Siempre que los pueblos cambian de régimen, saludan al nuevo con gran entusiasmo y depositan en él grandes esperanzas de libertad y justicia social. Roma no fue la excepción. Todos los ciudadanos, libres se entiende, se reunieron en su gran asamblea por definición, los comicios centuriados, declarando solemnemente enterrada la monarquía, y proclamándola como la causa de todos los males y abusos de los dos siglos anteriores. En el puesto de Rey, nombraron dos Cónsules: Colatino y Lucio Bruto, es decir, el viudo y el huérfano de nuestro anterior capítulo. Más tarde, el primero decidió que ya había tendio demasiadas emociones en su vida y renunció, siendo sustituido por Publio Valerio.
Lo primero que hicieron fue asegurar los pilares del nuevo sistema, y establecieron la pena de muerte para cualquiera que intentara proclamarse Rey. No obstante, se olvidaron de definir claramente por qué causas se podía atribuir a alguien que perseguía esa ambición. Esto le sirvió al Senado, que automáticamente había ganado mucho poder, para quitarse literalmente de en medio a cinco o seis personajes “incómodos” bajo la acusación de querer reinar. Esto se usa todavía en algunos países: los aspirantes a Rey se llaman "enemigos de la patria", "agentes al servicio del imperialismo extranjero" o simplemente "agitadores". Con el progreso, los delitos no cambian, solo lo hace la rúbrica.
Para mostrar aún más claramente que el poder emanaba del pueblo, Publio se hacía acompañar por lictores, que manejaban las enseñas que identificaban al depositario del poder: aquellos famosos fascios, que Mussolini puso tan de moda, allá por 1940. Todas estas cosas buenísimas, hicieron gran efecto en su momento pero, con las aguas más calmadas, la gente de a pie empezó a preguntarse en que se concretaban, prácticamente, las ventajas del nuevo sistema. Todos los ciudadanos tenían un voto, sí; pero los millonarios seguían teniendo mayoría absoluta en las centurias con lo que se bastaban para imponer su voluntad a los demás. Así lo hicieron de hecho, cuando aprobaron una ley que revocaba las distribuciones gratuitas de tierras a los pequeños propietarios hechas en la época de Tarquinio. Esta norma tuvo la gran virtud de matar a unos centenares de niños de hambre y empujar a sus padres al paro forzoso ante lo cual, no les quedó más remedio que presentarse en Roma demandando trabajo y con los nervios a flor de piel. Y trabajo, no había mucho, en parte porque los cónsules gobernaban por un año, con lo que no tenían tiempo de emprender las grandes obras públicas que eran la especialidad de aquellos reyes que gobernaban de por vida, y por otro lado, el Senado, constituido en su mayoría por sabinos y latinos, era un punto tacaño y practicaba una política tipo "déficit cero", a diferencia de los derrochadores reyes etruscos.
En suma, los ánimos estaban calentitos. Los grandes oradores defensores del nuevo régimen no cesaban de arengar a las masas acerca de las virtudes de la República y los oyentes se rompían las manos a aplaudir, de acuerdo; pero si aplaudían era porque no tenían un bocadillo entre las manos que llevarse a la boca. Otro punto sobre el que los propagandistas insistían era el de los daños perpetrados por la última dinastía, que había intentado convertir a Roma en una colonia etrusca. Algo de eso había sí, pero las masas no olvidaban que gracias a ellos, a los etruscos, la ciudad tenía ahora circo máximo, alcantarillado, muralla y varias otras cosas. La situación degeneró. La gente discutía de política a todas horas, lo que en Roma era totalmente normal, pero solo para calentarse antes de llegar a las manos, lo que en Roma no era normal en absoluto. Hubo muertos, y parecía que la situación estaba a punto de volverse incontrolable.
En estas situaciones, los gobiernos buscan un enemigo asequible, mandan contra él a lo mejor de la juventud del país envueltos en la bandera que tenían olvidada en el fondo del cajón, vuelven una mitad a pie y la otra en una caja de pino y los políticos siguen ocupando los mismos sillones que al principio del proceso, pero con las masas dando vítores a la misma velocidad con la que olvidan los problemas que les acuciaban diez meses antes. Lo hizo Hitler con Polonia, la España de Prim eligió el norte de África y Reagan nos recordó que había una isla que se llamaba Granada. En esas estaba Roma, buscando a alguien a quien culpar de todo para después ir a partirle los morros cuando alguien se les adelantó...
Lo primero que hicieron fue asegurar los pilares del nuevo sistema, y establecieron la pena de muerte para cualquiera que intentara proclamarse Rey. No obstante, se olvidaron de definir claramente por qué causas se podía atribuir a alguien que perseguía esa ambición. Esto le sirvió al Senado, que automáticamente había ganado mucho poder, para quitarse literalmente de en medio a cinco o seis personajes “incómodos” bajo la acusación de querer reinar. Esto se usa todavía en algunos países: los aspirantes a Rey se llaman "enemigos de la patria", "agentes al servicio del imperialismo extranjero" o simplemente "agitadores". Con el progreso, los delitos no cambian, solo lo hace la rúbrica.
Para mostrar aún más claramente que el poder emanaba del pueblo, Publio se hacía acompañar por lictores, que manejaban las enseñas que identificaban al depositario del poder: aquellos famosos fascios, que Mussolini puso tan de moda, allá por 1940. Todas estas cosas buenísimas, hicieron gran efecto en su momento pero, con las aguas más calmadas, la gente de a pie empezó a preguntarse en que se concretaban, prácticamente, las ventajas del nuevo sistema. Todos los ciudadanos tenían un voto, sí; pero los millonarios seguían teniendo mayoría absoluta en las centurias con lo que se bastaban para imponer su voluntad a los demás. Así lo hicieron de hecho, cuando aprobaron una ley que revocaba las distribuciones gratuitas de tierras a los pequeños propietarios hechas en la época de Tarquinio. Esta norma tuvo la gran virtud de matar a unos centenares de niños de hambre y empujar a sus padres al paro forzoso ante lo cual, no les quedó más remedio que presentarse en Roma demandando trabajo y con los nervios a flor de piel. Y trabajo, no había mucho, en parte porque los cónsules gobernaban por un año, con lo que no tenían tiempo de emprender las grandes obras públicas que eran la especialidad de aquellos reyes que gobernaban de por vida, y por otro lado, el Senado, constituido en su mayoría por sabinos y latinos, era un punto tacaño y practicaba una política tipo "déficit cero", a diferencia de los derrochadores reyes etruscos.
En suma, los ánimos estaban calentitos. Los grandes oradores defensores del nuevo régimen no cesaban de arengar a las masas acerca de las virtudes de la República y los oyentes se rompían las manos a aplaudir, de acuerdo; pero si aplaudían era porque no tenían un bocadillo entre las manos que llevarse a la boca. Otro punto sobre el que los propagandistas insistían era el de los daños perpetrados por la última dinastía, que había intentado convertir a Roma en una colonia etrusca. Algo de eso había sí, pero las masas no olvidaban que gracias a ellos, a los etruscos, la ciudad tenía ahora circo máximo, alcantarillado, muralla y varias otras cosas. La situación degeneró. La gente discutía de política a todas horas, lo que en Roma era totalmente normal, pero solo para calentarse antes de llegar a las manos, lo que en Roma no era normal en absoluto. Hubo muertos, y parecía que la situación estaba a punto de volverse incontrolable.
En estas situaciones, los gobiernos buscan un enemigo asequible, mandan contra él a lo mejor de la juventud del país envueltos en la bandera que tenían olvidada en el fondo del cajón, vuelven una mitad a pie y la otra en una caja de pino y los políticos siguen ocupando los mismos sillones que al principio del proceso, pero con las masas dando vítores a la misma velocidad con la que olvidan los problemas que les acuciaban diez meses antes. Lo hizo Hitler con Polonia, la España de Prim eligió el norte de África y Reagan nos recordó que había una isla que se llamaba Granada. En esas estaba Roma, buscando a alguien a quien culpar de todo para después ir a partirle los morros cuando alguien se les adelantó...
En el año 505 A.C, solo cuatro después de proclamada la República, Porsenna les declaró la guerra.
PD: A Publio Valerio, le llamaron "Publicola" que viene a significar "amigo de la gente" a causa de su buen corazón y naturaleza desprendida. Se gastó todo su dinero en paliar las carencias de los más pobres y al acabar su vida estaba tan arruinado, que el Estado tuvo que asumir los costes de su sepelio.
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