En la Roma Imperial, la mayoría de los servicios públicos estaban bastante mejor organizados que, pongamos por caso, la Europa del siglo XVIII. El Imperio tenía aproximadamente cien mil kilómetros de calzadas, las autopistas de la antigüedad; La península italiana poseía, ella sola, cerca de cuatrocientas grandes arterias, sobre las que se desenvolvía un tráfico intenso y ordenado. Su firme pavimentado había permitido por ejemplo, a Julio César, recorrer mil quinientos kilómetros en ocho días para acudir al encuentro de dos legiones sitiadas en la Galia, y el mensajero que llevó a Galba la noticia de la muerte de Nerón, entregó la misiva tras recorrer doscientos en treinta y seis horas. Esta magnífica organización vial hizo posible el nacimiento del primer servicio de correos occidental de la historia.
Y digo occidental porque en el oriente medio, los persas llevaban ya varios siglos utilizando mensajeros profesionales para sus envíos, a pesar de que cartas, lo que se dice cartas, mandaban pocas. Y esto era así porque una de las costumbres más arraigadas entre los abuelos de los iraquíes, era cortar la cabeza de los prisioneros de guerra cuando los resultados de la confesión no se ajustaban a lo esperado. Como se conoce que lo bueno de degollar a alguien no es hacerlo sino contarlo, e Internet no estaba inventado para colgar el video, enviaban correos con la orden de devolver las molleras al lugar de procedencia de su propietario, para impresionar y tal. Ni que decir tiene que la esperanza del mensajero de regresar a casa con todo en su sitio tendía a cero…
Sin embargo, el correo en Roma no era público, por más que se llamase cursus publicus. Organizado por Augusto según el sistema persa, utilizaba carruajes ligeros tirados por caballos (recae) o por bueyes (birolae) y debía servir solamente como valija diplomática, o sea, para la correspondencia del Estado, no pudiendo recurrir a ella los particulares sin un permiso especial. Este sistema dio pie a una curiosa forma de corrupción: la mayoría de los mensajeros / correos salían las más de las veces a entregar unas pocas misivas. El espacio sobrante de su bandolera o de su carro se llenaba de envíos de particulares según el “interés” de cada uno de ellos en que su carta se entregara. Estos “donativos” se extendieron de tal manera que los sucesivos emperadores no tuvieron más remedio que desistir de tratar de arreglar el asunto y se contentaron con que las cartas oficiales, al menos, se entregaran las primeras.
Para intentar escapar de las trabas que ponía el Estado a la correspondencia particular, pronto surgieron compañías privadas que daban servicio, principalmente, a los patricios y a los comerciantes adinerados. Incluso los más ricos entre los ricos, como Lépido, Apicio o Polión tenían un servicio propio del que estaban orgullosísimos porque, con frecuencia, era aún más rápido que el estatal.
Las estaciones en las cuales el correo era distribuido recibían el nombre de postas (originalmente posata o pausata, que significa lugar de parada), ya que en estos lugares los mensajeros solían descansar durante sus viajes. Dichas postas estaban perfectamente concatenadas. Cada diez millas romanas (1.481 metros) un mojón a la derecha de la carretera indicaba la distancia a la ciudad más próxima. Cada treinta, había una estación con algo parecido a una taberna, habitaciones, cuadra y caballos de refresco en alquiler o venta. Y cada cincuenta, había un establecimiento más grande y mejor organizado que solía ofrecer, como servicio de valor añadido, un burdel. Los itinerarios, al menos los más importantes, eran vigilados por algo parecido a patrullas de policía, pero nunca consiguieron hacer de ellos un lugar completamente seguro.
A la hora de utilizar tanto la calzada como los servicios de las postas, los mensajeros del ejército (nuntuis) tenían preferencia total y absoluta. Generalmente se elegían de entre los mejores jinetes de la legión y solían ser jóvenes de complexión menuda y naturaleza recia, ideal para aguantar las interminables jornadas a lomos de un caballo; para identificarse, se cosían una pluma de paloma al asta de su lanza, y la peligrosidad de su trabajo la corrobora el hecho de que cobraban una paga cuatro veces más alta que la de un soldado raso. Al parecer los enemigos de Roma pronto identificaron la relación correo – pluma y, por decirlo de algún modo, capturar a un mensajero militar empezó a puntuar doble. Vespasiano ordenó en el 71 D.C. que los correos de las legiones abandonaran el uso de estas plumas y las sustituyeran por algo menos conspicuo, pero ellos lo consideraron un deshonor y supongo que la siguieron portando con orgullo…
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