Julio Cesar se acercó a lomos de su caballo, Genitor, al cauce del pequeño río en cuya ribera, hacía dos días que descansaba la más querida de sus legiones: la X. Al llegar a la orilla, César detuvo su montura y meditó unos momentos sobre las consecuencias que sus actos podían acarrearle a él y a sus hombres; luego se dirigió a los presentes con estas palabras: "Aún estamos a tiempo de retroceder. Si avanzamos, ya no nos quedará otra salida que la de las armas". Durante el parlamento del general, un hombre corpulento y de hermosa figura apareció de pronto entre los árboles tocando una flauta. Los soldados, entre ellos los músicos, se acercaron corriendo para escucharle. De pronto César, le arrebató la tuba a uno de ellos y cruzó a la otra orilla del río mientras tocaba con todas sus fuerzas la señal de ataque. Cuando hubo llegado al otro lado, se giró hacia sus huestes y dijo “Sigamos adelante, hacia el camino al que nos empujan los augurios de los Dioses y la injusticia de nuestros enemigos. La suerte, está echada".
Desgraciadamente no sabemos si, cuando César llegó a la orilla del pequeño arroyo, tenía tomada una determinación o si, en cambio, en su fuero interno aún conservaba un margen para la duda. En cualquier caso, era una decisión inaplazable que le ocasionaría consecuencias gravísimas e imprevisibles. El Rubicón era el límite entre la provincia gala y la península italiana, donde César no tenía oficialmente poderes políticos y no se podían comandar ejércitos en armas salvo en tiempos de graves peligros para el Estado. Si avanzaba, desencadenaría la guerra civil; si permanecía en su provincia cedería al pulso de sus enemigos, quedaría confinado en la Galia, lejos de los centros de poder de Roma y su carrera política quedaría seriamente tocada, quizás para siempre.
Parece imposible que un hombre de la capacidad intelectual y la determinación de Julio César vacilase en el momento crucial; César, que no había dudado nunca, que conquistó la provincia más prospera de Roma en varias campañas relámpago, que fue elegido cónsul innumerables veces, que tenía una facilidad innata para cautivar a los hombres y embelesar a las mujeres…el hombre que se anticipaba siempre a los hechos… ¿ahora titubeaba?
Hoy, veinte siglos más tarde, solo podemos estar seguros de dos cosas. Aquel 23 de noviembre del 50 A.C, César desencadenó una cadena de acontecimientos que en último extremo, acabarían finiquitando la República y motivarían su propia muerte, años más tarde. Además la famosa frase jamás se pronunció, al menos en latín. César, que era capaz de hacer enrojecer al más soez de sus centuriones con su lenguaje, cuando escribía, hablaba para sí o quería enfatizar la importancia de su alocución, siempre utilizaba un idioma que le apasionaba: El griego. Sus palabras fueron anerriphto ho kybos o "que rueden los dados".
Desgraciadamente no sabemos si, cuando César llegó a la orilla del pequeño arroyo, tenía tomada una determinación o si, en cambio, en su fuero interno aún conservaba un margen para la duda. En cualquier caso, era una decisión inaplazable que le ocasionaría consecuencias gravísimas e imprevisibles. El Rubicón era el límite entre la provincia gala y la península italiana, donde César no tenía oficialmente poderes políticos y no se podían comandar ejércitos en armas salvo en tiempos de graves peligros para el Estado. Si avanzaba, desencadenaría la guerra civil; si permanecía en su provincia cedería al pulso de sus enemigos, quedaría confinado en la Galia, lejos de los centros de poder de Roma y su carrera política quedaría seriamente tocada, quizás para siempre.
Parece imposible que un hombre de la capacidad intelectual y la determinación de Julio César vacilase en el momento crucial; César, que no había dudado nunca, que conquistó la provincia más prospera de Roma en varias campañas relámpago, que fue elegido cónsul innumerables veces, que tenía una facilidad innata para cautivar a los hombres y embelesar a las mujeres…el hombre que se anticipaba siempre a los hechos… ¿ahora titubeaba?
Hoy, veinte siglos más tarde, solo podemos estar seguros de dos cosas. Aquel 23 de noviembre del 50 A.C, César desencadenó una cadena de acontecimientos que en último extremo, acabarían finiquitando la República y motivarían su propia muerte, años más tarde. Además la famosa frase jamás se pronunció, al menos en latín. César, que era capaz de hacer enrojecer al más soez de sus centuriones con su lenguaje, cuando escribía, hablaba para sí o quería enfatizar la importancia de su alocución, siempre utilizaba un idioma que le apasionaba: El griego. Sus palabras fueron anerriphto ho kybos o "que rueden los dados".
Abrazos.
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