lunes, 29 de mayo de 2006

Juegos de cañas

A principios del siglo XV, se podían encontrar en España dos maneras de montar a caballo. Una era la monta “a la brida”. Su origen se remontaba a la alta Edad Media y era la manera tradicional de cabalgar de los nobles europeos. Su objetivo era aprovechar el peso del caballero, ataviado con su pesada armadura, e intentar concentrarlo en la punta de la lanza de acometida, para perjudicar el esternón del contrario y cambiárselo de sitio… Como la masa que se ponía en movimiento era considerable, se usaban animales altos, pesados y no demasiado listos. Pero la manera típica de cabalgar en Castilla era la monta “a la jineta”, muy popular tanto entre los nobles como entre los villanos. Tradicionalmente se asocia a los árabes aunque probablemente su origen sea mucho más antiguo. A diferencia de su colega europeo, el castellano que monta a la jineta no busca el choque frontal con el adversario sino que su manera de guerrear se basa más en la velocidad, la astucia y el engaño. Y como lo de engañar siempre se nos ha dado de fábula, esta técnica en seguida cobró adeptos en nuestro suelo patrio. Incluso le cambiamos el nombre… entre nuestros maestros de monta la técnica recibía el nombre del “corre fuye” y, quizás porque casaba de maravilla con nuestra personalidad – y con nuestros no muy grandes caballos – los españoles la ejecutabamos de miedo.

Básicamente, el jinete llevaba estribos muy altos, lo que le hacía colocarse en la silla con las piernas dobladas. De esta manera todo el trabajo a la hora de dominar al animal recaía en las rodillas, que se llevaban en permanente presión contra el caballo. Este permanente control sobre la montura, unido al carácter vivaz y alegre de nuestros equinos, permitía hacer giros y maniobras impensables en otro tipo de monta. Los jinetes atacaban al enemigo cuando menos los esperaban, le pegaban dos collejas lo más rápido posible y se retiraban sin darle tiempo a preparar un contrataque. Esta operación se repetía una y otra vez, hasta que la caballería enemiga estaba, literalmente, hasta las narices. Y como siempre había uno al que le perdían los nervios, o un grupo que quería cubrirse de gloria haciendo la guerra por su cuenta, los españoles se dejaban perseguir por aquellos pobrecitos hasta algún lugar escarpado y bien conocido, donde quitar al contrario tantos delirios de grandeza. Esta tipo de lucha fue la que utilizó el Gran Capitán en sus campañas italianas, o sea, la que destrozó literalmente la paciencia de los pesadísimos - tanto en volumen como en carácter... - jinetes franceses.

La monta a la jineta tenía, además, otro campo en el que desarrollarse además del bélico o del ganadero. Se trataba de los Juegos ecuestres. Este tipo de pasatiempos tenía una larga tradición es España, en especial el llamado "Juego de cañas". Se le atribuye origen berberisco aunque, probablemente, sus raíces sean muchos más antiguas, pues la caballería romana ya practicaba algo parecido, la Hípica Gymnastica o Juego de Griegos y troyanos. Lo mismo que actualmente, en cualquier boda o comunión no faltan las socorridas fotos en el parque público o el baile de Paquito the Chocolateman, en ninguna celebración importante del Reino de Castilla faltaba su correspondiente juego de cañas. Se disputaba entre varias cuadrillas de caballeros, ricamente ataviados y siempre montados a la jineta, que alternativamente se perseguían arrojándose venablos sin punta, “las cañas”, mientras se protegían con pequeños escudos de cuero endurecido. No era raro que, con la doble ración de orgullo con que se desayunaban los españoles del XV, cuanto más en presencia de público, se encresparan los ánimos de los jugadores. Ya fuera por discrepancias en el taneto, o por simple mal perder, no era raro que los juegos de cañas acabaran como el rosario de la aurora, con nefastos altercados que incluso llegaron a acabar con la vida de algún Grande de España. De ahí viene el dicho castellano de “cuando las cañas se vuelven lanzas…”

Trístemente, en una ocasión la alegría por una histórica victoria llevó a muchos hispanos a denigrarse, montando una obscena copia del este juego, con el resultado de cientos de muertos en tres largas noches de vino y odio. Quizás la construcción que aparece en segundo plano, en la imagen que acompaña este artículo, os pueda sacar de dudas...

viernes, 26 de mayo de 2006

La espantosa lucha por la Galia (III)

Gergovia, que fue la primera derrota de César, tuvo las consecuencias esperadas. El romano nunca perdonó a Vergincetorix, especialmente cuando el inesperado revés impulsó a los poderosos Aeduos a unirse a la revuelta. Mientras tanto, en el bando galo, la victoria también tuvo un corolario inesperado: Dos jóvenes Aeduos, Epoderodix y Virdomaro, sintieron, o más bien les hicieron sentir, que les correspondía encabezar el levantamiento por derecho. Para discernir el asunto, se convocó un Consejo de jefes galos, que tras arduas deliberaciones confirmó a Vercincetorix en el mando. Su resolución, lejos de zanjar la cuestión, solo sirvió para que, a partir de entonces, el joven jefe galo se lanzara al combate más preocupado por su espalda que por lo que ocurría frente a él.

Tras unos días, y convencido como estaba de que la caballería germana había abandonado a César por falta de paga, concentró los esfuerzos de sus propios jinetes en el tren de suministros romano. Vercingetorix obligó a su caballería a prometer que cualquier jinete que no completara, al menos, dos vueltas a la caravana de bagajes romana, se comprometiera a no tener acceso a sus casas, a sus hijos y a su familia como castigo. Fue un momento decisivo de la guerra. Si los galos hubiesen tenido éxito, sus operaciones habrían sufrido el retraso, al menos, de un año. Por desgracia para ellos, César era un tahúr de los enfrentamientos armados. Con el poco dinero que le quedaba y apoyado en su engañosa elocuencia, convenció a los jinetes germanos para “financiarle”: los mercenarios cobrarían con vencimiento a un año, con su tipo de interés correspondiente. Esta operación 6% T.A.E. triunfó de tal manera, que una carga germana desmembró la aún inexperta caballería gala. Vercingetorix, sangrando por ambos brazos y piernas, se vio obligado a retirarse, y esperando quizás repetir el éxito de Gergovia, se dirigió a la ciudad fortificada de Alesia y, puesto que lo que se avecinaba era un asedio, despidió a su caballería – que ya no sería de mucha utilidad – y despachó cientos de correos para pedir ayuda… y comida. Poco después de que el último jinete desapareciera tras la colina, la primera cohorte romana hizo su aparición…

Las semanas siguientes fueron testigos de casi ningún combate y de muchas obras de ingeniería. Los romanos levantaron un muro que rodeó Alesia y, en cuanto tuvieron constancia de que un ejército galo de dirigía hacia allí, comenzaron a levantar, de manera aún más frenética, otra muralla orientada al exterior. Una horda de, quizás, más de doscientos mil guerreros – César exagera hasta el triple – pronto aparecería y todo el resultado de la guerra dependía de aquel doble asedio. Y fue entonces cuando los romanos empezaron a hacer lo que mejor sabían: aguantar. Los galos lanzaron ataques desde dentro y desde el exterior, con nulo éxito, y pronto comenzaron a faltar los víveres. Los legionarios ayunaron y apretaron los dientes pero Vercingetorix tenía miles de niños y mujeres que alimentar y, ante su nula utilidad militar, los despachó fuera de la ciudadela. César no los dejó salir y, tras dar estos la vuelta, el galo no los permitió entrar. Cuentan que había legionarios que se volvieron locos de oír los lamentos de aquellos desgraciados, abandonados a su suerte en tierra de nadie.

Un día, con ambos bandos al límite de sus fuerzas, el primo hermano de Vergincetorix, Vercasivellauno, juntó a todos los que aún podían mantenerse en pie y atacó desde el exterior, en el mismo momento en que su jefe lo hacía desde el interior. Durante casi dos horas el destino de la Galia osciló en una balanza, con los defensores romanos combatiendo espalda con espalda contra los galos que les atacaban. Al final, la decisión de César, que dirigió una carga a pie en el momento crucial, acabó por inclinar la suerte del bando romano. Vercingetorix, desesperanzado, intentó canjear su vida a cambio de clemencia para sus hermanos de sangre que aún estaban vivos, pero los romanos solo aceptaron su rendición incondicional. A la mañana siguiente, el hombre que había pedido tantos sacrificios decidió sacrificarse él mismo. Ataviado con su mejor armadura, Vercingetorix se dirigió al campamento de César, arrojó sus armas a los pies del nuevo amo del mundo y suplicó favor para los suyos, llorando de rodillas. Pero César tenía otros planes. A los Aeduos se les permitió volver a sus casas a cambio de ejercer de nuevos carceleros de la Galia, pero dos millones de galos, la cuarta parte de la población, fueron vendidos como esclavos. Un genocidio, se mire como se mire.

Vergincetorix fue mantenido con vida seis años, quien sabe por qué, encerrado en la más famosa prisión de Roma, el Tullarium. Para cuando César se acordó de él, ya estaba loco.

Murió estrangulado ceremonialmente, en el año 46 a.C.

La Guerra de las Galias fue, ante todo, el resultado de las tensiones de un sistema político, la República, que vivía sus últimos extertores. César necesitaba una provincia cerca de Roma, que le permitiera hacer dinero, mantener hombres armados e influir en la política de la metrópoli. La Galia, desgraciadamente para ella, lo tenía todo. La persecución contra los Druidas, los bosques sagrados y, en general, todo aquellos que "oliera" a celta fue minuciosa y concienzuda. Tan solo décadas más tarde, se hablaba latín en todos los mercados, desde Aquitania a la Bélgica.

La Galia se convirtió en la provincia más rica del Imperio.

Los hijos y nietos de aquellos hombres se convirtieron en el vivero del que mamaron las legiones los dos siglos siguientes.

Roma se convirtió en un Imperio y el devenir de los acontecimientos determinó que su creador ya no viviese para verlo. Julio César fue asesinado en el 44 a.C.

jueves, 25 de mayo de 2006

La espantosa lucha por la Galia (II)

La única estatua de César en Francia

Vamos a ver… ¡Ah sí!... habíamos dejado a Julio César a punto de atacar a los Helvecios, que estaban intentando emigrar hacía el oeste debido a que diferentes movimientos migratorios les estaban presionando a su vez, forzándoles a abandonar sus propias casas. César derrotó a los primeros suizos en una serie de batallas que llevaron a los supervivientes de vuelta a los Alpes y, quizás porque ya andaba por allí, aprovechó para hacer otro tanto con una confederación de tribus germanas que estaban intentando hacer lo mismo a través del Rhin. Esta campaña le supuso al joven Vergincetorix una impagable experiencia sobre la forma de hacer la guerra que caracterizaba a los romanos, ya que, probablemente, estaba al mando de una unidad de caballería aliada con Roma contra los anfitriones del Mundial. Más, muy pronto, los galos se dieron cuenta de que Julio había llegado para quedarse, y que estaban a punto de convertir a su invitado, en casero. Las expediciones de “Julito” pronto alcanzaron a Britannia, causando un terrible resentimiento en el mundo celta, que consideraban a aquellas tierras como los madrileños consideramos hoy en día a la pradera de San Isidro… Los carnutos se alzaron en armas, y a ellos les sucedieron los eburones, valientes soldados y espléndidos jinetes. César los sometió con habilidad, salvajismo y sin el menor atisbo de clemencia. Al terminar la campaña, miles de galos fueron vendidos por vez primera, como esclavos… serían millones.

Mientras tanto, nuestro joven galo, que acababa de hacerse con el poder por el socorrido medio del golpe de estado, dudaba. Sin duda, se veía favorecido porque era altísimo y bien parecido: en la cultura celta, un aspecto agraciado demostraba contar con el favor de los Dioses y los Druidas no tuvieron el menor reparo en coronar a aquel adonis rubio como jefe de los galos libres. A partir de ahí, Vergincetorix ya no dudó más; golpeó a los romanos en Cenabum – actual Orleáns – y asesinó a los funcionarios y comerciantes romanos allí donde los encontró, recorrió el país reventando caballos y, gracias a su elocuencia – César sostiene que hablaba como los angeles – convenció a todo el que quiso escucharle de que el momento tan largamente esperado, había llegado. Tan solo los Aeduos, que conocían como se las gastaban las legiones de Roma, decidieron permanecer al margen, de momento…

Mientras tanto, César no tenía, literalmente, ni un trozo de pan que llevarse a la boca. La inanición que rondaba a la mayoría de sus soldados generó varias epidemias, y el gran general no tuvo más remedio que completar sus mermados cuadros con mercenarios germanos, convictos y todo aquel con la fuerza suficiente para empuñar un arma. Además, fiel a sí mismo, contestó al fuego con fuego. Allá donde se habían ejecutado soldados romanos, César mataba a cien galos; Cebanum fue asediada y pasada por las armas… sin compasión. Avaricum, una de las más hermosas ciudades fortificadas galas, fue tomada al asalto por medio de una gigantesca rampa que desplobó de árboles un radio de 7 kilómetros a la redonda. Cuentan que Julio insistió en verlo todo desde lo alto de una colina cercana y que bajó personalmente al casco urbano, a segurarse de que ya no respiraba nadie. La Galia entera se había transformado en un gigantesco campo de batalla, en el que ya valía absolutamente todo. La venganza había dejado de tener medida.

Semanas más tarde, Julio se presentó ante Gergovia, un enclave al estilo del anterior, pero aún más grande y mucho mejor fortificado. Y aunque los romanos se hicieron rapidamente con el control de los aledaños, no pudieron impedir que algunos miles de jinetes galos, con Vergincetorix a la cabeza, entrara en la ciudad y corriera a dirigir la defensa. Con los efectivos al mínimo de nuevo, César no pudo cercar totalmente la ciudad y, extrañamente impaciente, decidió forzar un asalto a pesar de la opinión de su primipilus y de todos los manuales de táctica militar, que ciertamente desaconsejan tomar una población hacia arriba. Aunque algunos legionarios llegaron a alcanzar sus murallas, todo lo que pudo salir mal, salió mal. Las calles eran más estrechas de lo que los romanos habían calculado y los tejados celtas se llenaron de mujeres y niños celtas que descalabraron a un buen número de legionarios. Pronto, las principales vias de Gergovia estaban taponadas por cadáveres vestidos con túnicas pardas y los pequeños grupos supervivientes quedaron incomunicados, encajonados, sin poder levantar la cabeza ni empuñar el pilum pues apenas tenían espacio para mantenerse erguidos. El subsiguiente intento de retirada se convirtió en una desbandada general que solo se contuvo cuando la legión más veterana de Cesar, que estaba en la reserva, intervino, sin tiempo siquiera para ponerse las cotas de malla.

Los galos acababan de empatar a 1...

Gergovia fue un inmenso error en lo táctico y en lo emocional. Los legionarios atacaron sin casi descansar, sin demasiado brío y en las peores condiciones posibles. Pero César, al contrario que la mayoría, aprendía de sus errores; jamás volvió a intentar tomar al asalto una ciudad enemiga y, en lo posible, jamás volvió a plantear batalla con unas legiones tan mermadas de efectivos. Gergovia, por tanto, también le salió cara: 800 hombres murieron y otros 2.000 más o menos, recibieron heridas que les impidieron volver a participar en las operaciones o quedaron tullidos para siempre. Solo la intervención de los centuriones de la X Legión, que formaron una barrera humana en una de las calles, enderezó la situación, ganando un tiempo precioso para que sus compañeros pudieran ponerse a salvo.

De los 50 centuriones, murieron 46.

miércoles, 24 de mayo de 2006

La espantosa lucha por la Galia (I)

Vergincetorix, erigido cerca del lugar donde perdió su esparanza

Vercingetorix era un galo. Puede parecer una perogrullada fruto de las horas que son, pero lo cierto es que pocos personajes históricos representaron como él las virtudes y los defectos de la cultura a la que pertenecía. A sensu contrario, Julio César era romano de pura cepa, y también simbolizaba a las mil maravillas el ideal de la comunidad que lo había parido. Cada uno era la luz más poderosa de entre todas las que alumbraba el firmamento patrio, aquella que guiaba a sus conciudadanos por el mar de sombras en el que ambas civilizaciones navegaban desde hacía décadas. Y ambos, sabiendo a ciencia cierta que la confrontación era inevitable, la aceptaron, después de sopesar detenidamente las esperanzas que podían malograrse y los numerosos quebrantos que esperaban a cada paso… y lo que es más importante: se lanzaron a destrozarse mutuamente sabiendo que su destino estaba inseparablemente ligado al de los suyos y que aquella no era iba a ser una guerra de medías tintas… era victoria o muerte. Por eso, la historia de su rivalidad no es más que el reflejo del desafío que se lanzaron las dos culturas más importantes de su época, y que a la postre, iba a significar para una su desaparición, y para la otra, una catarsis tal, que los hijos de los hombres que la protagonizaron apenas reconocieron ya la Roma que habitaron su padres. Una idea venció a la otra… desapareciendo ambas.

A pesar de la propaganda romana en sentido contrario, los celtas entre los que habitó Vergincetorix no eran unos bárbaros. Para la época en la que éste nació, el 78 a.C., los celtas se estaban urbanizando rápidamente, intentando formar algo parecido a una confederación política de gran tamaño, y pasando a una economía monetaria… en definitiva, estaban “inventando” una civilización. Pero burla burlando, la Galia se había quedado atrás en dos aspectos fundamentales: el desarrollo militar y el político. Los soldados de infantería gala consistían en campesinos demasiado pobres para poseer su propio caballo y arneses y apenas iban armados; en resumen, poco más que una recalcitrante molestia para los romanos, los auténticos maestros de la infantería pesada. Sin embargo, lo peor era su incapacidad para unirse entre ellos incluso contra la amenaza más peligrosa. “Vergin” era Arverno, y aristócrata, y su tribu mantenía una rivalidad de antiguo con otra, los Aeduos, que a su vez, no se hablaban con más de la mitad de sus hermanos de sangre, seguramente, porque los tenían esclavizados. Era la comunidad peor avenida desde la de “Aquí no hay quien viva”…

Roma, con la que estaban aliados los Aeduos, tenía una larga y tumultuosa relación con los galos. Cualquier escolar romano sabía que hacía cientos de años, los guerreros de Brenno habían saqueado la propia Roma. En un principio, la psicosis era tal, que el armamento legionario se configuraba de acuerdo a las urgencias que planteaba la dificultosa empresa de combatir a esos guerreros altos, hermosos y que surcaban los campos de batalla con un increíble desprecio hacía la muerte. Con el paso del tiempo, la superior inversión romana en I + D obligó a los galos a “nadar y guardar la ropa”. Para el siglo II a.C. Roma los echó de Milán a garrotazos, se expandió al otro lado de los Alpes conquistando su primera provincia, “Provença”, pero la mayor parte de la Galia permaneció libre, independiente y, en cierto modo, desconocida.

Durante la infancia de Vergincetorix Roma tenía todas sus energías concentradas en su expansión por el mediterráneo y en las luchas políticas que se daban en la cada vez menos eficaz República: días tras día los partidarios de un determinado grupo linchaban, asesinaban y confiscaban a discreción, solo para volver corriendo a sus casas y ver si sus adversarios habían hecho lo mismo; una situación comodísima para todos sus vecinos que, no obstante, iba a cambiar porque a un joven político y militar de escaso pelo pero certera inteligencia le había caído en suerte gobernar Provença e impedir que los bisabuelos de los actuales suizos, los Helvecios, se asentaran en la provincia. Julio César no sabía todavía si aquello le haría pasar a los libros de historia o apenas daría para un sainete pero, seguro, que estaba decidido a ser el principal protagonista...

Y mañana más.

Debemos ser coscientes de que esta historia plantea un problema; el arquitecto de la catástrofe gala es tambien nuestra principal fuente de conocimiento: Gayo Julio Cesar, el hombre que posteriormente derribaría la débil democracia romana y la sustituiría por una dictadura militar que no le sobrevivió. César nos ha legado su De Bello Gallico, una narración de los hechos probablemente basada en los informes que tuvo que remitir al Senado mientras duraron las operaciones. Se trata de un documento excepcional, por varios motivos. En primer lugar, la casualidad ha hecho que nos halla llegado - creemos - completo. Además esta escrito en un estilo narrativo claro, poderoso y didáctico, aunque con ciertas dosis de autobombo. Por último, diversas consideraciones inducen a pensar que, en líneas generales, su relato es verídico. Y se puede comprar, hoy en día, en cualquier librería decente por alrededor de 20 Euros.

Una suerte.

domingo, 21 de mayo de 2006

¿Unas cartas?


La afición que despertaron los juegos de cartas en la Edad Moderna fue enorme… ¡y eso que aún no había sucursales de Cajamadrid que regalasen las consabidas barajas verdes con motivo de la Navidad o la apertura de una nueva libreta! El gusto por este pasatiempo, que en Europa tuvo sus altibajos, debió de alcanzar en la península tintes disparatados, hasta el punto de que los naipes tuvieron que ser expresamente prohibidos en los cementerios y las cercanías de palacios y en las plazas. De la baraja española se dice que la inventó un tal Vilma, cuyo nombre no era más que la contracción de “Vil hambre”… por las desgracias que a tantas familias acarreó su perniciosa ocurrencia. Tenía entre cuarenta y cuarenta y ocho cartas, agrupadas en cuatro palos, como la italiana, aunque las barajas de ambos países se distinguían por los dibujos. Los bastos italianos no son las gruesas porras nudosas españolas sino bastones de mando, y las espadas son largos sables recurvados que se presentan cruzados sobre el naipe, a diferencia de las ibéricas, que son cortas dagas que no se cruzan jamás.

Hay que explicar que el juego de cartas no es pernicioso en sí mismo; Al igual que cuando se efectúa un disparo, en el que no es la bala misma la que mata sino la velocidad a la que se mueve, el problema de los juegos de cartas es que en España siempre han viajados a lado de una inseparable compañera: la apuesta. Jamás el intelecto humano funciona con tanta perfección, como cuando cavila sobre las formas de desplumar al vecino: flux, rentoy, primera, quince, treinta, flor, pollas, reparola, pintas, triunfos, capadillo, tenderete, siete y media, cartera, vueltos, presa y pinta… y así, hasta que ustedes quieran; la lista de maneras de quedarse sin blanca ayudado por una baraja es más amplia que la de fracasos españoles en Eurovisión. Esto, unido al más que tradicional “mal perder” patrio, hacía que se tirara de espada mucho más de lo necesario, y que tranquilas partidas entre compañeros y amigos acabaran en vertiginosas carreras por tejados y terrazas, en las que ya era la propia vida la que estaba en juego.

Si tahúres y jugadores eran personajes fáciles de encontrar en tabernas y mesones, no lo eran menos los tramposos y "fulleros". Estos últimos, auténticos paradigmas de la España del XVI, trabajaban en ventas y locales de mala nota, y entre ellos no faltaban militares que usaban sus habilidades para completar sus ingresos o mejorar sus pertenencias a costa de cualquier incauto que se pusiera a tiro. Había los que usaban barajas “apañadas” llamadas en España “naipes hechos”, o los que trabajaban en equipo, con “apuntadores” que indicaban distraídamente al fullero las cartas que tenía el “bueno”, esto es, el pobre ingenuo al que pensaban menguar. Otros personajes típicos de la fauna carteril eran las “mazas”. El nombre les venía dado por los maceros o guardias que custodiaban la persona del Rey… y que no tenían mucho más que hacer. Al igual que estos, se pegaban a los jugadores que estaban en buena racha, jaleando sus triunfos, y comiendo y bebiendo a su costa y sin soltar un maravedí.

El juego se prohibió además en monasterios, ayuntamientos y en campamentos militares. En este segundo caso, la explicación es bien sencilla: no parece muy recomendable permitir envites en un lugar en el que abundaban la espada, la daga, y el arcabuz. La medida fue tal mal tomada por los soldados, que hubo que revocarla en parte, permitiendo al menos jugar en el cuerpo de guardia, lugar en el que siempre había vigilancia, y en el que una pelea posiblemente pudiera ser controlada antes de ocasionar un disgusto. También se permitieron las apuestas, quizás porque sin lo uno no tenía sentido lo otro, pero se castigó con la muerte envidar las armas, no fuera cosa de tener que ir a pelear a la mañana siguiente armado de una espumadera…

¡Ah!... durante la conquista de América, Hernán Cortés fue un poco más allá y, seguramente movido por su descomunal inquina a los juegos de naipes, prohibió la mera tenencia de barajas y castigó con la horca a aquel que osara contravenirle. En principio se respetaron las ordenanzas y no hubo cartas en la expedición, pero un soldado llamado Pedro Valenzuela se daba la suficiente maña como para pintar los naipes sobre cuero de tambor y endurecerlos al sol… Cuando terminó su obra, la ofreció al mejor postor y acabó entregándosela a uno de los capitanes a cambio de su caballo.

Cuentan que a la mañana siguiente, cuando el humilde soldado se presentó a formar a lomos de un hermoso caballo tordo, Cortés se quedó de piedra…

martes, 16 de mayo de 2006

Espartaco, el esclavo que puso a Roma de rodillas


La historia de Espartaco es realmente increíble. Nuestro “amigo” se enfrentó a Roma, el Imperio más poderoso de la antigüedad, en la misma Italia, en el salón de su propia casa... Y para hacerlo, comenzó con las manos vacías, pues no poseía, literalmente, ni una camisa con la que cubrirse. Era un esclavo, un prisionero condenado a muerte. Más tarde, reunió una chusma compuesta por toda suerte de aventureros, esclavos huidos, antiguos libertos y criminales de la peor especie, les proveyó de armamento casero y les lanzó a luchar contra las legiones de Roma, seguramente confirmadas ya como la mejor infantería del mundo. Lo normal hubiese sido que ese conglomerado de personas e intenciones hubiese sido masacrado por soldados bien entrenados. Pero eso nunca ocurrió, y Espartaco ganó una batalla tras otra. Más cuidado… no debemos caer en la tentación de contemplar a éste antiguo gladiador tracio como lo que nunca fue, ni revestir su alma de buenas intenciones y sueños de libertad para los suyos, que seguramente nunca tuvo. En esta historia, nada es lo que parece…
La historia comienza en el año 73 a.C. en Capua, donde un tal Lentulo Batiato (o posiblemente Lentulo Vatia) regentaba una escuela de gladiadores. Según Plutarco, que escribió sobre los hechos que nos ocupan casi un siglo más tarde, las condiciones en la escuela de Lentulo eran especialmente duras, y se mantenía a los gladiadores en el más estrecho confinamiento, aunque en defensa del Lanista, hay que decir que tener a cargo tres docenas de gladiadores no debe acarrear los mismos riesgos que establear un rebaño de ovejas. Entre ellos se encontraba un tracio conocido como Espartaco. “Spartakos” es un lugar de Tracia, a medio camino entre las actuales Grecia y Bulgaria y, como un esclavo no deja de ser un bien, y los bienes no suelen venir con nombre puesto, es posible que nuestro protagonista recibiera ese nombre de Vatia. Sobre su origen, poco se sabe. Parece que fue primero pastor, y luego auxiliar en alguna unidad militar romana sin rango legionario. Tras abandonar el ejército, Espartaco se convirtió en bandido y pasó los días asaltando a los caminantes que se aventuraban solos por los peligrosos caminos tracios. Capturado y condenado a muerte, a sus captores les pareció una tonta pérdida de dinero no aprovechar sus cualidades físicas y su manejo de la espada y fue vendido a Lentulo: era un combatiente feroz, estaba entrenado en el manejo de las armas y – ante la Ley – ya estaba muerto.
Puede ser que el trabajo no le gustara, quizá por el sueldo – es un decir – o puede que porque tener contrato indefinido como gladiador era como no tener nada… el caso es que escapó y después de asaltar la cocina de una taberna con aquellos que quisieron seguirle, seguramente para proveerse de cuchillos, la suerte hizo que encontraran en su camino un carromato con armas y protecciones para gladiadores, quizás los mismos con los que se suponía iban a morir en el espectáculo de Capua. Tras equiparse a conciencia, el pequeño grupo subió al Vesubio e instaló su campamento en medio del cráter. Aún sin Internet ni SMS, la noticia se propagó como un reguero de pólvora y pronto, el pequeño grupo comenzó a recibir un goteo incesante de esclavos huidos, la mayoría de ellos tracios y galos. Pronto se convirtieron en una molestia tan importante, que el Senado de Roma mandó a un tal Apio Pulcer al mando de tres mil hombres para limpiar el Vesubio de esa plaga. Atrapado cerca del cráter, Espartaco demostró a las primeras de cambio su habilidad táctica, producto sin duda de sus años de servicio en el ejército romano. Aprovechando que una de las laderas no estaba vigilada por considerarla los romanos inaccesible, los hombres del tracio tejieron una especie de cuerdas a base enredaderas, descolgaron sus armas, luego se descolgaron ellos mismos, y se fueron a la carrera, deslizándose a través del cordón romano y esperando pacientemente a que anocheciera… para pasar a cuchillo a sus sitiadores y equiparse con lo mejor del armamento legionario… a la salud de Pulcer al que, al parecer, no dieron tiempo ni a despertarse.
El éxito era un arma de doble filo. Al demostrar que podía sobrevivir y prosperar, atrajo a mas seguidores pero, cuantos más fuesen estos, más salvajes deberían ser sus saqueos para alimentarlos, y más violenta sería la respuesta de Roma. De todas formas, lo que más ayudó a Espartaco en su política de reclutamiento fue el egoísmo y la brutalidad de la élite romana. Desde las guerras con Aníbal, el campo italiano sufrió un terrible descenso demográfico debido a los enfrentamientos armados y a las obligaciones con el ejército – aún no era profesional – de los pequeños agricultores y propietarios. Por eso, al caer estos en combate o convertirse en tullidos, los grandes latifundistas compraban sus predios por cuatro duros y ponían a trabajar en ellos a todos tipo de animales: caballos, bueyes… y esclavos. Esas misma villas y granjas maravillosas son las que Espartaco se dedicó a saquear durante meses, y esos mismos esclavos la infantería que engrosaba sus ejércitos. Se saquearon ciudades importantes, antiguos dueños eran asesinados a discreción, se incendiaban puertos y cosechas, y los sucesivos ejércitos que Roma mandaba contra ellos eran caneados, también sucesivamente, sin demasiadas dificultades.
En el 72 a.C. los romanos le tomaron en serio, y recurrieron a Craso, el hombre más rico de Roma y un gran general, para intentar detenerlo. El porqué de la elección de Craso es fácil de comprender: con la mayoría de ejércitos romanos en Hispania o Grecia y sin dinero en la caja por el lamentable estado del campo y la industria en la mitad sur de Italia, Roma no tenía soldados ni dinero con el que pagarlos. Craso era el único que podía levantar varias legiones de la nada. Y no cabe duda que Craso era un patriota, al menos a su estilo. Varios rechazaron antes el puesto, debido a la escasa gloria que podía ofrecer vencer a un ejército de esclavos, mientras que la desgracia para la familia en caso de ser derrotado por ellos era inmensa.
Mientras tanto Espartaco, algo alarmado ante las dimensiones que había cobrado su “armada” y puede que también preocupado por los diferentes intereses que se defendían entre los suyos, negociaba con piratas cilicios el traslado de sus huestes a Sicilia, para que desde allí cada cual pudiese buscar su propio destino. Una vez entregado el dinero, ni hubo barcos, ni piratas ni nada de nada; Espartaco fue víctima de la primera estafa masiva de la época… con casi 100.000 afectados… justo el tamaño de su ejército en esos momentos. Condenado a dar media vuelta y ya sin dinero, un par de encuentros victoriosos frente a las tropas romanas, más que animarle, le convencieron de que su suerte estaba echada, y despachó mensajeros a Craso para intentar un acuerdo. Éste, percibiendo al instante la debilidad por la que pasaba su enemigo, se lanzó a la batalla. El encuentro fue extraordinariamente feroz, como cabría esperar de la desesperación de unos y otros. Espartaco debía contar aún con unos 80.000 hombres pero la disciplina de las legiones resultó decisiva. En un último esfuerzo por cambiar el sentido de la marea, Espartaco se lanzó en persona hacia Craso:
Y así dirigiéndose hacia el propio Craso por entre las armas y los heridos, acabó su ejército por perderlo de vista, matando si embargo a dos centuriones que le atacaron a la vez. Al final, cuando todos los hombres que se apiñaban a su alrededor ya había caído, él encontró su final.
Craso crucificó a seis mil prisioneros a intervalos regulares a lo largo de la Vía Apia, desde Roma hasta Capua. Sus cuerpos permanecieron allí siete años. Los romanos jamás encontraron el cuerpo de Espartaco. Al hombre que se enfrentó a un Imperio, que inspiró un ballet, varios libros y películas y hasta una tendencia política le hubiera divertido especialmente su actual papel de icono gay masculino. Pero las pruebas no apoyan a aquellos que ven en el una especie de Che Guevara de los Apeninos. Nunca combatió la esclavitud como tal. Espartaco fue atrevido, un general especialmente notable y un líder carismático, pero las fuentes históricas no nos dicen, y no deberíamos suponerlo, que Espartaco fuese un buen hombre, como quiere hacernos ver la impresionante película de Kubrick, aunque bien es cierto que la frase de Michael Douglas a Jean Simmons es lapidaria...
"Vivir con miedo... eso es lo que significa ser esclavo"

domingo, 14 de mayo de 2006

El sexo en la Bíblia

"La Magdalena" de El Greco

Sostener que la Biblia es un libro erótico seguramente sea hilar demasiado fino pero, sin duda, el sexo, en todas sus manifestaciones, aparece constantemente en sus páginas. De hecho, la lectura de la Biblia fue prohibida durante siglos a niños, mujeres y adolescentes. Además, como en las misas se leía en latín – lengua que apenas nadie dominaba, ni a partir del siglo V , ni tampoco en la actualidad – las posibilidades de que una persona lega se enterara de algo de lo que relataban las Sagradas Escrituras eran mínimas. El siervo que acudiera a un oficio durante la Edad Media no entendería mucho más de lo que nosotros seríamos capaces de descifrar si acudiéramos a los rezos de la Mezquita de Jerusalén. Gracias a ello, la Iglesia “organización” – nada que ver con el conjunto de fieles de los que toma su nombre – ha podido evitar durante siglos las peligrosas – a su juicio – pendencias sobre la sexualidad a las que podía haber dado lugar una lectura más racional de las Sagradas Escrituras. Ojos que no ven, corazón que no siente…

Sin embargo, ocurre que la Biblia, por encima de todo, más que un texto espiritual es una narración histórica con un marcado carácter religioso que relata siglos de vida y de historia de un pueblo para el cual la sexualidad era un asunto importante porque aseguraba la existencia de la raza y de la especie... y ¿que podía haber más importante que asegurar el futuro de el pueblo elegido? La fecundidad era tan importante que los grandes patriarcas, Abraham el primero, no tenían inconveniente en engrandar un hijo con una esclava cuando su mujer era estéril (en aquellos días solo la mujer podía serlo). Mientras que para los cristianos la sexualidad está siempre revestida de un regusto de pecado y se la considera un elemento secundario de la existencia humana, en el judaísmo, al contrario, el alma es algo que vive dentro del cuerpo, y al ser éste su carne, es su única y verdadera realidad… al mismo nivel que el espíritu. Este abismo, que se manifiesta frente a cualquier persona que acometa la lectura de la Biblia sin demasiados condicionantes previos, sigue vivo. Para el cristiano, la virginidad sigue teniendo un valor primordial, mientras que para el judío, lo fundamental es la fecundidad. Tan solo durante la segunda mitad del siglo XX se ha atrevido la Iglesia católica a vislumbrar textos en donde el ejercicio de la sexualidad pueda ser entendido como un medio de conocimiento entre las personas, asociado al placer y distinto, por tanto, del mero hecho proceativo... y lo ha hecho a regañadientes y sin demasiada convicción.

Por eso, si nos acercamos a las Escrituras prescindiendo de nuestras raíces católicas – cosa harto complicada – el concepto de sexualidad nos parecerá extraño desde el primer momento. Incluso cuando una virgen es violada, pesa más el menoscabo del derecho de un tercero que la propia violación y, aunque esto pueda escandalizarnos, prueba que el acto sexual según se relata en los textos no tiene ninguna connotación negativa. En la Biblia es tan importante el respeto a los derechos del prójimo que el pecado fundamental, tras la idolatría, es la injusticia social, y la opresión de los pobres, pero nunca el pecado sexual. De ahí que el adulterio se castigue por lo que supone de agravio a la propiedad privada… ejem, aunque en esto si hemos avanzado algo. Para los judíos, dentro del matrimonio, todo está permitido, incluso manifestaciones prohibidas en tiempos por la iglesia como el sexo anal u oral. Basta que dichos actos se realicen de mutuo acuerdo. Tan solo se condena con fuerza todo lo que atente contra la procreación.

Es interesante cómo, contra lo que suele predicar la Iglesia, el onanismo ni aparece expresamente condenado en la Biblia, ni ocasiona la ceguera a ninguno de los protagonistas. La iglesia tomo la voz “onanismo” de la historia – erróneamente interpretada, como siempre – de Onán, el segundo hijo de Judá. Tras el fallecimiento de su hermano mayor, Judá ordenó a Onán que se acostara con la viuda de su hermano. Onán lo hizo, pero derramando su semen en tierra, y por tanto, su pecado careció de matiz sexual: su mancha derivó de negarse a cumplir la ley judaica, según la cual un hermano tenía el deber de preñar a la mujer de su hermano si este moría sin heredero. Su pecado no fue, precisamente, de autosatisfacción.

Israel convivió durante siglos con infinidad de pueblos cuya cultura elevo la sexualidad a la categoría de lo divino como los asirios o los persas. Aunque los judios redujeron su culto a un solo Dios, con alguna reticencia más de lo que los católicos pensamos, siempre quedó presente una franca indulgencia acerca del ejercicio de la sexualidad, por ejemplo, la condescencia con respecto al mundo de la prostitución, como se puede comprobar en los Evangelios. Pero, como para las venideras generaciones de gentiles podía resultar difícil entener que Jesús anduviera con meretrices como si tal cosa, hubo que forzar que solo tuviera relación con una, a la que además se encargó de redimir. En fín, la importancia que el judaísmo concede al cuerpo, el cristianismo se encargo de derivarla hacia el alma. Los primeros ven al contienente de su espíritu como su primera y más cercana realidad mientras que para los católicos, el cuerpo y sus manifestaciones poseen una connotación negativa. Y para exorcizarlas hay que santificarlas… son ganas de trabajar dos veces…

Y la de viajes a cines franceses que se habrían ahorrado nuestros padres y abuelos.

jueves, 11 de mayo de 2006

Adriano, un ser humano irrepetible

Cuesta admitir cómo es posible que un fausto acontecimiento como el advenimiento al trono del más grande Emperador de la antigüedad, se debiera a una casualidad y a un acontecimiento más bien sucio, como el adulterio. Es cuestiones de “cuernos” no hay que hacer mucho caso a lo que se oye por ahí, pero parece claro que Plotina, la virtuosa mujer de Trajano, una mano le echó a su amante para que alcanzara el trono de la manera más sosegada posible. Para acabar de complicar el asunto, Trajano y Adriano eran tío y sobrino, aunque gracias a Dios, no consanguíneos. Además también eran paisanos, andaluces de Itálica ambos, aunque en lo que se refiere al carácter, no podían ser más distintos. Adriano era un muchacho lleno de vida, de curiosidad e interés, que lo estudiaba todo con fervor: Matemáticas, historia, arte, ciencia… y aprendía muy rápido. Pero parecía que todo eso esfuerzo solo iba dirigido a conocer el interior de los hombres, quizá para intentar parecerse lo menos a ellos… en definitiva, Adriano fue siempre un escéptico. De ahí que conquistar mundos lejanos no le llamara demasiado la atención y que, contando con la escultural Julia Sabina como esposa – un “cañón” a decir de los entendidos de la época – no la pusiera la mano encima, ni para bien, ni para mal.

Cuando subió al trono tenía cuarenta años y su primera medida fue pegar carpetazo a las conquistas militares con que había engrandecido Roma el divino Trajano. Inmediatamente salieron de Persia, de Armenia y de Arabia las victoriosas legiones que años atrás no habían dejado por aquellos confines títere con cabeza. Lo hicieron ordenadamente, como siempre, pero seguro que refunfuñando y con malos modos, porque presentían que se acababan los tiempos de gloria, de triunfos… y de sobresueldos. Y para asegurarse de que lo habían entendido, cuatro de los mejores comandantes fueron ajusticiados, sin proceso, sin abogados defensores y sin pruebas. Adriano, que no estaba en Roma, regresó a la carrera, les preparó lo más fastuosos funerales que el dinero podía comprar y respiró aliviado, porque ya tenía un problema menos del que preocuparse. En ese momento el pueblo se temió lo peor: volver a los tiempos de un Calígula, un Nerón o un Domiciano, pero no fue así. Adriano se reveló como un incansable administrador, un soldado competente y un político capaz. A ello sin duda ayudó su físico, pues era alto y más bien guapo, y sus cuidadísimos modales y estudiados hábitos, propios de lo que ahora denunciaríamos como “populismo puro”.

Y es que, a ciencia cierta, nadie sabía con seguridad que era lo que llenaba los pensamientos de este hombre. Intelectualmente, tendía al estoicismo, pero en la práctica se cuidó mucho de aplicar sus preceptos. Tomo el placer allá donde lo encontró, pero siempre dominándose a si mismo y sin sentir el menor remordimiento por ello. Le daba igual un chico guapo que una muchacha hermosa pero cuando había que coger la espada lo hacía sin tardanza y ni unos ni otras le hicieron perder la cabeza. Hacía lo que quería aún cuando parecía que se dedicaba a lo que debía; parecía que no estaba pero se enteraba de todo… estaba tan presente, que no necesitaba aparecer. Por eso sacó tiempo para viajar; bueno, por eso, y porque tuvo la infinita suerte de rodearse de los funcionarios más competentes de la historia del Imperio. Gracias a esta burocracia cualificada tuvo la oportunidad de ir de una parte a otra del Imperio, reventando caballos, para inaugurar palacios, comprobar que los sillares de piedra del Muro que lleva su nombre estaban bien armados, para supervisar el traslado de grano desde África o para sofocar la insurrección anual de los siempre belicosos judíos. Si uno echa mano de sus libros de viaje, parece imposible que hubiera estado en la mitad de los sitios en que estuvo, teniendo en cuenta que lo había más AVE´s que las de verdad...

Más, como los hombres ni siquiera estamos contentos con el mejor de los destinos posibles, en Roma empezaron a cansarse de ese Emperador que nunca volvía y pronto, cuando se supo que remontaba el Nilo acompañado de un joven de cabellos rubios y piel aterciopelada, los rumores tomaron las calles de la capital. Sus consejeros, algo preocupados, decidieron hacer lo de siempre, obrar sin consultarle, aunque en esta ocasión, para quitarle los pájaros que pudiera tener en la cabeza… y Antinoo, que así se llamaba el “problema” se las arregló para ahogarse voluntariamente las veces que hizo falta hasta que dejó de respirar. Un accidente vamos. Y pasó lo que no había pasado nunca: Adriano se lo tomó mal; las crónicas cuentan que se pasaba el día llorando por las esquinas de palacio como un alma en pena y debieron de pasar meses hasta que el Emperador se acordó de quien era y se puso a ejercer de nuevo.

Pero aquel hombre ya no era el mismo. Perdió toda su energía vital, su humor y hasta su encanto, enfermó gravemente, y las horas que antes pasaba viajando o inspeccionando obras o guarniciones las llenaba ahora escribiendo las cosas más tristes a que puede dar lugar un alma desgarrada. Su sufrimiento era tan intenso, que en sus conversaciones solo aparecía la necesidad de irse a la tumba. Él, que desde joven había desconfiado del género humano y sus servidumbres, agudizó aún más todas sus fobias, hasta ser incapaz de hablar con otra cosa que no fuera un papel en blanco. Un día, ya inmovilizado en la cama, el filósofo estoico Eúfrates le pidió permiso para suicidarse. Adriano conversó con él sobre la futilidad de la existencia y se lo dio. Acto seguido pidió seguir su ejemplo, más nadie se atrevió a acercarle el veneno. Se lo ordenó a su médico, que para no hacerlo, se mató y un esclavo al que rogó que le proporcionase un puñal, huyó despavorido por las escaleras pensando que su amo se había vuelto loco. Adriano, desesperado, exclamó “he aquí un hombre con poder para hacer morir a quien quiera, salvo a sí mismo". Meses más tarde, murió.

Con él no se fue solo un Emperador excepcional, que entendió como nadie las posibilidades reales del Imperio y de sus súbditos, sino también un ser humano irrepetible, inentendible, dual, cautivador e incierto. Y como su antecesor, se despidió nombrando como sucesor al más capaz entre los disponibles, quizá para que no le echaran de menos. Más eso era imposible…
Saludos

domingo, 7 de mayo de 2006

Deudas

Memorial en "Omaha"...

Todo el mundo le debe algo a alguien. La vida, en su inagotable devenir, se las arregla para tejer una impenetrable telaraña de relaciones personales de las que nadie puede escapar. Por eso, independientemente del lugar que ocupemos en el escalafón familiar, laboral o social, todos nosotros nos convertimos en deudores y acreedores de nuestros semejantes desde el momento de nuestro nacimiento hasta el de nuestro deceso. Es más, la mayoría de las ocasiones en que adoptamos una de estas dos condiciones, ni lo hacemos voluntariamente, ni nos damos cuenta de ello. Son nuestras decisiones, y las de aquellos que nos rodean, las que crean las condiciones para que acabemos haciendo de lo uno y de lo otro. En ocasiones, además, nuestro desmedido ego y nuestra soberbia determinan que seamos incapaces de reconocer que nos han ayudado para tal o cual cosa, o que el resultado de algún acontecimiento hubiera sido radicalmente distinto de haberlo afrontado solos. Pues bien, esta “habilidad” que adorna a buena parte de nosotros mismos y a la totalidad de los franceses, es mucho más difícil de ejercer cuando se conoce a aquellos con los que estamos en deuda… me explico: si pedimos dinero prestado al vecino para, por ejemplo, adquirir un vehículo y no lo devolvemos, a cualquier bien nacido se le aparecerá regularmente en sueños una imagen que nos martirizará hasta que cancelemos la deuda. Si, sin embargo, adquirimos nuestro coche con una ayuda estatal y nos “olvidamos” de pagarlo, parece que no pasa nada, que es el Estado omnipotente el que sufre el desfalco y no ninguno de nuestro conciudadanos, así que seguramente dormiremos de un tirón a pesar de que hayamos estafado la centésima parte de un céntimo a cada uno de los contribuyentes, que también podrían ser vecinos y hermanos. Pues bien, esto, a mí me enerva…

Al oeste de Virginia, Estados Unidos, hay una pequeña aldea de unos dos mil habitantes llamada Bedford. Era un pueblo tranquilo, que vivía gracias al cultivo del maíz y la remolacha y a algunas ayudas gubernamentales que habían dado, por ejemplo, para levantar una escuela más grande, un dispensario médico y para asfaltar las últimas millas de la única carretera que llegaba hasta allí. La gente de Bedford era recia y sufrida pero también animosa, y muy consciente del valor de todo aquello que se consigue duramente. Quizá por ello, cuando llegó el reclutador del Ejército de los Estados Unidos a ver cuántos jóvenes había dispuestos a participar en un conflicto que posiblemente les obligaría a luchar en los campos de batalla de Europa, muchos de ellos respondieron a la llamada del Tío Sam. La flor y nata de la juventud de Bedford, unos cuarenta jóvenes, dejaron temporalmente los campos de labranza para partir a un destino incierto. No sabría deciros si lo hicieron en medio de risas o de llantos, si salieron en un ambiente de tranquilidad o por el contrario en uno de honda preocupación. Lo que sí puedo deciros es que lo hicieron voluntariamente.

Dos años más tarde, la mañana del 6 de Junio de 1944, una multitud de embarcaciones de todo porte se dirigían a las playas de Normadía con la intención de acabar con el nazismo. En vanguardia, cientos de lanchones de desembarco que transportaban a la mayoría de la infantería de las cinco divisiones aliadas que iban a desembarcar en el continente. A la 29ª División de infantería le cayó en suerte “Omaha”, seguramente la playa que ofrecía más dificultades para efectuar un desembarco anfibio. Y para complicar aún más las cosas, los planificadores aliados habían pasado por alto a la muy experimentada 352ª División alemana, que había permanecido oculta cerca de la costa. A los soldados se les había dicho que encontrarían “poca resistencia… procedente sobre todo de tropas de 3ª categoría”. En el centro de la 29ª, el 116º Regimiento de infantería y, formando parte de la primera oleada, la Compañía A, que encuadraba, extrañamente, a 37 muchachos de una misma ciudad, Bedford. Las lanchas se van acercando a la playa…

Los siguientes cinco minutos dan para mucho o para nada, según se mire. Hay muchas maneras de contar la muerte de un hombre e infinitas de adornarlo, hablando de valor, emociones, hazañas, dolor, sangre y sufrimiento; lo que realmente diferencia la muerte de un semejante es su propósito. Resumiendo, lo que ocurrió es que la casualidad quiso que uno de los lanchones tocara la playa justo enfrente de una ametralladora alemana. Al abrir el portón, docenas de balas segaron la vida de todos aquellos que se preparaban para desembarcar. Ni uno solo consiguió alcanzar la costa. Otra lancha embarrancó a unos treinta metros y su capitán, presa del pánico, obligo a los soldados a saltar por la borda. Los nervios, el peso de los equipos, la distancia a la playa y la acción de la artillería alemana motivaron que buena parte de ellos no consiguiera salir del agua. Una tercera embarcación desembarcó más limpiamente y acertó a dejar su “cargamento” en “Omaha” pero cuando los componentes de la Compañía A atravesaban a toda velocidad los obstáculos que Rommel había colocado para ralentizar el avance aliado, un proyectil de gran calibre cayó justo en medio de ellos produciendo un amasijo de carne del que pocos escaparon. El resultado… 33 ciudadanos de Bedford muertos en cinco minutos. Para hacerlos una idea, es como si el 11 – M en Madrid hubiera dejado 45.000 muertos...

“Volvería a hacerlo, sin duda”. A los 84 años, Roy Stevens sigue teniendo las cosas igual de claras que aquel 6 de Junio. Roy sobrevivió porque se golpeó la cabeza y el sargento de su pelotón le mantuvo a flote hasta que lo rescataron. Irónicamente, eso le impidió correr hasta la playa, lo que le salvó la vida. Y también le impidió ver a su hermano, antes de que la bala de un francotirador le atravesase el corazón. Pero ni siquiera estos recuerdos aciertan a golpear las profundas convicciones de Roy... "Tengo la certeza de que la II guerra mundial era una causa justa (...) Mis hermanos querían hacer lo que hicieron. Mis padres nunca se quejaron" Y sigue "...Valió la pena. Había que preservar la libertad"

Y acaba, a mi juicio, dando en el clavo "...En el fondo soy un privilegiado. Participé en la última guerra en la que había claridad moral, en la que desde Eisenhower hasta el último de los soldados sabía perfectamente para qué luchaba (...) hoy en día las guerras son algo mucho más sucio y más túrbio"

Todos le debemos algo a alguien.

jueves, 4 de mayo de 2006

Un Imperio, un idioma

Uno fácil, para empezar...

La verdad es que este post le “pegaría” más a José Sans, que es el verdadero especialista lingüístico de la blogosfera pero, quizás por aquello de que no está de más iniciarse en habilidades ajenas, me he animado con el lenguaje. Eso sí… juego con ventaja, porque he escogido unos “latinajos” que no me son ajenos del todo… ¿el resultado? pues cinco terminos castellanos que deben su existencia al antiguo idioma de la ciudad eterna, y los cinco relacionados, más o menos, con las legiones o las cohortes urbanas; Allá van…

Inmunidad / Inmune: ¡Que hermosa palabra!... sobre todo, si uno se la puede aplicar a sí mismo. Concretamente, el termino alude a la persona que se encuentra exenta de ciertas cargas y males, la mayoría de las veces penosas y desagradables. En el ejército romano de la época imperial, un tanto por ciento de los soldados rasos, los “miles”, eran “inmunes” es decir que en ningún caso realizaban las, quizás, tres tareas más penosas para un legia de aquellos días, a saber: reparar las fortificaciones, guardias nocturnas y, sobre todo, limpieza de letrinas. La justificación de esta inmunidad es la cualificacion de estos afortunados como trabajadores especializados; se suponía que la unidad no podía permitirse el lujo de perder tontamente de un zapatero, un armero o un veterinario a causa de un flechazo parto, así que se los rebajaba de servicio para evitar accidentes… entre el lógico cabreo de sus compañeros no especializados. Además el centurión velaba por ellos especialmente – más que nada por no llevarse la bronca de sus superiores – y se decía que quedaban in mune, es decir, bajo la mano o control del centurión.

Especular: Este es un término curioso. Desde los primeros tiempos del latín clásico, “specularis” hacía referencia a cualquier cosa relativa o relacionada con un espejo. Pero en la sociedad militar, pronto se empezó a llamar “speculatores” a cierto tipo de caballería ligera, utilizada fundamentalmente para la exploración y el descubrimiento de los jinetes enemigos que, lógicamente, se dedicaban a hacer exactamente lo mismo… es decir, buscaban a sus espejos. Esta delicada misión exigía rastrear, observar e interrogar para dar con la localización de sus adversarios, para completar su misión… Más o menos lo que hacemos nosotros cuando especulamos.

Explicar: Esta os va a gustar. En Roma, había ciertas unidades que tenían funciones de policía. Las posibilidades para un malhechor de delinquir en aquella época, eran poco más o menos las misma que ahora, con la salvedad de que no disponían de tanto ¿adelanto? técnico ni de internet. Por eso, al igual que ahora se intenta esconder la “mercancía” en los bolsillos o entre la ropa, en aquel entonces era normal que el ratero ocultara su puñal o el fruto de su “trabajo” en los pliegues – plicare - de la túnica. Cuando las Cohortes Urbanas detenían a alguien con aspecto sospechoso le ordenaban que se “ex – plicare”… vamos… que pusiera encima del capó todo lo que llevara encima; Y de ahí que explicar signifique lo que significa. Por cierto… por eso cuando simplificamos algo, le quitamos los pliegues…

Intervalo: Según la Real Academia de la lengua, se podría definir como el espacio o distancia que media entre dos momentos o entre dos puntos. Lo que está claro es que dicho término nace de la unión de dos latinajos, concretamente “Inter” o “dentro” y “vallum” o “empalizada”. Los enemigos de Roma, que no por ser bárbaros eran tontos, pronto se dieron cuenta de que una de las mejores opciones para atacar un campamento provisional romano era acercarse de noche, lanzar jabalinas o piedras por encima de la empalizada de troncos, confiar en que algún proyectil impactara en la tienda de algún grupo de legionarios y salir a la carrera. Los generales romanos, para evitarlo, ordenaron que nadie durmiera a menos de treinta metros de la cerca que delimitara el campamento, so pena de fuertes castigos. Y dicho espacio, que debía quedar libre de cualquier cosa, animal o persona, se denominó intervalum….

Meta: ¿Alguien se ha planteado porque acaba una carrera, cuando los corredores llegan a la meta…? ¿Sólo porque hay una pancarta encima? Pues no; durante las largas marchas a pie que realizaban las legiones en el curso de sus campañas y desplazamientos, cuando empezaba a caer la tarde, una cuadrilla de ingenieros y exploradores se adelantaba a sus compañeros de armas, para determinar si había en las proximidades algún lugar susceptible de acoger el campamento en el que pasarían la noche. Si tenían suerte y juzgaban el prado adecuado, lo señalaban con un mojón, un “meta” en latín. Por eso, cuando los esforzados legionarios doblaban el siguiente recodo del camino y divisaban a los “metatores” tranquilamente sentados en el suelo alrededor del hito, se les cambiaba la cara y, alborozados, celebraban que la hora del descanso por fín había llegado.

Un abrazo.

lunes, 1 de mayo de 2006

Celtas: La cultura sin pueblo

Imagen de un Druida celta, "pelín" cristianizado quizá...

Una leyenda apócrifa cuenta que, al comienzo de uno de esos exámenes de historia que teníamos cuando éramos pequeños de tamaño pero grandes de alma, ocurrió lo siguiente. El profesor acababa de “elegir” la pregunta encargada de mandar a una cuarta parte de su clase directa a las famosas recuperaciones: El Imperio romano; Uno de los alumnos damnificados por la elección del docente, se había estudiado justo la otra posibilidad, los celtas y, ni corto ni perezoso, escribió nombre, número y fecha en el encabezamiento del folio, para continuar “… los romanos eran amigos de los celtas. Los celtas bla, bla, bla…” Independientemente de la veracidad del hecho – demasiado manido para ser cierto – la verdad es que en el examen nunca caían los celtas; Un servidor ha cateado a propósito de fenicios, griegos, iberos y romanos pero de aquellos exuberantes guerreros de pelo rubio y escasa vestimenta apenas si se veía nada en los libros de historia. Casi me atrevo a asegurar, con sorna, que mi primer contacto con ellos se produjo en un estanco, por medio de la ilustración de una cajetilla… ¿Por qué?

Pues porque el mundo celta, en cierto modo, jamás fue capaz de organizarse políticamente y, por eso, según un criterio meramente “técnico” ni nos ha dejado instituciones, ni una lengua común, ni grandes logros militares, ni ¿nada?... Rotundamente no: el pueblo celta nos ha legado su espíritu… y eso es mucho... sobre todo, en estos tiempos en que las propias convicciones parece que son lo que menos cuenta. Los celtas labraron su terrorífico destino en el momento en que decidieron no dejar de ser ellos mismos, ignorar todos los intentos que, desde el exterior, los invitaban a convertirse en lo que no deseaban ser y, sobre todo, cuando antepusieron sus ideales a sus propias vidas. Y así les fue... Este pueblo de ignotos guerreros, de maravillosos orfebres y atrevidos jinetes sucumbió lentamente, tan de poco en poco, que casi pareció que nunca habían estado aquí. Y comoquiera que no utilizaban el papel, ni tenían interés en que se les conociera siglos más tarde, tenemos que confiar en lo que de ellos contaban aquellos con quienes se enfrentaron, lo que no constituye por cierto la mejor manera de acercarse a nadie.

En cualquier caso, sabemos que estuvieron por estos lares. Como el resto de Europa, España y el resto de la península ibérica también serán lugar de asentamiento de los pueblos celtas, merced a varias oleadas procedentes del centro de Europa que, quizás desde el siglo IX a.C, llegaron a desparramarse por todo el norte y las dos mesetas. Solo el sur y la zona más mediterránea – ocupada por los íberos - estará aparentemente al margen de esta cultura. Además, algunos de ellos optaron por mezclarse o fusionarse con algunos pueblos autóctonos – quizá no necesariamente íberos – surgiendo de esa unión una nueva cultura diferenciada llamada celtíbera, destinada a escribir las páginas más hermosas y desconcertantes en las murallas de una pequeña ciudad llamada Numancia. Y, durante todo el tiempo que estuvieron entre nosotros, siendo nosotros, no dejaron de hacer todo aquello en lo que eran maestros: forjar bellísimas armas con las que defenderse de sus enemigos, enterrar magníficos collares y joyas en extrañísimos ritos funerarios, honrar a la tierra, a los animales y a los bosques, como se honra a una madre a la que se tiene la certeza de deberle todo.

Mientras tanto, incapaces de organizar absolutamente nada parecido a una nación, fueron utilizados sin solución de continuidad. Primero por los Cartagineses que primero los conquistaron y luego los convencieron para que formaran la mejor infantería de sus ejércitos, aquellos que estaban destinados a dar el golpe mortal a la República romana y que fueron incapaces de hacerlo, quizá víctimas de su propio éxito. Más tarde, hicieron de terribles mercenarios para los Romanos, primero contra sus antiguos dueños y después, por toda Europa, en ocasiones incluso contra sus hermanos de sangre. Y luchando ferozmente, con inusitada violencia y valor sin tino, se les fueron los días, perdiendo las tierras que acogían a sus Dioses, incrédulos ante la media sonrisa esbozada por los romanos, concientes de que habían triunfado al empeñarse en mantenerlos separados.

Su final fue lento e imperceptible. Simplemente dejaron de estar y punto. En Hispania fueron víctimas de la superior potencia demográfica romana y el mestizaje, primero, y de las sucesivas invasiones de los pueblos germanos, después. En el resto de Europa, duraron aún menos y se refugiaron en las Islas Británicas e Irlanda, junto a sus últimos árboles, aquellos que durante la rebelión de Boadicea cortaron y echaron abajo los romanos en la Isla de Mona, tras asesinar a los druidas y destrozar los altares en los que cientos de compañeros legionarios habían exhalado su último aliento. A partir de ese momento, sin la guía de sus referentes espirituales, solo quedaba esperar el final del que, posiblemente, fue el más desconcertante de los pueblos de la antigüedad.

Y hoy… ¿tendría algún futuro este pueblo de luchadores contra la fatalidad? ¿Seríamos capaces de hacer lo que hacían ellos?... ¿convertir nuestros sueños en la propia vida?

Muchos otros pueblos se establecieron por aquí, y LEODEGUNDIA conoce bien a alguno de ellos.

Un saludo...