Una de las primeras e inesperadas consecuencias de la globalización ha sido que, hoy por hoy, el valor de una marca comercial es directamente proporcional al tiempo que tarde un ciudadano chino es copiar el producto que se distribuye bajo ese nombre. Bromas aparte, al hilo de esto último propongo un ejercicio de agudeza visual: sentaos cómodamente en el Metro, dirigid una mirada a vuestra propia indumentaria e identificad alguna prenda o complemento de esos que los más jóvenes califican como “… de marca”; y no os engañéis: seguro que dos o tres, al menos, entran dentro de esa categoría. Seguidamente buscad bienes de consumo parecido en el resto de ocupantes del vagón del suburbano, y procurad no observar con demasiada fijeza, no sea cosa de que a alguna dama le parezca que sois... unos “necesitados”… ¿Cuántos identificáis? ¿Diez, doce… quizá veinte? Pues que sepáis, que al menos el 80% de ellos son copias, mejores o peores, burdas o casi perfectas, pero de ese porcentaje no se baja en ninguno de los países que llamamos, algo eufemísticamente, “desarrollados”.
Naturalmente que se que los lectores de este blog no nacieron ayer. También estoy seguro de que conocen que miles y miles de personas en todo occidente hacen tres comidas diarias gracias al mercado de la copia y que, aunque algunas son tan evidentes que nos moriríamos de vergüenza si algún amigo nos “trincara” con según qué sucedáneo de gafas de sol, otras están tan logradas que darían, al menos, para un par de capítulos de la nueva temporada de C.S.I. De lo que estoy seguro es que la mayoría de vosotros desconocéis que este negocio de ver, oír y copiar es más viejo que el “hilo negro”. De hecho, uno de los principales y más antiguos perjudicados por este asunto, fue el más famoso de los artesanos espaderos de Toledo, Julián del Rey.
Julián no nació con un pan debajo del brazo. Su padre, eran un humilde agricultor árabe que se las había visto y deseado para sacar adelante a sus siete hijos. Uno de ellos, viendo que las cosas se estaban empezando a poner feas de verdad para los seguidores del profeta, decidió emigrar a Granada. Y, dándose cuenta también de que el campo, al igual que ahora, da muchas cosas pero sobre todo disgustos, consiguió ser admitido en una fragua, como aprendiz. Julián debía de ser listo porque, a la edad en que ahora los jóvenes ni saben que quieren hacer, ni puñetera gana que tienen de saberlo, andaba ya templando espadas tan perfectas que en menos de tres años le dio para independizarse, para comprarse una cosa y para adquirir un SEAT “León” en el caso de que se hubiera inventado el automóvil. Años más tarde, pelín harto al parecer de los caprichos de Boabdil, volvió grupas hacía la península, se convirtió – al menos de boquilla - y se estableció en Toledo, en la llamada calle de Las Armas, que eran donde se agrupaban los maestros de todos los gremios que trabajaban el metal.
Pronto, viendo que su fama era tal que le llegaban gentes de toda la península para adquirir cascos, rodelas y, sobre todo, espadas, decidió apuntarse a eso de “la imagen de marca” y empezó a marcar el recazo de todos sus aceros con la silueta simplificada de un perrillo corriendo. En pocos años, los armeros de la ciudad alemana de Solingen intentaron hacer sombra a Julián y empezaron a comercializar espadas con la imagen de un lobo a la carrera de manera que, aunque en toda Europa se sabía que sus armas no eran más que el fruto de una vil falsificación, entraban a cientos en la península a bordo de carros de bueyes. Pero, al igual que en la actualidad, para según que cosas, el que puede no deja de permitirse ciertos caprichos y las espadas de Julián seguían en todo lo alto. El secreto mejor guardado del maestro toledado era la oración que rezaba para sí mientras sumergía la hoja en el agua, y que le servía como ayuda para controlar el tiempo de “enfriado” del acero, seguramente la parte más delicada del proceso creador de un arma blanca. A nadie extrañaba su celo, pues era habitual entre los artesanos de la época… más la reserva de Julián seguramente obedezca a otras razones. En más que probable que lo que murmurara para sus adentros no fuese precisamente el rosario sino una Sura del Corán que, de hacerse pública, le habría traído grandes complicaciones ante la Inquisición española.
Incluso Cervantes se acordó de las espadas del moro de Toledo:
“… y Don Quijote llevaba una simple espada y no las cortadoras del Perrillo.”