que salir pitando... ¿conclusión? En cuanto que se detectaron las primeras señales de peligro, cientos de hermanos hospitalarios procedentes de lugares tan dispares como Portugal o Dinamarca llegaron pertrechados para defender la cruz. Enfrente suyo estaba lo mejor que podía oponer el Sultán, que no era poco: fuerzas Búlgaras, Húngaras, arqueros ávaros, guerreros persas, mamelucos y sobre todo, varios regimientos de jenízaros, una especie de contrapartida de las órdenes religiosas cristianas que observaban un rígido comportamiento en lo militar y en lo intelectual y que, por ejemplo, guardaban celosamente su celibato y practicaban el voto de silencio... No deja de ser curioso lo cerca que pueden llegar a estar los extremos.

En resumen, unos 6.000 caballeros cristianos, reforzados por unos cientos de tercios españoles que mandó a la carrera el Virrey español de Nápoles contra cerca de 22.000 musulmanes, otros tantos hombres pertenecientes al tren de avituallamiento, cañones, arietes y una gigantesca catapulta que arrojaba bolardos de más de metro y medio de anchura... y en este momento los musulmanes cometieron su primer error... La inconsciente atracción que sufrían por el fuerte de San Elmo, sin duda el más impresionante, les llevó a concentrar sus principales esfuerzos contra él, lo que dejó su línea de ataque fatalmente desequilibrada. Dicho fuerte estaba defendido por un centenar de caballeros de la orden, la mayoría de origen aragonés, y por más que recibía castigo, el de la Vallette conseguía aprovisionarlo por la noche y desactivar los intentos de deserción de los caballeros... no por temor, sino porque para evitar bajas tenían prohibido salir de la fortaleza y los hospitalarios consideraban humillante no morir con las espadas en la mano. Por fin, treinta y un días después de haber empezado el asedio, los turcos pusieron el pie en lo alto de la principal torre de San Elmo; habían muerto todos los caballeros cristianos menos 9... ¡pero les había costado cerca de 5.000 bajas propias, más de la mitad de ellas jenízaros!

Semejante nivel de bajas era insostenible pero Mustafa estaba decidido a aprovechar el tirón... Dos días más tarde una horda de guerreros musulmanes atacaba otro de los fuertes pero fracasó porque, aparte de la tenacidad de los defensores, la noche anterior habían tenido tiempo de introducirse milagrosamente una compañía de cerca de 200 arcabuceros españoles de élite; cuando la miriada de musulmanes se lanzó contra el burgo que rodeaba la fortaleza fue rociada con varias descargas de fusilería y prácticamente aniquilada. En una segunda oportunidad, el comandante turco estaba ya cerca del fuerte de San Miguel pero unos gritos le hicieron volver la cabeza hacia retaguardia... ¡Para descubrir que un destacamento de caballería cristiano estaba atacando su campamento!... En realidad, lo que Mustafa tomó por refuerzos llegados desde la península italiana eran en realidad varias docenas de jinetes italianos que había salido a escondidas de la ciudad y, cabalgando con el agua de la costa hasta las ancas de sus monturas, consiguieron llegar al hospital turco para “felicitarles las fiestas”; La carnicería que siguió debió de ser, lamentablemente, histórica... pero sirvió para hacer que el ejército turco tuviera que acudir en rescate de los suyos y aliviar la presión sobre los defensores en el, seguro, mejor momento.

En días posteriores se vivieron varios intentos más, todos ellos perpetrados por grandes máquinas de asedio y todos ellos acabaron igual... con la máquina de asedio en el taller. En estado de desesperación, los atacantes se reunieron con la intención de sacar fuerzas de flaqueza e intentar exterminar a los defensores que, seguro, estaban por lo menos igual de desanimados que ellos. En ese instante, se confirmó que a los hijos de Alá les había mirado un tuerto: tres tercios españoles al mando de García de Toledo desembarcaron en la Isla y al grito de ¡Santiago, Santiago! Formaron sus temidos cuadros... Era lo que les faltaba a los de la media luna; decidieron que ya estaba bien y que, a lo mejor, Malta no tenía tanta importancia.

Las consecuencias del asedio de malta fueron discutibles; murieron de hambre infinidad de personas, dos tercios de la isla quedaron completamente arrasados y hubo que reconstruirlos a base de donaciones procedentes de Europa y del dinero perteneciente a la fortuna de los hospitalarios que valoraron, incluso, abandonar la isla. Malta quedó casi indefensa en el momento que la abandonaron los tercios pero el sofoco musulmán fue tan grande que seguramente prefirieron variar el objetivo del próximo ataque: primero atacaron sin éxito a Hungría, solo para que dos tercios de sus fuerzas sucumbieran a causa de la peste; después, se estrellaron con las galeras españolas y venecianas en Lepanto y, pelín hartos ya, se volvieron hacia oriente a ajustar las cuentas a Irán. Gracias a ello, el mediterráneo se llenó enterito de banderas azules y los tercios españoles pudieron dirigirse a Flandes... para morir allí.
Curiosamente, a efectos del vocabulario español, la contienda sí tuvo efectos duraderos: Los jenízaros llevaban floridos gorros en cuyo frontal guardaban la cuchara de palo con la que comían; los soldados españoles codiciaban esta cuchara a la que consideraban un verdadero amuleto y registraban a los jenínaros muertos para despojarles de ellas. Desde entonces, "entregar la cuchara" es, para los españoles, sinónimo de morir.
Saludos.

martes, 7 de octubre de 2008

Holmes Place


Me he hecho socio del Holmes place.

Lo admito.

A partir de ahora (me gustaría dejarlo claro desde el principio) voy a pagar religiosamente más de 90 euros al mes por tener un sitio en el que hacer algo de ejercicio. Bien es cierto que la piscina es de acero inoxidable, que no está saneada con cloro sino con ozono, que hay disponible una enorme cantidad de máquinas y aparatos con los que muscularse... y podría seguir así hasta el final del post... pero no deja de ser un gimnasio... un gimnasio al que vas, unos días sí y otros no... al que, de camino, te encuentras con ese amigo que trabaja cerca tan cerca de tí y te dice “venga.. vamos a comer... ¡Ya harás fuerza otro día!”... vamos, simplemente, un gimnasio.

Yo, que no soy más que un hombre sencillo – plano, dirían algunas... -, me he quedado maravillado después del primer día... porque ejercicio, lo que se dice ejercicio, allí no lo hace casi nadie; me explico: Holmes Place dispone de una variada suerte de entrenadores profesionales – todos estupendísimos, al menos de cuerpo - que se interesan por tu estado físico más que tu propia madre... Te corrigen, te animan en los ejercicios, te dan palique como si no costase, te dicen que estás mejorando muchísimo no se sabe que... y, esto es lo más importante, van vestidos de negro.

¿Qué porqué? Porque son de pago; quiero decir, más de pago aún... A lo simples mortales que hacemos el esfuerzo de los 90 y pico nos atienden otros monitores, bastante menos estupendos, menos visibles, incluso menos simpáticos... que van vestidos de rojo. Y a mí me entra la duda... ¿los chistes buenos solo los cuentan los que van de negro? ¿Por qué las que visten de oscuro están, perdóneseme la expresión “mucho más frescas” y sobre todo, si me caigo al suelo, víctima de un súbito ictus, con tal mala fortuna de hacerlo al lado de uno de esos hombres de negro... ¿Me socorrerá o me pedirá mi tarjeta de crédito?

Y ahí han empezado las dudas; y, cuando de camino al vestuario me he cruzado con Ana Obregón mis dudas se han convertido en certezas: No volveré a ir jamás de los jamases... Total, si las legiones romanas han sido, probablemente, el ejército con mejor forma física de la historia entrenando entre campos de cebada y olivares, no me costará a mí mucho bajar tres o cuatro kilos de tripa curtiéndome en un simple campo de deportes de barrio. Porque lo de los legionarios, era sencillamente de no creer; Mulas de Mario se les llamaba, aludiendo a la reforma del famoso general, pariente de Julio César, que decidió eliminar la mayoría del tren de bagajes que acompañaba a las legiones, en su mayoría compuesto por mulas, para repartirlo a partes iguales entre los distintos contuberniumgrupo de ocho hombres que dormía bajo la misma tienda – y así favorecer la movilidad de sus fuerzas. Dos mil años después, no acierto a comprender como es posible que cargar a una persona con 32 kilos a la espalda contribuya a mejorar su movilidad pero lo cierto es esta decisión, junto con un entrenamiento durísimo que incluía marchas tres veces a la semana, dio lugar al el ejército más móvil de la antigüedad y, seguro, al menos dependientes de ayudas externas.

Mirad, cada miles – en sentido estricto, soldado raso – cargaba con espada, pilum, puñal, escudo, casco y armadura como equipo básico. Además portaba un largo palo apoyado al hombro izquierdo en el que llevaba sujetas cuatro estacas para levantar la empalizada del campamento, un pico militar, una especie de azadón y un cortador de hierba. Todavía hay que sumar los utensilios de higiene personal, cacharros para la comida, su parte proporcional del horno en que se elaboraba el pan y se cocinaba, un juego de repuesto de sandalias, alguna muda, un capote impermeabilizado, una capa de abrigo y grano para alimentarse durante cinco días. No es de extrañar que a la hora de pelear fueran tan contundentes... ¡La alegría que debía suponer dejar la mochila en el suelo sería de no creer!. Incluso Mitrídates, soberano del Ponto que estuvo durante una parte de su vida educándose en Roma y que luego sería uno de sus más fieros enemigos, bromeaba sobre los enjutos cuerpos legionarios, que contrastaban con sus lozanos muslos y pantorrillas, sugiriendo que, en las marchas, al menos el camino de vuelta lo hicieran cabeza abajo... ¡Qué salao!

Naturalmente, este entrenamiento otorgaba habilidades increíbles en un ejército de la edad antigua. César, fue capaz de aguantar los años más duros de su campaña en la Galia apoyándose en la extrema movilidad de sus legiones que le permitía atacar una fortaleza un lunes y, el viernes siguiente, golpear en otra a más de 100 kilómetros de distancia, algo impensable para la mentalidad bárbara. Con el tiempo, el método se perfeccionó aún más: el soldado sabía exactamente donde debía colocarse al inicio de una marcha con lo que la legión se ponía en marcha casi automática; por otro lado, durante la caminata estaba terminantemente prohibido hablar – como en los traslados de los Tercios españoles – así como detenerse sin permiso e ingerir alimentos. De la importancia que los legionarios daban a la forma física baste decir que eran extremadamente raros los casos de exención de estas tremendas marchas para los más mayores, que continuaban haciéndolas durante la totalidad de los 25 años de servicio – el que llegaba – y que en ningún caso podía un recluta pasar al entrenamiento con armas si no se demostraba que estaba maduro físicamente.

Por último, una curiosidad: entre los romanos no eran demasiados los que sabían nadar; malos navegantes y muy temerosos del mar desde tiempos inmemoriales, esta habilidad, necesaria en los ambientes centroeuropeos fluviales y pantanosos donde las legiones se batieron el cobre durante siglos, costaba tanto que normalmente era más sencillo enseñar a un recluta a montar a caballo – ojo, sin estribo – que hacer que se mantuviese con los dos ojos fuera del agua...