martes, 27 de febrero de 2007

De nuevo entre nosotros

Uno de los denarios acuñados, con Mercurio en el reverso, en plan pintón...
El ser humano, en su perenne afán por conocerlo todo, suele demandar con tanta fuerza una respuesta que generalmente ni se plantea la posibilidad de que aquella no tenga dedo y medio de frente. Queremos saber, disponer de la solución en el menor tiempo y al menor coste posible, y cuando por fin la tenemos en nuestras manos corremos a contárselo a nuestro vecino pero no por compartir ese acervo, sino más bien por el placer de darle con él en las narices. Semejante orientación al corto plazo genera una intensa despreocupación sobre el fondo del asunto o la exactitud del veredicto pero... ¡porqué perder tiempo cavilando cuando es posible quedarse tanto o más tranquilo observando el movimiento de los astros…!

Actualmente, esta necesidad está muy “honestamente” canalizada a través de cómodos números 806, sobre los que el regulador suele hacer la vista gorda en vista de los pingues beneficios que reportan a la Hacienda pública. Uno de nosotros, generalmente desengañado por los dos kilos de calabazas con los que nos acaba de obsequiar cualquier esbelta moza, escudriña las páginas de clasificados de algún periódico hasta que encuentra el consabido anuncio, en el que el listo/a de turno se publicita como “…especialista en solucionar problemas de amores”. Con los dedos al ralentí, atinamos por poco a marcar los dígitos correctos en nuestro teléfono y tras esperar el establecimiento de llamada, un par de locuciones y tres o cuatro silencios… esto es, unos cinco euros más o menos, al fin una señorita se muestra al otro lado de la línea y nos interpela, con voz cálida… “Usted… usted ha llamado porque tiene un problema de amores…”
Vamos... que estas donde estabas...

Ya se que el mal de muchos es el más tonto de los consuelos, pero al menos, a los romanos de hace dos mil años se la daban con queso de igual manera… ¡y más excusa tenían! … que el que la vecina del quinto te evite por la escalera es un problema, pero acostarse todos los días con la sensación de que puede aparecer un bárbaro en cualquier momento y dejarte para acompañar los garbanzos en el cocido… ¡es un problemón!.

En el 161 d.C. las incursiones periódicas que periódicamente incordiaban la frontera norte, fundamentalmente en su vertiente danubiana, se solaparon con parecidas escaramuzas en el limes oriental, tradicionalmente en calma. Al poco, el Imperio romano quedo convertido en una suerte de queso de gruyere en el que muchas de sus provincias tuvieron que soportar saqueos hasta hace entonces inimaginables. Aprovechando que la mayoría de las tropas estaban desplazadas para contener la amenaza oriental, una variada suerte de gentes con nombres extraños –los marcomanos, naristos, hermunduros, cuados, suevos, yacigos, vándalos… - se reunieron a lo largo del Danubio, cruzaron las fronteras, y se convirtieron en la vanguardia de una gran migración, conocida como la “Migración de las Naciones”. La guerra contra estos invasores comenzó en 167 d.C., y en un breve tiempo adquirió proporciones tan amenazantes como para reclamar la presencia en el frente de ambos emperadores. A Lucio Vero, que no era precisamente una fiera para el trabajo, le debió parecer que no merecía la pena arremangarse, y la fortuna se lo agradeció llevándoselo al otro mundo. Tras su muerte, Marco Aurelio hizo frente a la situación solo, y sus dificultades se incrementaron inconmensurablemente debido a la devastación llevada a cabo por la peste traída a occidente por las legiones de Vero que regresaban, por la hambruna, los terremotos y las inundaciones.

El pánico y el terror causados por estos sucesos en unas gentes como los romanos, con más manías que una garrota, desencadenaron una espiral de sacrificios tal, que Claudio Apolinar, que escribió pocos años después de estos sucesos, cuenta como era imposible hallar en toda la ciudad una paloma, una cabra o buey con lo que realizar una ceremonia en condiciones para calmar a las deidades supuestamente culpables de esas calamidades. Lógicamente, algunos romanos decidieron que, ya que no había animales a mano, lo mejor sería echar mano de lo más parecido… así que miles de esclavos fueron ofrecidos a variopinto elenco de Dioses que pululaban por la ciudad… suponemos que sin su consentimiento.

Afortunadamente, un curioso incidente cambió de pronto la percepción que los romanos tenían sobre su propia suerte. En el 174 d.C. una legión, la XII Fulminata, o al menos parte de ella, fue rodeada por fuerzas tremendamente superiores, en su mayoría pertenecientes a la tribu de los Cuados. Después de varios días de asedio, y con los soldados romanos sin posibilidad de beber y al límite de sus fuerzas, se desencadenó una violentísima tormenta con abundancia de aparato eléctrico. Lo curioso del asunto, es que, presuntamente, a los cuados debió de caerles de todo mientras que del lado romano tan sólo llovió, lo que motivó que tanto los legionarios como sus caballos pudieran calmar su sed. Marco consiguió una gloriosa victoria como consecuencia de este extraordinario suceso, y sus enemigos fueron completamente derrotados.

Que tal suceso se produjo es un hecho más allá de toda duda razonable, ya que tanto las fuentes paganas como las cristianas lo mencionan en parecidos términos… Más, si la derrota es huérfana, a la victoria no la suelen faltar padres: tanto un sacerdote egipcio que acompañaba a las legiones en calidad de curandero, como el cada vez más numeroso grupo de legionarios cristianos de la unidad se atribuyeron como “propio” el “esfuerzo” y cursaron cartas al emperador reclamando para sí el mérito… de que lloviera. Pero Marco Aurelio, al que se le acumulaba el trabajo y que no debía estar para muchas gilipol… tiró de manual, decidió, salomonicamente, que el mérito era sin duda del mismo mercurio e incluso acuño unos vistosos denarios para que no quedara duda ninguna… ¡Con un par!

En Roma, se festejó el suceso durante décadas… y casi nadie se planteó que su Emperador pudiera estar… digamos… equivocado.

¿Para qué…?