La historia suele ser caprichosa. Se sabe obligada a desvelar acontecimientos, a descubrir las claves de nuestro pasado, aquel que luego olvidamos con facilidad a la hora de manejar nuestro presente. Pero muchas veces se resiste a hacerlo y, quizás por eso, en ocasiones se permite ciertas licencias. Sin duda, una de ellas, fue elegir la ciudad de Oxford, sede de una de las Universidades más antiguas y famosas, como patria chica de
Ricardo Plantagenet, un zoquete de cuidado. Cuando
Enrique II, su padre, observó a aquel mozalbete rubiales atravesar el patio del castillo a la carrera, soltando espadazos a diestro y siniestro con el arma de madera que uno de los escuderos le había fabricado, seguramente no pudo dejar de esbozar una sonrisa; Ricardo era su tercer hijo… un muchacho sanote, de aspecto fornido, incontenible curiosidad y buen temple; por eso fue pronto conocido entre la servidumbre del Rey como “
corazón de León”. Su adolescencia fue la de cualquier hijo segundón: mucho montar a caballo, mucho practicar con las armas, y de números y letras, poco, por no decir nada. Este desapego por la cultura provocó la desesperación de
Leonor de Aquitania, su madre y, a la sazón, una de las mujeres más inteligentes de su tiempo.
Pero muy pronto, Ricardo empezó a saborear el amargo regusto del poder. Su padre, “Quique the second”, era un enamorado de la multipropiedad; aparte del trono inglés, tenía varias “parcelas” en el continente, como el Ducado de Normadía en Francia, o los territorios de Anjou, Lorena o el Maine. Tal acumulación de patrimonio le convirtió en el señor feudal más poderoso de Francia, con el lógico enojo del Rey de los galos, Felipe II Augusto. Todo aquello creó entre ambos reinos un fuerte sentimiento de rivalidad, que determinó la tónica política del continente europeo durante el resto de la edad media, y arrastró pronto a Ricardo al terreno de las disputas familiares: En 1173, junto a sus hermanos Enrique y Godofredo, se rebeló contra su padre, ya divorciado, seguramente porque éste le tiraba los trastos a una tal Alix de Francia, de la que “el felino” estaba locamente enamorado. Este primer intento fue un fracaso, pero no el segundo, finiquitado seis años después, y que acabó con el Rey Enrique en el paro y los dos hermanos de Ricardo, muertos o desahuciados.
Ante semejante panorama familiar, el camino de “Richi” hacía el trono quedaba expedito y así, en 1189 d.C., fue coronado Rey de Inglaterra. Pero la responsabilidad del trono enseguida empezó a ahogar los caballerescos ímpetus del joven monarca, que ve en la convocatoria de la tercera cruzada por Gregorio VIII, la oportunidad de abandonar una patria y unas costumbres por las que curiosamente, no siente el menor apego. Comoquiera que las arcas reales estaban vacías, Ricardo recurre a métodos expeditivos para financiar su empresa: pone a la venta cualquier tipo de cargo público, tierras, cédulas reales y eclesiásticas… ¡lo que sea! Además, el espíritu cruzado obra maravillas: una de ellas, permitir que Ricardo parta hacía oriente de la mano de su más furibundo rival, Felipe II de Francia; la otra, que no repare en que su política de subastas generalizadas ha puesto Inglaterra en manos de una cuadrilla de esquilmadores profesionales al mando de su hermano pequeño, Juan.
Pero a Ricardo le da igual; está completamente imbuido del espíritu de los caballeros de Cristo. La campaña empezó bien: en un principio se conquista Messina, Chipre y el puerto de Acre. Incluso los cruzados canean concienzudamente a un ejército musulmán en Arsuf… pero las malas condiciones climáticas, las múltiples penalidades y las envidias y desconfianzas que invaden el bando cristiano motivan que las operaciones acaben en un discreto fracaso, y Ricardo y Felipe han de contentarse con cerrar con Saladino algunas concesiones a favor de los peregrinos que pretendían visitar los Santos lugares. El tratado es respetado por ambas partes, y permanecer en Tierra Santa no tiene sentido. Felipe de Francia vuelve grupas hacía sus territorios europeos pero Ricardo, preso de la melancolía y la desazón por la ausencia de victorias, se resiste a abandonar los Santos lugares… entre el lógico cabreo de la mayor parte de sus hombres, que están hasta la coronilla de aguantar calor, mosquitos y calamidades a cambio de nada. Mientras Ricardo permanece en la inopia, Felipe II, ya en Francia, pone en marcha la máquina de conspirar y, a base de regalos y falsas promesas, consigue poner la cabeza como un bombo al hermanísimo Juan, un individuo oscuro y taimado que ve en el soberano francés la posibilidad de que de una vez por todas, dejen de apodarle “el sin tierra”. Enterado Ricardo, prepara una reducida escolta de jinetes y, a pesar de las advertencias de sus consejeros más cercanos, parte hacía Inglaterra por tierra. Para su desgracia, en el viaje de regreso, es hecho prisionero por su viejo enemigo Leopoldo de Austria, al que el inglés había ofendido años atrás pisoteando su estandarte y que ahora, atisba la posibilidad de saldar viejas deudas. Leopoldo vende al rey inglés en pública subasta y el Emperador Alemán Enrique VI se hace con el premio gordo por 60.000 marcos, sólo para exigir inmediatamente a los ingleses el doble de esa cantidad en concepto de rescate. Juan II, alborozado, declara que no esta dispuesto a pagar ni un duro, pero la madre de ambos, Leonor, debió de dar tales voces que Juanito no tuvo más remedio que rascarse el bolsillo, y acoquinar.
Parece que el Ricardo llegó a Inglaterra con la mano suelta, dispuesto a enseñar a Juan lo que se hace con los hermanos díscolos que le traicionan a uno, cuando un noble de poca monta, el Vizconde de Limoges, se rebeló en el norte de Francia. El Rey inglés aplazó el hermanicidio para no dejar impune este nuevo desafío y lanzó una terrible operación de castigo que, en pocos días, le puso ante los muros de la poderosa fortaleza de Chateau Chales. Una noche tranquila, mientras el Rey inspeccionaba los trabajos de minado de los las murallas del castillo sin más protección que su casco, un solitario ballestero disparó una única flecha que hizo blanco en el cuello real.Ricardo, temiendo alarmar a los suyos, no mostró ningún dolor pero una vez en su tienda, optó por tirar de la flecha, con tan mala fortuna, que solo consiguió romper el asta… dejando alojado en su cuello un rejo de un palmo de largo. En medio de terribles dolores, un cirujano de los de entonces intentó extraer la punta, pero lo único que consiguió su escasa maña fue multiplicar el daño y favorecer la aparición de una infección.
Parece que en sus últimos momentos, Ricardo regresó a sus caballerosos orígenes; caminando ya hacía el umbral de la muerte, envió una carta a su madre en la que legaba a su hermano Juan el reino de Inglaterra y sus demás posesiones; y aunque se había alejado de la vida piadosa – se rumoreaba que era homosexual – se confesó, tomó la comunión e insistió en ver a Bertrán, el ballestero que le disparó, que había resultado capturado. Una vez ante él, Ricardo le dijo:
“¿Qué mal… te hice para que me causaras… la muerte… de esa manera?”
“Mataste a mi madre, a mis hermanos y a mi mujer. Véngate de mí del modo que quieras; soportaré incólume los tormentos más atroces que puedas imaginar…sabed que se acaba vuestra vida” – dijo Bertrán
“En… ese caso… te perdono. Puedes marchar” – le replicó Ricardo. En medio del estupor de los presentes, ordenó que se dispusiera la liberación del asesino, no sin antes hacerle entrega de 100 sueldos ingleses, imagino que por las molestias. Seguidamente, el Rey, en medio de un gran quejido, expiró.
Ricardo I Plantagenet, aquel al que llamaban “corazón de León”, descansa en la cripta de la Catedral de Rouen…
Bertrán de Gurden, su asesino, fue desmembrado a palos por los caballeros del rey inglés, y su cadáver devorado por los perros…
A Ricardo no le hubiese gustado saberlo.