En ese preciso momento, el hombre decidió, henchido de orgullo, que lo sobrenatural no podía ser tan distinto y que, casi con total seguridad, aquello que sin duda dominaba el universo debía de tener apariencia humana. A esa invención, la llamó “Dios” y, aunque en principio nos hizo una tremenda ilusión, según empezamos a explicarnos el mundo que nos rodeaba, la fuimos dejando de lado. Los hombres inventábamos ruedas, estribos, imprentas, armas de fuego, bombillas, teléfonos y además...¡lo hacíamos nosotros solos! Ya no nos preguntábamos si estaba bien o no hacer tal o cual cosa: solo nos preguntábamos si éramos o no capaces de hacerlo. El que el hombre acabara poseyendo todos los secretos imaginables no era ya una cuestión de capacidad, sino de tiempo... “Dios” era cada vez menos necesario...
¿o no es así? Semejante capacidad de hacer y deshacer, de reinventarnos continuamente a nosotros mismos, se nos ha hecho difícilmente soportable. Es probable que nunca en la historia de la humanidad, hayamos sido más conscientes de nuestro poder pero también posiblemente nunca nos hemos sentido tan solos, tan desamparados... Esta soledad tan mal llevada nos ha castigado tanto que el hombre ha realizado dos últimos y postreros esfuerzos para sentirse más acompañado y más querido... Uno lo ha llamado Internet y el otro, consiste, básicamente, en auto - convencerse de que “Dios” está en todas partes...
Y en todas partes no sé, pero por Peñalara, seguro que se pasa de ven en cuando. Peñalara es una zona de la Sierra de Madrid que acumula una enorme cantidad de cortados, desfiladeros y roquedales, y estos son de tal belleza y porte, que resulta un misterio el que solo se maten dos o tres personas de cuando en cuando. Hace un par de días tuve la oportunidad de pasar allí la mañana y amén de desollarme manos y pies, tengo la certeza de que al menos en tres ocasiones, estuve cerca de matarme. Dos de ellas tuvieron como escenario uno de los tramos más complicados, el conocido como “Pico de los Claveles” y no me molestó tanto la posibilidad de dejar de estar empadronado en el mundo de los vivos, como la algarabía con que mi compañero de ¿paseo? se tomaba tanto sufrimiento. Aparte de andar por aquellas cortantes piedras con la facilidad de un rebeco, mi amigo se giraba a cada paso, al parecer muy divertido con mi estilo de escalada, no tan elegante como el suyo y más parecido al de otro ilustre ungulado... el hipopótamo. Y no con hipopótamos pero sí con elefantes un hombre consiguió, hace muchos siglos, hacer algo parecido a lo que intentábamos hacer mi amiguete y yo... llegar al otro lado de una montaña.
Con semejante bagaje emocional no debe sorprendernos que Aníbal dedicara las veinticuatro horas del día a pensar la forma de fastidiar a aquellos engreídos hijos de la loba que cada ver eran más prepotentes… y más poderosos. En primer lugar, se decidió por asegurar su retaguardia, y penetró en Hispania con un palo en una mano y una zanahoria en la otra. Con el palo, se dedicó a “calentar” a todas esas tribus que no habían acabado de someterse del todo, y con la zanahoria, consiguió que aquellas más predispuestas a colaborar consintieran en entregarles más soldados con los que reforzar su no demasiado poderoso ejército. Después de tomar la levantina ciudad de Sagunto, continuó ascendiendo por la costa y recogiendo apoyos entre los abuelos de los actuales catalanes. Por fin, después de comprar unos botes de colonia en Andorra, se aprestó a cruzar la frontera, al mando de unas fuerzas que deberían rondar los 75.000 hombres.
Tras salir del valle del Tet, Aníbal se desvió hacia el este acampando junto a la población de Iliberis. Los galos, advertidos ya del avance del ejercito púnico que había sometido a sus vecinos del otro lado de los Pirineos, unieron sus fuerzas con la intención de devolver a los invasores al otro lado de los pirineos pero los cartagineses, que no deseaban perder tiempo o tropas en enfrentamientos que no fuese imprescindible llevar a cabo, se echaron mano de la cartera y repartieron monedas de oro a discreción, consiguiendo que el avance por territorio galo fuese rápido y sin contratiempos.
Tras llegar al Ródano, Aníbal puso todo su empeño en hacerse con cualquier tipo de embarcación posible y a tal efecto compró a los lugareños todas las barcas de que estos disponían. Cuando los cartagineses se disponían a subir a ellas, un tropel de galos se fue agrupando al otro lado del río y en pocos minutos ya era todo un ejército el que esperaba al otro lado de la caudalosa corriente. Sin pérdida de tiempo, el cartaginés envió a un fuerte contingente de caballería al frente del cual puso a Hannón con la orden de cruzar el río aguas arriba y atacar a los celtas para facilitar así el cruce del río al resto del ejército. Hannón cumplió con las ordenes con gran celeridad y, ayudado por guías locales, zurró a los galos con tal saña, que el resto de las fuerzas cartaginesas cruzaron el río sin problemas.
A partir de aquí, entramos sin dilación posible en el terreno de la conjetura. Sabemos que Aníbal cruzó los Alpes, más que nada, porque tenemos constancia de su presencia a un lado y a otro de la famosa cordillera y también sabemos que llevaba con él 36 o 37 elefantes, ya que los utilizaría semanas más tarde en los dos primeros enfrentamientos armados con las legiones romanas, la escaramuza del Tesino y la batalla del río Trebia. En cambio, desconocemos por completo cual fue la ruta que siguió hasta las fértiles tierras del norte de Italia y también ignoramos buena parte de los acontecimientos que provocaron que solo llegase con 27.000 hombres, menos de la mitad de los que tenía cuando emprendió el camino. Solo nos consta que, una vez en lo alto del último puerto, se asomo al mirador que formaba un pequeño despeñadero y con algunos de sus hombres contempló a lo lejos el espectacular valle del Po y les dijo... "Señores, delante de ustedes pueden ver a su destino". Era el año 218 a.C.
De todas formas, todos estos datos no nos resultan imprescindibles para atisbar la importancia que tuvo su gesta. En cualquier enfrentamiento enquistado en el tiempo, y aquel lo era, es imprescindible trasmitir al contrincante una férrea voluntad de vencer; Aníbal lo entendió así y, con su decisión de trasladar la guerra a Italia, dejó claro desde el principio que la finalidad de aquella campaña no era ganar tiempo ni firmar nuevos tratados, sino que el objetivo era aniquilar a la misma civilización romana… el problema es que los romanos también se percataron de ello.
Curiosamente, Aníbal estuvo a punto de matarse en el descenso, cuando una ladera se desprendió al paso de unos jinetes y una docena de hombres se precipitó al vacío a ambos lados del general. Afortunadamente tuvo suerte y consiguió asirse a las riendas de un caballo o a los aparejos de un carro.
Dios está en todas partes.