Es curioso comprobar la cantidad de circunstancias, ideas o personas que son algo en función de tal o cual cosa; quiero decir, a veces es más sencillo explicar a alguien, determinar su contenido es función de su negativo, de aquellos contra lo que luchó y que representan todo lo contrario. Estas intensas dualidades contrapuestas justifican, por sí solas, siglos enteros de historia y conocimiento: sabemos del leopardo gracias a la gacela, de los celtas por mor de los romanos, concebimos el renacimiento como una reacción violenta y natural contra la oscura edad media o al proletariado como la espada justiciera frente al capitalismo. Con las personas, estos antagonismos se acentúan: es imposible estudiar a Julio César sin reparar en Vercingetorix, A Felipe II separado de Isabel de Inglaterra o a Napoleón de Wellington. Naturalmente, hay ocasiones en que los personajes son tan irrelevantes que cuando se contraponen, más que ensalzarse mutuamente parecen aún más prescindibles e gratuitos, tal es el caso de cierto presidente de gobierno y de cierto líder de la oposición pero ¡no temáis!... me voy a ocupar de personalidades ciertamente más interesantes.
Salah Al-Din Yusuf Ibn Ayyub es el molón nombre con el que sus tropas – y la totalidad del pueblo musulmán – conocían a Saladino, espejo de todas las virtudes, caballeroso guerrero, magnífico estratega y, sobre todo, terrible quebradero para todo el occidente cristiano. Saladino, como Sadam Hussein, nació en Tikrit, en 1137 o 1138. Cuando murió – de muerte natural, no como su paisano... – se había convertido en el jefe militar más famoso que combatió contra los ejércitos cristianos en la Tercera Cruzada y, que duda cabe, en protagonista indiscutible de la misma.
En cierto sentido, Saladino nació con el pan debajo del brazo. Fue educado desde pequeño en el cultísimo ambiente de la corte oriental de la Siria árabe, donde, aparte de comer con cubiertos, fue instruido en el arte militar. Probablemente esto último se le diera de campeonato porque con solo veinte años fue promovido a jefe militar de la guarnición de Damasco, y cuatro años más tarde, volvió a Alepo como edecán de Nur al Din, el gobernante de la práctica totalidad de oriente medio. A la muerte de éste, Saladino lo vio claro: inmediatamente cubrió de tierra el cadáver del muerto, entonó aquello del “¡todos al suelo... !” y extendió su voluntad sobre Damasco, Alepo, la mayoría de Egipto y Mosul... y todo ello, teniendo sumo cuidado de no encontrarse con los ejércitos cristianos y chocando solo ocasionalmente con ellos. Lamentablemente para aquellos raciales seguidores de la cruz, este inteligente gesto de contemporización les provocó una impresión equivocada, llegando a tildar a Saladino de “cobarde mujerzuela”... Poco iban a tardar en comprobar que “Dino” avanzaba lento... pero seguro.
En 1187, una vez reunidas unas buenas decenas de miles hombres, Saladino tocó a rebato y emprendió una Yihad o guerra santa contra los estados cruzados, en particular contra la ciudad de Jerusalén, ocupada desde hacía años por los cristianos. Su campaña culminó, brillantemente, con la gran victoria de la batalla de Hattin, el 4 de julio, donde los cruzados fueron salvajemente caneados. Cinco después, caía Acre y para principios de septiembre la práctica totalidad de la costa de Palestina y oriente próximo estaba en manos de Saladino. Entonces, con los ejércitos cruzados dispersos o destrozados, dio media vuelta y exigió la capitulación de Jerusalén, que capituló el 2 de octubre.
A los países europeos, que hasta ese mismo momento solo se dedicaban al hermoso deporte de intentar partirse la crisma entre ellos, la pérdida de Jerusalén les sentó fatal así que no fue difícil posponer momentáneamente viejas rencillas y lanzar una formidable expedición militar dirigida por ¡ahí es nada! tres sandungueros reyes europeos: Ricardo corazón de león, Felipe II Augusto y Federico el Grande, alias “barbaroja”. Conviene aclarar aquí un punto que no carece de importancia; de esta terna, los dos últimos eran consolidados dirigentes e incluso veteranos cruzados. Ricardo – en ese momento Ricardo de poitou – solo asistía al espectáculo como conveniente complemento, toda vez que acudía como sustituto de su padre Enrique II que falleció sin poder cumplir su promesa de reconquistar los Santos lugares – si es que alguna vez tuvo intención de hacerlo.
Sin embargo, el papel asignado al inglés se tornó preponderante casi desde el principio. De camino hacía Tierra Santa, Federico el Grande se interno en un caudaloso rió con un curioso traje de baño... una armadura de casi 40 kilos. Naturalmente, en cuanto que un renuncio del caballo le hizo caerse de su montura, se sumergió de forma irremediable en aquellas frías aguas y fue imposible rescatarle. En cuanto a Felipe, lo mejor que se puede decir es que entre sus propias tropas tenía fama de “flojo” por lo que, como he dicho, a Ricardo le tocó el premio gordo casi por eliminación. Afortunadamente, pronto iba a demostrar que estaba a la altura de las circunstancias.
Nada más llegar, Richi the lion, que fomentaba entre sus tropas la humildad, el recogimiento y la abstinencia, quedó sobrecogido por la dejadez – por llamarla de alguna manera – en la que habían caido los cruzados que ya llevaban un tiempo en Tierra Santa. Cuando inspeccionó barracones y cuarteles vio caballos enfermos, armas sin afilar y una auténtica legión de concubinas y prostitutas que vivía cómodamente dentro de las dependencias de las propias fortalezas. En una de estas visitas animó a un escudero a que le mostrara su manejo de la espada... solo para escuchar horrorizado que no sabía manejarla; Ricardo, descorazonado, le forzó entonces a ensillar un caballo lo que el azorado joven hizo estupendamente...¡colocando la silla al reves!
Mientras Ricardo se recuperaba del pasmo, Saladino no descansaba. Su caballería, que era mucho más ligera y móvil que la cristiana – posiblemente para combatir el calor – se entrenaba a marchas forzadas para hacer frente a los conrois de caballeros con los que las tropas del Rey inglés solían empezar la batalla. Saladino no pudo hacer nada para evitar la nueva pérdida de Acre pero se dedicó a hostigar las caravanas de avituallamiento de los cruzados así como a su flota, impidiendo así una fluida llegada de provisiones. El 23 de agosto, Ricardo, tras ordenar una matanza de prisioneros musulmanes – vaya usted a saber porqué... – puso rumbo hacía el sur, guarnecido por compañías de arqueros y ballesteros, para defender y asegurar los puertos. Saladino, al acecho, se dedicaban a molestar todo lo posible a sus enemigos, con ataques nocturnos y continuos amagos que terminaron poniendo a los europeos al borde de un ataque de nervios. Una mañana, el musulmán ordenó a sus mejores arqueros acercarse lo suficiente para lanzar un masivo lanzamiento de flechas y desbaratar la caballería cristiana pero Ricardo, que era un zorro, tenía preparada una contestación a la altura de su rival; los caballeros cristianos desmontaron rápidamente y utilizaron sus caballos de parapeto hasta que las descargas moras amainaron. Cuando los musulmanes empezaron a estar faltos de saetas aparecieron escuderos a la carrera portando nuevos caballos, y los caballeros se lanzaron en una carga decidida y brutal que aunque no consiguió el embolsamiento masivo que pretendía, sorprendió a gran parte de los arqueros de Saladino desprotegidos, escabechando a gran parte de ellos.
Lamentablemente para los cristianos – y afortunadamente para Saladino – ambos ejércitos estaban cansandos, habrientos y faltos de suministros de toda especie... y este hecho motivó que ambos dirigentes se decidieran a emprender una bulliciosa correspondencia epistolar – no exitía el messenger... – en la que cada uno intentaba llevarse al otro a su terreno. Las conversaciones, que sin duda abarcaban todo tipos de asuntos geoestratégicos y políticos, empezaron a tratar de temas más personales y acabó surgiendo una cierta afinidad entre ellos, sin duda favorecida por el respeto con el que se trataban. Unas semanas más tarde se firmaba un tratado que establecía, amén de otras minucias, el libre peregrinaje de los cristianos al mismo Jerusalén. Saladino lo firmó enfermo y en medio de terribles estertores, muriendo semanas más tarde en Damasco. Eran finales de 1193.
Al igual que la relación entre estos dos magnificos personajes, la tercera cruzada acabaría en tablas. Y, ciertamente, cuando un combate acaba en tablas, puede considerarse sin lugar a dudas como una victoria para el defensor. Para acabar de complicar las cosas, en el camino de vuelta, Ricardo fue capturado por Leopoldo V, Duque de Ausburgo y entregado al emperador del Sacro Imperio. Ricardo sería liberado un año más tarde a cambio de un cuantioso rescate... solo para encontrarse de bruces con la conspiración entre Felipe – su antiguo aliado – y Juan sin Tierra – su taimado hermano, ese que hacía de león en la película de Disney. Tras más de cinco años defendiendo sus derechos moriría, en 1199, ante los muros de Chaluz, en Francia.
Ricardo era alto, apuesto y molón; tenía una tremenda fuerza física y era valiente hasta la temeridad. Por otro lado era obstentoso, con un peculiar sentido de la justicia, con escasa capacidad de abstracción y enormemente voluble. En cuanto a Saladino, a sus tremendas dotes militares unía una bien merecida fama de misericordioso y una enorme facilidad para combinar política y economía y, ciertamente, se le puede calificar de verdadero triunfador de la tercera cruzada al menos, en lo psicológico. En su relación, en sus vivencias y sufrimientos y, sobre todo, en sus cartas, se resume un siglo largo de odio e incomprensión de buena parte de la humanidad para con la otra. Ambos, cristianos y musulmanes, tentarían a la suerte cuatro veces más, con parecidos resultados.
¿Y las que quedan?