Los primeros datos escritos sobre el desarrollo de un torneo medieval se encuentran en una descripción de Nithard, un historiador aficionado, nieto del gran Carlomagno, que en su crónica “De dissensionibus filorum Ludovico piiad annumusque” – os juro que no me lo he inventado… - relata con todo lujo de detalles el desarrollo de una justa, que no torneo, celebrada en las afueras de Estrasburgo en el año 842 d.C. Y es que una “justa” y un “torneo” no son exactamente lo mismo…
Las justas nacieron a principios del siglo IX d.C, un poco con la finalidad de entretener a la masas honrando a Dios, por un lado, y ofrecer a la nobleza la posibilidad de mostrar su habilidad en una variada suerte de lances de carácter guerrero… algo normal, ya que apenas sabían hacer otra cosa. El caso es que una variada suerte de duques, barones y señores de las más variopintas alcurnias acudían a una explanada, generalmente fuera de la ciudad, vestidos con sus mejores galas y henchidos de orgullo y valor guerrero, con la sana intención de machacarle la sesera al noble de tres acres más allá, por lo general conocido suyo, primo lejano o incluso hermano de padre y madre. ¿El problema? Pues eso… que se conocían… y que, al conocerse de antiguo, tenían un montón de rencillas y rencores personales pendientes de solución definitiva; ¡y qué mejor que una justa!, con sus “accidentes” y sus “caídas fortuitas” para arreglar definitivamente la disputa sobre ese castillo tan hermoso o ese rosario de mi madre que nunca me devolviste.
Y claro, paralelamente empezaron a proliferar las armas defectuosas, los escuderos poco dispuestos a auxiliar a sus señores, ¡Ah! Y los “arriesgados”, caballeros poco duchos en el manejo de las armas pero que acababan subidos a un caballo porque “nobleza obliga”… En fin, que la gente se moría con más facilidad de lo normal, y estos enfrentamientos dejaron de hacer honor a su nombre, resultando a la postre bastante “in - justos”. Pero… ¿A que no sabéis quien se dedicó a solucionar el asunto? Pues claro, el que tenía más tiempo libre para pensar… El Papa.
Aunque hay que decir que, por una vez, le cundió: en primer lugar estableció unas normas de comportamiento que, entre otras cosas, imponían una figura casi desconocida por aquel entonces: el árbitro... y para evitar mancillar los enormes egos de esos grandes señores, dispuso la obligatoriedad de que fuera un hombre noble. Además separó a los contendientes con una empalizada de madera, al estilo de un partido de tenis, de manera que cada jinete evolucionaba libremente, pero en su propio lado. Y lo más importante: se definieron claramente las condiciones de victoria; acababa de nacer el Torneo. El objetivo del nuevo juego pasó a ser romper la propia lanza – en aquella época hecha de madera de álamo – contra la armadura del adversario. Para ser declarado vencedor era preciso destrozar el arma tres veces seguidas, y para ello era necesario acometer con una fuerza brutal, amén de ser más habilidoso que un relojero suizo. Probad a coger una escoba bajo el brazo y, corriendo hacía una puerta, tratad de acertarle al tirador… no es fácil ¿verdad?... pues imaginad eso mismo encima de un caballo forrado, al igual que el jinete, con planchas de hierro y a una velocidad combinada de unos 100 kilómetros por hora. Me atrevo a decir que lo extraño no es que se acertaran… es que se vieran siquiera.
En principio, el torneo estaba exento de peligro, pero realmente seguía consistiendo en un deporte de alto riesgo. El problema principal, y la causa de casi todos los accidentes, era que la lanza tendía a resbalar por las acanaladuras del peto de la armadura y acababa atravesando las zonas menos protegidas, como el cuello o las axilas. La solución, como todas las que de verdad funcionan, fue bastante simple: se practicaron diversas incisiones a lo largo de todo el arma para rebajar su peso y hacer la lanza más quebradiza y, además, se dotó a la punta con varios roquetes, una especie de “tacos” como los de las botas de los futbolistas que no dejaban penetrar a la lanza y evitaban casi completamente su deslizamiento.
Pero los roquetes a veces se afilaban… y las lanzas en ocasiones no se aligeraban… y la gente se seguía muriendo... por accidente... como Enrique II de Francia, último Rey europeo muerto JUSTAmente. ¡Por cierto!... a veces las disputas alcanzaban también a las damas pero ellas, tan etéreas, no se bajaban al barro porque solían tener una buena bolsa de currículums de nobles más que dispuestos a romper una lanza por ellas... De ahí el dicho.
Un saludo