jueves, 29 de diciembre de 2005

¿Verdadero?... no, más bien falso

El Senado romano... o algo parecido
Los romanos desayunaban un vaso de agua (verdad a medias...)

En la antigua Roma, la gente se levantaba a eso de las cinco de la mañana durante los meses de verano, y rondando las seis y media si se trataba de los meses invernales. Nada más ponerse en pie, los romanos tomaban el desayuno o jentaculum, a base de pan untado en ajo, queso, a veces aceitunas y algo de agua... y siempre tomado de pie, a la carrera. El mito acerca de la afición romana a comenzar el día tomando un único vaso de agüita, probablemente nació a partir de las recomendaciones del poeta Marcial, que criticó fuertemente la inclusión de carnes en el “breakfast” romano durante el apogeo del Imperio, y empezó a recomendar en sus escritos tomar únicamente líquidos...

Los romanos se agarraban los testículos al declarar (muy espectacular pero incierto...)

En determinados foros históricos, se ha podido leer la “conocida costumbre romana de declarar ante los tribunales agarrándose con fuerza sus genitales...” y el caso es que, aún pudiendo resultar para algunas / os una imagen muy sugerente, lo cierto es que es completamente falso. La palabra “testificar” no deriva de testículo sino del latín “testificare”, literalmente “hacer de testigo”. Sin embargo “testículo” nace de la unión de los latinajos “testis” (testigo) y “culus” (diminutivo peyorativo); de este modo los testículos no serían más que ¡pequeños testigos!.

Las túnicas de los legionarios romanos eran rojas (un poco caro me parece...)

En todas las películas o series basadas en la Roma antigua, independientemente de su presupuesto, los legionarios siempre aparecen vestidos con hermosas túnicas de color rojo intenso. Una vez más, Hollywood ha sucumbido al lado oscuro de la fuerza: Comprendo que una batalla cinematográfica pueda resultar más aparente en tonos escarlatas pero, si se piensa minuto y medio, es imposible no llegar a la conclusión de que resulta absurdo... ¿alguien se ha parado a pensar lo que costaría teñir las túnicas de una legión entera de rojo? Es mucho más probable que el color de la impedimenta legionaria fuera el blanco parduzco, es decir, el color de la lana sin teñir. Además, si todo el mundo hubiera ido de colorao ¿cómo reconocer en la vorágine del combate a los mandos, los centuriones, los únicos que de verdad vestían prendas de ese color?

Los senadores romanos se sentaban en bancos de piedra y mármol (el arte me confunde...)

En todas las representaciones artísticas los senadores romanos aparecen sentados en bancos de piedra o incluso en barrocos graderíos de mármol blanco. Asumo que cada estilo pictórico es muy dueño de ser fiel a sus propios convencionalismos... ¡pero leche!... que hacer las cosas bien suele costar lo mismo o menos que hacerlas mal. En los primeros tiempos de la curia romana lo normal es que se discutiera de pie, pero muy pronto aquello debió empezar a parecerse a un bar, con lo que se impuso la costumbre entre los senadores de aparecer en el Senado con sus propias sillas portátiles, muy al estilo de aquellos asientos playeros de hace 10 o 15 años. Más tarde se instalaron sillas de madera con carácter permanente que, curiosamente, se sustituían por bancos corridos en las ceremonias de luto, vaya usted a saber por qué...

Los romanos eran muy morenos y más bien bajos (pues sí... y pues no...)
Cierto es que entre las tallas medias de nórdicos y mediterráneos aún hay un salto considerable, y no es menos cierto que dicha diferencia debió ser aún más acusada dos mil años atrás, pero representar a todos los romanos como si fueran primos de Alfredo Landa roza empieza a lindar con el mal gusto. El tercio norte de la península italiana, Milán, así como la parte limítrofe con los Alpes, acogía en la antigüedad a buen número de hombres y mujeres de buen porte, la mayoría de ellos rubios y de ascendencia celta, que constituían el granero del que se abastecían los cuadros de las legiones. Además, no olvidemos que para ser legionario se pedía una estatura mínima de 1,70... más que para ser policía municipal en la mayoría de los pueblos de la Comunidad de Madrid.

Las mujeres romanas no llevaban ropa interior (en que estaréis pensando...)

Definitivamente, el Wonder Bra puede ser considerado un invento moderno pero la ropa interior femenina estaba muy extendida desde los primeros tiempos del Imperio Romano. En la Antigua Roma, el equivalente a la ropa interior actual era una túnica o camisa de hilo por delante llegaba hasta las rodillas y por detrás hasta las pantorrillas-. También directamente sobre la piel se utilizaba el maquillare, una especie de venda o faja de tejido fino que servía para sujetar y alzar el pecho. En los baños públicos tan sólo se cubría el cuerpo con una pequeña tanga o taparrabos llamado subligar. Por otro lado, aunque la toga era una vestimenta masculina, las meretrices estaban obligadas a vestirla, precisamente para diferenciarse de las mujeres “honestas”. Abundando en esto, las pelanduscas eran las únicas mujeres a las que se podía tocar con la diestra en público: a las mujeres decentes les estaba reservada la mano izquierda.

Los romanos siempre iban vestidos con una toga (incómodo y también caro...)

La toga era una prensa exclusivamente representativa. El ciudadano romano se la ponía en las escasas ocasiones en que pretendía mostrar su condición en público, esto es, en algunas ceremonias y actos religiosos muy señalados, en la vida política o si tenía que recibir a la clientela... ¡y menos mal! ; ponerse una toga era un proceso engorroso que exigía, al menos, la ayuda de un esclavo. Además para llevarla con prestancia era imprescindible asirla fuertemente con el brazo izquierdo, lo que dejaba éste completamente inútil. Extrapolado a nuestro tiempo, sería como ir diariamente a trabajar vestido de fallera... Una túnica hasta las rodillas, de lana o hilo, resultaba mucho menos enojoso... y más barato.

martes, 27 de diciembre de 2005

Los trece de la fama

Los trece del gallo
Apoyados contra las palmeras que se asomaban al mar en la inhóspita Isla de Gallo, si a alguno de esos hombres aún no le habían abandonado las fuerzas, puede que estuviese reflexionando, en silencio, sobre el incierto futuro que le aguardaba… y es que, hasta ese momento, apenas habían encontrado más que dificultades.

…Llevaban largos años formando parte de las sucesivas expediciones que comandaron toda suerte de hidalgos castellanos en tierras del Nuevo Mundo; largos años de hambre, penurias, horribles emboscadas, traiciones… quizás demasiados a la luz del escaso oro que guardaban en sus bolsas aquellos que habían conseguido seguir con vida. Y los pobres que sobrevivían, apenas podían aguantar unas pocas semanas de inactividad antes de volver a agarrar morrión, espada y petate, y dirigirse hacía los muelles para embarcar en alguno de los destartalados buques que se preparaban a toda prisa para zarpar en pos de fama y riquezas.

Aquella expedición nació como nacen todas en aquellas tierras: de un rumor; cierto día apareció en uno de los puertos de Panamá un hombre con pinta zarrapastrosa, barba de varios meses y aspecto atolondrado… pero con una bolsa repleta de oro que utilizó para convidar en las tabernas de la ciudad a todo aquel que le quisiera escuchar. A decir verdad, concurrencia no le faltaba, ya que todas sus conversaciones giraban en torno al mismo asunto: una extraordinariamente rica región llamada Birú, que nuestro protagonista había conseguido alcanzar a las órdenes de un tal Pascual de Andagoya. Al parecer, la algarada había reportado cuantiosos beneficios a todos sus componentes y, contrariamente a lo que venía siendo habitual, los indios se habían mostrado bastante amistosos, con lo que la expedición terminó sin tener que lamentar bajas. La que formó aquel rapsoda del vino debió ser de órdago, porque a los pocos días todos los hombres notables de Panamá andaban malvendiendo sus bienes por aquello que les quisieran dar, con la intención de equiparse bien y zarpar lo antes posible; el descubrimiento de nuevas tierras era un peligroso deporte en el que, además, no había ningún premio preparado para el que quedase en segundo puesto…

De todas maneras, la magnitud de la empresa solo la hacía apta para las economías más saneadas, así que muy pronto la terna de candidatos se redujo a Diego de Almagro y Gaspar de Espinosa, que acabaron aliándose para compartir los riegos y las venturas del negocio; y como no estaban muy seguros de sus capacidades militares, buscaron a un soldado de confianza, veterano de enfrentamientos contra los indios y con el suficiente poco dinero para no hacer sombra a los primeros espadas... y el elegido fue un tal Francisco Pizarro.

Los expedicionarios realizaron tres viajes antes de pasar a la conquista definitiva. El primero se realizó a finales de 1524 y en él, se exploraron las costas occidentales de la actual Colombia. La aventura fue un pequeño fracaso en lo económico, y además Almagro perdió un ojo por culpa de un flechazo recibido en un encuentro con los nativos. La segunda expedición apenas aportó algo más, y encima Almagro y Pizarro a punto estuvieron de batirse en duelo cuando el segundo salió en defensa de sus soldados, a los que Almagro había insultado, tildándoles de “gallinas”. En esta segunda intentona, el hambre y las enfermedades diezmaron a la escasa tropa, y Almagro tuvo que regresar a Panamá en buscar de provisiones, ya que los hombres ya habían cocinado las últimas ratas capturadas en las bodegas de los buques… Una vez en Panamá, el gobernador, harto de tantos sinsabores, se negó a prestarles ayuda, e incluso envió tropas a la isla del Gallo – que es donde a la sazón Pizarro estaba esperando la ayuda – con la intención de convencerlos para traerlos de vuelta… por las buenas o por las malas.

Pizarro, que a pesar de tanto reveses aún no se había desesperado, no estaba dispuesto a consentir que nadie acabara con esta aventura y, tras trazar una línea en el suelo de la playa con la ayuda de su espada, de oriente a occidente, pidió a sus hombres que se pronunciaran, lanzándoles un reto:

"Amigos, allí está el Sur. Por ahí se va hacia una tierra pendiente de descubrir que promete honra y riqueza… hacia la muerte y hacia la gloria. Por este otro lado, hacia la pobreza y la molicie… ¡Que el buen castellano escoja lo mejor! ¡El que tenga corazón, que me siga!"

Hubo unos interminables instantes de duda. Nadie se atrevía a traspasar esa raya que tanto significaba. Pero finalmente, unos pocos superaron el miedo y continuaron con aquella empresa que verdaderamente era una locura. Sólo trece hombres le siguieron, y juntos huyeron de las tropas del gobernador hasta llegar en una frágil balsa a la isla de Gorgona. Allí les recogió Almagro, que también había desobedecido las órdenes del Gobernador y, juntos, continuaron hasta Guayaquil y la bahía de Tumbez. Durante este viaje acumularon riquezas, se llevaron a un indio como interprete al que llamaron Felipillo y recibieron, complacidos, noticias sobre la guerra fraticida que dividía el Imperio Inca entre Huascar y Atahualpa. La conquista del Perú estaba en marcha…

Finalizaría casi seis años después.

PD: Como he dicho, no fue hasta 1533 cuando Pizarro conquistó Cuzco. Se trata de años apasionantes, tremendamente difíciles de resumir en un post; así que he pensado que las inquietudes que nos puedan surgir sobre Francisco y su aventura, podemos tratarlas en los comentarios. Aún así, he intentado trasmitir la idea que creo, más identifica el espíritu conquistador: por un lado,el inmenso desequilibrio entre las intenciones con que comenzaron esta empresa, y la magnitud que acabaron teniendo sus logros; por otro, la desesperación y la necesidad que los espoleó en los momentos más difíciles. Vaya por delante que no pretendo entrar en las manidas disquisiciones sobre la bondad de la conquista ya que el proceso conquistador, siempre implica sufrimiento para, al menos, una de las partes; prefiero que cada cual se exprese y posicione como quiera. Yo, me conformo con garabatear unas líneas alrededor de algo indiscutible: se pudo hacer de otra manera… quizás mejor… pero fueron ellos los que lo hicieron.

Juan de Albarracín, Juan de Céspedes, Gómez del Corral, Antonio Díaz Cardozo, Pedro Fernández de Valenzuela, Martín Galeano, Juan del Junco, Antonio de Lebrija, Antón de Olalla, Hernán Pérez de Quesada, Juan de San Martín, Gonzalo Suárez Rendón y Hernán Venegas.

sábado, 24 de diciembre de 2005

Addenda a "¡Piratas!"


Alguien dijo en alguna ocasión que “…cuanto más se estudia, menos se sabe”. Para demostrar esa afirmación y, a la vez, para homenajear a MAZEE, procedo a colgar un detalle de las banderas piratas más interesantes… en el que se puede observar que, para el autor de este libro, la bandera de la calavera y las dos tibias no hay que adjudicársela al tal Calicó.

Errare humanum est...

¡Piratas!

Hace unos días, sentado junto a mi padre frente al televisor, éste – hombre severo donde los haya - me espetó, totalmente en serio:

- Ya no dan películas de piratas ¿no…?

Y un servidor, con un tonito a medio camino entre la incredulidad y el cachondeo en estado puro, le respondió:

- Si papá… ahora… después del parte… en cuantito se cambie de leotardos Erroll Flynn...

En ese momento, y después de cortar varias rodajas de tensión con un imaginario cuchillo, este pobre historiador aficionado sintió que su herencia peligraba a pesar de ser hijo único, y mi sufrido padre, por la cara que puso, seguro que sopesó los “pros” y los “contras” de haber criado un hijo en vez de una piara de gorrinos…El caso es que, algo apesadumbrado por haber intentado vacilar al pobre hombre, recordé que entre las cajas de libros que se apilan sin ningún orden en su buhardilla, quizás estuviera aún un libro que me gustaba mucho ojear cuando era más joven; Subí las escaleras rápidamente, y minutos más tarde las bajé aún más veloz y entusiasmado, pues en mis manos portaba aquella magnífica obra ilustrada que para mí, aún es un pequeño tesoro. Y además, gracias a él, este post está aderezado con unas preciosas láminas en vez de con la socorrida imagen del pirata Hollywoodiano por excelencia.

¡Vamos allá!... aunque la palabra “pirata” es perfectamente válida para todos los componentes de este odiado gremio, lo cierto es que durante los siglos XVII y XVIII, en los mares del nuevo mundo eran mucho más conocidos por los términos castellanos “bucanero” y filibustero. El primero de ellos hace referencia a los orígenes de estos “bandidos del mar”, durante los cuales no debería haber mucho negocio, y cuadraban sus nóminas gracias al contrabando de “bucardo”, una especie de pescado en salazón muy apreciado por estas latitudes. El otro vocablo es una castellanización del inglés fly-boat, un tipo de embarcación muy manejable y de gran utilidad en aquellos mares atestados de arrecifes, a las que los españoles llamaban “filibotes”.

Al principio representaron poco más que un incordio, pero durante el final del primer siglo de dominio español en América, empezaron a surgir piratas que, de modo más o menos organizado, intentaban y en muchos casos lograban, robar valiosos cargamentos de oro, sedas, piedras preciosas y otras mercancías procedentes de los territorios de ultramar. Además y contra lo que pueda pensarse, gozaban con la ventaja de jugar en casa: el Mar Caribe representaba un territorio de operaciones ideal, a causa de lo intrincado de su geografía y a la abundancia de islas en las que los piratas podían refugiarse. Felipe II, pelín harto del asunto, se olvidó por un momento de su “labor evangelizadora universal”, e intentó tomar cartas en el asunto, ordenando que ningún barco hiciera la Ruta de Indias sin protección. Para ello optó por la constitución de convoyes en los que los galeones y las carracas eran protegidos por barcos de guerra más veloces llamados fragatas.

En cualquier caso, la cosa no mejoró mucho, ya que cuando parecía que los abuelos de nuestros abuelos estaban a punto de dar el golpe de gracia a la piratería, los grandes estados occidentales vieron clara la oportunidad de hacer la puñeta a nuestro país, y empezaron a amparar de forma más o menos descarada a todo tipo de maleantes, mercenarios y desertores, con la única condición de que desarrollaran sus operaciones contra territorio español. Se les llamó corsarios, a raíz del documento que firmaban con la potencia a la que servían, y en el que se regulaba la parte del botín que se quedaría cada cual, así como los límites geográficos de sus actuaciones… ¡e incluso los periodos vacacionales! Estos curiosos maleantes, ahora convertidos en “franquiciados” y reforzados, principalmente, por la pérfida Albión, sembraron el terror y la desolación en las poblaciones situadas en el Golfo de México y en el Caribe: Veracruz, Cuba, Santo Domingo, Cartagena de Indias, Panamá y Nicaragua fueron los lugares más castigados, víctimas de saqueos, asaltos, violaciones y asesinatos durante semanas enteras, y contra los que los españoles poco podían hacer ya que no había suficientes bomberos para apagar tantos fuegos… y porque el principal interés de los reyes de nuestro país era proteger propiedades, dinero y joyas únicamente cuando reposaban en las bodegas de nuestros barcos...

En pocos años, y mientras España les seguía considerando poco más que demoníacos herejes luteranos, prosperaron de tal forma que llegaron a controlar de forma indiscutible amplias parcelas de los mares de allá, llegando a fundar una especie de cuarteles generales en las colonias anglosajonas de Barbados, Isla Tortuga (frente a las costas de Haití, rodeada de islotes, lo que hace que, a veces, sea mencionada en plural como "Las Tortugas") y Jamaica. Esta última parece que llegó a ser el territorio más rico y fuera de la ley del siglo XVII, y en sus muelles se apiñaban centenares de barcos previamente expoliados, esperando su turno para ser vendidos en pública subasta, pujas a las que llegaron a concurrir personajes de la nobleza europea, otros piratas… ¡e incluso enviados del Rey de Francia! Esta situación perduró durante unos doscientos años, hasta que, a finales del siglo XVIII, con la progresiva mejora de relaciones entre España e Inglaterra, se desarrollaron operaciones militares que acabaron con la recuperación para la legalidad internacional de esos territorios y varios miles de cabezas de piratas limpiamente separadas de sus cuerpos. Hoy, algunos historiadores modernos consideran que la piratería fue el factor decisivo en la decadencia del imperio español. ¿Queréis saber quienes protagonizaban el “TOP FIVE” en las pesadillas de los monarcas españoles…?

Jean David Nau, el "olonés" ( - 1686)

Este elemento nació en Francia, y dejó fama de haber sido uno de los piratas más crueles y con mejor dominio de sí mismo, lo que le valió ser respetado y temido hasta límites insospechados. Además, pronto contó con el apoyo del gobierno francés, que por entonces empezaba a estar un poco enemistado con su homólogo español. Su especialidad eran los interrogatorios, en los que mostraba todo su potencial "diplomático": escogía un prisionero al azar y, o bien le degollaba con su propio cuchillo o bien le rasgaba el pecho, sacándole el corazón, masticándolo y lanzando los pedazos a la concurrencia. Naturalmente, los compañeros del finado se mostraban mucho más propensos al diálogo.... Murió, posiblemente de muerte natural, como uno de los hombres más ricos y respetados de Santo Domingo.
Henry Morgan (1635 - 1686)

Este galés era un antiguo piloto de la Armada Inglesa al que pronto le vino pequeño su trabajo. En un principio formó parte de la compañía de Cristopher Mings, pero pronto se encargó de que su muerte pareciese un accidente, y usurpó la posición de su antiguo patrón gracias a sus habilidades con la "tabla": no... no es que fuera carpintero... es que probablemente Henry fue el inventor del célebre madero asomando por la cubierta del barco, justito encima de esos pececillos tan grandes y voraces... La mejora de las relaciones entre España e Inglaterra, justo después de un ataque de Morgan a Panamá, motivó que los dos países llegaran a un acuerdo para proceder a la detención del pirata. Sin embargo, aunque los ingleses cumplieron su parte del trato, cuando el antiguo pirata arribó a las costas anglosajonas, los pérfidos le otorgaron un título nobiliario y le mandaron de gobernador a Jamaica con todos los honores, donde murió, curiosamente, cuando se aprestaba a guerrear contra sus antiguos colegas de profesión.
Bartolomew Roberts (1682 - 1722)

También galés, era apodado "Bart el negro", a causa del inusual tono extremadamente oscuso de sus cabello (y que disimulaba con una peluca blanca). Empezó en el mundo laboral como marino mercante, pero al cabo de dos años fue hecho prisionero durante un asalto a su nave y, no se sabe muy bien como, al final del día ya formaba parte del bando vencedor. Cinco años más tarde ya estaba considerado como el pirata más próspero y despiadado de las Barbados, y era poseedor de una flota de más 20 barcos. Como no conocía ni a su padre, acabó convirtiéndose en un incordio tanto para españoles como para ingleses; estos últimos sobornaron a un miembro de su tripulación, que indicó su paradero con tanto exactitud, que la Armada inglesa pudo estar esperándole a la entrada del puerto africano en el que Roberts intentó reponer víveres y aparejos. Murió victima del impacto directo de una culebrina, a los cuarenta años de edad.
Anne Bonny y Mary Feade (sobre 1720)

Estas dos mujeres formaban parte de la tripulación del "endevourt" cuando Jack "Calico" Rackman, un pirata segundón, apresó la nave y degolló a toda la tripulación. Es posible que ambas mujeres se salvasen porque estaban embarazadas, o quizás fuera como recompensa por revelar a Jack la localización de un doble fondo en uno de los camarotes, que guardaba una cubertería de oro macizo. El caso el que entraron a formar parte de la banda de "Calico" con plenos derechos y, cómo no... acabaron por independizarse y comandar a su propia tripulación, con la que sembraron el terror por las costas del Caribe, saqueando por tres veces la ciudad de Maracaibo. Posiblemente fueran pareja, aparte de en lo profesional, en lo personal, porque cuando una de ellas fué fatalmente herida en un abordaje, la otra la abrazó tiérnamente... y se acuchilló.
Barbanegra ( - 1718)

Sabemos mucho más de sus actos que de su vida, una terrible algarada que acabó convirtiéndose en mito. Este natural de Bristol era apodado "Barbanegra" a causa de lo rizado de la gran cantidad de vello que cubría todo su cuerpo. Su poderoso y demencial aspecto, lo completaban su 1.92 metros de altura y sus ojos rojos y sanguinolentos, producto de su maniática afición a tomar el ron acompañado de un puñadito... ¡de pólvora!. Por otro lado, la totalidad de sus ropas estaban cubiertas de sangre y suciedad porque nunca se lavaba, lo que le daba un aspecto aún más terrorífico. Al igual que su colega Roberts, se convirtió en un suplicio también para los mercantes ingleses y un tal Capitán Maynard le tendió una emboscada en aguas jamaicanas, a finales de 1718. Aunque fue la explosión de un barril de pólvora lo que mató a Barbanegra, cuando fueron a identificar su cadáver, su cuerpo presentaba cinco impactos de bala y más de dos docenas de cuchilladas, una de las cuales le había arrancado un testículo. Maynard colgó su cabeza del bauprés de su barco pero la tuvo que retirar después de que dos marineros juraran por sus madres que el pirata aún paseaba de noche por cubierta; otro marinero más... se suicidó.

PD: Alguien me pidió hace semanas que hablase algo de piratas; espero no haber llegado tarde. En otro orden de cosas, la celebre bandera pirata compuesta de calavera y dos tibias, no era ni mucho menos la más popular en el gremio, hasta el punto de que sólo un pirata conocido la utilizaba... ¿Sabéis quién?

¡Un abrazo y felices fiestas a todos!

miércoles, 21 de diciembre de 2005

¿Roma capitalista?

¿Quién podría pensar que la depresión de Wall Street tuvo su primer precedente en la Roma antigua?... Pues sí; a principios del año 28 a.C. Augusto, recién regresado de Egipto, puso en circulación el inmenso tesoro que traía debajo del brazo. Sus intenciones no podían ser mejores: pretendía revitalizar la economía y el langideciente comercio que llevaban un buen puñado de años estancados, a causa de los encarnizados enfrentamientos civiles de aquellos años, y de la falta de numerario consecuencia de la ausencia de guerras de conquista. Esta política inflacionista, efectivamente estimuló las transacciones comerciales en todo el Imperio, pero ocasionó tal subida de precios, que Tiberio, ministro de economía in pectore tuvo que intervenir interrumpiendo bruscamente la moneda circulante, incluso por la fuerza.

¿El resultado?... aquel que se había endeudado a lo loco confiando en la continuación de la inflación, se encontró, de súbito, falto de líquido, y tuvo que correr a las entidades financieras a retirar el dinero. La de Balbo y Olio, una especie de "Grupo Santander" de la época, tuvo que hacer frente en un solo día a reintegros de trescientos millones de sestercios y cerró las ventanillas. Como consecuencia, las industrias y comercios no pudieron pagar a sus proveedores y cerraron también. Cundió el pánico. Todo el mundo corrió a retirar su dinero de los bancos. La cosa estaba tan mal que una especie de Caja de Ahorros de la época, la Caja de Pettio, que estaba participada por el Estado e incluso por el Emperador, recibió instrucciones claras para apoyar con sus reservas las peticiones de reintegro de cualquier ciudadano de Roma. Pettio, algo azorado, accedió con la condición de que la guardia pretoriana protegiera sus instalaciones, y se preparó para abrir. A la mañana siguiente miles de personas se apiñaban nerviosas en las escalinatas del banco, con la intención de sacar sus últimos ahorros y poder comer caliente. Pettio, que se olía el pastel, se puso aún más nervioso, y una conversación suya con un pretoriano fue malinterpretada por sus compañeros, parte de los cuales corrieron a ponerse de lado del cliente, en vez de proteger al pobre Pettio. Lo que siguió fue un aquelarre: clientes contra clientes, clientes contra pretorianos, y estos últimos contra sus hermanos de armas, a navajazo limpio…

Al caer la tarde, decenas de cadáveres se amontonaban en los alrededores del banco. Cuentan que Augusto, timorato como era, lo único que preguntó al conocer la noticia fue… ¿el palacio está a salvo? Días después, el primer emperador de Roma pudo comprender la interdependencia de las variadas economías provinciales, cuando conoció los simultáneos asaltos de los bancos de Lyón, Cartago, Alejandría y Bizancio. Estaba claro que una oleada de desconfianza en Roma repercutiría inmediatamente en la periferia. También entonces hubo quiebras en cadena y suicidios. Muchos pequeños propietarios, cargados de deudas, no pudieron esperar a la nueva cosecha y tuvieron que malvender sus pequeñas parcelas, en provecho de los latifundistas, los únicos con capacidad de sobrevivir… y volvieron a florecer los usureros, que con la difusión de los bancos habían mermado. Los precios se derrumbaron espantosamente y Tiberio, a punto de la dimisión y tan harto de la situación como de Augusto, aprendió en sus propias carnes lo mismo que ahora, dos mil años más tarde, se intenta enseñar a las nuevas generaciones de economistas: que la deflación no es necesariamente mejor que la inflación; y con muchos suspiros distribuyó cien millones a los bancos para que volviesen a ponerlos en circulación, a lo Montilla, es decir, prestados a tres años sin intereses...
¡Qué poco hemos cambiado...!

domingo, 18 de diciembre de 2005

La Sagrada Lanza

Godofredo de Bouillon, primer Rey de Jerusalén
Decía un bonachón Papa del siglo XX que, si juntáramos todas las astillas supuestamente pertenecientes a la Cruz de Cristo que reposan en las iglesias de media Europa, podríamos levantar una cabaña canadiense sin demasiados problemas... y es que pocas religiones pueden competir con la vasta imaginería cristiana en materia de reliquias y derivados. El catálogo de productos es amplísimo e incluye desde sudarios y sábanas a trozos de espinas de la corona con la que se martirizó a Jesús de Nazareth, pasando por la fragua con la que se forzaron los clavos que le atravesaron o incluso alguno de los baldosines que hace dos milenios conformaron la Vía Dolorosa. Otra curiosa circunstancia es que la base de datos de reliquias que maneja la iglesia católica causaría mil y un dolores de cabeza al informático que la administrara porque debe ser de las únicas que admiten registros duplicados: por ejemplo, basta por dar una vuelta por Ávila y sus alrededores para que el visitante se harte de contemplar extremidades incorruptas de Santa Teresa, a pesar de que no existan pruebas de que esta pobre mujer tuviese más de dos brazos y más de cinco dedos en cada mano...

En cambio, una de estas reliquias, antes de pertenecer al mundo del folklore religioso, jugó un papel de importancia capital en los acontecimientos que rodearon la primera cruzada… porque todos los historiadores, latinos o musulmanes, coinciden en que fue un milagro lo que salvó al ejército cristiano. En aquellos días del mes de junio de 1098 d.C. las mesnadas de Godofredo de Bouillón, Raimundo de Tolosa y Bohemundo de Tarento estaban sitiadas en la ciudad de Antioquía, sin víveres, casi sin pertrechos, muchos de ellos enfermos y, sobre todo, sin esperanza; pero una persona, sin desearlo, iba a desencadenar un suceso que iba a conceder a los cruzados una oportunidad de, al menos, luchar por sus vidas. No se trataba de un obispo ni de un monje, ni tan siquiera de un soldado, sino del criado de un burgués pobre, un hombre del pueblo, un provenzal que formaba parte de los peregrinos que habían seguido al Conde de Tolosa.

Se llamaba Pedro Barthelemy. No solamente era un individuo de la más baja extracción sino que gozaba de la más triste reputación entre sus compañeros, que le tenían por disoluto, borracho y falto de carácter. En fin, el caso es que este cruzado, que era todo menos un modelo a seguir, recibió la visita en sueños, ora de San Andrés, ora del propio Cristo. Tanto le obsesionaron estos sueños que terminó por dar parte a sus superiores, y luego al mismísimo Conde Tolosano. La sinopsis de la revelación divina era la siguiente: San Andrés y Jesucristo mismo notificaban a los cruzados que su conducta perversa y sus libertinajes con las mujeres paganas les habían hecho atraer la cólera divina. Esta revelación no hubiera tenido nada de original si no fuera porque Dios, en su infinita misericordia, estaba dispuesto a perdonarles los pecados y, para demostrárselo, les mandaba una señal manifiesta: les revelaba que la Sagrada Lanza que había atravesado el costado de Cristo se encontraba enterrada bajo las losas de una iglesia de Antioquía.

Sin embargo, la Sagrada Lanza, o por lo menos la que se reconocía como auténtica, estaba debidamente custodiada en una Iglesia de Constantinopla, donde los jefes de la Cruzada habían tenido ya la oportunidad de venerarla junto a otras reliquias. No obstante, aunque en un primer momento se intentó dejar pasar el asunto, el estado al que les llevaba su debilidad y la sobreexcitación en que se encontraban los soldados empezaron a suscitar fenómenos que podían tomarse como mensajes del altísimo. Varios de los soldados cruzados empezaron a oír voces y hasta a tener visiones relacionadas con la reliquia. Un poco hastiados, los jefes del ejército decidieron poner las cosas en claro e incluso el legado del Papa autorizó a Pedro a que, acompañado de sacerdotes del séquito del Conde de Tolosa, efectuara excavaciones en la iglesia de San Jaime.

La Sagrada lanza – o lo que podía parecérsele, pues era simplemente un trozo de hierro roído por el moho – se encontró en efecto, tras largas e infructuosas búsquedas, bajo las losas de la antigua iglesia; y cuando Pedro salio del hoyo con el trozo de metal en las manos, los asistentes ya no dudaron más: todos se precipitaron sobre la pobre reliquia manchada de barro y la cubrieron de lágrimas y besos. Al punto la noticia se propagó por el campamento y la alegría del ejército fue tan grande que los soldados corrieron a ponerse armaduras y escudos. El asunto se disparó tanto que, a pesar de que los barones estaban muy lejos de aceptar la autenticidad de la lanza, creyeron oportuno creer en ella de puertas hacia fuera, para no decepcionar a sus huestes.

La invención en nuestros días de una vacuna contra una rara enfermedad o la llegada del hombre a la luna hubieran levantado menos entusiasmo entre una multitud de la que, entre los cruzados, motivó el descubrimiento de la dudosa reliquia; y también es la única explicación posible si queremos atisbar los motivos de los cambios producidos en el ejército cristiano de Antioquia. Unos hombres extenuados y desmoralizados se convirtieron de súbito en soldados aguerridos, resueltos a lanzarse contra el enemigo a la menor ocasión. Cuánta verdad habrá en este asunto, que incluso los cronistas musulmanes se hacen eco en sus escritos de “inexplicables actitudes de los cristianos sitiados, que parecen estar seguros de que en esta guerra es imposible que mueran…

Los jefes acapararon por un tiempo la reliquia, que acabó en manos francas por ser sus hombres los que la habían encontrado. Días después y viendo que era imposible contener a los soldados, se dispuso que el ejercito al completo realizaría un único intento de romper el cerco mediante una salida en masa para combatir en campo raso con el ejército sitiador. La empresa tuvo mas éxito del que cabria esperar; Kurbuqa, el jefe de los musulmanes, cometió la imprudencia de dejar una puerta sin vigilancia, lo que aprovechó la caballería pesada cruzada para alcanzar unos llanos propicios para cargar. Cuando los arqueros sirios se adelantaron unos metros para asetear a las primeras filas cristianas, un mar de cascos y armaduras descendió al galope por una loma cercana, y de un plumazo borró a la élite del las tropas musulmanas. Sin el peligro de las flechas sirias, la caballería maniobró a su antojo por el campo de batalla, alanceando a discreción.

Murieron unas diez mil personas, el 95% de ellas pertenecientes al ejército de Kurbuqa.

Actualmente, que se sepa, cuatro iglesias manifiestan acoger en sus relicarios los restos de la lanza que atravesó el costado de Jesús de Nazareth.
Saludos.

domingo, 11 de diciembre de 2005

Mérida, la ciudad de los veteranos de Augusto

No penséis que los políticos modernos son los únicos que han puesto sus miras en el poderoso “lobby” de los jubilados, a la hora de cuadrar sus cuentas electorales. A pesar de que Octavio Augusto ganaba sus elecciones a lo Fidel Castro, era muy consciente de que no convenía tener descontento a un colectivo tan importante, sobre todo si anteriormente habían sido soldados suyos así que, como quiera que en el año 25 a.C. aún no se había inventado la paga única de las pensiones, no tuvo mejor idea que autorizar a sus veteranos y soldados eméritos a fundar una ciudad en un lugar más o menos propicio, en el margen del río Guadiana. Dichos veteranos, antiguos cuadros de las legiones V Alaudae y X Gemina, “olvidaron” pronto su origen militar y, al estar la zona completamente pacificada, pudieron concentrarse en hacer de su nueva patria chica un centro comercial próspero que acabaría convirtiéndose en la capital de la provincia Lusitania.

En la actualidad, aparte de pasear orgullosa su condición de capital de la muy noble Comunidad Autónoma Extremeña, Mérida constituye una oportunidad de oro para quién quiera añadir un cierto matiz histórico o cultural a su fin de semana. Por sus importantes vestigios monumentales, la ciudad es uno de los centros arqueológicos más importantes de la península ibérica, y guarda interesantísimos tesoros artísticos de las épocas romana, visigoda y alto medieval. En fin… como hablando de la civilización romana es donde se me atisban menos las vergüenzas, me dispongo a daros una vuelta virtual por una de las ciudades españolas que con más facilidad transportan al visitante al universo de hace dos mil años... EMÉRITA AUGUSTA.

EL TEATRO

Fue construido en el año 15 a.C. y donado a la ciudad por Marco Agripa, yerno del emperador Augusto y, a la sazón, vencedor de las durísimas guerras contra Cántabros y Astures. El teatro estuvo en uso hasta la segunda mitad del siglo IV, aunque sufrió profundas remodelaciones, sobre todo en lo referente a su aforo, en momentos puntuales de los siglos I y II d.C. La capacidad de la construcción era de unas seis mil personas, distribuidas en función de sus clases sociales en tres sectores: Ima, Media y Summa Cavea; delante de esta última estaba la Orchesta semicircular, reservada para el coro. El frente de la escena se compone de entrantes y de dos hileras de columnas que alcanzan los dieciocho metros de altura, y ente ellas se situaban preciosas esculturas como elemento decorativo. En la parte posterior de la escena existían dependencias que eran utilizadas por los actores, con un peristilo ajardinado para los descansos y una pequeña cámara o capilla para el culto imperial. Durante su abandono, sus estructuras se fueron derrumbando hasta quedar visible solo la parte superior del graderío, conocido entre los habitantes de la ciudad como "Las Siete Sillas". En 1910 nos entró la verguenza y se empezó a excavar para intentar “acercar” el teatro a su estado original – con gran éxito - hasta convertirse, a partir de 1933, en el único edificio que ha vuelto a cumplir su función original.

EL ANFITEATRO

Se puso en funcionamiento en el año 8 a.C. y, aunque no era el más grande de Hispania, acogía sin problemas a casi quince mil espectadores. El edificio, de planta elíptica, presenta una estructura a base de hormigón, mampostería y piedra granítica. Tiene dieciséis puertas, dos tribunas y dos palcos situados en los ejes de las elipses para ofrecer la mejor posibilidad de visión a los jerifaltes de la ciudad. En el centro de la arena se encuentra un foso que probablemente estaba cubierto de un entarimado que ocultaba un interior destinado a almacenar las jaulas de las fieras y el material escénico imprescindible para dar un matiz mitológico o incluso poético a las terribles matanzas que albergaba. Dos largas galerias permitían el acceso a las gradas de forma rápida y cómoda, que se hallaban elevadas para separar al público de la arena. La separación del aforo seguíalos mismos criterios clasistas del teatro e incluso la construcción disponía de dos pequeñas habitaciones que, probablemente, servían para que los gladiadores “aliviasen” ciertas necesidades de las matronas romanas que más fuerte pujaran por sus encantos…
EL PUENTE
Según todos los estudios, el guadiana de hace dos mil años, así como la mayoría de los ríos españoles, era bastante más caudaloso. Para sortear los problemas que semejante cauce de agua ocasionaba a los habitantes de la ciudad, a mediados del siglo I d.C. se construyó un magnífico puente que, aparte de por su magnitud, es notorio por ser, posiblemente, la apliación del arco más perfecta en la ingeniería romana peninsular. El puente mide setecientos noventa y dos metros de largo, su núcleo es de hormigón armado revestido de sillares de piedra almohadillados y sus pilares disponen de tajamanes destinados a aliviar el maltrato del empuje del agua sobre la estructura de la construcción. En 1993, con la inauguración del nuevo Puente de la Lusitania, su predecesor romano se hizo peatonal, convirtiéndose así en uno de los paseos más bellos de Mérida.
EL TEMPLO DE DIANA
Situado en pleno centro de la ciudad, la construcción en su solar de la mansión señorial conocida como el Palacio de los Corbos, impidió que esta maravilla del arte religioso romano acabara vendida al peso a algún avispado constructor de iglesias. Esta concebido según los mejores estándares de la época, es decir, planta casi cuadrada con seis columnas al frente. Es el único de los edificios de este "post" que está construido en piedra originaria de esta zona extremeña y su frontal estaba orientado al foro más importante de la antigua ciudad, hoy lamentablemente perdido. Si el visitante es un poco leído en arte visigodo o medieval, disfrutará identificando elementos pertenecientes a estos dos periodos, consecuencia de las primeras reconstrucciones del templo, realizadas sin demasiado tino.

EL PANTANO DE PROSERPINA

Construido en la Charca de la Albuera, recibe su actual nombre de una lápida, descubierta en el siglo XVIII, en la que se invocaba a la diosa Proserpina. Se trata del mayor de los embalses que surtían a Mérida. Su muro está fabricado con un núcleo de tierra y hormigón que se recubre de sillares graníticos dándole una forma de talud, de donde sobresalen nueve contrafuertes que dan integridad al muro. Hoy en día, una vez perdida su primitiva función, las aguas retenidas en Proserpina se han ido aplicando a otros fines distintos de los previstos por los romanos, como el agrícola o para favorecer el esparcimiento de los emeritenses, gracias sobre todo al buen estado de conservación de la obra. Por otro lado, si quisiésemos apreciar los detalles de la base de la muralla que constituye el muro de contención de la presa, habría que sumergirse alrededor de 40 metros que es lo que se estima que puede tener el lago en su parte más profunda.
LA CASA DE MITREO
Esta magnífica Domus romana representa el arquetipo de vivienda provincial para familias acomodadas, muy de moda entre la clase media - alta de la provincia de la Baetica. Se la llama así debido a los restos encontrados en sus alrededores, que sugieren la presencia en esa zona de uno de los cultos más "cool" entre las clases acomodadas de la época: la devoción a la diosa Mitra. La casa consta de tres peristilos o patios de columnas alrededor de los cuales se articulan las dependencias para la familia, los invitados, el servicio y los animales. Las habitaciones están decoradas con mosaicos y pinturas murales de gran calidad, la mayoría de los cuales han llegado hasta nosotros en un inusual buen estado de conservación. El mosaico más importante - y que toda mi generación ha visto en su libro de historia de octavo curso - es el llamado Cósmico que representa el Cielo, la Tierra y el Mar. La casa en su conjunto es de una belleza extraordinaria; lástima no poder verla en su estado original...
Un abrazo a todos.

jueves, 8 de diciembre de 2005

Hombre de mar (I) Los cañones

¡Que alias tan sonoros e inofensivos tenían estas armas!… teniendo en cuenta para lo que servían. Los primeros cañones atendían a los simpáticos nombres de esmirel, espingarda, cañón real, culebrina, media culebrina u octavo de culebrina, y todos ellos con una desconcertante variedad de modelos, calibres, pesos y cargas. Como quiera que estas armas se artillaban mezcladas en las mismas cubiertas, llegado el momento de combatir se producían ciertas confusiones, que acababan con el capitán de los nervios, y la tripulación jurando en arameo…

Para solucionarlo, en el siglo XVIII se redujo drásticamente la variedad del catálogo, y se procedió a clasificar los cañones por el peso de la bala que proyectaban. Por ejemplo, un navío español de primera clase como el SANTÍSIMA TRINIDAD, artillaba 30 piezas de 32 libras en la cubierta inferior, 28 cañones de 24 libras en la segunda batería, 30 cañones de 18 en la batería alta y 10 cañones de 12 en el alcázar (…el del barco quiero decir, no el de Toledo). Con una buena calculadora llegaremos a la conclusión de que el peso total por andanada era de 1.158 libras, procedente de 98 cañones. No sabemos si semejante despliegue de bocas de fuego dejaba espacio en la nave para la tripulación pero, para lo que seguro que no había lugar, era para la confusión: cada cubierta disponía de balas, cartuchos y atacadores de un mismo tamaño. En resumen, desde los pañolesforrados de plomo para evitar las chispas - se suministraba munición a los cañones con toda la rapidez de que eran capaces los pajes de la pólvora que la transportaban, y lo único que quedaba era disparar las armas con tanta rapidez y precisión como fuera posible.

Esto resultaba mucho más fácil decirlo que hacerlo. Los cañones eran piezas enormes y bastas forjadas en hierro fundido, lo que los hacía pesadísimos. Además, había que efectuar los disparos desde una cubierta que, con toda probabilidad, estaba sometida a fuertes vaivenes. Por ejemplo, un cañón de calibre medio, media casi tres metros de largo, pesaba más de 800 kilos y necesitaba de una brigada de 10 marineros para servirlo, ya que no solo había que recuperarlo y trincarlo en batería, sino que había que vigilarlo con mucha atención: una tonelada de metal dando tumbos por cubierta con un mar encrespado se bastan y sobran para matar a la dotación y atravesar el costado de un barco.

La brigada del cañón constaba de un cabo, un cargador, un segundo de cargador, un paje de la pólvora y una serie de sirvientes que realizaban tareas diversas, como unirse al trozo de abordaje una vez que la cercanía de los buques invitaba al combate cuerpo a cuerpo. Solían trabajar juntos y, en el mejor de los casos, podían gobernar esos monstruos con una habilidad asombrosa. Fue la artillería inglesa, y no sus barcos, la responsable de que fueramos regularmente caneados por los hijos de la Gran Bretaña a partir del siglo XVIII. Además, cada hombre tenía sus responsabilidades tan determinadas, que en el fragor del combate no era necesario dar ni recibir órdenes.

El proceso de disparo era simple; primero se abría la porta y se aliviaban las trincas que los mantenían inmovilizados contra los costados, y se quitaba el tapabocas, una especie de tapón que mantenía estanca el ánima del cañón. Los hombres trincaban en batería la pieza, tiraban de los aparejos, uno a cada lado, para que el cañón asomara por la porta y, una vez disparado, recobrarlo y cargarlo de nuevo. Asomado el cañón y contenido por los bragueros, uno de los cargadores tomaba el cartucho (una bolsa de lanilla con kilo y medio de pólvora dentro) de manos del paje de la pólvora, y lo atacaba ánima adentro hasta que el cabo daba la voz de “dentro”. Luego metían la bala, seguida por un taco y atacado luego todo con fuerza. El cabo agujereaba el cartucho con el punzón y cebaba el fogón con la pólvora del cuerno, momento en que el cañón estaba listo para disparar, cosa que sucedía cuando se aplicaba en el fogón una mecha de acción lenta o botafuego.

Lamentablemente, estas piezas no resultaban muy precisas y, si bien eran capaces de proyectar una bala a más de un kilómetro, por lo general se utilizaban a menos de 300 metros o, como decían los españoles “a fondo de quemarropa” o “a toca penoles”, distancias a las que resultaba imposible no acertar, y donde los cañones podían atravesar de lado a lado el casco de un barco enemigo. Tras el fuego, la bala salía disparada a unos 300 metros por segundo, casi la velocidad del sonido, el cañón saltaba hacia atrás hasta que era contenido por los bragueros y el aire se llenaba de una especie de humo acre, como si de una actuación de Malena Gracia se tratase…

Se trataba de un trabajo duro y peligroso, que no admitía becarios, sobre todo en pleno combate, cuando abría fuego toda la batería de un costado. El humo y el estruendo hacía que se oyera poco y se viera aún menos, con lo que cualquier movimiento en falso suponía perder una pierna o un brazo debido al retroceso del cañón; eso por no hablar del peligro de explosión o el riesgo debido al fuego enemigo. A pesar de todo una dotación bien adiestrada podía ejecutar toda la operación en 1 minuto y medio, y efectuar cinco andanadas en menos de 10 minutos.

Sin embargo, en 1779 se inventó la carronada... que era una cabron... ejem. Era un cañón más ligero y de corto alcance, muy barato de producir, y que iba montado en un soporte móvil articulado sobre unas guías y diseñado para la lucha en combate cerrado. Teniendo en cuenta su reducido peso, era capaz de lanzar una bala descomunal. La carronada suponía en pocas palabras, la posibilidad de disparar al coste de una duodécima parte de pólvora que un cañón normal. En 1803, el navio británico "Speedy" entablo combate con la fragata española “Gamo”. El almirante de la Gamo, sabiendo que los cañones de mayor porte estan situados en la cubierta más baja de un buque, observó con desconcierto el calibre de las balas que, procedente de carronadas, le caían del alcázar del navío inglés y, suponiendo que lo que le esperaba era aún peor, se rindió.
Más vale lo malo conocido, debió pensar...


lunes, 5 de diciembre de 2005

La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo

En 1118, casi veinte años después de que los cruzados arrebataran Jerusalén a sangre y fuego a los musulmanes fatimíes, unos nobles con rango de caballeros se presentaron ante el patriarca de la ciudad con el propósito de cumplir un insólito voto: vivir perpetuamente en castidad y sin propiedades, entregándose al servicio de Cristo, misión que llevarían a cabo incluso empuñando las armas. No está claro si los caballeros eran ocho o quizás nueve, pero sí nos consta que su jefe era el francés Hugo de Pains, que a la postre, fue el que consiguió que Balduino II se fijara en ellos y les reconociera, al menos, el derecho de defender el corredor que discurre entre el puerto de Jaffa y la Ciudad Santa, y que tras la conquista de Jerusalén era le escenario de numerosos asaltos.
De lo que no hay duda, es que los orígenes de estos primitivos servidores de Cristo fueron modestísimos. Como no tenían iglesia ni residencia, el Rey les alojo piadosamente en el ala sur de su palacio, en esencia unas cuadras, que lindaban con el solar donde una vez se alzó el soberbio palacio del Rey Salomón. Tiempo más tarde, la orden recibió su nombre, Orden del Templo o del Temple, cuando quedó instalada definitivamente en ese lugar. Durante sus nueve primeros años, poco hicieron; al principio solo se dedicaron a excavar en el solar que les acogía, buscando quién sabe qué…y ni su número ni su riqueza aumentaron. Incluso se vieron obligados a vivir de las limosnas que el pueblo les daba para la salvación de su alma… pero pronto empezaron a recibir rentas y donaciones de toda especie, sobre todo a través de herencias. En 1126 la Orden contaba ya con 15 “socios” y numerosos sirvientes y escuderos. Un año más tarde, Hugo de Pains regresó a Europa y solicitó a la Iglesia una orden por la que regirse, más por darse alguna importancia que por necesidad real; esta pudo ser redactada por San Bernando de Claraval - no confundir con el cánido -, a la sazón uno de los clérigos más influyentes de la época… y un auténtico talibán del catolicismo; por el mismo precio, Bernardo incluía también en la oferta el uniforme oficial de miembro... una cruz patada roja sobre manto blanco. Cuando Hugo volvió a Tierra Santa, lo hizo acompañado por una romería de más de 300 caballeros que representaban a lo más granado de la nobleza francesa. Por último quedaba el problema religioso de unir espada y hábito, toda una novedad para la época, solucionado por el mismo Bernardo con su De Laude Novae Militiae, donde, en pocas palabras, se dejaba via libre para canear a cualquier no cristiano mientras que se rezaran los padrenuestros correspondientes…

Pese a la rigurosidad de la Regla, que incluía comer carne solo tres veces por semana, vestir con las ropas más sencillas, no tocar a las mujeres y observar estricta obediencia a sus superiores, parece ser que está solo aplicaba a título individual porque la Orden en su conjunto contaba con inmensas posesiones tanto en Europa como en Tierra Santa: “No hay provincia en el mundo cristiano que no les done parte de sus bienes”. Esta condición de “nuevos ricos” fue pronto favorecida por las bulas con las que les obsequiaban los Pápas de la época, como aquella que les autorizaba a librarse del diezmo, construir sus propias iglesias o recaudar impuestos en sus propiedades sin dar más cuenta de ello. A mediados del siglo XIII semejante plan de expansión dio su fruto: los templarios eran una inmensa potencia con más de 9.000 encomiendas, 35.000 caballeros, un ejército incontable de escuderos y sirvientes, cientos de fortalezas enclavadas en las ciudades más importantes, puertos propios… ¡incluso llegaron a idear un sistema de cobro de efectivo entre sus sedes, presentando un documento sellado por cualquiera de sus encomenderos..., literalmente, el antecesor de nuestros modernos cheques!
Pero para los templarios, la salsa de la vida se encontraba en el campo de batalla; ante Ricardo corazón de León se identificaron como “…leones en la guerra y corderos en la paz”. Por orden del Pápa, tenían prohibido alzar la espada contra otro cristiano; esto tenía dos consecuencias: la primera, que con los musulmanes se desquitaban, y la segunda, que los enfrentamientos con sus viejos enemigos, los caballeros del Hospital, terminaban como el rosario de la aurora… a puñetazos. En cualquier caso, siempre eran los primeros en intervenir y los últimos en retirarse y, ni daban cuartel, ni esperaban recibirlo. Un templario tenía prohibido rendirse salvo que sus enemigos le superasen en una proporción de nueve a uno, y tenía vedada la posibilidad de solicitar rescate si era hecho prisionero. La orden además especificaba que si la enseña se mantenía en pie, había que seguir luchando hasta el final. Esto último no es propaganda barata: de los 23 maestres de la orden, 13 murieron con las botas puestas.

En campaña, parece que los templarios hacían gala de una magnífica organización. Tras el Maestre, el mejor de los hermanos, se alineaban el Mariscal y el Senescal, los comendadores provinciales, el turcoplier (o encargado de reclutar a la caballería mercenaria) y el golfanero, o portador del estandarte; tras ellos escuderos, sargentos, armeros y capellanes. Toda actitud individual estaba prohibida, así como adelantarse a las órdenes. Como solo se prohíbe lo que se generaliza, los templarios enseguida tuvieron una bien ganada fama de excesivamente valerosos y despreocupados, rozando claramente la indisciplina. En el sitio de Ascalon en 1153, murieron cuarenta templarios porque se lanzaron por una brecha sin la autorización de su jefe, les cercaron y les fueron degollando uno por uno. En el sitio de San Juan de Acre, dos docenas de ellos se lanzaron contra las máquinas de guerra que destrozaban las defensas de la ciudad para intentar incendiarlas. Parece increíble que esos pocos jinetes albergaran alguna esperanza de acabar con esos ingenios mientras se defendían de cientos de musulmanes… ¡pero es aún más increíble que aquellas dos docenas de caballeros consiguieran acabar con tres de ellos ingenios!

Tras la caída de San Juan de Acre y de toda tierra Santa, su fortaleza militar comenzó a declinar, en parte porque, sin su componente militar, los templarios habían perdido toda razón de ser. Pero a cambio, su poderío económico cada vez era más y más fuerte. Alfonso I el Batallador llegó a legarles su reino en su testamento, aunque nunca llegaron a reivindicarlo. Incluso contaban con la complicidad del Pápa Bonifacio VIII, uno de sus más acérrimos admiradores. Sin embargo, su muerte permitió al rey de Francia apoyar la elección de Papas franceses de la peor calaña, como Benedicto XI o Clemente V. La ambición de Felipe de Francia se centró entonces en el Temple, que tenía en sus manos el tesoro del reino… y fueron los mismos templarios los que, involuntariamente, le ofrecieron una inmejorable excusa: el tremendo secretismo en el que operaba la orden. El rey empezó a acusarles de sodomía, adoración del gato, herejías… y se convocó a Jacques de Molay, el Gran Maestre de la orden, para que diera cuentas en París. Felipe le estaba preparando una celada colosal pero el Papa Clemente aún dudaba. Finalmente, el 14 de septiembre de 1307, se envió una orden para detener a todos los hermanos de la orden en Francia, en lo que posiblemente fue la primera gran redada policial de la época. Los templarios no mostraron oposición alguna y para cuando el Papa decidió protestar, buena parte de los hermanos habían sido salvajemente torturados, algunos asesinados y muchos de ellos, incluido el propio Maestre, habían confesado justo lo que el rey pretendía que confesaran; esto último no tiene excesivo mérito…con las torturas a que fueron sometidos, hubieran confesado hasta la autoría del crimen de cuenca.

La declaración del templario Aimeri de Villars le Duc, da una idea de la brutalidad de las torturas. Este, tras mantener que todo lo imputado era falso, aseguro que no estaba dispuesto a sufrir más y que juraría y que “mataría al mismo Dios si se lo pidieran”. Cuatro años más tarde, en 1311, Clemente convocó un concilio cerca de Lyón para abordar la inocencia o culpabilidad de la orden. De nada sirvió que nueve templarios se ofrecieran para defenderla. Sin el menor atisbo de un juicio justo, los acontecimientos se precipitaron; mediante varias bulas se estableció su disolución, su excomunión, así como el traspaso de los bienes a los hospitalarios. El rey Felipe de Francia se quedó con el efectivo, claro.

Jacques de Molay y los principales templarios fueron condenados a cadena perpetua en un proceso en el que el Papa delegó ignominiosamente en sus principales cardenales. En un arranque de dignidad, todos los reos declararon ser inocentes y afirmaron que todo lo confesado había sido a causa de la tortura. Aún así, su suerte estaba echada; fueron condenados a la hoguera como relapsos. Según la tradición, Jacques de Molay conmino a todos los responsables de aquella injusticia a comparecer en el juicio de Dios en el plazo de un año. Mito o realidad, lo cierto es que el Rey Felipe, el Papa Clemente y 5 cardenales implicados en el proceso fallecieron antes de 365 días...
Sólo les faltaba eso para convertirse en un mito.
...y si quieres conocer a los caballeros del Hospital, LEODEGUNDIA te los presentará...

domingo, 4 de diciembre de 2005

La Armada Invencible, Agosto de 1588

Los españoles somos la leche… en las cumbres europeas, nos ningunean porque los políticos que nos representan negocian fatal; en los mundiales, nos eliminan en el partido clave, siempre por culpa del árbitro o de la mala suerte; y, en 1588, para una vez que nos decidimos a conquistar Inglaterra, nos derrotan los elementos… ¡si es que somos unos pupas!... nos pasa de todo… ¿o no? Vamos a ver… lo primero de todo, tranquilidad. No hay que dramatizar en exceso, ni tampoco dejarnos llevar por los nervios, que al final vamos a acabar viendo fantasmas donde no los hay, y hablando de contubernios judeomasónicos como lo hacía el militar este tan famoso de El Ferrol. Dejemos de una vez de echar la culpa de todo lo que nos pasa al vecino del 5º, y asumamos que, en la mayoría de las circunstancias que nos afectan, nosotros no somos actores de reparto sino los principales responsables del resultado, para lo bueno y para lo malo. Lo contrario, nos abocaría sin remedio a seguir la peligrosa tendencia hispana de considerarse el ombligo del mundo y, quizás, a que el país entero se hiciera socio del Atlético de Madrid. Un magnífico remedio para este mal es apagar el televisor, sentarse delante de unos buenos libros y disponer la mente para analizar el mayor fracaso español después del fallo de Julio Salinas en Italia’90…EL DESASTRE DE LA ARMADA INVENCIBLE.

Lo primero que hay que tener claro, es que durante treinta años, Isabel de Inglaterra y Felipe de España habían sido enemigos íntimos, pero guardando siempre una falsa apariencia de relaciones normales. Felipe tenía como uno de sus principales ensueños el restablecimiento del catolicismo en las Islas, pero seguía considerando a Francia como su enemigo tradicional y temía perder el eficaz aliado de otros tiempos. Por su parte, Isabel mantenía un concepto elevado del poder militar de España y temía una intervención de su otrora cuñado a favor de los católicos irlandeses… y temía sobre todo la posición española en los Países Bajos, “pistola apuntada al corazón de Inglaterra”. En resumen: españoles e ingleses se hacían la puñeta más o menos descaradamente… pero eso no impedía que en recepciones y saraos, los embajadores de ambos estados se echaran unos buenos bailes para celebrar “las excelentes relaciones de nuestros dos países”.

Pero una serie de circunstancias hicieron declinar la balanza definitivamente a favor de la guerra. Felipe se preparaba para afrontar los últimos años de su reinado, quizá con la sensación de haber fracasado en sus principales empresas; tres décadas de intenso reinado, no habían servido más que para vaciar las arcas de la hacienda… y raro era el campo de batalla de Europa o el mediterráneo donde no se pudiera encontrar la tumba de un soldado español. Además, Isabel se empezaba a sentir fuerte, y pasó de un apoyo más o menos encubierto a la causa flamenca, al envío descarado de hombres y dinero para reforzar a los regularmente caneados regimientos protestantes. Cuando Felipe, que resistió cuanto pudo la idea de atacar a Isabel, se enteró de la ejecución de María Estuardo, la muy católica reina de Escocia, a manos de los protestantes, ya no tuvo dudas… y se decidió contra la opinión de buena parte de sus consejeros a lanzar un ataque brutal contra Inglaterra.

El principal problema de este peliagudo asunto, es que lo que se pretendía no era vencer a los ingleses en el mar, cosa que ya se presentaba suficientemente difícil, sino desembarcar en las Islas, y pelear en suelo inglés. Cuando Felipe expuso la idea a sus generales, probablemente a estos se les debió de poner cara de póquer, pero cuando pasó a exponer su plan – que por cierto no admitía discusión – a más de uno seguro que le sentó mal la cena. Resumiendo, la idea era acumular en los puertos españoles una enorme cantidad de barcos de toda especie, reunirlos en algún lugar cercano a las costas francesas, proseguir la navegación esquivando a la escuadra inglesa, recoger a los Tercios de Alejandro Farnesio en algún puerto de Flandes, y desembarcarlos en la costa inglesa sufriendo el menor daño posible. El plan, que a decir verdad era sorprendentemente difuso en sus aspectos fundamentales, sin embargo especificaba claramente “que se debía evitar el enfrentamiento con las naves inglesas a cualquier precio… y que si este se revelaba inevitable, había que vencer en un rápido enfrentamiento”... la pena es que no se decía nada de cómo hacer esto último... Cuando los pormenores del plan llegaron a Alejandro, este se atrevió a decirle a su tío lo que otros no habían tenido el valor de decirle a su Rey, y en el reverso de la misma carta que acababa de recibir, el Duque de Parma aconsejó a Felipe centrarse en liquidar definitivamente la rebelión en Flandes. También argumentaba, con acierto, que excepto el puerto de Flesinga – a la sazón, en manos rebeldes – no había otro en los Países Bajos con capacidad de acoger a los barcos que habían de llegar desde España; y por último, concluyó indicando el enorme peligro que representaba dejar aquellas tierras holandesas yermas de soldados españoles.


Además a Felipe se le acumulaban los problemas; el hombre destinado a mandar sobre aquella flota, Álvaro de Bazán, vencedor de Lepanto, murió en enero de 1588. Para sustituirle, y contra todo consejo, decidió guiarse por criterio nobiliarios en vez de por el de la idoneidad, lo que hizo que “el gordo” recayese en el Duque de Medina sidonia, que dicho sea de paso, no se había subido en un barco en toda su vida. Este pobre hombre llegó a escribir una carta al Rey, reconociéndole que era ajeno a las cosas del mar y de la guerra, y suplicándole que le permitiera renunciar, pero Felipe “el prudente” volvió a mostrarse como lo contrario y siguió en sus trece. Así que, mientras los hombres de Alejandro se dejaban las manos construyendo un canal artificial para transportar a la costa las cerca de 300 barcazas construidas para el desembarco, en Lisboa se concentraba la mayor flota de guerra que se había visto nunca por un puerto luso: más de 130 buques de guerra. Sin embargo, cuando el Duque de Medina Sidonia apareció por los muelles para la primera inspección de sus fuerzas, se le cayó el alma a los pies: a las naves les faltaban aparejos de todas clases, centenares de soldados habían desertado, la comida almacenada en los barriles llevaba semanas podrida y cada barco, apenas tenía 8 disparos por cañón…

Y en estas circunstancias el de Medina sidonia no solo no se desesperó, sino que se la arregló para manejar la situación de tal manera, que las cosas se encauzaron hasta cierto punto. La pena fue que Felipe interpretó como una señal divina lo que solo era una leve mejoría de la situación, y obligó a la flota a dejar Lisboa el 20 de mayo de 1588. Alonso de Guzmán, que no gozaba del aprecio de ninguno de sus subordinados, se las arregló para cumplir a rajatabla las órdenes de su Rey, de modo que tras varias semanas de travesía sin incidentes contorneando la península, se acercó a aguas inglesas sin haber sufrido ninguna pérdida de importancia. Pero su carácter servil le estaba preparando una mala pasada. Por uno de esos extraños azares del destino, varias de las mejores naves inglesas que esperaban el ataque español advirtieron que una pinaza española navegaba por la costa, posiblemente recabando información entre pescadores nativos. En la persecución que siguió, las naves inglesas se mostraron imprudentes y no advirtieron al grueso de la flota española, situada frente a las costas de Plymouth. Un lobo de mar se hubiera beneficiado de la situación y habría mandado al infierno a esa docena de naves protestantes pero el almirante no lo era. Asustado ante esa pequeña presencia inglesa inició una maniobra evasiva que, unida al mal tiempo que se iba apoderando del Canal, desencadenó un inmenso desorden en las naves españolas.

Los días que siguieron fueron un verdadero infierno para los españoles. Los buques ingleses, mucho más modernos y maniobreros que los propios, estaban equipados con artillería de más largo alcance, lo que les permitía batir a los barcos de la Armada y escapar luego a gran velocidad. Nuestras naves, aún equipadas con armas de más grueso calibre, nunca podían acercarse lo suficiente para hacer fuego y poco a poco se iban desangrando ante al ataque inglés. Además, un intento español de refugiarse en Calais, fue abortado por Drake, que consiguió desorganizar aún más a las naves españolas lanzando brulotes en llamas contra ellas. En esta situación, Medina sidonia se consumía, y no conseguía entablar batalla al estilo antiguo, como era su intención. La situación se puso tan tensa, que varios capitanes intentaron hacer cambiar el signo de la batalla por su cuenta, e incluso se cuenta que Oquendo y el Almirante llegaron a las manos. Ante la imposibilidad de recoger a Farnesio, que por otra parte no tenía la menor intención de embarcar, y temerosos de retornar por el canal de la Mancha, se decidió intentar bordear Escocia e Irlanda, y allí fue donde varias enormes tempestades destrozaron definitivamente la flota española. Miles de hombres se ahogaron y no hubo piedad para los que consiguieron llegar a nado a las playas. Tan solo los que consiguieron navegar hasta Noruega o los pocos centenares que amanecieron tras el temporal en la católica Irlanda, consiguieron ser repatriados. Únicamente 66 barcos consiguieron arribar a España. Inglaterra perdió tres naves... Fue en este momento, y no antes, cuando el humor hispano decidió bautizar aquellos maltrechos barcos, como "La Armada invencible".

Si bien la derrota no significo el fin del poderío español en el mar – al igual que Lepanto no significo el final del poderío turco – si que es cierto que afianzó definitivamente el régimen isabelino. Pero hay que hacer notar que tan solo tres años más tarde, una flota española destrozaba a otra inglesa en las Azores y que España seguía siendo un motivo de enorme preocupación para Isabel de Inglaterra. Si Felipe II acusó el golpe, sobre todo fue en lo psicológico: meditó repetir la operación e incluso se hicieron algunos preparativos pero hubo que abandonar, afortunadamente, por falta de recursos económicos, y Felipe "el prudente" debió resignarse a contemplar la ascensión de una potencia nueva, jóven y destinada a convertirse en la dueña de los mares en muy poco tiempo: Inglaterra.

PD: La frase de Felipe II... "yo no mandé a mis naves a luchar contra los elementos" se sigue considerando apócrifa, aunque es cierto que "pega" tremendamente con su caracter premonitorio y taciturno. De todas formas... ¿que tiempo se esperaba encontrar en el Canal"?... quizás el anticiclón de las Azores...

Un abrazo.

jueves, 1 de diciembre de 2005

El juego de la silla

Las organizaciones humanas son reflejo de la evolución de los hombres que las componen. Y la Iglesia Católica, como institución universal que es, también tiene una historia plagada de vicisitudes. Además, para más inri, cuando parecía que había llegado la hora de que sus jerifaltes mirasen por fin al futuro sin ira y sin miedo, al barrer la casa, se han encontrado con un buen puñado de cosas “que había que regularizar”; Para algunos de los implicados en ellas, como Galileo o Copernico, el desagravio ha llegado, cuanto menos, tarde. Afortunadamente, otras de las asuntos de las que la Iglesia no quiere ni hablar, solo pueden provocar una sonrisa o, como mucho, flirtear con un cierto surrealismo.

Un ejemplo es el llamado examen de la silla, parte indisociable de la coronación papal en la Edad Media, durante al menos, 700 años. Cada Papa elegido, antes de vestir la púrpura y ostentar el anillo del pescador, se sentaba en la sella stercoraria, un curioso asiento que estaba agujereado por el centro como una taza de váter actual y donde se examinaban los genitales de su eminencia para dar prueba de su masculinidad. Después el examinador (normalmente un diácono) informaba solemnemente al pueblo reunido: Mas nobis nominus est, es decir “nuestro nominado es hombre”. Solo después se le entregaban las llaves de San Pedro y el carné de Papa en prácticas. Esta ceremonia continuó hasta bien entrado el siglo XVI. Incluso Alejandro Borgia fue obligado a someterse a la prueba, pese a que en esas fechas su esposa le había dado ya cuatro lozanos retoños, que él reconocía con orgullo.

Curiosamente, la Iglesia Católica no niega la existencia de la silla agujereada, ya que, hasta el día de hoy, esta guardada en perfecto estado de conservación en la Ciudad del Vaticano, aunque a los fieles no se les permita verla. Tampoco niega nadie que este curioso mueble se usara en la ceremonia de coronación papal, pero muchos sostienen que la silla se usaba solo por su aspecto elegante. Peregrino argumento para defender el curioso diseño de un mueble, que solo puede obedecer a sopesar los atributos… o a aliviarse las urgencias “en marcha”; el primero que consiga casar la elegancia con cualquiera de estos dos posible usos que levante la mano… Por otro lado, el nombre de la silla parece que deriva de las palabras que dirigía el Papa cuando estaba sentado en ella: Suscitans de puliere egenem, et de stercore erigens paperem ut sedeas cum principibus…, “Dios eleva al necesitado del polvo y al pobre del estiércol para sentarlo entre los príncipes…

Dudoso argumento. La silla, o ha sido dedicada a retrete, o es un sillón obstétrico. ¿Es concebible que un objeto con asociaciones tan crudas fuera a usarse como trono papal sin ninguna buena razón? Y, si el éxamen de la silla es una ficción... ¿cómo explicar las innumerables bromas y chascarrillos que corrieron por el populacho romano durante siglos? Hasta cierto punto es cierto que la Edad Media supuso un interim de oscuridad y superstición, pero la Roma medieval era una comunidad muy interconectada y el pueblo vivía a pocos metros del palacio papal; en casi todas las familias había padres, hermanos, hijos o primos que tenían cierta relación con el clero y asistían a las coronaciones con lo que deberían haber visto la silla. Además, en 1404 el galés Adam de Usk, una especie de Labordeta de entonces, viajó a Roma y permaneció allí durante tres años durante los que llevó un diario de sus observaciones. Naturalmente, aparece reflejado el examen de la silla.

¿Alguien se atreve a decirnos cual es la teoria más disparatada relacionada con este mueble...?

Un abrazo.