Ni siquiera el hecho de ser manco, ni tampoco la banda negra ocultando la cuenca vacía de uno de sus ojos... la imagen del coronel Klaus Schenk Von Stauffenberg seguía mostrando un porte y una altivez notables y, a pesar de su tullidez, se mantenía como uno de los militares más admirados en el verano de 1944, justo cuando sobre Berlín caía una media de 750 toneladas diarias de bombas. No conviene menoscabar esto último; en la capital de la Alemania nazi se empezaba a detectar un incipiente sentimiento, si no de odio, si de franco rechazo hacía aquellos que eran responsables - ¿no lo fueron todos? – de que la balanza se empezara a inclinar, definitivamente, hacia el abismo. El 20 de julio, con un sol radiante que casi permitía ver las caricaturas con las que los soldados americanos decoraban sus bombarderos, Schenk se abotonó su guerrera, echó una mirada hacía el lago de Wann, recogió de la mesilla de noche un informe dactilográfico destinado a Hitler y una camisa de repuesto de su guardarropa. Después, enfocó de nuevo hacía la superficie del lago, plana como un espejo, absolutamente cristalina... e hizo una tenue mueca, casi un sonrisa. Atravesó la estancia, llegó al salón e introdujo todo en una cartera de piel muy clara, de fabricación inglesa, justo encima de la bomba.
Ante su casa, el automóvil oficial le esperaba ya. Las calles de la Colonia residencial estaban desiertas, desiertas de vida, claro, pues el coche debía efectuar no pocos giros para esquivar alguno de los cadáveres fruto del bombardeo de la noche anterior, y que aún no habían podido ser enterrados. La decisión ya estaba tomada pero, lejos de tranquilizarle, su inquietud no hizo sino aumentar en los últimos días. Pero no era el miedo a la muerte o al sufrimiento lo que le atenazaba sino la posibilidad de que algo saliera mal, de que uno de sus compañeros o al menos, de aquellos que habían garantizado un oportuno silencio, cambiaran de opinión en el último momento y lo estropearan todo.
Schenk había decidido lo mismo que sus compatriotas tiempo antes y había llegado a la misma conclusión: sin Hitler, la paz era posible. Pero el “cabo” había sufrido antes de aquel caluroso verano de 1944 un mínimo de 11 atentados conocidos, más o menos mantenidos en secreto por razones obvias. Es cierto que algunas intentonas fueron obscenamente mal planteadas y no pasaron de sustos más o menos controlados pero algunas otras estuvieron bien cerca de acabar con el hombre que atenazaba a Alemania. Y en cuanto al “quien”... bueno... ¡parecía que todo el maldito mundo lo había intentado una vez al menos! Desde aquellos locos bienintencionados del círculo de Kreisau, los tecnócratas, los católicos, las organizaciones obreras... incluso los generales intentaron quitárselo de encima en varias oportunidades... sin éxito.
El mismo Schenk se lamentaba de su falta de decisión tan solo unos días antes; el 11, con Hitler paralizado a base de calmantes y la guardia de las SS inhabitualmente idiotizada, no se atrevió a colocar la bomba porque hubiera matado al Führer y no a Himmler de quien estaba tanto o más interesado en librarse. Estas indecisiones, unidas a varias intervenciones solo atribuibles a la buena suerte, empezaron a mostrar a la providencia como la mejor aliada del cabo austriaco. Pero, mientras la luz del día empezaba a vencer su particular batalla contra la niebla, en el silencio del automóvil no quedó espacio para los fracasos anteriores. Simplemente, esta vez, sería la última.
A las 6:45 el automóvil llegó a un pequeño aeropuerto, a las 7 en punto despegaba y, tras un encontronazo con cazas aliados, llegaba sano y salvo a Rasteburg a las 10 de la mañana. En aquella pequeña ciudad, Hitler había instalado su cuartel general, su “guarida del lobo”. Una vez pasado todos los controles y ya dentro de las instalaciones, Schenk dispondría aún de dos horas largas hacer de efectuar la presentación del informe. En ese momento, la fortuna volvía a aliarse con Hitler; la reunión se efectuaría en el pabellón de conferencias, una sencilla construcción de madera y teja y no en el bunker como estaba previsto. Los efectos de la explosión serían menores. Pocos minutos antes de las 12 y media, Schenk pidió permiso para retrasarse, aduciendo que había olvidado su arma en uno de los despachos, momento que aprovechó para poner en marcha el avanzado mecanismo químico de detonación. A partir de hay, diez minutos...
La sala de conferencias medía 10 metros de largo por cinco de ancho. Ideal. Adolf se hallaba en el centro de una mesa rebosante de mapas militares; A su derecha, los generales Heusinher y Korten... a la izquierda... el infame Keitel y Jold. Además una veintena de altos oficiales, de pie, se agolpaban contra las paredes. Tanto mejor. Sabiendo que su informe sería el primero en ser solicitado, cuando Schenk fue requerido para empezar a hablar, dejó la cartera apoyada en una de las gruesas patas de la mesa, pidió permiso para telefonear y salió.
A las 12:42, el barracón fue sacudido por una explosión comparable a la de un proyectil de artillería al caer. Se oían gritos entre los escombros y había sangre por todas partes. Aquí y allá brotaban llamas y el humo lo invadía todo. Había víctimas, estaba claro, pero el cuerpo que aparecía sepultado por parte de la estructura del barracón era, en realidad, el de su secretario y “doble”. El fuhrer se levantó con dificultad, con la chaqueta llena de sangre, el pantalón hecho jirones, la cabellera revuelta... pero de una pieza.
Había sobrevivido a su duodécimo intento de atentado.
1) La abundancia de acciones terroristas contra Hitler es fruto y consecuencia de la atomización de los grupos u organizaciones que, en determinados momentos, intentaron una respuesta armada.
2) Schenk equivocó el lugar de colocación de la bomba; la colocó por dentro de una gran pata de madera de roble (una de las más duras que existen) aunque hay una versión que dice que Korten, general de la Luftwaffe, la movió porque le molestaba. A resultas de la explosión murieron 4 personas y otras 7 sufrieron heridas de caracter grave.
3) Rommel, el zorro del desierto, fue herido días antes de la explosión por un ataque aéreo aliado pero, aún hoy, su participación en el complot puede calificarse de dudosa. Es casi seguro que mantenía contactos con alguno de los conjurados y parece demostrado que Hitler le desagradaba pero no se ha probado que estuviese el tanto de todos los detalles. En cualquier caso, fue obligado a suicidarse en el interior de un vehículo.
4) El 21 de Julio, Schenk fue fusilado. Entre el 7 y el 8 de agosto fueron condenados a muerte buena parte del resto de los implicados, los generales Höppner y Von Hasse entre ellos. Desde que se emitió el veredicto hasta que se ejecutó la setencia, los condenados aguardaron su destino... colgados del techo con lazos hechos de cuerdas de piano.
* Este artículo es una petición. Espero haber ilustrado la historia como querías.
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