martes, 29 de enero de 2008

escudero... ¡mi escudo!

A la largo de la historia de la guerra, cualquier enfrentamiento entre un hombre y su semejante se ha conformado de acuerdo al siguiente silogismo... 1) “voy a ver si le zumbo...” y 2) “ahora, voy a ver si él no me zumba a mí...” Este principio basado en la acción – reacción, se repetía hasta el infinito como si fuera un bucle infernal, y solía acabar con ambos contendientes con la cabeza abierta o, incluso, separada del cuerpo con carácter definitivo. Para evitar esta incomoda pérdida de masa encefálica – quizás, porque no andamos sobrados de ella... – se inventó el casco y, como quiera que nuestra inteligencia percibió que resultaba terriblemente fácil abollar lo de fuera pero costaba más lo de dentro, empezamos a apuntar más abajo, a la zona de las costillas. De inmediato, reaccionamos interponiendo un cuerpo entre el borde del arma agresora y nosotros mismos, por lo general, otra persona... pero, lógicamente, ese “cuerpo interpuesto” también acababa agujereado y el absentismo laboral se disparó. Ante la falta de voluntarios, uno de nosotros cogió, quizás, una corteza de árbol, la levantó inconscientemente y... ¡eureka!... consiguió evitar el primer cachiporrazo de la humanidad... Había nacido el escudo.

No tengo la menor idea acerca de si esto ocurrió así... o asá... pero lo que si sé, es que el medievo constituyó la etapa dorada del escudo, desarrollándose este último en una multitud de formas, evidentes unas, más caprichosas otras, pero todas ellas destinadas a evitar lo inevitable y vivir para luchar un día más... curioso síndrome de Casandra éste. Ante semejante panoplia, un escudero poco fino las pasaría, seguro, canutas para distinguir el uno del otro. Bien, pues voy a intentar ayudar a ese pobre e imaginario muchacho y desglosaros de forma sucinta y no demasiado cargante las variedades más típicas de este lucido accesorio para que, cuando leáis la última novela histórica, atinéis a la hora de identicar los complementos del perfecto caballero.

1) Rodela: Es un escudo circular y sobrio, de uno de los tipos más antiguos conocidos y perduró, al menos, hasta mediados del siglo XVI. Solía ser de madera recubierta de cuero aunque con el tiempo, se empezó a fabricar de metal. También existía una curiosa variante, hecha de un acero "dulce", templado cuidadosamente al fuego y muy ligero – y tremendamente caro - llamada “rodela de guarda”, con la que los desafortunados soldados que se lanzaban al asalto de un castillo o fortificación intentaban protegerse de las balas de arcabuz. Es el escudo típico de, por ejemplo, los francos merovingios, de los vikingos y, más tarde, de los conquistadores españoles que la armaron en el nuevo mundo, como éste que os incluyo más abajo.

2) Escudo de justa: Se trata de un escudo de torneo más que de combate. Era ligero, resistente, manejable y su única misión era desviar – que no contener – la lanza de acometida del caballero que venía de frente, a cien por hora. Para ello estaba curiosamente angulado y solía tener forma convexa. Además, tenía una curiosa hendidura que permitía apoyar la propia lanza para que el brazo descansara y, así, poder estar a lo que hay que estar... esto es, dirigir mejor el golpe a la cocorota del adversario. Es el escudo que vemos en las películas de torneos entre caballeros.


3) Adarga: La adarga o Daraga, en árabe, era un escudo ligero, hecho de diversas capas de cuero o de planchas de cáñamo, endurecidas con vinagre o salmuera. Solía ser redondo o con forma de doble judía y la mayoría de las veces se llevaba sin ningún tipo de adorno externo... cosa hasta cierto punto lógica, teniendo en cuenta que duraba más bien poco. Es el escudo típico de las tropas musulmanas presentes en las diferentes etapas de la guerra de la reconquista, así como de toda una suerte de antiguos guerreros a lo largo de todo el Magreb. Los franceses, muy suyos, adoptaron una versión de madera, llamada turs.



4) Broquel: Era un escudo redondo pero de pequeñas dimensiones, alternativa a la adarga y, generalmente, de madera ligera o cuero. Era típico de los soldados almohades o almorávides que se dedicaron a intentar establecerse entre nosotros, principalmente porque sus dimensiones hacían que fuera extremadamente manejable y que apenas molestase en el momento de montar a caballo. Tenía, además, una función incluso religiosa: Acostumbraba a estar pintado con versículos del coran o suras completas.



5) Tarja: Se llamaban así todos los pequeños broqueles que no llegaban a ser escudos y, verdaderamente, tenían un aspecto extraño y más bien incalificable. Evolucionaron a partir del escudo de justa y a veces se colgaban del cuello con un lazo, o en el caso de los arneses de torneo, sujetos con una cuerda y unas hebillas al lado izquierdo de la armadura. Existía una versión aún más pequeña, a veces, ridículamente, llamada “tarjeta”, utilizada para combates singulares y más bien simbólicos, en las que apenas había espacio para el blasón identificativo del caballero en cuestión... ¿Vendrán de ahí nuestras modernas tarjetas?


6) Escudo cometa: El escudo medieval por excelencia. De forma redonda al principio, muy pronto adoptó una silueta alargada para dar una mejor protección a las piernas del caballero, muy amenzadas por las largas espadas que se estilaban por aquella época. Medía casi 1,30 de alto y unos 60 centímetros de ancho, era de madera forrado de tela y, en lugares alejados del combate, el escudo se colgaba del cuello reposando sobre la espalda. Fue muy usado por normandos, anglosajones, franceses y germanos pero apenas se le vio en la península ibérica, más influida por el equipamiento de origen musulmán.



7) Pavés: El escudo, como complemento de la espada, era atributo de caballeros y jinetes. Los ballesteros, más sufridos ellos, siempre estuvieron muy desprotegidos a la hora de disparar sus armas por lo que inventaron el pavés, un enorme escudo de forma cuadrada o rectangular, que en ocasiones adoptaba dimensiones gigantescas, que les tapaba casi por completo y que, lo más importante, les permitía recargar sus ballestas relativamente sin peligro. Para mantenerlo vertical normalmente se apoyaba con un palo, al estilo de la "pata de cabra" de nuestras antiguas "bicis" pero muy pronto se le doto de una afilada punta de metal, para que resultara sencillo clavarlo en el suelo. El ballestero genovés de abajo lleva un pequeño pavés.



8) Roel: Se trata de un pequeño broquel circular, característico de las tropas carolingias pero también de determinados pueblos sirios, persas e iranios a los que el escudo occidental les venía, ciertamente, enorme. Estaba hecho de madera recubierto de pergamino o de cuero y rematado con una delgada lámina metálica. La parte central solía tener un refuerzo de metal, el ombligo, con el que se podía propinar un buen golpe al adversario, a la altura de la nuez o del mentón y su tamaño era mediano para permitir dirigirlo comodamente contra la envestida del enemigo. Cuando no se usaba para este fín, aquellos que estaban construidos de metal, ayudaron a sus propietarios a degustar sabrosos guisos... ¡ya que era normal que los soldados lo utilizaran como puchero!

lunes, 28 de enero de 2008

Las Guerras Dacias (101-107)

Las guerras Dacias fueron una confrontación armada, bueno, más bien dos, que tuvieron lugar bajo el mandato del emperador romano Trajano y que, como resultado, ofrecieron al imperio la última conquista más o menos duradera de su historia. Hasta ahí, la teoría y las dos primeras líneas de la wikipedia. Afortunadamente para el que escribe y, a pesar de su relativamente corta duración (101-102 y 105-107) dieron para mucho... Por un lado, para estas campañas se movilizaron fuerzas absolutamente inauditas, se idearon complejísimos puentes para permitir el paso de las tropas, se repararon vías y caminos, se reforzaron fuertes, se desplazó a contingentes civiles... y menos mal que así se hizo, porque, a pesar de que durante los preparativos, algunos aprovecharon para hacer chanza y comentar, con desprecio, que el imperio se disponía a aplastar una mosca con un yunque, lo cierto es que los Dacios – antepasados de los rumanos – pelearon con la desesperación de aquel que siente que es su última oportunidad de seguir vivo y plantearon terribles dificultades a las mejores legiones romanas. Además y a su pesar, supusieron el magno hecho por el que un emperador pasó a la historia, Trajano, por más que se le debería recordar por el conjunto de su reinado, y no solo por su determinación a la hora de dejar claro quien mandaba en esta parte del mundo. Veamos pues, para todo lo que dieron apenas 3 años de campañas, que fue muchísimo...

Desde Augusto, según se sucedían los emperadores romanos, las fronteras se iban desplazando y alejando de Roma, hasta encontrar, una de dos, un accidente geográfico que constituyera una frontera fácilmente defendible o un pueblo potencialmente peligroso ante lo cual, el imperio sopesaba, mediante embajadores y acciones militares de escasa envergadura – clásica política del palo y la trufa... – las posibilidades de salir a guantazos en el corto o medio plazo. Cuando los territorios del sur del Danubio fueron ocupados dando lugar a la provincia de Moesia, se firmaron varios tratados con el reino de los Dacios que estaba situado al otro lado del río. Los Dacios eran un pueblo de origen más o menos indeterminado pero, sin duda, emparentados con los pueblos que les rodeaban, de raíces iranias como los Yacigos, los Sármatas o los Roxolanos. Al contrario que estos no eran grandes jinetes y fiaban su independencia como nación a la infantería, a la compleja orografía de la actual Rumania y a su capacidad para vivir con menos que un pensionista español. Domiciano, emperador mediocre como poco, tenía varios marrones encima de la mesa en las Islas Británicas y en la provincia de Germania así que buscó contemporizar con los Dacios firmando varios tratados de amistad y asistencia técnica para, por ejemplo, reparar las murallas de sus principales ciudades... reforzando sin querer a un posible enemigo.


Sin embargo, las cosas cambiaron con la subida al trono de Decébalo, nuevo rey Dacio y curioso personaje ultra nacionalista y tremendamente beligerante con todo aquello que tuviera trazas de ser romano. Domiciano, con problemas internos y sobre todo, midiendo mal al adversario, despachó contra ellos una sola legión que fue convenientemente vapuleada – la Legio XXI rapax – resultando muerto, además, el prefecto del pretorio. Buscando cerrar el asunto lo antes posible, Domiciano tragó vaso y medio de bilis y firmó un nuevo tratado aún más bochornoso: renovó la asistencia de los ingenieros e incluso aceptó pagar un subsidio en oro para asegurar que los dacios no transpasaban el rio en lo que era, sin duda, la aceptación de un soborno.

El pacto – chantaje ni fue muy bien entendido en Roma, ni tampoco en los campamentos legionarios, que lo tomaron por una ofensa a sus compañeros caídos de la XXI y resultó, de hecho, uno de los motivos que desencadenaron su asesinato. Así que, en el momento en que el imperio se sintió libre de obligaciones en otros puntos de su inmenso territorio, se preparó para asentar el golpe de gracia a esos bárbaros que habían conseguido lo que nadie en los últimos dos centenares de años... poner de rodillas al mismísimo imperio. El problema es que las fuerzas de que Roma disponía a lo largo del Danubio eran bien escasas: el gobernador de Moesia defendía la frontera desde Belgrado hasta la desembocadura del Danubio con solo dos legiones así que hubo que trasladar dos más, desde la costa del adriático y desde la frontera con la actual República Checa. Además, se movilizaron vexilationes o destacamentos de infinidad de unidades, incluidas tropas “españolas” de la legio VII, cohortes pretorianas, honderos de baleares, arqueros sirios, caballería... Para cuando, a finales del 100 d.C. Trajano se preparaba para cruzar el danubio y salir al encuentro de los dacios, llevaba tras él, posiblemente, el ejército romano más grande de todos los tiempos... acaso más de 120.000 hombres... la tercera parte del total de las fuerzas disponibles.

El problema es que Decebalo aprendía deprisa. Los técnicos romanos mejoraron – muy a pesar suyo – las fortificaciones y las trincheras y la mayoría de sus unidades fueron entrenadas a la romana – como los calamares – y demostraron ser capaces de efectuar complejas maniobras de hostigamiento, guerrilla o distracción. Los romanos tuvieron que librar terribles combates para conseguir abrirse paso; el índice de bajas fue absolutamente demencial... debieron de levantarse tres hospitales de campaña para atender a los heridos a solo unas horas de marcha de donde se libraban los combates y Trajano tuvo que poner a disposición de los médicos su guardarropa personal pues se terminaron acabando las vendas. Con tremendo esfuerzo, fueron rindiendo los principales baluartes y cayeron en poder de los romanos la hermana del Rey, los prisioneros supervivientes de las guerras anteriores y los estandartes arrebatados a las fuerzas de Domiciano; a Decébalo, cogido entre las fuerzas de Trajano y de Lucio Quieto no le quedo más remedio que rendirse sin condiciones.



Sin embargo la nación Dacia no estaba hecha para adaptarse a la sumisión como hicieran los reyes de Capadocia, Armenia o Mauritania y, si aceptaron el peso del yugo romano, tan solo fue para sacudírselo a la primera oportunidad. Los síntomas de que el momento había llegado no tardaron en llegar: ni entregaron la totalidad de las armas, ni desarmaron las defensas de la totalidad de los castillos, siguieron ofreciendo asilo a los desertores romanos y continuaron acaudillando los esfuerzo anti – romanos del resto de sus vecinos, aún libres.

Trajano, convencido de que solo había dejado hecho el trabajo a medias, hizo gala de su mejor virtud: la determinación... y así, en el 105 d.C no se dejó engatusar por los embajadores dacios y volvió a declarar la guerra a aquel pueblo... dejando claro que, en esta ocasión, no se hablaría ya de rendición sin condiciones, sino de la práctica aniquilación de su nación. Decébalo intentó movilizar a todos aquellos que, en algún momento, habían odiado a Roma y a lo que representaba, pero los saqueos - absolutamente dantescos - a que sometieron las legiones a amplias zonas de aquellos pueblos, les convencieron de que, esta vez, valía más permanecer inermes. El dacio lo intentó todo: trato de asesinar a Trajano con desertores, intentó obtener condiciones aceptables mediante el rescate de un alto oficial romano – amigo personal del emperador – pero fue inútil. Trajano no estaba dispuesto a ceder ni un milímetro. Si, años antes, la lucha fue encarnizada, en esta ocasión se alió con la desesperación; los dacios peleaban enardecidos y, con sus falxsespecie de hoces con puño largo – segaban miembros romanos a discreción hasta que los herreros idearon un curioso refuerzo para sus brazos, la manica, derivada de cierta pieza de la armadura de un gladiador. Pero, como en tantas ocasiones, la resolución ganó a la desesperación, y Trajano entró, triunfante en la capital dacia, Sarmizeguetusa alrededor del 107 d.C. Decébalo, viéndolo todo perdido, se quitó la vida.

El vencedor no se anduvo con rodeos; está vez no estaban en juego las libertades del pueblo dacio sino su propia existencia. La población indígena fue expulsada de las mejores tierras, se repobló la zona con gentes de aquellos pueblos que habían tenido la “inteligencia” de estarse quietecitos, se arrendaron las minas a consorcios para su explotación y se dejaron dos legiones en tierras dacias para recordarles a aquellas gentes, altivas y orgullosas, quien era el que tenía las llaves de la cancela.

Roma explotó Dacia a conciencia, siendo incalculable el volumen de oro y metales preciosos que sacó de las extrañas de aquellas tierras y, aunque la zona nunca llegaría a estar tranquila del todo, se mantuvo como provincia romana hasta el 275 d.C, año en el que, al retirar las fuerzas legionarias de sus cuarteles, se renunció de hecho a su posesión... pero, por aquel entonces, los dacios ya hablaban maravillosamente el latín...

Saludos.
CLAVES PARA ENTENDER LAS GUERRAS DACIAS

1) La mayoría de las legiones del imperio aportaron vexillationes, o destacamentos expedicionarios de varias cohortes con las que reforzaban a otras unidades que peleaban al completo. Se llamaban así porque portaban un Vexillum o bandera de su unidad de origen.

2) Fue una guerra de exterminación, donde la población civil sufrió, primero, de manos de los dacios y después, a causa de las tropelías de las legiones, algunas de las cuales están documentadas; significativa era la costumbre de la legio XXX Ulpia Vixtrix, creada especialmente para la ocasión, de pintar las paredes de las aldeas por las que "pasaba" con su acronimo... gracias utilizando la sangre de las víctimas.

3) Fue, de hecho, la primera contienda donde la Guardia Pretoriana luchó realmente. Antes participó de manera testimonial en alguna campaña de Domiciano pero apenas salía de sus cuarteles en Roma. Trajano buscó medirla y, tras un primer traspié, se comportó al nivel de otras unidades.

4) Roma se hallaba "justa" de dinero y las minas dacias eran, en realidad, el motor primero de la conquista. Decébalo fue lo suficientemente imbécil de ofrecerles una excusa.

5) El desarrollo de la campaña está magnificamente ilustrado en la Columna Trajana. Incluso aparece un tal Tiberio Claudio Máximo, soldado de caballería que estuvo a punto de capturar a Decébalo antes de que se suicidara. Recientemente se encontró su tumba, en Tracia.

*Ilustraciones de Angus McBride

jueves, 24 de enero de 2008

El "longbow" inglés

Un buceador recupera un arco del Mary Rose

Un día cualquiera del siglo XIV, un paisano, probablemente un simple siervo o, como mucho, un hombre libre sin mucho más perder que lo que en aquel momento le sirviese de vestimenta, se encuentra sumido en medio de una batalla, una batalla cualquiera en un lugar cualquiera... Su cuerpo se halla protegido por una fila de estacas y, al igual que sus compañeros, arma su brazo, apunta, dispara y, a unos doscientos metros, un orgulloso caballero cae de su corcel, atravesado por una flecha y, probablemente, muerto. Esto, que dentro de su brutalidad nos puede parecer hasta normal o, al menos, causarnos indiferencia, supuso en su momento un verdadero anatema incluso religioso. En aquel entonces, en un mundo imperfecto separado por castas, clases u órdenes, el que un noble caballero pudiera ser abatido por alguien que no era su igual, producía desasosiego a todos aquellos que estaban acostumbrados a figurar como predadores en lo más alto de la pirámide trófica, en este caso, de la pirámide trófica de la guerra.

Por eso el arco grande – longbow – se ha atrincherado tanto en la historia y en las mentes de todos aquellos que disfrutamos con ella y, también por eso, generalmente se pasa por alto que no representa – ni mucho menos – el único arco usado en la Europa Medieval; y tampoco era, desde luego, el más avanzado técnicamente, pero tenía la virtud de las cosas que triunfan y perduran... satisfacía plenamente los requisitos que se le exigieron: Era un arma relativamente económica, bien hecha, sólida, adecuada para la fabricación masiva, se podía disparar de forma rápida y acertar, probablemente, a un blanco situado a bastante distancia... Esto es, un 10 en nada... pero un 9 en todo.

Hay muy pocas ilustraciones o literatura contemporáneas al uso de este arma que hagan justicia a su diseño o a su concepción pero, afortunadamente, el descubrimiento del Mary Rose, un buque inglés hundido frente a costas inglesas en 1545, desveló la mayoría de las dudas; en su interior se recuperaron 138 arcos y 2.500 flechas, y eso en arqueología militar es un auténtico cheque al portador.

El arco largo es lo que hoy llamaríamos un arco puro, es decir, hecho de una sola pieza de madera, en contraposición a los arcos japoneses o a los arcos compuestos escitas o sármatas. Visto que su concepción era bastante simple, había que afinar sin embargo en la madera de su construcción, siendo la mejor la de tejo seguida de la de olmo, y esto ya suponía un problema en la Inglaterra de los Tudor, donde apenas se podía encontrar madera de esta calidad ¿consecuencia...? pues que portugueses y españoles de la época se alicataron el riñón a base de vender partidas de tejo a las islas británicas a un precio absolutamente desorbitado. Quede claro entonces que, los ibéricos, ni éramos los más tontos del mundo, ni tampoco lo somos ahora.

El largo óptimo del arma era de entre 170 y 188 centímetros – algo más que la altura del inglés medio de la época – y la fuerza tensora de entre 40 y 54 kilogramos lo que significa, ni más ni menos, que la longitud hace que pudiera ser manejado por un hombre no demasiado musculoso. Contrariamente a lo que pudiéramos creer, el arco no se hacía con una varilla recta sino que se buscaba el “reflejo”, esto es, una varilla con una curva delantera para que, con el uso, la curvatura se fuera invirtiendo poco a poco y durara más. Entonces se decía que el arco había seguido la cuerda y era el momento inexcusable de empezar a pensar en buscarse otro.

Las cuerdas se hacían con cáñamo trenzado, tratado con una solución muy ingeniosa para resistir la lluvia y la humedad, y siempre se llevaban por triplicado, por si alguna de las cuerdas se rompía estando de servicio, poder volver a disfrutar de un arma en vez de un palo... Con las flechas, había que ser igualmente cuidadoso; se llamaban flechas “de haz” - sheaf - porque, contrariamente a lo que creemos, apenas nadie las llevaba a la espalda en plan Robin de los bosques, sino que se facilitaban en un manojo que se portaba en un saco de tela a la altura de la cintura, desde donde se suponía que sería más sencillo cogerlas. Los arqueros ingleses, astutos, no se andaban con milongas y solían clavar el haz completo en el suelo, para conseguir disparar con una mayor rapidez. Volviendo a su construcción, estaban hechas de madera de álamo temblón por dos motivos: primero, es una de las maderas más ligeras y duraderas y, segundo, al contrario que el tejo, crecía de forma masiva en Inglaterra y Gales. Las saetas tenían un diámetro considerable para aumentar en todo lo posible el daño y las puntas, lejos de estar cosidas o “pegadas”, solo iban incrustadas para poder recuperarlas fácilmente... y volverlas a usar. En cuanto a la pegada, el longbow iba sobrado; disparado con habilidad, sus flechas penetraban una armadura "normal" a 120 metros de distancia.

Hasta aquí la teoría. Ahora, había que dispararlo. Parece que los ingleses se entrenaban con ellos desde pequeños – cosa no excesivamente difícil, pues estaba prohibido cualquier otro tipo de deporte – lo que determinó que cualquier varón inglés fuese un soldado en potencia. En condiciones normales – vamos, un hombre que no fuera el increíble Hulk – apenas se podía tensar más allá de los 76 centímetros, lo que es prácticamente imposible de hacer con solo 2 dedos, como nos indican la mayoría de las imágenes medievales que ilustran arqueros desarrollando su trabajo. Una vez más, hay que dedicarse al noble arte de pensar las cosas que uno ve u oye... disparar un arco con tres dedos aumentaría la rapidez del disparo pero hacerlo con dos mejoraría su precisión pues la fricción de la cuerda cuando se suelta es menor... ¿y entonces...? Posiblemente dispararían con tres dedos contra una carga masiva de caballería y, con dos, cuando se tratara de poner una flecha en el corazón de alguien con nombre y apellidos. En cualquier caso, el origen del saludo inglés con dos dedos – todavía muy usado hoy en Gales – seguramente trae causa de la costumbre inglesa de saludar así a los franceses, en plan jocoso, que les amenazaron de cortar índice y corazón de cualquier arquero que capturaran.

Pero ¿y en batalla? Pues, honestamente, funcionaba de miedo; gracias al longbow las ingleses aguantaron casi dos siglos de guerras y enfrentamientos y compensaron su falta de infantería. Los soldados se colocaban en filas, se protegían tras una estaca que ellos mismos solían portar y disparaban, muy alegremente, entre 8 y diez flechas por minuto, ayudados por docenas de muchachos a la carrera que se encargaban de municionarlos. Nótese la gravedad del asunto: las alas del ejército inglés en Crecy, en 1.346, estaban compuestas por 8.000 arqueros escogidos; si la velocidad de un caballo de guerra está alrededor de 14 metros por segundo, en los 300 metros que los jinetes franceses estuvieron a tiro de los arqueros ingleses durante su primera carga les cayeron encima... ¡25.000 flechas!. Semejante flexibilidad de empleo, cadencia de disparo y, sobre todo, motivación de aquellos que lo manejaban, destrozaron no solo a toda una tradición de empleo de la caballería pesada en los campos de batalla europeos, sino un modo de concebir, como he dicho anteriormente, la existencia misma. Los franceses tardaron toda una guerra en comprenderlo... la de los Cien años, y luego, por si no les había quedado claro, los españoles se lo recordamos en ulteriores encuentros armados, esta vez, con otro curioso invento: el arcabuz.

Saludos.

* Dedicado a Vicente Rodrigo, más que nada, por las mallas de "arquero" con las que corres... ¡Truhán!

Nombre técnico: Arco largo de una sola pieza o "Longbow"
Año de introducción: Hacia 1330
Año de caída en desuso: A partir de 1525
Difusión: Islas Británicas, casi exclusivamente
Batallas en las que participó: Guerra de los cien años y, como arma de mercenarios, guerras italianas de principios del XV, guerras de sucesión castellanas y toma de Granada.

Nueva serie de artículos

Hola hermosos.

Últimamente, tenga las neuronas en estado de efervescencia. Y como diría un amigo, muy amigo mío, cuando se alcanza el umbral absoluto de lucidez más vale aprovecharlo, porque dura poco. A partir de mañana, viernes 25 y durante los próximos 10, semanalmente, publicaré una serie de posts que nos recordarán aquellas armas que, para bien o para mal, han servido para marcar el devenir de la historia y configurar este mundo tan absolutamente extraño en el que vivimos. Creo que podría ser interesante explicarnos lo bien pensadas que estaban algunas de estás cosas y, lamentablemente, lo bien que se nos ha dado darle uso... Naturalmente, intentaré darle a los artículos un tono amigable y, ójala, ameno.

La serie se iba a llamar "10 armas que ganaron la historia" pero he decidido ampliarla un poco y que sean 13 las entradas a seguir. Su orden de publicación - en plan coleccionable de Planeta - será:

1) El "longbow" inglés
2) El Gladius legionario
3) El fusil de chispa
4) El submarino
5) El arcabuz
6) La espada ropera
7) El tanque mark IV Tigre
8) El fusil M1 Garand
9) El hacha franca (Francisca)
10) El Jeep
11) La ametralladora Gatling
12)
La Larissa macedónica
13) El portaaviones

Turu, si obviara alguna según tu criterio, estoy dispuesto a discutirlo...

Un tiro largo

Es muy probable que todos vosotros hayais usado o, al menos, oído, expresiones como “¡a ver si te pones de una vez de tiros largos!” o “aquel es de tiros largos”. Curiosamente, ambas locuciones no significan, ni mucho menos, lo mismo… “ponerse de tiros largos” hace referencia al esfuerzo de alguien por ofrecer la misma imagen de sí mismo y deriva, atención, de un tipo de arma de artillería llamada tiro largo. En los siglos XV y XVI este cañón dominaba el campo de batalla (y también los mares) gracias a su longitud más que a su calibre y, sobre todo, a la mejora en su proceso de fundición. Mantener el arma de artillería era extremadamente gravoso – solo el parque de artillería consumía la mitad del presupuesto de Francia en 1563 – y, ante la visita de un embajador o visitante extranjero, los monarcas solían tirar la casa por la ventana para parecer mejores y más poderosos de lo que en realidad eran ¿solución?... preparar una recepción en el patio del palacio, juntando la mayor cantidad de tiros largos posibles… de ahí lo de “ponerse de tiros largos”.

"Ser de tiros largos" deriva, sin embargo, de otra curiosa y algo altanera costumbre. Antiguamente, en España, cada cual podía colocar en su coche o calesa la cantidad de caballos que quisiera pero solamente el Rey y ciertos dignatarios de la corte tenía derecho a colocar el tiro delantero a una mayor distancia que el trasero. Con el tiempo, y para distinguirse, las distancias se exageraron por medio de correas y atavíos increiblemente largos, rematados en seda y predería varia… desatándose una verdadera guerra por ver, entiendasemé, quien lo tenía más largo. Al parecer, se llegó a un momento en que los caballos de delante llegaban a su destino un miércoles y, los de atrás, el jueves, y a partir de ahí se usó la expresión para designar a aquellas gentes con un punto de snobismo, altanería o displicencia.

Saludos.

miércoles, 23 de enero de 2008

Los hombres huecos

Hombre Hueco
T.S.Eliot
Existen ojos que no me atrevo a ver en sueños
en el reino del sueño de la muerte
ojos que no aparecen
allí, los ojos son
la luz del sol en una columna truncada
allí, hay un árbol meciéndose
y le envuelven voces
en el cantar del viento
más distantes y solemnes
que el marchitar de una estrella

Deja que no vengan más cerca
en el reino del sueño de la muerte
deja que adopten
deliberados disfraces
abrigos de rata, piel de corneja
palos cruzados en el campo
donde el dormir y el sentir se confunden

¿Sucede así
en el otro reino de la muerte
despertar solos
en el instante en que
temblamos de ternura?

Dejad que los labios que anhelan besar
alcen plegarias
al reino del sueño de la muerte

"Historia del Mundo" de The Times


Título: Historia del Mundo
Editorial: The Times
ISBN: 9788497345750
Tamaño: 25,6 x 36
Páginas: 416
Precio: 100 € (orientativo; si rebuscaís, se encuentra por menos)
¡Hola majetes!
Empiezo hoy una nueva serie de entradas dedicadas a recomendar - ¡Dios mío!... esta palabra implica tanto... - algunos libros por su calidad, originalidad o ambas cosas. Siempre serán libros que respondan, de alguna manera, al contenido de este blog y en todos los casos la recomendación será subjetiva, pero leal, pues el libro obra en mi poder y puedo dar, al menos, una primera opinión. En esta ocasión y como singular obertura, quiero manifestar mi alegría por mi última adquisición... "La historia del mundo" de editorial "The Times". Más que un libro es una obra de consulta en la que, con todo lujo de detalles, uno puede encontrar mapas y diagramas de todas las civilizaciones que en el mundo han sido; de hecho, el mapa es una excusa para presentar al lector las líneas generales de esa cultura, sus hitos, los personajes asociados y los motivos de su ocaso. Evidentemente, no se trata de una obra para leerla del tirón, y menos, para llevársela al baño - es tan grande que casi cuesta manejarlo... - pero los comentarios son acertados, está muy bien documentado, no cae en el convencionalismo ni en el tópico y he podido hallar, al menos, dos o tres entradas cuya información cabe calificar de poco común. Además, la calidad del papel es superior, está bien encuadernado y su presentación es de alta calidad con lo que, si os aburre, siempre podréis colocarlo entre la figurita de Lladró y el DVD, para parecer más leídos... :-)
Lo peor, el precio, aunque en estos días está en oferta en la cadena VIPS y yo lo he encontrado, bastante más barato, en una librería de la calle Arenal de Madrid. En cualquier caso, por su especialidad, creo que vale lo que cuesta.
Buenas noches.

martes, 22 de enero de 2008

La providencia del Fürher

Hitler y Mussolini

Ni siquiera el hecho de ser manco, ni tampoco la banda negra ocultando la cuenca vacía de uno de sus ojos... la imagen del coronel Klaus Schenk Von Stauffenberg seguía mostrando un porte y una altivez notables y, a pesar de su tullidez, se mantenía como uno de los militares más admirados en el verano de 1944, justo cuando sobre Berlín caía una media de 750 toneladas diarias de bombas. No conviene menoscabar esto último; en la capital de la Alemania nazi se empezaba a detectar un incipiente sentimiento, si no de odio, si de franco rechazo hacía aquellos que eran responsables - ¿no lo fueron todos? – de que la balanza se empezara a inclinar, definitivamente, hacia el abismo. El 20 de julio, con un sol radiante que casi permitía ver las caricaturas con las que los soldados americanos decoraban sus bombarderos, Schenk se abotonó su guerrera, echó una mirada hacía el lago de Wann, recogió de la mesilla de noche un informe dactilográfico destinado a Hitler y una camisa de repuesto de su guardarropa. Después, enfocó de nuevo hacía la superficie del lago, plana como un espejo, absolutamente cristalina... e hizo una tenue mueca, casi un sonrisa. Atravesó la estancia, llegó al salón e introdujo todo en una cartera de piel muy clara, de fabricación inglesa, justo encima de la bomba.

Ante su casa, el automóvil oficial le esperaba ya. Las calles de la Colonia residencial estaban desiertas, desiertas de vida, claro, pues el coche debía efectuar no pocos giros para esquivar alguno de los cadáveres fruto del bombardeo de la noche anterior, y que aún no habían podido ser enterrados. La decisión ya estaba tomada pero, lejos de tranquilizarle, su inquietud no hizo sino aumentar en los últimos días. Pero no era el miedo a la muerte o al sufrimiento lo que le atenazaba sino la posibilidad de que algo saliera mal, de que uno de sus compañeros o al menos, de aquellos que habían garantizado un oportuno silencio, cambiaran de opinión en el último momento y lo estropearan todo.

Schenk había decidido lo mismo que sus compatriotas tiempo antes y había llegado a la misma conclusión: sin Hitler, la paz era posible. Pero el “cabo” había sufrido antes de aquel caluroso verano de 1944 un mínimo de 11 atentados conocidos, más o menos mantenidos en secreto por razones obvias. Es cierto que algunas intentonas fueron obscenamente mal planteadas y no pasaron de sustos más o menos controlados pero algunas otras estuvieron bien cerca de acabar con el hombre que atenazaba a Alemania. Y en cuanto al “quien”... bueno... ¡parecía que todo el maldito mundo lo había intentado una vez al menos! Desde aquellos locos bienintencionados del círculo de Kreisau, los tecnócratas, los católicos, las organizaciones obreras... incluso los generales intentaron quitárselo de encima en varias oportunidades... sin éxito.

El mismo Schenk se lamentaba de su falta de decisión tan solo unos días antes; el 11, con Hitler paralizado a base de calmantes y la guardia de las SS inhabitualmente idiotizada, no se atrevió a colocar la bomba porque hubiera matado al Führer y no a Himmler de quien estaba tanto o más interesado en librarse. Estas indecisiones, unidas a varias intervenciones solo atribuibles a la buena suerte, empezaron a mostrar a la providencia como la mejor aliada del cabo austriaco. Pero, mientras la luz del día empezaba a vencer su particular batalla contra la niebla, en el silencio del automóvil no quedó espacio para los fracasos anteriores. Simplemente, esta vez, sería la última.

A las 6:45 el automóvil llegó a un pequeño aeropuerto, a las 7 en punto despegaba y, tras un encontronazo con cazas aliados, llegaba sano y salvo a Rasteburg a las 10 de la mañana. En aquella pequeña ciudad, Hitler había instalado su cuartel general, su “guarida del lobo”. Una vez pasado todos los controles y ya dentro de las instalaciones, Schenk dispondría aún de dos horas largas hacer de efectuar la presentación del informe. En ese momento, la fortuna volvía a aliarse con Hitler; la reunión se efectuaría en el pabellón de conferencias, una sencilla construcción de madera y teja y no en el bunker como estaba previsto. Los efectos de la explosión serían menores. Pocos minutos antes de las 12 y media, Schenk pidió permiso para retrasarse, aduciendo que había olvidado su arma en uno de los despachos, momento que aprovechó para poner en marcha el avanzado mecanismo químico de detonación. A partir de hay, diez minutos...

La sala de conferencias medía 10 metros de largo por cinco de ancho. Ideal. Adolf se hallaba en el centro de una mesa rebosante de mapas militares; A su derecha, los generales Heusinher y Korten... a la izquierda... el infame Keitel y Jold. Además una veintena de altos oficiales, de pie, se agolpaban contra las paredes. Tanto mejor. Sabiendo que su informe sería el primero en ser solicitado, cuando Schenk fue requerido para empezar a hablar, dejó la cartera apoyada en una de las gruesas patas de la mesa, pidió permiso para telefonear y salió.

A las 12:42, el barracón fue sacudido por una explosión comparable a la de un proyectil de artillería al caer. Se oían gritos entre los escombros y había sangre por todas partes. Aquí y allá brotaban llamas y el humo lo invadía todo. Había víctimas, estaba claro, pero el cuerpo que aparecía sepultado por parte de la estructura del barracón era, en realidad, el de su secretario y “doble”. El fuhrer se levantó con dificultad, con la chaqueta llena de sangre, el pantalón hecho jirones, la cabellera revuelta... pero de una pieza.

Había sobrevivido a su duodécimo intento de atentado.

CLAVES PARA ENTENDER EL ATENTADO

1) La abundancia de acciones terroristas contra Hitler es fruto y consecuencia de la atomización de los grupos u organizaciones que, en determinados momentos, intentaron una respuesta armada.

2) Schenk equivocó el lugar de colocación de la bomba; la colocó por dentro de una gran pata de madera de roble (una de las más duras que existen) aunque hay una versión que dice que Korten, general de la Luftwaffe, la movió porque le molestaba. A resultas de la explosión murieron 4 personas y otras 7 sufrieron heridas de caracter grave.

3) Rommel, el zorro del desierto, fue herido días antes de la explosión por un ataque aéreo aliado pero, aún hoy, su participación en el complot puede calificarse de dudosa. Es casi seguro que mantenía contactos con alguno de los conjurados y parece demostrado que Hitler le desagradaba pero no se ha probado que estuviese el tanto de todos los detalles. En cualquier caso, fue obligado a suicidarse en el interior de un vehículo.

4) El 21 de Julio, Schenk fue fusilado. Entre el 7 y el 8 de agosto fueron condenados a muerte buena parte del resto de los implicados, los generales Höppner y Von Hasse entre ellos. Desde que se emitió el veredicto hasta que se ejecutó la setencia, los condenados aguardaron su destino... colgados del techo con lazos hechos de cuerdas de piano.

* Este artículo es una petición. Espero haber ilustrado la historia como querías.

domingo, 20 de enero de 2008

¿Ha valido la pena?


Muy buenas noches tengan vuestras mercedes.

Me llamo Alonso de Conteras. Nací alrededor de 1.582 en la felicísima villa de Madrid, siendo yo el mayor de ocho hermanos y honrando así a mis padres, cristianos viejos y pobres de solemnidad. Cuando solo tenía trece años, un compañero, dicen, una arpía cobarde y mal nacida, digo yo, me acusó en clase de una falta que no había cometido y el miserable profesor, haciendo más razón de su hidalguía que de mi verdad, me bajó los pantalones y me dio una buena tunda. A la salida, me encaré con aquel mentiroso y le maté y hubiera matado también a mi maestro si es que se hubiese atrevido a salir, pues nadie mancilla el honor de un español y menos aún el del hijo de mis padres.

Tuve que escapar, sí, a la carrera, como si me llevara en volandas el mismo diablo, porque el compañero muerto era hijo de un contador de la corte, y en España valen más padres que leyes. Pero la buenaventura o el bienaventurado ¡qué sé yo! dispusieron los hados a favor de esta pobre alma que les escribe y el
Archiduque Alberto, que se disponía a afrontar los mil y un peligros de Flandes, me acogió en su séquito. Con él, aprendí a comportarme como un español, a hablar y a maldecir como un soldado, y aún hubiera aprendido más si el cabo que mandaba nuestra compañía no nos hubiese obligado a dar media vuelta y, mediante engaños, a volver a Sicilia donde fui tratado de desertor.

Bien sabe el altísimo que no soy hombre de volver la espalda pero la prudencia aconsejó en esta ocasión apretar los dientes y emprender, de nuevo la huida. En Sicilia entré al servicio del muy noble capitán catalán Don Felipe de Menargas y con él, ataqué a los corsarios turcos en Patrás y peleé en Malta, donde sufrí mil y una penalidades y donde tuve que ver a hombres de ley pelearse por una rata, como quién porfía por acompañar hasta la alcoba a la mujer más bella de Madrid. En Malta, lugar desolado y febril, el Virrey de Nápoles me concedió una patente de corso con la que me convertí en uno de los hombres más ricos del mediterráneo pero ¡Ay...! Una noche regresé a mi hogar y encontré a mi querida en los brazos de otro hombre... ¡en mi propia cama!. En mi desgracia se trataba de un principal de la Orden de Malta y le dejé malherido. Tuve que volver a emprender la huida y el recuerdo y la nostalgia de mi España me hizo encaminar allí mi alma, después de despedirme del Gran Maestre y convertido por tres veces en desertor.

Ya en España fui absuelto de todos mis crímenes por la gracia de Dios y porque se trataban de asuntos de honor y no de mala vida; se me concedió el empleo de alférez y, mientras iba a Lisboa a recoger las credenciales de mi nuevo cargo, descubrí un deposito de armas y oro de los moriscos. Tras informar del hallazgo, me presenté en Sicilia donde la viuda de un oidor español me tendió sus redes y me enamoró con las peores artes. Yo, inocente aún de esas cosas de la vida, la intente llevar al altar hasta que mi paje me comentó que se besaba a escondidas con uno de mis mejores amigos; Naturalmente, no tuve más remedio que matarlos a los dos.

Desengañado del mundo, me retiré a dejar que solo el altísimo juzgara mis actos y ejercí como ermitaño en una cueva cerca de los Cerros de Agreda, al pie del Moncayo y me hice llamar Fray Alonso de la Madre de Dios, esperando quizás, que si no lograba enternecer al hijo lograra despertar el cariño de su madre. Sin embargo, una mañana fui hecho preso acusado de quedarme el oro y malvender las armas de los moriscos que descubrí hacía ya años pero no consiguieron mi confesión ni recurriendo al tormento... ya que Alonso de Contreras jamás acepta lo que no es. Una vez aclarado todo y recuperado de mis heridas partí con nuevas ilusiones para servir en Flandes pero pronto me desengañé del clima del país y de la vileza de sus gentes así que volví a Malta donde la orden me acogió con los brazos abiertos, como uno de los suyos, y me nombraron sirviente general, entre los recelos de algunos de mis hermanos que no entendían como podía servir a Dios aquel que ha quitado tantas vidas..

Harto de la vida monacal regresé a España, donde recibí el mando otra compañía, esta vez de la Armada Real. Mientras tanto, volví a ser engañado por una casada, que me tendió una felonía y, Dios me perdone, hizo que cometiera una ruindad... le corté al marido dos rebanadas del glúteo derecho, como si fuera un melón, para que aprendiera. Fui hecho preso a los dos días pero la orden de Malta me reclamó como a uno de sus hijos y se sustituyó la pena por dos años de destierro de Madrid. Afortunadamente, no duro mucho porque nuestro Rey se acordó de este pobre soldado para llevar refuerzos hasta Puerto Rico que estaba siendo amenazado por los puercos ingleses. Cuando llegue al muelle me encontré con que los refuerzos que me habían sido asignados no eran soldados sino felones condenados a trabajos forzados, y me discutían orden y mando; así que tuve que escarmentar a uno para que se amansaran todos. Cuando llegue a la Antillas me dijeron que el pirata que más daño hacía se llamaba Guatarral , fui contra él y le maté con mis propias manos, llevando los barcos requisados a puerto y entregándoselos al gobernador de Puerto Rico, que no cabía en sí de alegría. Me encargaron entonces recoger a los restos de la armada que yendo para filipinas sufrió una terrible tempestad pero, mientras se alistaban los hombres, se produjo el sitio de Mamora y tuve que burlar a la escuadra holandesa para llevar refuerzos a Cristóbal lechuga, que tuvo gran jolgorio de verme y que me dio el abrazo que nunca he recibido ni de mi mismo padre...

Mi hazaña llegó a los oídos de las gentes de la corte y solicité el título de almirante, buscando más reputación que dinero. Pero el ministro, felón y traicionero, solo aceptaba contentarme con oro ¡como si fuera un vil mercenario...! Discutimos y tengo que asegurar que no le llegué a poner la mano encima por más que muriera privado por el berrinche; él se quedó sin vida y yo sin Almirantazgo. Mientras estaba en la corte, esperando una nueva tarea, me alojé en la casa de Lope de Vega que tuvo a bien honrarme con la dedicatoria de una sus obras, “El rey sin reino”, hasta que harto de pretender, pedí licencia para volver a Malta y, sin embargo, me mandaron a una Isla de Sicilia llena de moros, a limpiarla e imponer la cruz con 120 españoles. Así lo hice y acabé levantando la iglesia con mis propias manos por lo que la orden, a instancias del Papa, me hizo fraile caballero. De ahí pasé a Nápoles donde tomé el mando de una selecta compañía de coraceros y allí tuve la dicha de encontrarme para ayudar a todas las pobres gentes a las que el Vesubio arrojó de sus casas... y, años tras año, envejecer...

Lo de dado todo para llegar a ser lo que soy... ¿Ha valido la pena?
CLAVES PARA ENTENDER LA VIDA DE ALONSO DE CONTRERAS
1) Aunque mucho de lo que sabemos de él procede de una carta manuscrita y autobiográfica encontrada, por casualidad, en 1.900, en la Biblioteca Nacional, se ha podido comprobar la veracidad de la práctica totalidad de lo por él contado. Incluso, en cierto modo, se queda corto, pues abundan los procesos legales en los que nuestro hombre fue protagonista.
2) Esta vida de aventuras y entuertos no era en absoluto inusual en la España del XVI y XVII, acostumbrada a pedir a sus hijos que se buscasen la vida, a menudo, con una pica en la mano. En cualquier caso, la de Alonso se sale de lo normal pues, cuando se despidió del Gran Maestre de la Orden de Malta llevaba 3 deserciones y varias muertes a sus espaldas... pero tenía solo 21 años.
3) Independientemente de el juicio que sobre su vida (y actos) pueda hacerse, Alonso fue recompensado en lo material pero parece que resultó maltratado en lo personal, ya que nunca fue agraciado con el verdadero reconocimiento de la Corte ni de los amigos. Tan solo tuvo buenas relaciones con el Gran Maestre de la Orden del Temple, con Lope de Vega (en cuya casa se supone que redactó la carta) y con Cristobal Lechuga, valeroso soldado y padre de la artillería española.
4) Fue un mujeriego empedernido pero resultó más utilizado por ellas que al contrario. Sabiendo de su habilidad con la espada y de su poco temple de carácter, algunas mujeres hermosas... pero casadas de la clase alta madrileña, le engatusaban con la esperanza hacer coincidir el adulterio con la presencia de su marido, y así forzar un duelo... que las dejara viudas.

miércoles, 16 de enero de 2008

Mokra, 1 de septiembre de 1939

Caballería polaca en la 2º Guerra Mundial

El hombre y el caballo siempre han estado íntimamente ligados. En cierto sentido, nuestro crecimiento como civilización ha ido ligado al uso de este noble – aunque algo asustadizo – animal en labores agrícolas, mecánicas o de pastoreo; con el caballo hemos cazado, hemos sembrado, hemos recolectado, molido, viajado y, como no podía ser de otro modo, nos hemos zurrado a base de bien. El caballo rápidamente se configuró como un acompañante insustituible para el guerrero, al que permitió cubrir grandes distancias en poco tiempo, cargar con inusitada potencia y perseguir a los huídos y fugitivos para entregarse al noble arte del desmembramiento. Además, el caballo aporta un plus de rancio abolengo que vino muy bien a señores y terratenientes para seguir distinguiéndose del aquel que nada tiene, hasta el punto de que seguimos usando la palabra “caballero” etimológicamente, “aquel que cabalga” – para designar a la persona que se comporta de acuerdo a determinados estándares de conducta. Lamentablemente, la invención y el uso masivo de la máquina de vapor supuso su desplazamiento de las labores productivas y afortundamente, la invención del carro de combate y la ametralladora, su desaparición total del escenario bélico. Hoy, tan solo se hace presente el “caballo” en determinados acontecimientos deportivos y, de forma mucho más lamentable, en ciertos barrios marginales de nuestra ciudades, y no precisamente para montarlo.

Cuando, en septiembre de 1936, la Alemania Nazi atacó Polonia, en el orden de batalla de ésta aún se alistaban 8 brigadas de caballería. A esas alturas del siglo XX, el caballo había sido desplazado de primera línea pero aún se utilizaba como animal de tiro y como enlace, y determinadas naciones “menos pudientes” lo utilizaban como fuerza de choque pura... como Polonia. El 1 de septiembre de 1939 la brigada de caballería Pomorska salió al paso del avance de la 20º División de infantería motorizada alemana a lo largo del rio Brda y la región de Mokra y su empuje fue tal, que el comandante alemán tuvo que comunicar por radio que se retiraba “¡ante el empuje y la intensa presión de la caballería!”. Los polacos, a los que, a la vista de los años se podría juzgar como valientes en grado sumo, casi rozando la inscosciencia, destacaron a parte de la brigada a una labor de reconocimiento tras las líneas enemigas... Dos escuadrones de jinetes salieron de la espesura y, al galope, sorprendieron al descubierto a un batallón de infantería alemán, cargando al sable contra la atónita unidad que apenas podía dar crédito a lo que estaba viendo. Al final, llegaron unos autoametralladores alemanes, una especie de mini – carro de combate que, a tiro limpio y protegidos por varios centímetros de acero, dispersaron a los jinetes.

A pesar de la aparición de los carros, la mayoría de los polacos no cejó en su empeño e intentaron montar una defensa sólida aprovechando el paso de una vía de ferrocarril que transitaba por un terraplén, mientras algunos seguían cargando contra las fuerzas alemanas... ¡lanza en ristre!. Murieron veinte soldados, 3 suboficiales y el comandante de la unidad. Al día siguiente, llegaron al lugar corresponsales de prensa italianos y se les dijo que la unidad “había cargado contra los carros a pecho descubierto” documentándose situaciones parecidas en todo el frente occidental. Esta historia se magnificó gracias a varias cartas en las que soldados alemanes contaban a sus familias el singular enfrentamiento y, gracias a la propaganda interesada, se convirtió en uno de los mitos más conocidos de la 2ª Guerra Mundial.

No sabemos a cierta hasta que punto el caballo atacó al tanque, el tanque al caballo o solo pasaban por allí... pero sí que puede asegurarse que, salvo alguna intervención de las caballerías italiana y cosaca, fue la última aparición del caballo, al menos, en el escenario bélico europeo.

A ver cuando conseguimos salirnos nosotros.

CLAVES PARA ENTENDER LA BATALLA DE MOKRA

1) Además de la caballería, participaron unidades de infantería e ingenieros. La mayoría de los efectivos combatieron a pie o usaron sus caballos como parapeto por lo que podemos asumir que el enfrentamiento se ha magnificado.

2) Sí es bastante asumible que se pudieran producir enfrentamientos puntuales ya que, en los tiempos en que las relaciones entre Polonia y Alemania eran mejores, se producían intercambios de oficiales que presenciaban los ejercicios de las fuerzas motorizadas alemanas. A consecuencia del Tratado de Versalles, esas fuerzas practicaban con "maquetas", muchas ellas hechas de lona. Además, muchos prisioneros polacos manifestaron en los interrogatorios que sus mandos les habían dicho que los tanques alemanes eran de madera.

3) Un año más tarde, cuando Hitler dio la orden de invadir la URSS, aunque apenas había unidades de caballería como tales (algunas brigadas, a lo sumo...) Alemania necesitaba 2.000.000 caballos para remolcar la impedimenta y la artillería.

Saludos.

lunes, 14 de enero de 2008

Una Web amiga

¡Saludos Blogueros!

Esta mañana un buen "ciberamigo" ha tenido la deferencia de publicar un artículo de un servidor sobre la historicidad de Jesús de Nazareth así que, con la excusa de invitaros a leerlo, os propongo que conozcáis su Web. Se trata de un foro abierto a la discusión sobre historia antigua, con muy buenos artículos sobre una amplia variedad de temas y me consta que las visitas y los comentarios son muy bien recibidos.

Así que, aprovechad...

http://www.historiaclasica.com/

domingo, 13 de enero de 2008

¡Auxilio!

Los romanos siempre confiaron ampliamente en soldados aliados como complemento de sus propios ejércitos. Esta, en principio, “abierta” manera de pensar, era consecuencia de una de cal y otra de arena: por un lado, se sabían lo suficientemente inteligentes para aceptar que, en determinadas disciplinas, la pericia de algunos pueblos era muy superior a la suya propia y, por otro lado, consideraban que nada valía más que la vida de uno de sus legionarios con lo que a menos que el enfrentamiento fuese realmente importante o la cosa pasara de castaño oscuro, no arriesgaban a sus preciadas legiones... Esta fuerzas auxiliares o complementarias eran igualmente profesionales, estaban preparadas con estándares parecidos a las de las unidades de primera línea y, según su naturaleza, recibían el nombre de Auxilia o de Numeri.

Los Auxilia, llamados así porque ayudaban y apoyaban a las legiones ciudadanas, eran tropas de choque no ciudadanas (en principio...) que suplían el escaso apego de los itálicos por el ejercicio del arco o la suerte de la caballería. Lo normal es que mantuvieran la estructura propia de sus países de origen, atendieran sólo a sus jefes y fueran reclutados mediante levas especiales. Sin embargo, esta independencia funcional les acarreó a los romanos más de un dolor de cabeza, como cuando en el 212 a.C. varias unidades celtíberas (en concreto pelendones y lusones) abandonaron a un ejército romano y, consecuentemente, dicha fuerza fue salvajemente caneada por un ejército cartaginés que observó complacido la deserción. Para evitar males mayores, los auxilia fueron reorganizados, equipados a la romana - como los calamares... -, estabilizados en campamentos permanentes parecidos a los de las legiones y, lo más importante, puestos bajo la dependencia de un oficial romano que se ocupaba de recordarles quien era el que pagaba las facturas... Por ejemplo, la legión española, “la legio VII Gemina”, a la sazón única guarnición legionaria de Hispania estaba reforzada por seis unidades tipo auxilia, que atendían a estos simpáticos nombres: Ala II Flavia Hispanorum civium romanorum, el Ala Pathorun, la Cohors I Celtiberorum Equitata Civium Romanorum, la Cohors I Galica Equitata Civium Romanorum, la Cohors II Galica y la Cohors III Lucencis. En total, casi 4.000 hombres adicionales.

La distinción entre cohorte y ala hacía referencia a si la unidad estaba formada por efectivos de infantería o de caballería. Las Alae nacieron a consecuencia de la potencia y exhuberancia de los jinetes con los que se tenían que batir el cobre los legionarios romanos. Como la Legión era débil en caballería (solo 120 caballeros) y la tradición ecustre de los hijos de la loba era tirando a nula, era necesario complementarla con "subcontratados" que evitaran que los pobres legionarios fueran rodeados por los flancos.

Los Númeri eran unidades parecidas que, sin embargo, solían estar mandados por jefes de su misma nacionalidad, no tenían caracter permanente, estaban organizados estrictamente según sus costumbres y, lo más importante, combatían exclusivamente según su estilo y habilidad. Los generales romanos, muy listos ellos, habían observado que estas unidades tan exclusivas perdían eficacia si se ajustaban a estándares romanos con lo que gozaban de una cierta independencia. El ejemplo paradigmático de este tipo de soldados podrían ser los jinetes númidas del norte de Africa o los jinetes catafractii de las estepas asiáticas.

De manera resumida y generalizando lo menos posible, estos eran los pueblos más habitualente presentes en dichas unidades auxiliares (las imágenes son cortesía del mejor ilustrador histórico del mundo, Angus McBride)

Celtíberos: Eran muy valorados como infantería auxiliar y, sobre todo, como caballería gracias a su animosidad, a su desprecio del peligro (ole...) y a su consabida capacidad de vivir con lo justito (vamos, prácticamente igual que ahora...) aunque tenían fama de inestables y volubles. Fueron reclamados desde épocas muy antiguas y su máximo momento de gloria lo vivieron en el año 69 d.C cuando, en medio de un conjunto de insurrecciones y batallas conocidas como las Guerras Bátavas (en las actuales Alemania y Holanda) evitaron la aniquilación de una legión al caer sobre la espalda de los miles de bátavos que la rodeaban. Con la romanización, dejaron de alinearse en unidades auxiliares para formar parte de las fuerzas legionarias.


Honderos baleares: Los romanos los consideraban más precisos que los arqueros y, en ciertas distancias, más letales. No estaban constituidos en unidades independientes sino que reforzaban a otras en grupos de 100 o 150 hombres. Acompañaron a las legiones romanas que lucharon en la conquista de la Galia, a unidades desplazadas en Germania y sobre todo, a las fuerzas con las que el emperador Trajano atacó Dacia a comienzos del siglo II d.C... como atestigua la "Columna de Trajano" en donde salen muy favorecidos.

Galos: Eran excepcionales jinetes y, como consecuencia de su rápida romanización, pelearon en unidades que combatían equipadas como las propias unidades de caballería legionaria. Sin embargo, tampoco renunciaban a sus tradiciones más crueles... como la de cortar la cabeza a sus enemigos muertos, mostrarlas durante un rato y luego colgarlas del pomo de sus sillas de montar. Roma apreciaba el odio que sentían por sus homólogos germanos, con los que combatían hasta el final.

Sármatas: Los Sármatas eran un pueblo de raices eslavas e iranias que ocupaba las inmensas llanuras de lo que hoy es la moderna Ucrania. Eran, probablemente, los mejores jinetes de su tiempo porque además de no hacer ascos al combate cuerpo a cuerpo, dominaban suertes dificilísimas como la del tiro con arco a lomos de sus monturas. Fueron derrotados por los romanos al mismo tiempo que los Dacios - con los que estaban algo emparentados - y a partir de ese momento fueron muy demandados. Para evitar sublevaciones, ya que eran terriblemente celosos de su libertad y sus constumbres, estaban destinados en los confines del Imperio; por ejemplo 4.000 de ellos colaboraban en la guarnición del Muro de Adriano, en Escocia.

Sirios: Estaban considerados como los mejores arqueros del Imperio, junto con los cretenses. Solían ir equipados de manera occidental, excepto por la largísima túnica que portaban y que nunca aceptaron quitarse. Desafortunamente para Roma, tenían fama de "peseteros" y ciertos textos que se conservan así lo demuestran. Sin embargo, un grupo de arqueros sirios al corriente de pago era capaz de poner sucesivas nubes de flechas encima del enemigo con una regularidad brutal. Fueron muy utilizados en las Guerras Dacias y para contrarestar a otro pueblo amante del tiro con al arco... los Persas.

Númidas: Eran excepcionales jinetes ligeros, que montaban caballos pequeños, vivaces y resistentes y que desquiciaban a los enemigos con su particular forma de combatir; los númidas galopaban a tumba abierta contra el adversario, lanzaban una o dos de sus ligeras jabalinas y se retiraban a la carrera para volver a embestir de nuevo. Curiosamente, los romanos los sufrieron antes que beneficiarse de ellos: Aníbal alistaba a jinetes númidas con regularidad y fueron actores principales de la victoria púnica en Cannas.


Germanos: No era normal que unidades de germanos pelearan en el bando romano. Julio César las utilizó a discrección contra los celtas en la conquista de la Galia pero, a partir de ahí, cayeron en el olvido. Sin embargo, los emperadores romanos les procuraron una ocupación: su complexión física, su altura así como su fama de insobornables los volvió insustituibles como guardía personal. Así, formaron parte no solo de unidades "regulares" como los speculatores de Augusto o la Guardia Bátava sino que casi siempre, la escolta de un general era germana. Quizás fuesen incorruptibles a su pesar, ya que casi ninguno hablaba latín...


jueves, 10 de enero de 2008

El misterio del valor

"Leónidas en las Termópilas", de Jacques-Louis David

El niño se acercó, zascandileando y dando pequeños saltos, hasta que llegó a poco menos de un par de metros del pobre viejo. Allí permaneció unos momentos, inerte, o al menos, todo lo quieto que puede estar un niño de once años, mientras su rostro esbozaba una sonrisa gigantesca que amenazaba con rasgar su cara de lado a lado. Su intención era acercarse a su abuelo sigilosamente y, una vez lo suficientemente próximo, hacerle algún tipo de perrería no demasiado atroz que hiciera más llevadera la calima de la tarde. Su antepasado, un anciano que había visto al menos media docena de guerras y un número incontable de cadáveres, era un antiguo médico ateniense que casi agradeció a los dioses haberse quedado ciego pues, si bien llegó un momento en el que la muerte llegó a manifestarse con una atonía más o menos soportable, los rostros desencajados de viudas y esposas, los manantiales de lágrimas derramadas sobre los mismo pechos que días antes servían de atalaya desde donde disfrutar del maravilloso cielo de Grecia, seguían configurando una visión desgarradora. Aún tuvo tiempo, mientras miles de imágenes surcaron su cabeza como un relámpago, de girar su cuerpo bruscamente, agarrar una piedra y lanzarla con fuerza. El muchacho se percató a tiempo y con un violento escorzo consiguió evitar el impacto pero, al girarse, perdió el equilibrio y cayó al suelo en medio de las risas de su madre, que observaba la escena desde la distancia.

- ¡Abuelo! Casi me mato por tu culpa...

- No soy yo el que lleva un buen rato acechando... Además, eres un estúpido... Te pones a favor del viento... – dijo extendiendo su mano el dirección a la voz de su nieto, mientras intentaba palparle la cabeza.
- ¿Cómo sabías que estaba ahí?
- Llevabas demasiado tiempo sin hacer ni un ruido, y el silencio en tu caso no presagia nada bueno – concluyó intentando contener la risa.

El niño se azoró ligeramente, bastante contrariado por haber fracasado en su objetivo y por la reprimenda de su abuelo. Al fin y al cabo, era un juego que repetían casi todas las tardes y al joven ateniense le parecía que, para medirse a un viejo que apenas podía ver, fracasaba en demasiadas ocasiones. Afortundamente el anciano no pudo prolongar la expresión de falsa reprobación con la que observaba a su nieto y una sonrisa se adueñó de su cara, lo que eliminó al instante la tensión en el rostro del muchacho. Mientras se sentaba a su lado, el anciano médico inquirió:

- ¿Qué historia hará más llevadero nuestro día, Diomecles?
- Pues... ¿Esparta? – dijo el muchacho bajando la cabeza con rubor.

El anciano frunció el ceño. Esparta no figuraba entre las historias preferidas de un ateniense, ni siquiera entre aquellas que juzgara conveniente rememorar; al fin y al cabo, solo habían pasado dos generaciones desde que aquellos guerreros del demonio aguantaron durante casi tres días al imponente ejército persa y el ideal de aquellos hombres y de Esparta, la tierra a la que representaban, estaba justo al lado opuesto de la idea de libertad que se cultivaba en Atenas, único lugar de Grecia en el que un hombre podía sentirse verdaderamente igual a otro. Sin embargo, la leyenda de aquel encuentro, en la que apenas podía distinguirse ya la realidad del mito, era la preferida de Diomecles... y a fin de cuentas, la única que estaba interesado en oír.

- Bien. Pero hoy no hablaremos de Leónidas sino de aquellos que consiguieron sobrevivir a la batalla... – y el anciano se quedo mirando fijamente a los ojos de su nieto, procurando hacer que el muchacho no perdiera anticipadamente el interés.
- En la batalla murieron todos abuelo... – respondió Diomecles.
- No... de los trescientos no todos perecieron cubiertos de gloria. Dos de los soldados que siguieron a Leónidas consiguieron salir con vida y regresar a la patria.
- ¿Qué...? ¡Cobardes! – gritó el muchacho y escupió al suelo con tanta fuerza como pudo.
- ¿Por qué haces eso? – le reprochó su abuelo.
- Porque... porque, no merecían vivir. Abandonaron a sus compañeros, traicionaron a aquellos a los que habían jurado fidelidad eterna... se deshonraron... se comportaron como cobardes.

El muchacho expulsaba las palabras a borbotones mientras que gesticulaba compulsivamente, intentando dar crédito a lo que acababa de oír y mostrando con todas sus fuerzas la enorme indignación que sentía. Éste, una vez que su nieto pareció más calmado, prosiguió:

- Espera... En un momento de la batalla, Leónidas mandó llamar a dos soldados, llamados Pantiques y Aristodemo. Cuando se le presentaron, se los llevó aparte de los otros y les encargó que llevaran un mensaje, a Tebas uno, y a Tesalia el otro.
- Un mensaje... ¿Para qué?
- No se sabe – respondió el anciano – pero cuando estaban en dichas ciudades les llegó la noticia de la derrota de los suyos ante lo que reaccionaron sin aspavientos pero con enorme tristeza.
- ¿Y que hicieron abuelo?
- Parece que uno de ellos, Pantiques, salió inmediatamente hacia Esparta con la intención de honrar a los muertos. El otro, Aristodemo, se encaminó hacia el lugar de la batalla con la esperanza de llegar a tiempo de ayudar a los supervivientes o, al menos, de encontrarse con alguna patrulla persa con la que poder enfrentarse...
- ¿Y que pasó?
- Pues... – reflexionó el anciano – a ninguno le fueron las cosas como había pensado; Pantiques llegó a la ciudad exhausto pero manteniendo la esperanza de llegar a tiempo de participar en los funerales y acompañar a los suyos hacia su último destino. Pantiques sabía que, según las leyes espartanas, aparecer con vida tras una batalla que había resultado perdida podía acarrearle el odio y el menosprecio de sus conciudadanos e incluso la muerte pero, aún así, acudió. Al entrar en la ciudad y presentarse como un superviviente solo recogió en rechazo de aquellos que hasta hacía bien poco eran sus vecinos. Al tercer día de ignominia, no pudo soportarlo más, y se suicidó.

El muchacho, al oír la última frase que salió de los labios de su abuelo, se quedó mudo.

- ...El otro guerrero, Aristodemo, había sido destinado para viajar a Tesalia porque padecía un curioso mal en un ojo que le impedía, temporalmente, la visión... así que Leónidas le convenció para que actuara de mensajero y contribuyera, de algún modo, a la batalla. El joven, a regañadientes, aceptó. Sin embargo, cuando llegó a su ciudad, después de semanas de vagar por toda Lacedemonia sin encontrar a un solo persa con el que poder vengar la derrota de sus compañeros, sufrió la misma ignominia pública que Pantiques amén de su propia vergüenza. Los regentes de Esparta ordenaron que no se le diera lumbre con la que encender el fuego, ni que nadie intercambiara una sola palabra con él. Pero Aristodemo decidió aguantar y vivió un año en la más completa soledad hasta que, tiempo más tarde, se presentó en la batalla de Platea armado con su escudo y su larissa. El joven guerrero acudió a la primera fila y aunque nadie se acercó a él ni le cubrió con su escudo, pronunció su grito de guerra y, cuando sonaron las flautas, cargó en solitario contra el enemigo, precisamente porque quería asegurase de que moriría... y así fue.

El muchacho, algo perdido ante semejante aluvión de extraños sucesos, permaneció en silencio, sin saber muy bien como encajar aquella parte de la historia, tan diferente a la de los gloriosos sucesos que conocía. Tras unos momentos, por fin, preguntó:

- Entonces... quizás no sean unos cobardes – reflexionó – pero uno de ellos se dio muerte y eso va contra los Dioses. Sin embargo, el otro...
- Ambos son iguales... - interrumpió el anciano.
- ¿Por qué? - replicó.

El venerable médico, imaginando la cara de sorpresa y extrañeza de su nieto hizo una pausa y, haciéndole una seña para que se acercara, le puso la mano en el hombro y apretándoselo con firmeza pero con infinita ternura le dijo:

- Porque, por más que buscar la muerte no represente un comportamiento loable, eso no es lo importante. Antes, justo antes de ponerse en las manos de la providencia, ambos se condujeron con valor, Diomecles... los dos sabían que nadie apoyaría sus versiones, que no tendrían la más mínima ayuda cuando regresaran a sus hogares, ni siquiera de aquellos que habían sido sus amigos, ni tampoco de sus familiares. Pero aún así eligieron hacer lo que les pedía su corazón y se comportaron de acuerdo con aquello en lo que creían. Fueron valientes y vencieron el miedo... aunque después equivocaran su elección última.
- Pero... - insistió el niño – ese valor... ¿de qué sirve si aquellos a los que iba dedicado ya habían muerto?... ¿si ni siquiera sus propios compatriotas eran conscientes de ello...?

El anciano movió la cabeza en dirección a su nieto una vez más y le susurró:

- Cuando persigas tu destino y consigas conducirte con valor, que lo sepas tú, es lo único importante...

Adaptación, extremadamente libre, de "El misterio del valor" de William Ian Miller

Dedicado a Turulato

martes, 8 de enero de 2008

Esparta

Monumento a Leónidas

Tengo que confesar que, por más que Roma y su civilización condicionen en cierto modo mi vida, Esparta y su historia, tienen un lugar no sólo en mi devenir sino en el epicentro de mis emociones. ¿El porqué? Bueno, dicen que el corazón atiende a razones que la cabeza no entiende y, probablemente, la manera de concebir la existencia de aquel territorio, pequeño y escaso, y de sus habitantes, más guerreros que cualquiera de los guerreros que en el mundo hayan sido, es especialmente difícil de entender e incluso de asumir para un mortal de nuestros días. De ellos, de los hoplitas espartanos – sería inútil diferenciar a un ciudadano de un soldado puesto que no se podía ser lo uno de lo otro – se ha dicho prácticamente todo y nada ha parecido suficiente; que si despreciaban la muerte, que si fueron la mejor infantería de su tiempo, que si sacrificaban a aquellos niños que no nacían con la suficiente apostura… anécdotas todas ellas fáciles de recordar y extremadamente aptas para alimentar un mito… y generalmente ciertas en su mayoría… pero que, inconscientemente no nos dejan ver aquello que verdaderamente retrataba e identificaba a estos hombres de forma unívoca: Eran hombres libres en un periodo en el que casi nadie lo era, y estaban dispuestos a entregar su vida para seguir siéndolo, pues no concebían la existencia sin la libertad.

Esparta, o Lacedemonia, era una ciudad - estado de la Grecia antigua, situada en el vértice de la provincia del Peloponeso. Su nacimiento no fue sencillo, igual que no lo sería su crecimiento: tensiones de carácter demográfico y político minaron su desarrollo hasta que, a mediados del VI a.C., dominaba ya a muchas ciudades y pueblos dentro de un área de influencia cada vez más grande. Esa influencia, conseguida a base de puñetazos en la mesa y actitudes firmes, la convirtió en árbitro geopolítico de la zona, llegando incluso a terciar en la elección de gobernantes de otras polis, algunas mucho más grandes, como la misma Atenas.

Naturalmente, al aumentar de tamaño aumentaron sus problemas. Los espartanos, prestos a combatir desde que se levantaban al alba, eran sin embargo tremendamente aislacionistas en todo aquello que no trajera causa de la misma Grecia. En el 499 a.C, un requerimiento de las ciudades jonias para rebelarse juntos contra los persas fue inmediatamente desechado al no ponerse de acuerdo los dos Reyes que regían los destinos de Esparta. Años más tarde, uno tuvo que desembarazarse del otro para reconducir de una vez para siempre las cosas; Cleomenes I, ya en solitario, recibió a los emisarios persas que venían con la intención de reclamar el agua y la tierra – entrega simbólica con la que se escenificaba una sumisión sin condiciones – y no lograron lo primero pero se hartaron de lo segundo; Cleomenes los arrojó a un pozo sellando de esa manera el destino de Esparta al de la Magna Grecia, para bien o para mal…

Los comienzos de esa nueva etapa empezaron de forma impensable, con los espartanos llegando con retraso a la batalla de Marathon, concretamente al día siguiente, en el 490 a.C. Pero años más tarde lo compensarían con creces, escribiendo una de las páginas más memorables – con todo lo que eso conlleva – de la historia de la humanidad. ¿Exagero? No lo creo; aquel día del año 480 a.C. miles y miles de soldados persas de un sin fin de nacionalidades avanzaban hacía el interior de Grecia dispuestos a ajustar cuentas de una vez por todas. El ejército griego, inferior en número y sobre todo en moral, se replegaba a duras penas, o más bien huía, seguros de que forzar un enfrentamiento sería estéril y toda resistencia, inútil. Y en esa maldita tesitura, solo Esparta se atrevió a desafiar al silencio… Fueron escogidos 300 de sus hijos y acaudillados por Leónidas, reclamaron su derecho a entrar en la historia por la puerta de los héroes, defendiendo salvajemente un desfiladero de poco más de 20 metros de ancho.

Naturalmente, nadie sobrevivió. Y, tristemente, es lo de menos; Leónidas y sus trescientos retrasaron a las fuerzas persas poco tiempo, pero lo suficiente para permitir a su flota reorganizarse y vencer a los invasores en Salamina. Si Churchill, emocionado por la gesta de los pilotos británicos ante la Luftwaffe pronunció aquello de “nunca tantos debieron tanto a tan pocos”, en esta ocasión deberíamos decir que nunca tan pocos consiguieron tanto. Aquella peculiar manera de entender la vida y la propia existencia, aquel modelo de educación – el agogé – que amontonaba a los niños en barracones, les obligaba a hurtar para sobrevivir y castigaba cualquier manifestación de dolor o debilidad y, por último, esa peculiar relación con la muerte y con el destino en la que huir era morir y morir, permanecer, había obrado, sin discusión, el milagro.

Para vencer a Esparta hubo que recurrir al tiempo y no a una batalla. Con una demografia castigada por privaciones y guerras, y una economía permanentemente sustentada en una segunda clase de ciudadanos más o menos libres – los periecos - y en una enorme masa de esclavos de la que dependía básicamente todo – los ilotas – la llama de Esparta se consumió ante el empuje de una nueva y pujante manera de existir: Atenas y su democracia, o más bien, Atenas y su nueva manera de concebir la libertad. Sin un caudal de jóvenes suficiente, sin ciudades ni pueblos a los que cobrar tributos, y con la emergente Roma al acecho y cada vez más fuerte, Esparta murió como tal el día que uno de sus esclavos tuvo que coger un arma para defender la ciudad. La dominación de los hijos de la loba, que abarcó pronto toda Grecia, tuvo en Esparta un último y devastador efecto: la educación espartana se endureció de forma obscena, en el fondo y en la forma, y quedó como reclamó de turistas, ávidos de violencia gratuita y de ritos extraños.

Sin embargo, semejante final no hizo sino inmortalizar su leyenda… la de una sociedad que entendía que la libertad deriva de la capacidad de uno mismo de cumplir la Ley que se autoimpone y la de trecientos hombres que prefirieron ser libres… allí donde les llevara el destino, una vez muertos. Descanse en paz aquel que fue capaz de vivir su vida según su deseo.

CLAVES PARA ENTENDER A ESPARTA

1) Esparta concebía la ciudadanía como un derecho completamente alienado con la obligación de defender a la ciudad con las armas. Por eso eximía a sus ciudadanos de trabajar - de hecho, lo tenían prohibido - lo que hacía necesaria una vasta cantidad de esclavos. Esto, unido a una demografía castigada por la guerra, condicionó absolutamente su existir.

2) Su belicosidad era tal, que sus reyes tenían frecuentemente que afrontar consejos de guerra ante, por ejemplo, una ciudad no conquistada o un retraso en una campaña. Esta forma de pensar queda retratada en la multitud de frases que los historiadores contemporáneos les atribuyeron como la que dice "Espartano, vuelve con tu escudo, o sobre él..." aludiendo a la costumbre de transportar a los guerreros muertos sobre sus escudos.

3) Afrontaban la muerte, si no sin miedo, sí sin connotaciones negativas; Negaban la existencia del miasma o contaminación causada por los cuerpos inertes. Por eso renegaban de los cementerios, enterrando a sus muertos junto a sus casas.

4) Que nadie aproveche para visitar el paso de las Termópilas. Desde la batalla, se han producido al menos dos terremotos, tres desbordamientos y algún derrumbamiento, y ahora está más cerca de ser una playa... ya que el "desfiladero" mide ahora más de kilómetros.

Dedicado a Lunaroja

domingo, 6 de enero de 2008

El Rey Lobo

En un época muy determinada de nosotros mismos interesó presentar los ocho siglos que cristianos y musulmanes nos caneamos a base de bien de un manera algo lineal y simplificada, y quizás por ello le dimos el nombre de reconquista a algo que probablemente no lo era. Por eso es más conveniente decir – a mi modo de ver – que durante tiempo, hijos de Dios e hijos de Alá - ¿o acaso sería lo mismo? – nos aliamos, nos desaliamos, nos traicionamos, nos asesinamos y nos volvimos a asesinar sin demasiada solución de continuidad, un poco al ritmo de los dineros que había disponibles para hacer la guerra o aprovechando los periodos, no demasiado largos, en los que los protagonistas anteriormente nombrados no andaban a gorrazos entre ellos mismos. A resultas de estos dimes y diretes, las relaciones personales y las lealtades estaban infinitamente poco claras, al igual que las fronteras. Así, literalmente, un pacífico labriego se podía levantar de la cama ora en tierra cristiana ora en tierra musulmana, según que la cabalgada de turno hubiera tenido mayor o menor éxito. Era una época donde, por encima de cualquier cosa, la incertidumbre sobre lo que podía pasar mañana lo dominaba todo.
Seguro que por eso, al amparo de estos acontecimientos surgieron hombres y mujeres también excepcionales: duros, flexibles, resueltos... de aquellos que llaman a las cosas por su nombre y agarran el toro por los cuernos... quizá rudos para los estandares actuales pero en ningún caso simples y, seguro, hechos de la pasta necesaria para sobrevivir a aquellos tiempos de locura. Uno de estos hombres a los que merecería la pena haber conocido fue un tal Ibn Mardanish, conocido por los hispanos como “El Rey Lobo”. El amigo Ibn fue el último gobernador musulmán de Fraga, una zona no especialmente extensa de la actual Aragón, que se había convertido en un pequeño reino taifa aprovechando que los hermanos mayores, a saber, Zaragoza y Lérida, andaban a la gresca por aquello de “... quítate tú pa’ponerme yo...” y la verdad es que sobrevivió a aquellos vaivenes políticos con sorprendente éxito... y sólo 24 años.
Como el hombre apuntaba muy buenas maneras, rápidamente fue propuesto para suceder a su tío y resultó proclamado Rey de Murcia, que en aquellos días andaba bastante “acongojada” con el rápido avance y la belicosidad de un pueblo, los almohades, surgido como reacción a la relajación en la fé de otro que, en el fondo, era más de lo mismo, los almorávides. Mardanish, viendo lo que se le venía encima, se olvidó de cuestiones religiosas y de tarambanadas varias y se alió con Castilla, con la que compartía enemigo. Y lo cierto es que tampoco tuvo que tragar demasiada bilis con este acuerdo porque el Rey Lobo era un auténtico enamorado de la vida en la península y aborrecía a sus “hermanos” africanos casi más que a los seguidores de la cruz... Mardanish vestía a la española, hablaba castellano y catalán, completaba sus huestes con mercenarios italianos o alemanes y, muy inteligentemente, cogió lo mejor de aquí y de allí para situar al reino de Murcia como referente económico para Europa entera, gracias a trabajos de ingeniería como canales o norias, o a innovaciones en el campo de la agricultura o la artesanía.
Crecido por los acontecimientos, “lobezno” ocupó Albacete, Denia, Játiva, Úbeda, Guadix, Granada y llegó a sitiar Sevilla. Naturalmente, semejantes progresos consiguieron provocar envidia, resentimiento y codicia a partes iguales hasta que, en el mismo momento en que trataba de poner cerco a la ciudad de Córdoba, un poderoso ejército almohade atravesaba el estrecho con la intención de quitarle a Mardanish tantos aires de grandeza... y de paso intentar hacerse con sus tierras en el mejor estado posible. “lobezno” les salió al paso en un lugar desconocido, pero situado más o menos donde la vega murciana se une a las serranías de Andalucía oriental. Y así, en 1165 se desencadenaba una de las batallas más decisivas – y desconocidas – de la mal llamada reconquista. En un primer momento Mardanish, que iba acompañado de buen número de portugueses y de cientos de caballeros de las órdenes militares peninsulares aguantó pero, según pasaba el tiempo y en el momento en que la victoria se tornó imposible, el Rey Lobo volvió grupas y salió a escape para intentar presentar una defensa razonable, parapetado tras los muros de la ciudad de Murcia. Allí, recogió los restos de su ejército y gastó sus últimos dineros en costosos mercenarios que, aunque consiguieron mantener a los fanáticos africanos lejos de la ciudad – contuvieron dos ataques más, en 1170 y 1171, no podían hacer nada para evitar que el territorio fuera saqueado a discreción. Ibn Mardanish, sin dinero, casi sin soldados y con sus antiguos aliados cristianos más pendientes de otras cosas – probablemente con la esperanza de que unos y otros se acabaran destrozando mutuamente – cayó en la más absoluta desesperanza.

Una mañana, dicen, se asomó al balcón de su palacio, como todas las anteriores mañanas, con la esperanza de divisar las columnas de sus antiguos aliados; tras unos momentos con la mirada perdida, se dio media vuelta y tocando el hombro de uno de sus sirvientes le dijo “...hasta aquí”. Al día siguiente cayó enfermo y varios más tarde, fallecía con el encargo para sus hijos de entregar Murcia a sus enemigos de toda la vida, los almohades.

No se les derrotaría definitivamente hasta medio siglo más tarde, en las Navas, en 1212