Sobre esta crisis económica se insertaba otra, de calado social y moral: a Roma llegaban esclavos como llevados por un infernal torrente; en el 177 a.C. se importaron de golpe 40.000 sardos, y el año siguiente 50.000 epirotas. Los tratantes de esta mercancía humana iban a acapararla siguiendo el rastro de las victoriosas legiones romanas que la suministraban y la abundancia era tal, que transacciones de diez o quince mil almas eran normales en los mercado de Délos, el más importante de su época. En algunas poblaciones había muchos más esclavos que paisanos y en los latifundios cerealistas de los terratenientes romanos se podía cabalgar durante días sin encontrarse a un solo hombre libre. En estas difíciles circunstancias fue cuando Tiberio fue elegido tribuno y desde el principio se vio que iba a ser una fuente de problemas.
Había crecido junto a su madre, cenando mientras oía hablar de ética y de moral y, a la edad en que los adolescentes intentan atisbar a una chica remojándose las pantorrillas, él solo pensaba en la política; Era lo que suele decir “un idealista”. Pero hasta que punto sus ideas, excelentes, estaban al servicio de su ambición, que era grandísima, o viceversa, lo ignoraba como lo ignoran todos los idealistas; le bastó un viaje por el campo a lomos de una mula para darse cuenta de que, si se dejaba todo el trabajo a los esclavos, Roma, o por lo menos la Roma que el imaginaba, estaba irremisiblemente perdida… así que según volvió a casa le faltó tiempo para proponer una batería de medidas que podríamos calificar como mínimo de audaces. Cuando los latifundistas romanos se desayunaron con ellas al día siguiente, el croissant no pasaba ni a la de tres. Tiberio pretendía nacionalizar tierras y repartirlas en pequeñas porciones con el compromiso de trabajarlas, así como restringir su compraventa y, como además era buen orador, le bastó defenderlas con pasión para conseguir que a la gente corriente le ardiera la sangre. Los ricachones, mayoría en el Senado, intentaron oponerse pero el complicado sistema legal romano permitió apoyar estas leyes en la asamblea de la plebe, de mayoría “rojilla”. Tiberio durmió esa noche con la tranquilidad del deber cumplido… y la inquietud de saberse convertido en un blanco perfecto.
Lo inteligente, visto el cariz que tomaba el asunto y que la situación empeoraba día tras día, hubiera sido cogerse el primer trirreme y retirarse a un sitio tranquilo en el que hubiera programa de protección de testigos, pero Tiberio era un luchador y en un gesto de abierta rebelión, se presentó al tribunado. Más la radicalización de sus ideas le fue apartando de sus mejores amigos, con lo que se tuvo que radicalizar cada vez más para conseguir apoyos nuevos; Tiberio cayó en la más agresiva demagogia justificando de paso los argumentos del adversario. El día de las elecciones se presentó en el foro con una escolta armada y vistiendo luto dando a entender que votar en su contra significaba para él la condena a muerte. Mientras votaba, irrumpió en el pleno un grupo de senadores con cadenas y garrotes, y los mismos amigos que azuzaron cada uno de los incendiarios discursos de Ssempronio, le cedieron respetuosamente el paso… para darse media vuelta y dejarlo solo. Le mataron de un mazazo en la nuca y echaron su cuerpo al Tíber. Su hermano Cayo pidió permiso para rescatar el cadáver y darlo sepultura. Se lo negaron.
Nueve años más tarde, este mismo Cayo que intentó sacarse a la fuerza la oposición a sepulturero consiguió ocupar el puesto que su hermano había dejado vacante y, más listo, envolvió en un velo de moderación unas ideas aún más extremistas que las de su hermano... ¿el resultado?... la gente pasó de matarse en el Senado a asesinarse en las calles y lo que se aprobaba un día se derogaba el siguiente. Los senadores sacaron otra vez los garrortes del trastero pero Cayo fue avisado y huyó a tiempo, intentando cruzar a nado el Tíber. Lo consiguió pero, cuando vio que no tenía escapatoria, ordenó a un siervo que le clavara el cuchillo en la garganta; éste lo hizo, solo para después clavarselo él. Otro de los siervos, con menos apego a su amo, cercenó su cabeza y tras rellenarla de plomo se presentó en el Senado, que había ofrecido su peso en oro. Se embolsó la recompensa y el pueblo llano, que tanto le había aplaudido, ni siquiera pestañeo ante el asesinato de su héroe: corrieron a tomar las mejores posiciones, ya que el Senado había autorizado saquear su casa.
Lo curioso del asunto, es que las disposiciones de Los Gracos pervivieron en el tiempo, se corrigieron y se aplicaron, y constituyeron la columna vertebral del sistema que permitió a los soldados de Roma retirarse como veteranos a un pequeño huerto en el que envejecer. Pero el mérito se le apuntaron otros... ¿os suena?