Ayer, laboralmente hablando, fue un día para olvidar. Y eso, para lo que pagamos la hipoteca gracias a algo que sabemos hacer pero que no nos gusta en demasía, solo puede dignificar la peor de las combinaciones posibles, esto es… trabajar mucho… para que adelantes poco y te luzca nada: el teléfono sonando sin parar, la mesa llenándose de papeles e informes a cada instante, Microsoft Outlook “escupiendo” rabiosamente mensajes, mis compañeros entrando y saliendo como de una cafetería…
Si a esto le unimos que, al menos, el 90% de la gente entiende el viernes como la antesala lógica del fin de semana pero que, a un servidor, suele ser el día que más le cunde, no os sorprenderá que acabara saliendo del trabajo como de unos toriles y destilando un “cabreo” monumental. Así que, con una poco forzada cara de malas pulgas encaminé mis pasos hacia al autobús, confiando en que no hubiera demasiado tráfico que retrasara mi vuelta a casa y, sobre todo, rogando a Dios para que no sentara a mi lado algún paisano con ganas de conversación y me arruinara el último capítulo de
“La Catedral del mar”, mi libro de las dos últimas semanas… Desgraciadamente para mí, el altísimo tenía cosas más importantes que hacer que facilitar la vuelta a casa de este pobre contable…
Al principio, cuando se sentó a mi lado y comenzó a castigarme las meninges con su monocorde verborrea, no reparé en su aspecto pero, unos minutos más tarde, una vez decidí hacer un alto en la lectura para descansar la vista y lanzarle una mirada furibunda, a ver si así se decidía a salir de mi mundo para no volver y fijé mis ojos en él, confieso que no pude dejar de mirarlo hasta que se bajó, seis o siete paradas más tarde. Permitidme aclarar que, generalmente, no soy tan maleducado… Me gusta pasar desapercibido, más aún en los transportes públicos; como mucho, me permito aguantar la mirada de cuando en cuando en alguna bella señorita y tan solo en dos o tres ocasiones me he decidido por acompañarla de una tímida sonrisa, pero es que mi eventual compañero de viaje del viernes era… espectacular. No por su físico, más o menos normal, sino por la cantidad de abalorios, cachivaches y achiperres que colgaban de su cuello, brazos y muñecas y que, aún a riesgo de dejarme alguno, procedo a enumerar: En su cabeza, un par de gafas, unas graduadas -
espero... - y otras de sol, a modo de diadema para el pelo; en sus orejas, variados y llamativos pendientes, al menos cuatro en cada una de ellas; en el cuello tres collares, uno de conchas, otro metálico y un tercero de cuero, rematado con signo tribal que le tapaba medio pecho. En sus brazos, media docena de pulseras incluyendo la roja, de apoyo a la selección española de futbol, la amarilla, esa que popularizó
Amstrong, la blanca y negra contra el racismo, y la verde, que no se muy bien lo que significa ni me importa... Podría decirse que no había causa en el mundo que no encontrara en los brazos de este hombre una valla de publicidad gratuita; En sus pantalones, decenas de chapas de aquellas que estuvieron de moda en los años ochenta, algunas de ellas irreconciliables, como el símbolo de la paz y la calavera que identificaba a los hombres de las temibles
SS. Aparte, portaba dos móviles en su cinturón, una funda para las gafas, una bolsa de estas que se llevan en bandolera, una mochila, un reloj
Casio con calculadora
- un hermoso detalle retro :-) - y un llavero con el que hubiera podido abrir hasta las puertas del cielo... ¡Éste hombre tenía más accesorios que un Madelman! Una vez superado el "shock" inicial y sonriendo para mis adentros, pensando en las horas a que se tendría que levantar este buen hombre para salir equipado de casa, pensé en que sin duda, se habría sentido como pez en el agua en las antiguas legiones de Roma...
Hace muchos siglos, cuando los romanos empezaban a sentirse como los amos del mundo y sus ejércitos conquistaban lejanísimos países de los que nunca nadie había oído hablar, alguien percibió que lo que se había revelado bueno hasta entonces, estaba a punto de dejar de serlo y que, si Roma deseaba además conservar sus nuevas provincias, necesitaba un ejército más rápido, más móvil y, sobre todo más profesional. Y no es que los legionarios que se encontró
Cayo Mario, tío de
Julio Cesar, fuesen malos ¡todo lo contario! El problema es que eran, en cierto modo, soldados a tiempo parcial pues, como propietarios de tierras, debían dedicar la mitad del año a cuidar sus cosechas y atender a sus familias. Esto significaba dos cosas: Una, que aquellos hombres estaban deseando acabar la campaña para volver con sus mujeres y dos, que empezaban a concebir la milicia como una carga pues, si conseguian mantenerse con vida hasta llegar a viejos, poco a nada recibían a cambio.
Mario se dió cuenta y, en una medida que sus contemporáneos apenas entendieron, dio entrada en el ejército a los
capite censi, a aquellos que nada tenían y, por tanto, a aquellos que estaban dispuestos a darlo todo por retirarse un poco menos pobres de lo que se alistaron. La medida fue un éxito, pues permitió mantener hombres en armas durante todo el año, algo imprescindible si lo que se quería era mantener lo conquistado y, además, al esteblecer la obligatoriedad de "premiar" a aquellos que llegaran a viejos con una parcela de tierra cultivable, propició que se aprovecharan para la agricultura terrenos hasta ese momento considerados baldíos.
Más el cambio fundamental no fue ese.
Mario tambien se dio cuenta de que, en un ejército que confiaba su destino a su infanteria y que debía custodiar fronteras de cientos y cientos de kilómetros, la rapidez con que consiguiera moverse era fundamental. Por aquellos días los legionarios romanos se acompañaban de un tren de bagajes que podía representar dos o tres veces la longitud del ejército mientras marchaba. Detrás de los soldados avanzaban miles de acemilas, que cargaban los pertrechos e incluso las armas de aquellos, mujeres de dudosa reputación, buhoneros, curanderos, adivinos y toda suerte de rufianes que se aprovechaban de una cierta laxitud en las normas para sobrevivir a base de engaños e incluso participar en saqueos y botines.
Mario, con buen criterio, acabó definitvamente con todo esto, arrojando a patadas de los campamentos a todo aquel que no fuera personal combatiente y, sobre todo, prescindiendo de de burros y asnos y obligando a sus hombres a que, de ahora en adelante, cargaran diariamente con la totalidad de su equipo. Tan solo permitió un animal por cada
contubernium o grupo de ocho legionarios.
En un principio, le medida fue aceptada a regañadientes por sus hombres pero, a la mañana siguiente, cuando fueron realmente conscientes del volumen de equipo que debían transportar sobre sus hombros, seguro que más de uno se tuvo que hacer el dormido. Cada legionario, además de su casco, su
gladius, su escudo y su cota de malla debía acarrear además una capa, un poncho, un cazo metálico donde comer, una cesta de mimbre, un pico, un hacha, un cortacésped, una correa, una sierra para madera llamada honcejo, una cadena, dos estacas de maderas con las que formar una empalizada y una
dolabra. Me apuesto a que, durante las marchas, el asno del cortubernium sonreía de soslayo, complacido de tener que acarrear, "tan solo", la tienda donde dormir y los utensilios que conformaban una pequeña cocina de campaña. Pero muy pronto, los legionarios se acostumbraron, se endurecieron y fueron capaces de cubrir enormes distancias cargados hasta las trancas de armas y herramientas... y de golpear con dureza al enemigo sin solución de continuidad, cansados o descansados, al levantarse o al anochecer, con sol o con lluvia...y eso, por aquellos días, no estaba al alcance de nadie.
A partir de entonces, los soldados de infatería, los miles romanos, serían conocidos por sus enemigos como los
Mulus Marianus... o
las mulas de Mario, soldados capaces de caminar treinta kilómetros con treinta kilos en las espaldas...
Para una época en la que los hombres aún andaban con sandalias, no estaba mal.