"Drakkar" vikingo, Museo de Oslo
Una vez, un profesor mío ciertamente dicharachero nos encontró a algunos de mis compañeros de clase y a mi mismo leyendo una publicación futbolera dirigida principalmente a aficionados del Real Madrid, llamada “Vikingos”. El docente se molestó, es cierto, pero quizás porque estábamos al fondo de aula, en relativo silencio y sin incordiar a nadie, se mostró compasivo con nosotros, decidió no llamar al jefe de pasillo y, simplemente, se contentó con “darnos un consejo que nos valdría para toda la vida…”. Acto seguido, espetó “…no olviden que los verdaderos vikingos eran altos personajes con rubios cabellos y cuernos en la cabeza, pero que aquí, en España, los que llevan cuernos no son rubios, por más que sus hijos si lo sean…”. A un servidor, a mis amigos y a mis once años de entonces, ese consejo nos dejó más o menos igual. Ahora, mucho más tarde y con más malicia en el cuerpo, tampoco es que me destornille recordando aquel chascarrillo pero sí que me sirve para recordar la impresionante agilidad mental y de pensamiento que tenía aquel hombre y que le servía para ejercer de aceite, esto es, para decir siempre la última palabra. Durante el resto del curso le cogió tal gusto a nuestro grupo que siempre nos sacaba al encerado al grito de “Vikingos… ¡a la pizarra!” y debo reconocer que, gracias a aquella pesadez de hombre, leí más en aquel año que cualquier otro, hasta los dieciocho años de edad.
Principalmente, los verdaderos hijos de Odín procedían de Noruega, Suecia y Dinamarca y, por su origen escandinavo, se les dio a estos pueblos el nombre de Normandos, literalmente, “los hombres del norte”. Por el contrario, la palabra vikingo se reservaba para los más belicosos de aquellos, los que se dedicaban a recorrer las costas europeas saqueando y violando a discreción. Hoy, por mor de las circunstancias y de la pasión humana por reducir las cosas al absurdo, Vikingo, ha acabado por utilizarse en un sentido mucho más amplio de manera que se aplica tanto a los hombres como a la cultura escandinava entre los siglos VII y X; las consecuencias son las ya sabidas: La soberbia imagen del noruego de turno, ataviado con su peculiar casco y preparado para desembarcar en tierras lejanas y robar tres o cuatro doncellas del tirón, ha oscurecido los enormes logros de una civilización que se merece un puesto en la historia por algo más que haber conseguido lucir con gallardía algo tan poco “ponible” como unos cuernos…
Para empezar, los vikingos eran expertos marinos que atravesaban velozmente el mar en sus "Drakkars" o naves Dragón, llamadas así porque sus proas y sus popas iban adornadas con tallas que representaban este mítico animal. Semejante grado de excelencia marinera la dio, naturalmente, la necesidad de salir al mar casi desde el principio de su existencia, ya que sus países de origen, fríos e inhóspitos, hacían que cultivar algo que más tarde pudiera resultar medio comestible era como ponerse a cuadrar un círculo. Esto, únido a una población muy jóven y extraordinariamente fértil (cosa no de extrañar para el que ha visto la noruega media…) les empujó sin solución de contundidad hacia el saqueo, el robo y la expoliación de otras tierras más agradecidas, más pacíficas y más ricas. Y hay que reconocer que se les daba de miedo; El saqueo al monasterio inglés de Lindisfarme, el 8 de junio del 793 d.C, marcó la violenta irrupción de los vikingos en el mundo cristiano de occidente y décadas más tarde, ciudades tan alejadas de sus bases como Sevilla, Arlés, Pisa o Constantinopla fueron concienzudamente expoliadas en expediciones que no necesitaron demorarse durante más de dos o tres semanas. A partir de entonces las crónicas escritas por los aterrorizados monjes de aquel y de otros monasterios, les adjudicó una imagen de sanguinarios asesinos que perduraría durante siglos. Esa historia, escrita evidentemente por gentes nada afectas a aquellos hombres del norte, nos presenta seguro su peor aspecto. Recientes excavaciones efectuadas en Escandinava y, sobre todo, en Inglaterra, nos ofrecen una visión de este pueblo mucho más matizada, y de aquellos hombres que, al menos, nunca intentaron imponer su cultura a los demás.
Pero bueno, el caso es que el mundo occidental estaba hasta el gorro de aquellos gigantes rubios y de su costumbre de arreglar las cosas a espadazo limpio, así que los más listos de los europeos, los franceses, decidieron que ya que no podían vencer a los vikingos en buena lid, se ocuparían de darles algo con lo que estar ocupados y dejaran por fín de conseguir las cosas con el sudor de la frente ajena y no de la suya propia. A cambio del cese de sus incursiones y de su conversión al cristianismo, en el 911 d.C, el Rey de Francia nombró Duque de Normadía a un antiguo jefe Vikingo, Rolf Torseen. Este nuevo y molón cargo consiguió inmediatamente dos cosas, una de ellas acaso no deseada: por un lado civilizó “a la europea” a aquellos especialistas en pedir prestado y no devolverlo pero, por otro lado, abrió la puerta a la definitiva y más duradera conquista nórdica: la demográfica. En pocas décadas surgirían más Duques, Condes y Barones que marcarían el devenir de los acontecimientos políticos en el viejo continente… y todos ellos de sangre normanda. Con el tiempo, los suecos – llamados varegos – conquistarían gran parte del territorio eslavo, los daneses ocuparían Irlanda e Inglaterra y los noruegos colonizarían Groenlandia e Islandia, además de llegar al continente americano un porrón de años antes que nuestro marino genovés.
Pero con el pasar de los años, el paso de atrevidos marinos a ociosos terratenientes no les sentó nada bien y lo que no habían conseguido ni la espada ni los tratados lo consiguió la palabra, la palabra de Dios quiero decir... Sólo con la expansión del cristianismo, los antiguos valores normandos comenzaron a declinar definitivamente, debilitándose poco a poco hasta desaparecer, como muchos años antes sucedió con los druidas celtas. Aquellos hermosos hombres y mujeres que habían aterrorizado a Europa, remontado ríos y atravesando inmensos mares acabaron por morir de éxito; Las culturas que habían conquistado los absorbieron y así los conquistadores de Inglaterra se volvieron ingleses, los normandos acabaron siendo franceses y los varegos, al final, se conviertieron en los primeros rusos de la historia. Al menos, en cierto sentido, siguen estando entre nosotros.
Curiosamente, entre los europeos de entonces los vikingos tenían fama, sobre todo, de desconfiados. En una ocasión, el más famoso de ellos, Eric el Rojo, estaba de expedición en Islandia y extrañado ante la ausencia de ejércitos enemigos o de población autóctona, decidió seguir explorando y explorando por más que sus hombres no desearan más que establecerse de una vez. Por fín, Eric vio a un pescador y le preguntó por la presencia de guerreros en las inmediaciones. El solitario pescador, extrañado, contestó que por aquella zona no había hombres de guerra y Eric miró a su lugarteniente, sonrió y le dijo "... uno nunca sabe hasta que le responden"
Normal que los cuernos creen desconfianza...