¡Jooooooder! ¡A mí... me pasa eso... y empiezo a mentar al padre de toda la humanidad desde los Reyes Católicos y el Cid Campeador! Pero por Dios... ¿Qué sentido tiene la vida si no te puedes cabrear? Por eso me alegro de mi condición de Director Financiero: la gente asume que, al estar todo día con cobros, pagos, vencimientos, proyecciones, datos, presupuestos y cahs flows... vamos... con dinero pa’arriba y pa’abajo... tienes todo el derecho de mundo a estar todo el santo día de mal café. Y eso amigos, no tiene precio... Puedo chillar, maldecir jurar en arameo, tener el ceño permanentemente fruncido, llamar a voces a la gente, asomar la cabeza por la puerta del despacho y gritar... “Yolanda... vamos ¡coño!... ¡que es para hoy!”... y a todo el mundo le parece normal. En resumen, vivo en un continuo desahogo que a nadie extraña. Además, mato dos pájaros de un tiro: no solo puedo cabrearme “ad infinitum” sino que, como en el fondo soy tan buena persona como vosotros, tiendo al arrepentimiento... y ¿acaso para alcanzar la salvación no hay que arrepentirse?
El almirante Isoroku Yamamoto tampoco era mucho de reírse, la verdad. Normal... teniendo en cuenta el pastel que le tocó comerse... Este militar con nombre de moto de dos tiempos fue el séptimo hijo de un maestro de escuela y su nombre, “Isoroku”, significa “56” en japonés, la edad de su padre cuando él nació. Quizá por el cabreo que se cogió cuando se enteró de que se llamaba como un número de bingo, llegó a ser alférez de marina por la vía rápida y durante la guerra ruso – japonesa de 1905, en la que se comportó con excepcional heroísmo perdiendo además dos dedos de la mano izquierda, fue adoptado por la familia Yamamoto. Una vez acabada la guerra se casó y fue enviado a Estados Unidos, nada menos que a la Universidad de Harvard, donde completó su formación a todos los niveles, destacando en literatura europea y razonamiento lógico y verbal.
De regreso a su país desempeñó toda clase de cargos de responsabilidad, desde jefe de arsenales y bases navales hasta el cargo de agregado militar de la embajada de Japón en Washington. Durante estos años empezaron a revelarse ciertos desencuentros con las tradiciones niponas, sobre todo en el campo de la aviación. Yamamoto se hizo amigo de la mayoría de los agregados militares del resto de embajadas de los grandes países occidentales y, gracias a sus conversaciones con éstos y a sus visitas a las enormes factorías estadounidenses se convenció bien pronto de que, en la próxima guerra, un acorazado iba a ser tal útil como un rinoceronte blanco en el Gran Ballet Ruso. En una de sus conferencias en Japón – siendo ya Viceministro de Marina – espetó a su auditorio que la construcción de los nuevos acorazados Yamato y Musashi era, literalmente, “quemar billetes con un mechero”. Semejante afirmación, en un país en el que las tradiciones se las ponía uno al levantarse cada mañana y en el que se medía la hombría por el diámetro del tubo de los cañones – también llamado calibre... – ocasionó tal polvareda que se puso a una buena parte de la sociedad en su contra. “56”, no solo no levantó el pie del acelerador sino que se hartó de decir al que le quisiera escuchar, que Japón no tenía la más mínima posibilidad de mantener un conflicto con Estados Unidos más allá de 18 meses.
Las afirmaciones de Yamamoto no eran fruto del derrotismo sino del conocimiento óptimo de las posibilidades del enemigo... y de las suyas propias. Y, al mismo tiempo, que enumeraba los problemas en los que iba a ver en envueltos sus hombres – y, por ende, su pueblo – se dedicaba a corregirlos afanosamente, ya convertido en Almirante y Jefe de la Flota Combinada. Isoroku no deseaba entrar en guerra con los Estados Unidos pero una vez tomada la decisión por su gobierno, se dedicó en cuerpo y alma a dar a su país una posibilidad de vencer. Fue él el que decidió que Pearl Harbour debía de ser sometido por la aviación y no por un desembarco y suyo fue también plan de atacar la base. Tras su éxito, Yamamoto sufrió una terrible derrota en Midway quizá, por el exceso de confianza acumulado tras una carrera de éxitos militares que le había llevado a dominar la mitad del océano pacífico. Meses más tarde, durante la batalla de Guadalcanal, decidió visitar a sus hombres para inspirarles confianza y reforzar su moral. El cable que anunciaba su llegada fue interceptado por los americanos que desplegaron un sin fin de cazas para “recibirle”. Fue localizado y derribado, el 18 de abril de 1943.
Su muerte dejó al Japón, no solo sin un gran líder, ciertamente valiente y capaz, sino sin la única persona entre su Estado Mayor que valoraba correctamente el potencial de su enemigo... aquel “gigante dormido” que él mismo confesó haber despertado. Yamamoto luchaba, pero deseaba fervientemente la paz.
Quizá por eso, y por lo que le estaba tocando vivir, apenas sonreía...