Muy buenas noches tengan vuestras mercedes.
Me llamo Alonso de Conteras. Nací alrededor de 1.582 en la felicísima villa de Madrid, siendo yo el mayor de ocho hermanos y honrando así a mis padres, cristianos viejos y pobres de solemnidad. Cuando solo tenía trece años, un compañero, dicen, una arpía cobarde y mal nacida, digo yo, me acusó en clase de una falta que no había cometido y el miserable profesor, haciendo más razón de su hidalguía que de mi verdad, me bajó los pantalones y me dio una buena tunda. A la salida, me encaré con aquel mentiroso y le maté y hubiera matado también a mi maestro si es que se hubiese atrevido a salir, pues nadie mancilla el honor de un español y menos aún el del hijo de mis padres.
Tuve que escapar, sí, a la carrera, como si me llevara en volandas el mismo diablo, porque el compañero muerto era hijo de un contador de la corte, y en España valen más padres que leyes. Pero la buenaventura o el bienaventurado ¡qué sé yo! dispusieron los hados a favor de esta pobre alma que les escribe y el Archiduque Alberto, que se disponía a afrontar los mil y un peligros de Flandes, me acogió en su séquito. Con él, aprendí a comportarme como un español, a hablar y a maldecir como un soldado, y aún hubiera aprendido más si el cabo que mandaba nuestra compañía no nos hubiese obligado a dar media vuelta y, mediante engaños, a volver a Sicilia donde fui tratado de desertor.
Bien sabe el altísimo que no soy hombre de volver la espalda pero la prudencia aconsejó en esta ocasión apretar los dientes y emprender, de nuevo la huida. En Sicilia entré al servicio del muy noble capitán catalán Don Felipe de Menargas y con él, ataqué a los corsarios turcos en Patrás y peleé en Malta, donde sufrí mil y una penalidades y donde tuve que ver a hombres de ley pelearse por una rata, como quién porfía por acompañar hasta la alcoba a la mujer más bella de Madrid. En Malta, lugar desolado y febril, el Virrey de Nápoles me concedió una patente de corso con la que me convertí en uno de los hombres más ricos del mediterráneo pero ¡Ay...! Una noche regresé a mi hogar y encontré a mi querida en los brazos de otro hombre... ¡en mi propia cama!. En mi desgracia se trataba de un principal de la Orden de Malta y le dejé malherido. Tuve que volver a emprender la huida y el recuerdo y la nostalgia de mi España me hizo encaminar allí mi alma, después de despedirme del Gran Maestre y convertido por tres veces en desertor.
Ya en España fui absuelto de todos mis crímenes por la gracia de Dios y porque se trataban de asuntos de honor y no de mala vida; se me concedió el empleo de alférez y, mientras iba a Lisboa a recoger las credenciales de mi nuevo cargo, descubrí un deposito de armas y oro de los moriscos. Tras informar del hallazgo, me presenté en Sicilia donde la viuda de un oidor español me tendió sus redes y me enamoró con las peores artes. Yo, inocente aún de esas cosas de la vida, la intente llevar al altar hasta que mi paje me comentó que se besaba a escondidas con uno de mis mejores amigos; Naturalmente, no tuve más remedio que matarlos a los dos.
Desengañado del mundo, me retiré a dejar que solo el altísimo juzgara mis actos y ejercí como ermitaño en una cueva cerca de los Cerros de Agreda, al pie del Moncayo y me hice llamar Fray Alonso de la Madre de Dios, esperando quizás, que si no lograba enternecer al hijo lograra despertar el cariño de su madre. Sin embargo, una mañana fui hecho preso acusado de quedarme el oro y malvender las armas de los moriscos que descubrí hacía ya años pero no consiguieron mi confesión ni recurriendo al tormento... ya que Alonso de Contreras jamás acepta lo que no es. Una vez aclarado todo y recuperado de mis heridas partí con nuevas ilusiones para servir en Flandes pero pronto me desengañé del clima del país y de la vileza de sus gentes así que volví a Malta donde la orden me acogió con los brazos abiertos, como uno de los suyos, y me nombraron sirviente general, entre los recelos de algunos de mis hermanos que no entendían como podía servir a Dios aquel que ha quitado tantas vidas..
Harto de la vida monacal regresé a España, donde recibí el mando otra compañía, esta vez de la Armada Real. Mientras tanto, volví a ser engañado por una casada, que me tendió una felonía y, Dios me perdone, hizo que cometiera una ruindad... le corté al marido dos rebanadas del glúteo derecho, como si fuera un melón, para que aprendiera. Fui hecho preso a los dos días pero la orden de Malta me reclamó como a uno de sus hijos y se sustituyó la pena por dos años de destierro de Madrid. Afortunadamente, no duro mucho porque nuestro Rey se acordó de este pobre soldado para llevar refuerzos hasta Puerto Rico que estaba siendo amenazado por los puercos ingleses. Cuando llegue al muelle me encontré con que los refuerzos que me habían sido asignados no eran soldados sino felones condenados a trabajos forzados, y me discutían orden y mando; así que tuve que escarmentar a uno para que se amansaran todos. Cuando llegue a la Antillas me dijeron que el pirata que más daño hacía se llamaba Guatarral , fui contra él y le maté con mis propias manos, llevando los barcos requisados a puerto y entregándoselos al gobernador de Puerto Rico, que no cabía en sí de alegría. Me encargaron entonces recoger a los restos de la armada que yendo para filipinas sufrió una terrible tempestad pero, mientras se alistaban los hombres, se produjo el sitio de Mamora y tuve que burlar a la escuadra holandesa para llevar refuerzos a Cristóbal lechuga, que tuvo gran jolgorio de verme y que me dio el abrazo que nunca he recibido ni de mi mismo padre...
Mi hazaña llegó a los oídos de las gentes de la corte y solicité el título de almirante, buscando más reputación que dinero. Pero el ministro, felón y traicionero, solo aceptaba contentarme con oro ¡como si fuera un vil mercenario...! Discutimos y tengo que asegurar que no le llegué a poner la mano encima por más que muriera privado por el berrinche; él se quedó sin vida y yo sin Almirantazgo. Mientras estaba en la corte, esperando una nueva tarea, me alojé en la casa de Lope de Vega que tuvo a bien honrarme con la dedicatoria de una sus obras, “El rey sin reino”, hasta que harto de pretender, pedí licencia para volver a Malta y, sin embargo, me mandaron a una Isla de Sicilia llena de moros, a limpiarla e imponer la cruz con 120 españoles. Así lo hice y acabé levantando la iglesia con mis propias manos por lo que la orden, a instancias del Papa, me hizo fraile caballero. De ahí pasé a Nápoles donde tomé el mando de una selecta compañía de coraceros y allí tuve la dicha de encontrarme para ayudar a todas las pobres gentes a las que el Vesubio arrojó de sus casas... y, años tras año, envejecer...
Me llamo Alonso de Conteras. Nací alrededor de 1.582 en la felicísima villa de Madrid, siendo yo el mayor de ocho hermanos y honrando así a mis padres, cristianos viejos y pobres de solemnidad. Cuando solo tenía trece años, un compañero, dicen, una arpía cobarde y mal nacida, digo yo, me acusó en clase de una falta que no había cometido y el miserable profesor, haciendo más razón de su hidalguía que de mi verdad, me bajó los pantalones y me dio una buena tunda. A la salida, me encaré con aquel mentiroso y le maté y hubiera matado también a mi maestro si es que se hubiese atrevido a salir, pues nadie mancilla el honor de un español y menos aún el del hijo de mis padres.
Tuve que escapar, sí, a la carrera, como si me llevara en volandas el mismo diablo, porque el compañero muerto era hijo de un contador de la corte, y en España valen más padres que leyes. Pero la buenaventura o el bienaventurado ¡qué sé yo! dispusieron los hados a favor de esta pobre alma que les escribe y el Archiduque Alberto, que se disponía a afrontar los mil y un peligros de Flandes, me acogió en su séquito. Con él, aprendí a comportarme como un español, a hablar y a maldecir como un soldado, y aún hubiera aprendido más si el cabo que mandaba nuestra compañía no nos hubiese obligado a dar media vuelta y, mediante engaños, a volver a Sicilia donde fui tratado de desertor.
Bien sabe el altísimo que no soy hombre de volver la espalda pero la prudencia aconsejó en esta ocasión apretar los dientes y emprender, de nuevo la huida. En Sicilia entré al servicio del muy noble capitán catalán Don Felipe de Menargas y con él, ataqué a los corsarios turcos en Patrás y peleé en Malta, donde sufrí mil y una penalidades y donde tuve que ver a hombres de ley pelearse por una rata, como quién porfía por acompañar hasta la alcoba a la mujer más bella de Madrid. En Malta, lugar desolado y febril, el Virrey de Nápoles me concedió una patente de corso con la que me convertí en uno de los hombres más ricos del mediterráneo pero ¡Ay...! Una noche regresé a mi hogar y encontré a mi querida en los brazos de otro hombre... ¡en mi propia cama!. En mi desgracia se trataba de un principal de la Orden de Malta y le dejé malherido. Tuve que volver a emprender la huida y el recuerdo y la nostalgia de mi España me hizo encaminar allí mi alma, después de despedirme del Gran Maestre y convertido por tres veces en desertor.
Ya en España fui absuelto de todos mis crímenes por la gracia de Dios y porque se trataban de asuntos de honor y no de mala vida; se me concedió el empleo de alférez y, mientras iba a Lisboa a recoger las credenciales de mi nuevo cargo, descubrí un deposito de armas y oro de los moriscos. Tras informar del hallazgo, me presenté en Sicilia donde la viuda de un oidor español me tendió sus redes y me enamoró con las peores artes. Yo, inocente aún de esas cosas de la vida, la intente llevar al altar hasta que mi paje me comentó que se besaba a escondidas con uno de mis mejores amigos; Naturalmente, no tuve más remedio que matarlos a los dos.
Desengañado del mundo, me retiré a dejar que solo el altísimo juzgara mis actos y ejercí como ermitaño en una cueva cerca de los Cerros de Agreda, al pie del Moncayo y me hice llamar Fray Alonso de la Madre de Dios, esperando quizás, que si no lograba enternecer al hijo lograra despertar el cariño de su madre. Sin embargo, una mañana fui hecho preso acusado de quedarme el oro y malvender las armas de los moriscos que descubrí hacía ya años pero no consiguieron mi confesión ni recurriendo al tormento... ya que Alonso de Contreras jamás acepta lo que no es. Una vez aclarado todo y recuperado de mis heridas partí con nuevas ilusiones para servir en Flandes pero pronto me desengañé del clima del país y de la vileza de sus gentes así que volví a Malta donde la orden me acogió con los brazos abiertos, como uno de los suyos, y me nombraron sirviente general, entre los recelos de algunos de mis hermanos que no entendían como podía servir a Dios aquel que ha quitado tantas vidas..
Harto de la vida monacal regresé a España, donde recibí el mando otra compañía, esta vez de la Armada Real. Mientras tanto, volví a ser engañado por una casada, que me tendió una felonía y, Dios me perdone, hizo que cometiera una ruindad... le corté al marido dos rebanadas del glúteo derecho, como si fuera un melón, para que aprendiera. Fui hecho preso a los dos días pero la orden de Malta me reclamó como a uno de sus hijos y se sustituyó la pena por dos años de destierro de Madrid. Afortunadamente, no duro mucho porque nuestro Rey se acordó de este pobre soldado para llevar refuerzos hasta Puerto Rico que estaba siendo amenazado por los puercos ingleses. Cuando llegue al muelle me encontré con que los refuerzos que me habían sido asignados no eran soldados sino felones condenados a trabajos forzados, y me discutían orden y mando; así que tuve que escarmentar a uno para que se amansaran todos. Cuando llegue a la Antillas me dijeron que el pirata que más daño hacía se llamaba Guatarral , fui contra él y le maté con mis propias manos, llevando los barcos requisados a puerto y entregándoselos al gobernador de Puerto Rico, que no cabía en sí de alegría. Me encargaron entonces recoger a los restos de la armada que yendo para filipinas sufrió una terrible tempestad pero, mientras se alistaban los hombres, se produjo el sitio de Mamora y tuve que burlar a la escuadra holandesa para llevar refuerzos a Cristóbal lechuga, que tuvo gran jolgorio de verme y que me dio el abrazo que nunca he recibido ni de mi mismo padre...
Mi hazaña llegó a los oídos de las gentes de la corte y solicité el título de almirante, buscando más reputación que dinero. Pero el ministro, felón y traicionero, solo aceptaba contentarme con oro ¡como si fuera un vil mercenario...! Discutimos y tengo que asegurar que no le llegué a poner la mano encima por más que muriera privado por el berrinche; él se quedó sin vida y yo sin Almirantazgo. Mientras estaba en la corte, esperando una nueva tarea, me alojé en la casa de Lope de Vega que tuvo a bien honrarme con la dedicatoria de una sus obras, “El rey sin reino”, hasta que harto de pretender, pedí licencia para volver a Malta y, sin embargo, me mandaron a una Isla de Sicilia llena de moros, a limpiarla e imponer la cruz con 120 españoles. Así lo hice y acabé levantando la iglesia con mis propias manos por lo que la orden, a instancias del Papa, me hizo fraile caballero. De ahí pasé a Nápoles donde tomé el mando de una selecta compañía de coraceros y allí tuve la dicha de encontrarme para ayudar a todas las pobres gentes a las que el Vesubio arrojó de sus casas... y, años tras año, envejecer...
Lo de dado todo para llegar a ser lo que soy... ¿Ha valido la pena?
CLAVES PARA ENTENDER LA VIDA DE ALONSO DE CONTRERAS
1) Aunque mucho de lo que sabemos de él procede de una carta manuscrita y autobiográfica encontrada, por casualidad, en 1.900, en la Biblioteca Nacional, se ha podido comprobar la veracidad de la práctica totalidad de lo por él contado. Incluso, en cierto modo, se queda corto, pues abundan los procesos legales en los que nuestro hombre fue protagonista.
2) Esta vida de aventuras y entuertos no era en absoluto inusual en la España del XVI y XVII, acostumbrada a pedir a sus hijos que se buscasen la vida, a menudo, con una pica en la mano. En cualquier caso, la de Alonso se sale de lo normal pues, cuando se despidió del Gran Maestre de la Orden de Malta llevaba 3 deserciones y varias muertes a sus espaldas... pero tenía solo 21 años.
3) Independientemente de el juicio que sobre su vida (y actos) pueda hacerse, Alonso fue recompensado en lo material pero parece que resultó maltratado en lo personal, ya que nunca fue agraciado con el verdadero reconocimiento de la Corte ni de los amigos. Tan solo tuvo buenas relaciones con el Gran Maestre de la Orden del Temple, con Lope de Vega (en cuya casa se supone que redactó la carta) y con Cristobal Lechuga, valeroso soldado y padre de la artillería española.
4) Fue un mujeriego empedernido pero resultó más utilizado por ellas que al contrario. Sabiendo de su habilidad con la espada y de su poco temple de carácter, algunas mujeres hermosas... pero casadas de la clase alta madrileña, le engatusaban con la esperanza hacer coincidir el adulterio con la presencia de su marido, y así forzar un duelo... que las dejara viudas.
6 comentarios:
Cuando se utiliza a alguien por creer que vale para llevar a acabo algún trabajo o misión, se le paga en dinero no con un reconocimiento ni con ningún título pues en el fondo se le desprecia, o lo que es lo mismo: “te utilizo pero no te quiero”.
Personajes como este, de vida alborotada no suelen tener amigos, así que es lógico que al final se encontrara con que le sobraron dedos de una mano para contarlos. De todas formas y con la vida que llevó pienso que tuvo mucha suerte.
Es curioso que cuando él se sentía traicionado por una mujer: Una noche regresé a mi hogar y encontré a mi querida en los brazos de otro hombre... ¡en mi propia cama!, veía lógico agredir al que se metía en su cama, pero luego él se metía en la de los demás como cosa normal. :-) Puede que esta mentalidad masculina no haya cambiado mucho.
Un saludo
Me ha encantado el artículo y no dejo de sorprenderme de lo desagradecido que es este país con los que le honran, aunque sea de un modo tan "sui géneris".
¿Amigo del Gran Maestre de la Orden del Temple? Ya me gustaría que hubiera habido templarios en esa época, pero ellos también pagaron cara una traición y la felonía de unos cuántos.
Un saludo
Creo recordar que existe una novela llamada "La otra vida de Alonso Contreras". La le� en mi adolescencia, y creo que la historia iba de la "resurrecci�n" de este personaje, cuatrocientos a�os despu�s de haber muerto. Imag�nate la que armaba, siempre con la mano cerca de la espada. Lo que entonces no sab�a es que hab�a sido un personaje real. Saludos cordiales.
Lo que parece cierto es que Don Alonso de Contreras fue un hombre de su época. Por lo que cuentas, la Historia no pasó de largo por su vida. Además, tuvo mujeres, duelos, éxitos y repudios. Alguna muerte y algún desengaño. Fue monje y guerrero. Incluso algo parece que tuvo que ver con las Letras. Todo un personaje.
Sigo la estela de Kalia..
No podemos extrapolar a nuestra época ni la mentalidad ni los hechos de don Alonso.
Pero podemos apreciar alguna característica del personaje que merezca la pena aplicar en nuestros días; o quizá, siempre.
Hay que vivir haciendo y arriesgando. Seguramente nos equivocaremos en muchas cosas, pero creo que es más importante intentar que asegurar. Eso es vivir.
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