viernes, 29 de abril de 2005

Patriotismo


Reprodución de un "Aquila", según la descripción de Flavio Josefo

La virtud pública que entre los antiguos se denominaba patriotismo se deriva de la firme convicción de que nuestro interés radica en la preservación y prosperidad del gobierno libre del que, como ciudadanos, formamos parte. Este sentimiento convirtió a las legiones de Roma, más que ningún otro, en tropas casi invencibles y, desde el labriego al terrateniente, todos asimilaron que el acceso al ejército suponía el ascenso a una profesión más digna y más útil, donde su rango y reputación dependerían de su valor. De este modo, aunque la proeza de un soldado individual con frecuencia escapaba a la fama, su conducta podía llegar a conferir gloria o vergüenza en la compañía, legión o ejército a cuyos honores estaba asociado de por vida. Este sentimiento íntimo de responsabilidad del individuo para con el conjunto de la sociedad y de sus compañeros, de armas en este caso, era uno de los pilares sobre los que se asentaba el modo de vida romano y recibía el nombre de virtus.

Cuando un ciudadano entraba en el ejército, se le tomaba juramento con gran solemnidad y prometía no abandonar nunca su estandarte, someter su voluntad a las órdenes de sus superiores y sacrificar su vida por la seguridad del Emperador y la del Imperio. El águila dorada, que brillaba al frente de la legión, era objeto de la mayor de las devociones y se consideraba tan impío como ignominioso abandonarla en momentos de peligro.

Estas servidumbres se aliviaban con una paga regular, ciertos donativos ocasionales y una recompensa establecida para cuando terminaban el periodo de servicio; mientras que, por otra parte, era imposible escapar de los más severos castigos por cobardía o desobediencia. Los centuriones estaban autorizados a golpear, los emperadores a matar y los soldados…a temer más a sus superiores que al enemigo. Gracias a esto el valor intrínseco de las tropas imperiales se apoyaba en un grado de docilidad y firmeza que las marañas de bárbaros que constituían sus enemigos jamás podrían alcanzar.

Con todo, tan conscientes eran los romanos de lo incompleto del valor sin técnica y práctica, que en latín la palabra ejército procedía de exercitus, que significa "ejercicio". Los ejercicios militares eran el objetivo constante y fundamental de su disciplina. Los reclutas y soldados jóvenes se entrenaban mañana y tarde, lloviera o hiciera sol, y ni la edad ni el conocimiento de tantos años de experiencia eran excusa para que los veteranos dejaran de repetir lo que ya sabían. En los cuarteles de las tropas se levantaban grandes cobertizos para que la nieve no interrumpiera la actividad y se ponía buen cuidado en que las armas destinadas a remedar los enfrentamientos pesaran el doble que las utilizadas en el combate.

Pecaría de soberbio si intentara describir minuciosamente los ejércitos de Roma; solo me atreveré a decir que los soldados marchaban, nadaban, acarreaban pesadas cargas, manejaban cualquier tipo de arma de la panoplia de las legiones, tanto individual como colectiva, ejecutaban formaciones, montaban a caballo y sufrían junto a sus compañeros… para no tener que hacerlo frente al enemigo.

Este es el espíritu que moderó y la fuerza que sostuvo el poder de Trajano, Adriano o los Antoninos. Posteriormente, sus sucesores manejaron estos valiosísimos recursos cada vez con peor tino, hasta conseguir que las legiones Romanas que pelearon en los campos europeos a partir del siglo III D.C. fueran meras sombras de aquellas que llevaron las fronteras del Imperio hasta las fuentes del Nilo, dos siglos antes.

No deja de sorprender, visto con ojos del siglo XXI, lo mucho que nos cuesta asociar conceptos como patriotismo a los sistemas democráticos de los que, voluntariamente o no, formamos parte y que tantos derechos, al menos sobre el papel, nos otorgan. Sin embargo, el ciudadano romano no dudaba ni por un momento de que formaba parte de "algo", aunque en ocasiones ese "algo" podía comportarse de forma brutal; de que por ese "algo" merecía la pena luchar y que Roma, esa idea superior, y sin embargo tan cercana y tan sugerente, era el único lugar en el que merecía la pena vivir y desprendía tanta luz, que todo aquel que quisiera, podía acercarse a ella para alumbrar su vida.

Sí… Roma era la luz…

lunes, 25 de abril de 2005

Mensajeros

En la Roma Imperial, la mayoría de los servicios públicos estaban bastante mejor organizados que, pongamos por caso, la Europa del siglo XVIII. El Imperio tenía aproximadamente cien mil kilómetros de calzadas, las autopistas de la antigüedad; La península italiana poseía, ella sola, cerca de cuatrocientas grandes arterias, sobre las que se desenvolvía un tráfico intenso y ordenado. Su firme pavimentado había permitido por ejemplo, a Julio César, recorrer mil quinientos kilómetros en ocho días para acudir al encuentro de dos legiones sitiadas en la Galia, y el mensajero que llevó a Galba la noticia de la muerte de Nerón, entregó la misiva tras recorrer doscientos en treinta y seis horas. Esta magnífica organización vial hizo posible el nacimiento del primer servicio de correos occidental de la historia.

Y digo occidental porque en el oriente medio, los persas llevaban ya varios siglos utilizando mensajeros profesionales para sus envíos, a pesar de que cartas, lo que se dice cartas, mandaban pocas. Y esto era así porque una de las costumbres más arraigadas entre los abuelos de los iraquíes, era cortar la cabeza de los prisioneros de guerra cuando los resultados de la confesión no se ajustaban a lo esperado. Como se conoce que lo bueno de degollar a alguien no es hacerlo sino contarlo, e Internet no estaba inventado para colgar el video, enviaban correos con la orden de devolver las molleras al lugar de procedencia de su propietario, para impresionar y tal. Ni que decir tiene que la esperanza del mensajero de regresar a casa con todo en su sitio tendía a cero…

Sin embargo, el correo en Roma no era público, por más que se llamase cursus publicus. Organizado por Augusto según el sistema persa, utilizaba carruajes ligeros tirados por caballos (recae) o por bueyes (birolae) y debía servir solamente como valija diplomática, o sea, para la correspondencia del Estado, no pudiendo recurrir a ella los particulares sin un permiso especial. Este sistema dio pie a una curiosa forma de corrupción: la mayoría de los mensajeros / correos salían las más de las veces a entregar unas pocas misivas. El espacio sobrante de su bandolera o de su carro se llenaba de envíos de particulares según el “interés” de cada uno de ellos en que su carta se entregara. Estos “donativos” se extendieron de tal manera que los sucesivos emperadores no tuvieron más remedio que desistir de tratar de arreglar el asunto y se contentaron con que las cartas oficiales, al menos, se entregaran las primeras.

Para intentar escapar de las trabas que ponía el Estado a la correspondencia particular, pronto surgieron compañías privadas que daban servicio, principalmente, a los patricios y a los comerciantes adinerados. Incluso los más ricos entre los ricos, como Lépido, Apicio o Polión tenían un servicio propio del que estaban orgullosísimos porque, con frecuencia, era aún más rápido que el estatal.

Las estaciones en las cuales el correo era distribuido recibían el nombre de postas (originalmente posata o pausata, que significa lugar de parada), ya que en estos lugares los mensajeros solían descansar durante sus viajes. Dichas postas estaban perfectamente concatenadas. Cada diez millas romanas (1.481 metros) un mojón a la derecha de la carretera indicaba la distancia a la ciudad más próxima. Cada treinta, había una estación con algo parecido a una taberna, habitaciones, cuadra y caballos de refresco en alquiler o venta. Y cada cincuenta, había un establecimiento más grande y mejor organizado que solía ofrecer, como servicio de valor añadido, un burdel. Los itinerarios, al menos los más importantes, eran vigilados por algo parecido a patrullas de policía, pero nunca consiguieron hacer de ellos un lugar completamente seguro.

A la hora de utilizar tanto la calzada como los servicios de las postas, los mensajeros del ejército (nuntuis) tenían preferencia total y absoluta. Generalmente se elegían de entre los mejores jinetes de la legión y solían ser jóvenes de complexión menuda y naturaleza recia, ideal para aguantar las interminables jornadas a lomos de un caballo; para identificarse, se cosían una pluma de paloma al asta de su lanza, y la peligrosidad de su trabajo la corrobora el hecho de que cobraban una paga cuatro veces más alta que la de un soldado raso. Al parecer los enemigos de Roma pronto identificaron la relación correo – pluma y, por decirlo de algún modo, capturar a un mensajero militar empezó a puntuar doble. Vespasiano ordenó en el 71 D.C. que los correos de las legiones abandonaran el uso de estas plumas y las sustituyeran por algo menos conspicuo, pero ellos lo consideraron un deshonor y supongo que la siguieron portando con orgullo…

jueves, 21 de abril de 2005

I + D en el ejército romano

Uno puede pensar, viendo cualquiera de las películas históricas con las que Hollywood nos castiga de cuando en cuando, que los ejércitos de la antigüedad cogian un palo, unas piedras, un espada todo lo más, y se dedicaban a pegarse hasta en el cielo de la boca hasta que uno de los dos bandos se quedaba sin ningún hombre en pie. De igual manera, se puede caer en la tentación de asumir que una vez inventada un arma, esta permanecía inmutable durante toda su existencia...en otras palabras, al hombre actual, quizás por exceso de autoestima, le resulta muy sugerente la idea de que sus antecesores, sólo por ser antiguos, eran imbéciles.
Naturalmente, tal autocomplacencia es estúpida. Los armeros de las legiones fueron protagonistas principales de una vertiginosa carrera de armamentos en la que el departamento de investigación y desarrollo era de capital importancia para que los ejércitos de Roma mantuvieran la ventaja que le aportaban sus mayores conocimientos técnicos. Dichos conocimientos eran la causa principal de que celtas, dacios, persas o celtíberos fueran regularmente aporreados sin compasión, al coste de unas bajas mínimas.
Y ejemplos sobran…En el siglo IV A.C. los ejércitos romanos se manejaban con una especie de lanza larga, fabricada enteramente de hierro (soliferrum) y que se utilizaba como arma de acometida. Pronto, los romanos comprendieron que ellos, tan morenitos, tan pequeñitos, tan latinos en relación a los salvajes celtas que les sacaban una cabeza, no tenían la suficiente masa corporal como para arremeter con la lanza contra un enemigo y llevárselo por delante, así que decidieron que, en vez de intentar ensartar el arma, la lanzarían… y así nació la jabalina o Pilum. El Pilum fue un gran avance. Con frecuencia los legionarios llevaban más de uno y, ante una carga de bárbaros, un lanzamiento masivo de pila debilitaría sin duda el ardor de la ofensiva y causaría un grave quebranto a las fuerzas atacantes.
Pero esta nueva arma tenía un par de problemas graves: El primero es que, al estar construido enteramente de hierro, al lanzarlo, bajaba demasiado pronto; en otras palabras, “costaba” tirarlo lejos. Además, como pesaba bastante, llevar un par o tres de ellos, se convertía en un engorro para los legionarios, que ya iban bastante cargados. Los armeros de las legiones lo solucionaron fabricando las dos terceras partes inferiores del pilum en madera, de modo que consiguieron aligerarlo sensiblemente. Pero ¡ay! al perder peso, el arma “bamboleaba” en el aire y perdía fuerza al impactar, con lo que a los bárbaros, solo les hacía rasponazos. Los armeros se pusieron a pensar y solucionaron el problema añadiendo un contrapeso de plomo, entre la zona de madera y la de metal, que además de estabilizar el arma en vuelo, le añadía el peso suficiente para que se clavara con fuerza.
¿Tenemos ya el arma perfecta? Pues sí y no… el arma en sí funcionaba de miedo y eso se convirtió de pronto en un problema. El pilum estaba tan bien fabricado y era tan resistente, que aún después de impactar contra algo duro no perdía su forma. Los bárbaros se dieron pronto cuenta de ello y aprendieron a parar el lanzamiento con sus escudos, para inmediatamente proceder a arrancar las jabalinas y lanzarlas contra sus antiguos propietarios.
Los herreros, ya un poco hastiados del tema, decidieron solucionar el asunto de una vez por todas. Procedieron a incluir, dentro de la bola de plomo que equilibraba el arma, un pequeño afuste de hierro dulce, de manera que al impactar el pilum contra su objetivo, dicho afuste se quebraba y torcía fatalmente la punta del arma, que se volvía inutilizable. Una vez acabada la batalla, los armeros de las legiones los reparaban sin esfuerzo.
Saludos.

martes, 19 de abril de 2005

La atención al cliente...

Pues sí, la atención al cliente era importantísima en la Roma Antigua. Bueno..., tal vez no como la entendemos ahora y seguro que en aquellos tiempos no habría un 902 para recibir las quejas, pero el sistema clientelar era uno de los tres pilares básicos que sustentaban el entramado social romano junto con la familia y el ejército. La palabra “Cliente” es un cultismo que se introdujo en el idioma castellano a mediados del siglo XV, más o menos; procede del latín cliens/tis que, a su vez, es una variante de cluens/tis, más conocido por ser el participio presente del verbo cluens que significa “ser llamado”. Todo esto está muy bien pero, ¿qué significa exactamente ser cliente de alguien?.
Un cliente era un partidario leal a una familia noble de Roma, que además se comprometía a obligarse de forma permanente respecto al jefe de esa parentela, que recibía el nombre de Patronus. Es decir, los clientes actuaban como una especie de clan del patrón. Debían apoyarle lealmente en cualquier empresa, tanto de carácter militar como político, acompañarle a los actos públicos, presentarle sus respetos cada mañana en su casa e incluso formar parte de su escolta armada. Mientras tanto, el patrón ayudaría a sus clientes, representando sus intereses políticos, prestándoles dinero a bajo coste, interesándose por su descendencia e incluso, ayudándoles a "colocar" con algún buen partido a la más tonta de sus hijas, o defendiéndoles en juicio como su abogado, si esto último era necesario. Esta lealtad o devoción en el comportamiento de uno para el otro, cada uno con sus respectivas obligaciones, se denominó Fides, y acabó dando lugar a la palabra castellana fidelidad. Esta idea de fides estaba tan arraigada que, por ejemplo, Tito Labieno, que se había distinguido como comandante de caballería en los ejercitos con los que Julio César sometió la Galia, tuvo que renunciar a la amistad que le unía a su general al estallar la Guerra Civil ya que la ciudad donde nació, Picenum, se adhirió al bando de Pompeyo.
Cuando un patrón tenía demasiados clientes, no podía esperarse que reaccionara de forma rápida a las necesidades de todos; para solucionarlo podía encomendar o, mejor dicho, delegar parte de sus labores en algunos de sus clientes más ricos, que a su vez ejercían el patronazgo con aquellos otros clientes que se encontraban por debajo de ellos, dando lugar a una estructura totalmente piramidal donde cada uno se ocupaba del inferior y respondía ante el superior. El sistema funcionaba tan bien, que hizo que se creara una especie de red de bienestar en un estado que, como consecuencia de las desigualdades sociales, no tenía muchos recursos para apoyar al pobre. La clientela subsistió hasta prácticamente el final del Imperio. El único hombre que no se reconocía cliente de nadie era el mismo Emperador.
La clientela no desaparecía con la muerte del patrono. Más bien al contrario, uno de los comportamientos que se esperaban del cliente era que mantuviera su fidelidad a la descendencia del difunto. El número de clientes podía ser ilimitado aunque se consideraba de mal gusto asumir como tales a más personas de las que se podían atender. Los grandes hombres del tramo final del periodo republicano romano, como Julio César, Pompeyo, Sila o Mario tuvieron como clientes no ya a miles y miles de hombres con sus familias, sino a ciudades o incluso regiones. Es más, reinos enteros podían pasar a convertirse en clientes del comandante romano que los había conquistado. Por ejemplo, el reino de Bitinia, una pequeña zona costera al sur de Turquia, se convirtió el cliente de Roma básicamente porque a su rey, Nicomedes, se le metió entre ceja y ceja el trasero de Julio Cesar; Este se dejo querer y….

miércoles, 13 de abril de 2005

Julio Gneo Agrícola

...Y no se llamaba así porque cultivara lechugas, aunque de haberlo hecho, seguro que le hubiesen salido verdes y lozanas porque Julio Gneo Agrícola, que así se llamaba nuestro protagonista, era un hombre extraordinario. A los veintiún años se enroló en el ejército y dedicó los tres lustros siguientes a escalar, sin prisa pero sin pausa, toda la pirámide militar hasta llegar a ser gobernador de la provincia de Britannia, cargo que estrenó en el 78 D.C.
Britannia, era la última de las adquisiciones imperiales y su conquista se puede calificar, como mínimo, de azarosa. Su proximidad a las costas galas parecía invitar a las armas; la agradable, aunque más bien dudosa, posibilidad de buscar perlas, atrajo la codicia de las gentes del Imperio y, a pesar de considerarse un territorio distinto e ignoto, se aprobó su conquista en los albores del 40 D.C. Dicha conquista la empezó el más tonto de los emperadores, la continuó el más disoluto y la terminó el más timorato. Aún sorprende que con semejante trío de ases en el bolsillo, las águilas romanas pudieran establecer sus nidos tras el canal de la Mancha. Y si lo hicieron, fue en gran medida gracias a los naturales de aquellas islas: los britanos. Eran tribus de valor sin tino, aguerridas en el combate, duras y persistentes en la derrota y con amor salvaje por la libertad; pero todas estas virtudes quedaban eclipsadas ante el mayor de sus defectos: les encantaba enfrentarse a los romanos pero aún gozaban más zurrándose entre ellos. Los legionarios, que estaban en todo, observaban estos enfrentamientos como el cocinero observa engordar al pavo en Navidad y, mientras los britanos luchaban por separado, los fueron sometiendo uno por uno.
Y todo ello, en gran parte, gracias a Agrícola. Estupendo militar, donde sus excelentes cualidades personales se mostraban más exhuberantes, era como conductor de hombres. Con él, las legiones no andaron, ¡volaron por los prados escoceses! Tácito, que era su yerno, cuenta que el gran militar tenía por costumbre arengar a sus soldados al atardecer, justo después de construir el campamento, y que los hombres le escuchaban embelesados, apretando el puño de sus espadas con emoción contenida, mientras Agrícola relataba hazañas ocurridas en sus años de juventud, o imponía una condecoración a algún soldado que se había distinguido en una escaramuza, esa misma mañana.
Agrícola, batallando sin cesar, llegó al norte de Escocia y venció a una gran coalición de Caledonios y Pictos que le salió al paso en un lugar conocido como Mons Graupius. Inmediatamente después, subió a uno de sus trirremes, y procedió a circunvalar la isla con gran temor de su tripulación, que probablemente sólo subió al barco porque antes lo hizo su amado general. Tras varias semanas de navegación, se convirtieron en unos de los pocos romanos que divisaron la isla de Hibernia (Irlanda) y Agrícola, seguramente, en el primero que puso un pie en aquellas tierras. Volvieron apresuradamente a Escocia, donde era necesario consolidar la conquista, y en ello estaba Agrícola cuando un mensajero del emperador Domiciano le entregó una escueta carta que le decía, simple y llanamente, que debía regresar a Roma. La carta no ponía nada de su cese, pero conociendo a Domiciano, lo más probable es que viniera incluido en el precio. Agrícola, volvió a Roma, pero el Emperador ni siquiera no recibió. Simplemente se le dieron las gracias por los servicios prestados y se le recomendó que escogiera una casita tranquila para retirarse, e intentará hacer el menor ruido posible. Nuestro protagonista, como toda su vida, acató las órdenes de su único superior, posiblemente rechinando los dientes…pero lo hizo. Pasó los restantes 7 años de su vida haciendo honor a su nombre: cultivando su huerto.
Agrícola fue, en relación a Domiciano, lo que representó quince siglos más tarde el gran Capitán para su rey, Fernando el católico: un servidor demasiado valioso que pasó de iluminar, a hacer sombra. Tan grandes eran sus hazañas, tan extraordinarios sus méritos, que se convirtió en un factor de inestabilidad. Cuentan las fuentes que, en las calles de Roma, los niños jugaban a ser Agrícola y entre los mayores, eran comunes los chistes en los que, comparando las virtudes de señor y vasallo, el primero no salía muy bien parado. Ante todo esto, Domiciano explotó y ordenó el regreso de su general, cuando los legionarios de roma estaban ya subiendo a sus barcos para clavar sus estandartes en Irlanda.

Como dijo Juvenal, Excelentia odium parit (La excelencia engendra odio).

jueves, 7 de abril de 2005

Fin

Bueno, pues hasta aquí. Comentar algo de un tema tan específico como la Antigua Roma, hacerlo relativamente ameno e intentar no meter la pata a cada instante, requiere una mente clara y un cierto tiempo. Ni creo poseer lo primero ni dispongo de lo segundo, así que lo mejor es cortar, espero que momentáneamente, este "bombardeo histórico"... para que no me tengais que decir, como a Catilina...
Quosque tandem abutere, Caboblanco, patientia nostra...

El Muro de Adriano

Adriano avanzó con paso firme y, en pocos momentos, ascendió a la cima de la colina. A su lado le flanqueaban el Legado de la legión XX, y dos de sus asistentes personales: Cesio, un antiguo administrador Imperial que llevaba dieciocho meses en la provincia y no paraba de engordar y Flaco, un condecorado centurión retirado que ahora ejercía de praefectus fabrum de la VI. Más alejados, los componentes de una turma de caballería se desplegaban alrededor de la colina, listos para responder a cualquier ataque. La situación era tranquila desde hacía meses, pero aquello era Caledonia, y con los pictos nunca se puede estar seguro. Desde lo alto del promontorio, el emperador escrutó pensativo el horizonte durante unos momentos, miró a Cesio y se limitó a señalar:

- Aquí será…

Cesio, todavía resollando a causa del fuerte ritmo que Adriano había impuesto en la subida, frunció el ceño con las escasas fuerzas que le quedaban. Entonces ¡era cierto! ¡Se proponía construir un muro…y de costa a costa nada menos!

- Señor – dijo Cesio – Serían casi 80 millas romanas…no hay canteras cerca; las legiones están al límite de sus fuerzas y…

- Flaco, ¿tú estás al límite de tus fuerzas? – le pregunto Adriano. El huesudo veterano se limitó a entornar una sonrisa socarrona y miró de soslayo a Cesio, con una mueca de indisimulado desprecio. Adriano volvió a dirigirse a Cesio – Confías poco en las águilas de Roma, Cesio – le dijo – no olvides que nos trajeron hasta aquí.

El emperador viajero, fijó la vista en el horizonte una vez más, y luego se agachó despacio para coger un puñado de aquella tierra rojilla y arcillosa que cubría la piel de aquella parte del mundo. Mientras la dejaba escapar entre sus dedos, miró con una media sonrisa a Flaco y ordenó – Flaco, prepara a tus hombres; tienen que levantar un muro…

…Y un muro levantaron. Por espacio de cinco años, entre el 122 y el 127 D.C, miles de hombres pertenecientes a las tres legiones de guarnición en Britannia, participaron en aquella obra colosal, que marcaba de hecho la frontera administrativa entre la civilización romana y el mundo bárbaro. Resistió varias acometidas en los años siguientes, fue traspasado en varias ocasiones y alrededor de sus muros se sucedieron batallas, traiciones y asesinatos, pero se mantuvo en pie hasta que, en el 409 D.C, Honorio decidió el traslado al continente de la última unidad militar romana que servía en la Isla. Si queréis, vamos a dedicar unos minutos a aprender algo más de esta obra de ingeniería. Seguro que al terminar, tendremos claro que estamos hablando de algo más que de una tapia.

¿Dónde estaba situado?
De hecho, aún está, aunque sólo hayan sobrevivido los cimientos y algunas secciones incompletas. Se extendía desde Wallsend en el oeste hasta Galway Firth, en el este. En total 117 kilómetros a través de valles y suaves colinas, en las tierras del centro de Escocia, para los romanos, Caledonia.

¿Sólo es un muro?
Aunque todo el mundo lo conoce como “El muro de Adriano”, sería mucho más correcto hablar de Vallum Adriani. La distinción no es gratuita. “Muro”, en latín, es foscae, mientras que Vallum, que es como los romanos lo conocían, significa un “conjunto de fortificaciones defensivas”; Por el eso el “muro” sólo es una de las cuatro partes en que se dividía la construcción, a saber: un muro de piedra con un foso en forma de V delante, una serie regular de fuertes, castillos y torres que albergasen a la guarnición que cuidaba la frontera, un conjunto de trabajos en la tierra denominados Vallum y una eficiente red de carreteras para el movimiento de soldados y suministros.

¿Cómo era cada una de las partes?
El muro propiamente dicho, se levantó hasta alcanzar una altura uniforme de 4,5 metros, desde el borde hasta el terraplén, con un parapeto y almenas de 1,8 metros adicionales. El frente era de piedras obtenidas de las canteras cercanas. El relleno era de cemento de limo y escombros, aunque en algunas secciones se empleó arcilla o incluso turba. El ancho varía desde los 1,8 metros hasta los 3 en las zonas más comprometidas. El foso de enfrente del muro era de unos 8,1 metros de ancho de media, con una profundidad de unos 2,7 metros.

El Vallum era un foso de fondo plano, de unos 2,4 metros de ancho en el fondo y 6 en la parte superior, con unos 3 metros de profundidad. La tierra sobrante se apilaba de forma cuidadosa en dos montículos a cada lado del foso. Cada montículo era de 6 metros de ancho y 1.8 metros de alto con revestimiento de césped colocado de tal forma que había una distancia de 30 metros de cima a cima. El Vallum sólo se podía cruzar por unos fuertes determinados donde había puentes de piedra. El objetivo del Vallum parece que era el delimitar el fin de una zona militar tras el muro, representando un obstáculo considerable para cualquier fuerza hostil.

Los fuertes eran la parte más importante del muro, contándose 17 de ellos a lo largo de todo el trayecto. Cada fuerte variaba en tamaño, desde 0,5 hasta las 2 hectáreas, siendo de planta rectangular y un 50% más largos que anchos. Todos eran del mismo modelo con variaciones mínimas. Se construyeron en las siguientes ciudades, empezando desde el Mar del Norte: South Shields (Arbeia), Wallsend (Segedunum), Newcastle (Pons Aelius), Benwell (Condercum), Rudchester (Vindovala), Halton Chesters (Onnum), Chesters (Cilurnum), Carrawburgh (Brocolitia), Houesteads (Vercovicium), Great Chesters (Aesica), Carvoran (Magnis), Birdoswald (Banna), Castlesteads (Camboglanna), Stanwix (Uxelodunum), Burgh - by - Sands (Aballava), Drumburgh (Congavata) y Bowness (Maia).

Los castillos milenarios (nada que ver con el halcón…) eran un tipo menor de fortificación. Se situaban uno respecto del otro a una milla romana de distancia (1,474 metros). De forma rectangular, tenían unos 15 o 18 metros de ancho por unos 18 o 21 metros de largo. Había una entrada en la zona norte, que formaba parte del muro en si, y otra en la zona sur para permitir el paso de hombres y suministros. Dentro de los castillos milenarios había dos construcciones de madera; un barracón para la guarnición de 20 hombres, el otro para repuestos y equipo y, probablemente, caballos. Unas escaleras de piedra comunicaban con la parte superior del muro.
Entre los castillos milenarios se situaban dos torres, a una distancia de 492 metros de cada castillo, con lo que se conseguía que hubiese un punto fuerte cada esa distancia. De nuevo, las torres eran de diseño regular, cada una de ellas de unos 6 m2 de planta. Tenían dos pisos que se comunicaban por una escalera interior. El piso inferior tenía los instrumentos de cocina y el superior era para dormir. La guarnición de la torre era de 4 soldados, dos de los cuales estaban de guardia constantemente.

Los repuestos y los movimientos de tropas se realizaban por medio de las puertas construidas a lo largo del muro, pero tras cierto tiempo se construyó una carretera militar, de fecha incierta. Iba de castillo en castillo, con caminos de tierra compactada para llegar a las torres y era el doble de ancha que una carretera romana “normal”.

¿Quiénes lo defendían? ¿Cuántos eran?
El Vallum fue íntegramente construido por legionarios de las tres legiones acantonadas en Britannia, que eran quienes atesoraban la destreza para hacerlo, pero su guarnición estaba constituida, también íntegramente, por fuerzas auxiliares, es decir, no legionarias. Para que os hagáis una idea de cual era la situación en la provincia, sólo los campamentos que se distribuían a lo largo del muro, tenían capacidad para albergar a 16.000 hombres. Otros campamentos, en posiciones más retrasadas, acumulaban alrededor de 5.000 militares. Por último, las tres legiones britanas acumulaban 15.000 hombres más. Es decir, que mientras en Hispania, una legión controlaba más de medio millón de kilómetros cuadrados, en Britannia, para una superficie de un tercio, eran necesarios unos 36.000.

¿Había alguna posición más adelantada al Muro?
Unos años después, ya con Antonino Pio como emperador, se construyó un nuevo muro a unos 60 kilómetros al norte del anterior, pero de manufactura más pobre y realizado íntegramente en adobe. Se abandonó en el 180 D.C. al tomar conciencia la autoridad romana de que era imposible de defender. En cualquier caso, siguió habiendo posiciones avanzadas delante del muro de Adriano, como el fuerte de Uxerilondum a unos 51 kilómetros por delante de aquel; posiblemente, el destino más peligroso del Imperio.

¿Cuántas veces fue rebasado? ¿Cuál fue su final?
Los pictii lo rebasaron, al menos, en tres ocasiones (197, 296 y 367 d.C.), con resultados inciertos para la población de la provincia ya que, aunque los cronistas hacen referencia a la penetración enemiga, parece que en todos los casos la situación se controló movilizando a las legiones y enviando refuerzos de Germania e Hispania. Además, hay documentadas decenas de incursiones más limitadas que se eliminarían apelando a las guarniciones de los fuertes cercanos. En el 409 D.C. Roma se desentendió de Britannia y regresó al continente a las tropas estacionadas en las islas, con lo que el muro, dejó de ser una solución defensiva viable.
Se conservan misivas esclalofriantes de hermano a hermano o de hijos a madres, sobre las condiciones de servicio en el muro. Modernos estudios han intentado reconstruir una hipotética cantidad de bajas, desde el comienzo de la actividad del muro hasta su abandono, en base a listas de muertos, cartas de Legados provinciales, listas de reclutamiento y estelas funerarias.
Se calcula que mantener vivo el muro esos 300 años, costó la vida a 60.000 personas, en su mayoría, no britanos.
Britannia es la única provincia romana donde no se produjo la deserción de una unidad completa, durante toda la época imperial.
D.E.P







miércoles, 6 de abril de 2005

La toga

La toga es el vestido nacional romano por excelencia ya que, en su territorio, sólo un ciudadano de Roma la podía vestir. Tenía una forma muy particular, más trapezoidal que rectangular; por eso los romanos togados en las películas históricas parece que se están levantando de la cama, pues la documentación cinematográfica de Hollywood sobre la Roma antigua es lamentable. En el cine, aparece con tanta asiduidad, que da la impresión de que se usaba hasta para ir al excusado. Pero como en tantas otras cosas la pantalla nos lleva a engaño; la toga, ni era una prenda de uso común, ni era fácil de llevar y además, tenía funciones representativas y ceremoniales tan variadas, que había muchos tipos de ellas.
Al principio, la toga era una prenda más o menos simple que se sujetaba al cuerpo mediante fíbulas. Estaba tan extendida, que la llevaban hombres y mujeres de cualquier clase social. Sin embargo, en la época clásica, cambió su configuración, y se convirtió en una gran pieza de lana, bastante grande y muy complicada de ponerse, de ponerse bien se entiende. Como creció en tamaño y peso, tendía a resbalarse por el costado, por lo que había que sujetarla permanentemente con el brazo izquierdo. Esa aparatosidad en su portado, motivó que quedara relegado su uso a las apariciones públicas más solemnes. Además, se llevaba "a la escocesa": el romano togado no llevaba ni calzoncillos ni taparrabos. Los principales tipos de toga eran:
Toga cándida: Era una prenda especialmente blanqueada, que vestían los candidatos a un cargo público en el momento de inscribirse. Su blancura se obtenía dejándola orear al sol varios días y luego encalandola.

Toga praetexta: Toga bordada en púrpura de los magistrados curules,o sea patricios; La vestían también los que lo habían sido en algún momento y los niños de ambos sexos en edad escolar.

Toga Trabea: Era una toga a rayas que solían vestir los Augures – algo así como los adivinos modernos – y los pontífices o sumos sacerdotes. Tenía rayas alternas de arriba abajo, en colores púrpura y rojo. Cicerón era un enamorado de esta toga, que usaba prácticamente a todas horas.

Toga virilis: Toga de la virilidad, también llamada toga alba o “toga pura”. Era del color de la lana sin teñir, o sea blanco parduzco y se entregaba a los varones al cumplir los 16 años.
Como curiosidad, los personajes más ricos disponían de un tipo especial de esclavo, el togranario. Su única habilidad era ser un especialista en el plegado y compostura de la toga, y ayudaba a su amo y a los invitados de la casa a ponersela correctamente. Es de suponer que, tras una buena cena y abundante vino aguado, embutirse dentro de una manta de lana de 4,80 metros de largo, debía de tener su dificultad. Sólo había dos tipos de esclavos más caros que el togranario; uno era el Paedagogus o profesor infantil. ¿y el otro?...

martes, 5 de abril de 2005

Breve historia de Roma para la hora del café (VII)

Siempre que los pueblos cambian de régimen, saludan al nuevo con gran entusiasmo y depositan en él grandes esperanzas de libertad y justicia social. Roma no fue la excepción. Todos los ciudadanos, libres se entiende, se reunieron en su gran asamblea por definición, los comicios centuriados, declarando solemnemente enterrada la monarquía, y proclamándola como la causa de todos los males y abusos de los dos siglos anteriores. En el puesto de Rey, nombraron dos Cónsules: Colatino y Lucio Bruto, es decir, el viudo y el huérfano de nuestro anterior capítulo. Más tarde, el primero decidió que ya había tendio demasiadas emociones en su vida y renunció, siendo sustituido por Publio Valerio.

Lo primero que hicieron fue asegurar los pilares del nuevo sistema, y establecieron la pena de muerte para cualquiera que intentara proclamarse Rey. No obstante, se olvidaron de definir claramente por qué causas se podía atribuir a alguien que perseguía esa ambición. Esto le sirvió al Senado, que automáticamente había ganado mucho poder, para quitarse literalmente de en medio a cinco o seis personajes “incómodos” bajo la acusación de querer reinar. Esto se usa todavía en algunos países: los aspirantes a Rey se llaman "enemigos de la patria", "agentes al servicio del imperialismo extranjero" o simplemente "agitadores". Con el progreso, los delitos no cambian, solo lo hace la rúbrica.

Para mostrar aún más claramente que el poder emanaba del pueblo, Publio se hacía acompañar por lictores, que manejaban las enseñas que identificaban al depositario del poder: aquellos famosos fascios, que Mussolini puso tan de moda, allá por 1940. Todas estas cosas buenísimas, hicieron gran efecto en su momento pero, con las aguas más calmadas, la gente de a pie empezó a preguntarse en que se concretaban, prácticamente, las ventajas del nuevo sistema. Todos los ciudadanos tenían un voto, sí; pero los millonarios seguían teniendo mayoría absoluta en las centurias con lo que se bastaban para imponer su voluntad a los demás. Así lo hicieron de hecho, cuando aprobaron una ley que revocaba las distribuciones gratuitas de tierras a los pequeños propietarios hechas en la época de Tarquinio. Esta norma tuvo la gran virtud de matar a unos centenares de niños de hambre y empujar a sus padres al paro forzoso ante lo cual, no les quedó más remedio que presentarse en Roma demandando trabajo y con los nervios a flor de piel. Y trabajo, no había mucho, en parte porque los cónsules gobernaban por un año, con lo que no tenían tiempo de emprender las grandes obras públicas que eran la especialidad de aquellos reyes que gobernaban de por vida, y por otro lado, el Senado, constituido en su mayoría por sabinos y latinos, era un punto tacaño y practicaba una política tipo "déficit cero", a diferencia de los derrochadores reyes etruscos.

En suma, los ánimos estaban calentitos. Los grandes oradores defensores del nuevo régimen no cesaban de arengar a las masas acerca de las virtudes de la República y los oyentes se rompían las manos a aplaudir, de acuerdo; pero si aplaudían era porque no tenían un bocadillo entre las manos que llevarse a la boca. Otro punto sobre el que los propagandistas insistían era el de los daños perpetrados por la última dinastía, que había intentado convertir a Roma en una colonia etrusca. Algo de eso había sí, pero las masas no olvidaban que gracias a ellos, a los etruscos, la ciudad tenía ahora circo máximo, alcantarillado, muralla y varias otras cosas. La situación degeneró. La gente discutía de política a todas horas, lo que en Roma era totalmente normal, pero solo para calentarse antes de llegar a las manos, lo que en Roma no era normal en absoluto. Hubo muertos, y parecía que la situación estaba a punto de volverse incontrolable.

En estas situaciones, los gobiernos buscan un enemigo asequible, mandan contra él a lo mejor de la juventud del país envueltos en la bandera que tenían olvidada en el fondo del cajón, vuelven una mitad a pie y la otra en una caja de pino y los políticos siguen ocupando los mismos sillones que al principio del proceso, pero con las masas dando vítores a la misma velocidad con la que olvidan los problemas que les acuciaban diez meses antes. Lo hizo Hitler con Polonia, la España de Prim eligió el norte de África y Reagan nos recordó que había una isla que se llamaba Granada. En esas estaba Roma, buscando a alguien a quien culpar de todo para después ir a partirle los morros cuando alguien se les adelantó...
En el año 505 A.C, solo cuatro después de proclamada la República, Porsenna les declaró la guerra.
PD: A Publio Valerio, le llamaron "Publicola" que viene a significar "amigo de la gente" a causa de su buen corazón y naturaleza desprendida. Se gastó todo su dinero en paliar las carencias de los más pobres y al acabar su vida estaba tan arruinado, que el Estado tuvo que asumir los costes de su sepelio.

lunes, 4 de abril de 2005

Los Clibanarii


Representación de un cataphracti
En la Roma Imperial, la unidad militar básica era la legión, pero esta se hacia apoyar generalmente por diversas unidades auxiliares, que se ocupaban de “tapar” las carencias de aquella, como su escasa cantidad de caballería o la ausencia de arqueros. Además, era muy corriente que esas unidades auxiliares fueran reclutadas en un país, fueran enviadas a luchar a territorio extraño, generalmente muy lejos, y combatieran juntas, preservando en cierto modo su carácter nacional. Pues bien, estas unidades eran llamadas numeri.
Su utilidad era clara. Por un lado, eran más fáciles de reclutar porque eran alistadas sin demasiados miramientos; además eran menos onerosas de mantener, pues su sueldo era bastante inferior a lo que cobraba un legionario. En tercer lugar, al ser tropas de segunda categoría y no ser ciudadanos del Imperio, eran más prescindibles, por lo que se utilizaban casi siempre como carne de cañón, para preservar a las legiones hasta el momento decisivo. Por último y como ya hemos dicho, eran peregrini o no ciudadanos, siendo precisamente la ciudadanía romana, el premio que tenían reservado tras 30 años de servicio (para un legionario eran 25). La ciudadanía era el tesoro más preciado del mundo antiguo, al menos, hasta que Caracalla la extendió a todos los habitantes del Imperio, y ante semejante motivación, estos auxiliares se partían literalmente la cara.
Como cada una de estas unidades, estaba formada por gentes de la misma procedencia, acostumbraban a pelear a su manera. Había jinetes númidas, arqueros sirios, honderos de baleares…pero hubo un tipo de unidad que fue vital en los encuentros militares de las fuerzas del Imperio, a partir del siglo III D.C: Los Clibanarii
El clibanarium - clibanarii en plural – o cataphracti, era un jinete, generalmente de procedencia persa, sármata o yáziga, que estaba virtualmente forrado de una armadura de placas que le cubría todo el cuerpo. Además su montura estaba cubierta por una protección similar. Su armamento era espada, escudo y, sobre todo, una larga lanza de acometida con la que debieron provocar el mismo efecto en sus enemigos que los tanques franceses en la batalla del Sedan. Sin embargo, también tenían sus inconvenientes. Por un lado, el peso de las armaduras hacía que los únicos caballos de la antigüedad con la suficiente alzada y fuerza para soportar la carga fueran los de raza armenia. Como quiera que escaseaban y había que ir a buscarlos donde da la vuelta el viento, para comprar uno, poco menos que había que meterse en una letra. El segundo inconveniente era intrínseco a la armadura: con mucho sol y calor, el jinete, literalmente se cocía vivo. El cronista Cratipo nos habla de jinetes que caían redondos al suelo, completamente deshidratados. De hecho, su nombre, Clibanarium, hace referencia al calor que se pasaba dentro ya que Clibanum, es el horno donde se cuece el pan.
Su momento de gloria fue en la batalla de Estrasburgo, en el 357 D.C. donde, en medio de una situación desesperada para las fuerzas imperiales, realizaron una carga suicida que rompió las lineas de los Alamanii (que no alemanes) y provocó una desbandada general. Menos conocido es que 2.000 cataphractii de procedencia sármata fueron mandados a Britannia por Marco Aurelio donde, durante muchos años, primero ellos y después sus descendientes, patrullaron el Muro de Adriano.
Hasta mañana.

El Papa y el bárbaro

Mayo del 452 D.C, en algún lugar cercano al rio Mincino…

León I, al que luego llamarían “Magno”, acude al punto de encuentro a lomos de un hermoso caballo blanco, y ataviado con todos los símbolos de su poder. A su lado, San Pedro y San Pablo, ambos armados, guardan al Sumo Pontífice. Enfrente, a unos metros, Atila, también a caballo, le aguarda expectante, con una mezcla de desprecio, inquietud y temor reverencial. La entrevista se prolonga por espacio de casi una hora. Tras ella, Atila, al que en Roma ya empiezan a apodar “el azote de Dios”, por su serie de victorias incontestables contra las fuerzas del Imperio, vuelve grupas hacía el Danubio y abandona sus pretensiones de conquistar Roma.

¿De que hablaron el Papa y Atila? ¿Cómo es posible que se entendieran, si Atila no hablaba latín y no intervino intérprete alguno? ¿Cómo le convenció para que no penetrara en Roma y la entregase a sus huestes?. Sabemos muy poco de una de las entrevistas más importantes en la historia del mundo antiguo, porque, evidentemente, no hay historiadores hunos que hayan “cubierto la exclusiva” y porque León I no comentó con nadie los pormenores del encuentro. Lo que es indudable es que tuvo éxito, porque el azote de Dios no entró en la todavía capital del Imperio. Sin embargo, los prolegómenos del encuentro no eran muy favorables para el pastor de la cristiandad. Atila necesitaba victorias suficientes para mantener la máquina militar sobre la que se asentaba su poder y quizás pensó que podría obtenerlas destruyendo Roma, símbolo del mundo civilizado, frente al cual había construido su reino. El Huno dedicó la primavera del año 452 D.C. a someter las ciudades del norte de Italia, para convertirlas en bases avanzadas que le facilitaran su posterior avance hacía el sur. Aquilea, Papua, Verona, Brescia…fueron arrasadas. El emperador Valentiniano III, incapaz de defender a sus súbditos y, según las crónicas, muerto de miedo, escapó a Rávena.

Pero Atila no se decidía a atacar; sus augures no advertían símbolos propicios, y aún estaba reciente en su mente el fatuo destino de Alarico, el rey de los godos quien, tras saquear Roma en el 410 D.C, murió repentinamente y, al parecer, sin causa alguna. Cuando finalmente decidió encaminarse hacía la ciudad eterna, El papa León I le salió al paso. Los historiadores dan dos posibles razones por las cuales el Huno desistió de sus intenciones. Por un lado, es posible que León I le pagara un rescate, pero algunos autores niegan esa posibilidad porque las arcas imperiales estaban literalmente a cero. Otra opción tiene que ver con la enfermedad. En aquellos días una epidemia de peste asolaba la mayoría de los barrios de la ciudad eterna. Es posible que los hunos, con su medio de vida semi – nómada, no conocieran las terribles consecuencias de ese mal y quizás, León I se la apañó para presentar a Atila las evidencias de la plaga, en las personas de tres o cuatro apestados.
Aunque ir a una entrevista con San Pablo y San Pablo, tiene que ayudar bastante ¿no?...
P.D: Curiosamente, León I hubo de volver a mediar en el 455 D.C, está vez, ante los vándalos de Genserico. En esta ocasion no tuvo éxito.

viernes, 1 de abril de 2005

¿Cómo se forja una espada romana?

El Gladius romano es el arma que más personas ha matado a lo largo de la historia, hasta la llegada de las armas de fuego. Se trata de una espada relativamente corta, de unos 50 o 55 centímetros de longitud, afilada por ambos lados y diseñada para usar de punta. Existen seis o siete variantes, incluida alguna más larga para usar desde el caballo, más la configuración básica del arma es la misma en todas ellas. Además, el Gladius era un arma realizada en hierro, al contrario de otras espadas cortantes de épocas anteriores, que estaban totalmente construidas a base de bronce. La diferencia no es baladí. El hierro, que se consigue inicialmente como producto de la reducción de sus minerales (las famosas piritas de hierro), requiere una temperatura menor que el bronce, que necesita ser trabajado prácticamente en el punto de fusión. Estas diferencias en su elaboración, unidas a las características intrínsecas de cada uno de estos metales, hacen que ante un impacto directo, un arma de bronce tienda a quebrarse y una de hierro a doblarse.

Pero ¿cual es el proceso de elaboración de una de estas espadas? En la época de Marco Aurelio (160 D.C.), había que proceder, poco más o menos, así:

En primer lugar había que fundir unas piritas de mineral de hierro, que se conseguían en minas o en afloramientos espontáneos en los cauces de los ríos. El resultado de este proceso era una esponja metálica que, al ser martilleada, se libraba de las escorias y se convertía en una masa compacta y dúctil, que era muy fácil de trabajar. A partir de aquí, cuatro sencillos pasos, pero no lo hagáis en casa si no es en presencia de vuestros padres ¿eh?..

1) Reducción: Una vez puro el metal, el herrero comenzaba el procedimiento de reducción por carbón, que consiste precisamente en el calentamiento de la pieza a unos 1200º, en presencia de dicho elemento. Si al hierro se le da un tratamiento consistente en elevar su temperatura en presencia del carbón, lo que se consigue es acero, o más exactamente, hierro dulce; me explico: La composición química del acero, si exceptuamos las modernas mezclas de fundición de que disponemos desde el siglo XIX, es hierro y carbono, este último en porcentajes cercanos al 2,5 %, más o menos. Si el porcentaje de carbono en el metal no llega a este ratio, obtenemos hierro dulce, que tiene unas propiedades ligeramente inferiores en cuento a durabilidad y elasticidad.

Bueno, ya estamos a 1200º…a esta temperatura, el hierro dulce presenta una estructura en la que los átomos del metal se concentran en las esquinas y en las caras de la pieza, es decir, se van "hacia los bordes". Además, dejan unos espacios entre ellos que son ocupados por los átomos del carbono, dando origen a una aleación que se llama austenita. Una vez alcanzada esta temperatura, se deja enfriar el metal muy lentamente, momento durante el cual, al bajar de 1000º, el carbón que no ha intervenido en la formación de la austenita se combina con el hierro, formando carburo de hierro o cementita. Este compuesto es resistente pero quebradizo, de tal modo que si en esta fase se hiciera una espada, ésta resultaría poco resistente a temperatura ambiente. Simultáneamente, en este mismo proceso de enfriamiento lento, la austenita se transforma en perlita, que consiste en la alternación de capas de ferrita “suaves” o pobres en carbón y capas “duras” o de cementita. El proceso seguido garantiza una distribución homogénea de 1,5 a 2,0% de carbón en el acero. Ahora se puede pasar al forjado.

2) Forjado: Probablemente éste sea el paso crucial en el proceso y, generalmente, solo lo realizaba el Maestro Armero. El material obtenido de acuerdo al paso anterior se somete a un nuevo calentamiento hasta una temperatura entre 650° y 850°. Como los antiguos forjadores no disponían de termómetro utilizaban las expresiones “rojo sangre” y “rojo cereza” para definir los estados que causaban un reblandecimiento de la pieza al punto de poder ser conformada mediante martillo y yunque. Lo que el herrero buscaba con sus martillazos es el rompimiento de la estructura de red construida por la cementita, transformándola en simples cúmulos de este compuesto, de modo tal que conservamos su característica de resistencia pero casi se consigue eliminar su naturaleza quebradiza al restringir su presencia a dichos cúmulos.

3) Templado: Después del forjado, la hoja de la espada se encuentra ya conformada pero la estructura del material es de ferrita, lo cual quiere decir que es muy resistente pero no lo suficientemente dura. La dureza requerida se le dará mediante este procedimiento: se calienta la hoja hasta una temperatura ligeramente superior a 700° y se le enfría bruscamente hasta llegar a la temperatura ambiente, para lo cual resulta ideal sumergirla simplemente en agua o en aceite. Lo que ha ocurrido al volver a elevar la temperatura es que se ha alcanzado el nivel a partir del cual la ferrita centrada en el cuerpo del arma, empieza a transformarse en austenita centrada en las caras, y al enfriarla bruscamente o templarla se detiene la transformación hacia perlita, quedando los cristales de hierro con nueva configuración que, los que saben de química, dicen que es tetragonal en vez de cúbica (¿?). Esta nueva estructura, llamada martensítica, contiene la resistencia de la ferrita y aloja a los átomos de carbón como la austenita. En consecuencia, dará origen a un material lo suficientemente resistente y duro para poder abollar el cabezón al germano más pintado.

4) Lijado: Ya solo queda lijar. Con capas de esparto, estropajo o incluso arena muy fina aplicada directamente con la mano, se daban sucesivas pasadas a los filos del arma para quitar las impurezas y, finalmente, se pulía la hoja con brea o manteca seca.

Naturalmente, todo esto esta contado desde una perspectiva moderna. Los antiguos artesanos dominaban las fases y los tiempos gracias a una combinación de intuición y experiencia. Es posible que no supieran explicar exactamente porque pasaba cada cosa pero sí cuando tenían que actuar sobre la pieza para que pasase. ¡Qué arte!