Elio se movía como una sombra entre los árboles, tan rápido como le permitían las escasas fuerzas que le quedaban. Llevaba tres días huyendo sin parar, resguardándose durante las horas de luz y avanzando en la oscuridad. Tenía marcas de la batalla por todo el cuerpo; lucía cortes en ambos brazos, había recibido un enorme golpe en la sien y la piel de ese lado de la cara se le estaba empezando a poner tumefacta. Un salvaje tajo de una espada germana le había alcanzado el hombro, atravesando la cota de malla y produciéndole una herida que no dejaba de sangrar. En la huida había perdido el casco, y se había desecho del escudo porque ralentizaba su avance. Sólo tenía su espada.
Siguió corriendo a través de un sendero por el que hacía mucho tiempo que no pasaba nadie, a juzgar por la maleza que había invadido el terreno del que un día la desalojaron, y llegó a un punto en el que el camino se bifurcaba. Eligió la opción de la derecha, avanzó un poco más y llegó a un claro. Uno de sus lados, estaba rodeado por un cortado de rocas de muchos pies de alto y cubierto de vegetación. Le pareció que era imposible de escalar. Al otro lado, se abría una zona pantanosa, con algún camino con mucho barro, por el que sería muy difícil avanzar corriendo; pero no tenía demasiadas opciones. Quería salir de ese maldito bosque.
Pero antes, descansaría, aunque fuera unos instantes; sentía que los pulmones le iban a reventar; la herida del hombro seguía sangrando y le producía un dolor que casi no le dejaba levantar el brazo. Se acercó a un enorme roble que se alzaba al pie del quebrado, apoyó en él su espalda, cerró los ojos y, por un momento, se sintió lejos de allí…
Lejos de ese condenado bosque en el que, tres días antes, una horda de germanos les arrinconó en un estrecho paso, les rodeó y les fue exterminando sin compasión, uno por uno. Recordaba como iban marchando tranquilamente cuando se escuchó un enorme clamor. Los asnos se pusieron a rebuznar como locos, y el suelo empezó a retumbar. Cuando Elio giró la cabeza en dirección a los gritos, vio miles de germanos corriendo hacia ellos, la mayoría enormes, algunos casi desnudos, vociferando sus antiguos cánticos de guerra como si estuvieran en trance. Intentó formar con sus compañeros de centuria para cargar contra los atacantes pero comprendió que iba a ser imposible. Con ellos iban muchas mujeres y personal no combatiente y el tren de bagajes no les dejaba maniobrar… Todo era confusión. Pronto, el empuje bárbaro les separó en grupos de diez, quince o veinte hombres. Iban a matarlos a todos.
Recordó cómo apenas le dio tiempo a ponerse el casco, cómo ni siquiera pudo sacar el escudo de su funda, antes de tener que levantarlo para parar el golpe de un enorme querusco y luego otro…y otro. Los guerreros saltaban por encima de los cadáveres de sus compañeros como si no les importara la muerte. ¡Dioses!, Germania estaba casi pacificada… ¿Por qué les atacaban ahora, de regreso a sus cuarteles? ¿No era Arminio un aliado de Roma?.
Todos sus compañeros habían caído. Flaco, su centurión, luchó valientemente con varios enemigos pero no pudo ver a un bárbaro que se le acercó por la espalda y que, de un golpe, casi le cercenó el brazo derecho. Entre varios, consiguieron tirarlo al suelo y una vez allí, fue una presa fácil. Le atravesaron varias veces con sus espadas. Elio no pudo llegar a tiempo para ayudarlo. Habían matado a Flaco, a su centurión, al que le había enseñado a pelear, a comportarse… ¡le había enseñado a ser un romano!... ¡Roma!, ¡Cuánto amaba a Roma…!. Por eso cuando vio que el aquilifer caía la emprendió a golpes con los enemigos que se interponían en su camino y consiguió llegar hasta él. Recogió el Águila de la Legión y luchando bravamente, consiguió llegar a la espesura y escapar de la masacre…
Súbitamente, un ruido le saco de su estado. Alzó la cabeza y vio dos enormes germanos enfrente de él pero… ¿de donde habían salido? Buscó con la mirada una explicación y al cabo de unos segundos acertó a ver un agujero en la maleza. Deberían haber venido por ahí. Tres días huyendo para morir ahora. Instantáneamente, recordó sus años de entrenamiento en Maguncia: tenía que quitar a uno de en medio cuanto antes. Si eran inteligentes, no le dejarían ninguna posibilidad. Uno de ellos salió corriendo hacia él. Mejor así, pensó… de uno en uno. El bárbaro alzó la gigantesca espada cortante y lanzó un enorme tajo de arriba abajo que falló su objetivo por poco, pues pasó rozando la cabeza de Elio. Pero la fuerza de su propio golpe lo desequilibró y su enorme cuerpo se venció hacia delante. El romano no tuvo más que desplazarse lateralmente y lanzarle una estocada en el torso. La hoja se hundió casi completamente mientras el gigante lanzaba un espantoso aullido de dolor y se desplomaba.
El segundo de ellos contempló la escena aparentemente sin inmutarse pero avanzó de manera mucho más cautelosa. No era tan impresionante como su compañero, pero parecía más listo. Se limitó a gritar mientras volvía su espalda contra el cortado y se preparaba para repeler el ataque del legionario. Este comprendió que si no cesaban los gritos, los compañeros del germano acabarían por oírle y vendrían en su ayuda, así que se lanzó contra él, pero su rival era listo y esquivaba bien sus ataques. En un momento del combate, sus espadas se alzaron al unísono, chocaron en el aire y los dos luchadores se agarraron mutuamente por las muñecas, cayendo al suelo. Empezaron a rodar, tratando cada uno de ponerse encima del otro, pero nadie conseguía imponerse hasta que Elio, deslizo su pierna bajo el vientre del bárbaro, y le lanzó, por encima suyo, hacia el pantano. Rápidamente se puso encima de él, le sujetó el brazo con una mano, su otro brazo con una de sus piernas y empezó a ahogarlo. El germano hacía desesperados esfuerzos para respirar pero tenía toda la cabeza bajo el agua y, unos momentos más tarde, estaba muerto.
Elio, salió del agua, e instintivamente se llevó la mano al costado: el germano había conseguido alcanzarle; tenía una herida de un palmo bajo el pecho, de la que manaba sangre abundantemente. De pronto, escuchó más gritos que venían del camino; Había más bárbaros. Elio cerró los ojos, apretó los puños y se dejo caer, de rodillas, al suelo. El dolor ya era insoportable pero aún tenía algo que hacer. Gateó hasta el borde del quebrado, agarró con fuerza el Águila de oro de su legión, pronunció unas palabras en voz baja, y la lanzó tan lejos como pudo, en dirección al pantano. En el momento en que el estandarte de oro se hundía en el agua, un grupo de bárbaros entró en el claro, y Elio expiró.
Fragmento del libro “La hija del árbol” – Terence Sallderd
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Siguió corriendo a través de un sendero por el que hacía mucho tiempo que no pasaba nadie, a juzgar por la maleza que había invadido el terreno del que un día la desalojaron, y llegó a un punto en el que el camino se bifurcaba. Eligió la opción de la derecha, avanzó un poco más y llegó a un claro. Uno de sus lados, estaba rodeado por un cortado de rocas de muchos pies de alto y cubierto de vegetación. Le pareció que era imposible de escalar. Al otro lado, se abría una zona pantanosa, con algún camino con mucho barro, por el que sería muy difícil avanzar corriendo; pero no tenía demasiadas opciones. Quería salir de ese maldito bosque.
Pero antes, descansaría, aunque fuera unos instantes; sentía que los pulmones le iban a reventar; la herida del hombro seguía sangrando y le producía un dolor que casi no le dejaba levantar el brazo. Se acercó a un enorme roble que se alzaba al pie del quebrado, apoyó en él su espalda, cerró los ojos y, por un momento, se sintió lejos de allí…
Lejos de ese condenado bosque en el que, tres días antes, una horda de germanos les arrinconó en un estrecho paso, les rodeó y les fue exterminando sin compasión, uno por uno. Recordaba como iban marchando tranquilamente cuando se escuchó un enorme clamor. Los asnos se pusieron a rebuznar como locos, y el suelo empezó a retumbar. Cuando Elio giró la cabeza en dirección a los gritos, vio miles de germanos corriendo hacia ellos, la mayoría enormes, algunos casi desnudos, vociferando sus antiguos cánticos de guerra como si estuvieran en trance. Intentó formar con sus compañeros de centuria para cargar contra los atacantes pero comprendió que iba a ser imposible. Con ellos iban muchas mujeres y personal no combatiente y el tren de bagajes no les dejaba maniobrar… Todo era confusión. Pronto, el empuje bárbaro les separó en grupos de diez, quince o veinte hombres. Iban a matarlos a todos.
Recordó cómo apenas le dio tiempo a ponerse el casco, cómo ni siquiera pudo sacar el escudo de su funda, antes de tener que levantarlo para parar el golpe de un enorme querusco y luego otro…y otro. Los guerreros saltaban por encima de los cadáveres de sus compañeros como si no les importara la muerte. ¡Dioses!, Germania estaba casi pacificada… ¿Por qué les atacaban ahora, de regreso a sus cuarteles? ¿No era Arminio un aliado de Roma?.
Todos sus compañeros habían caído. Flaco, su centurión, luchó valientemente con varios enemigos pero no pudo ver a un bárbaro que se le acercó por la espalda y que, de un golpe, casi le cercenó el brazo derecho. Entre varios, consiguieron tirarlo al suelo y una vez allí, fue una presa fácil. Le atravesaron varias veces con sus espadas. Elio no pudo llegar a tiempo para ayudarlo. Habían matado a Flaco, a su centurión, al que le había enseñado a pelear, a comportarse… ¡le había enseñado a ser un romano!... ¡Roma!, ¡Cuánto amaba a Roma…!. Por eso cuando vio que el aquilifer caía la emprendió a golpes con los enemigos que se interponían en su camino y consiguió llegar hasta él. Recogió el Águila de la Legión y luchando bravamente, consiguió llegar a la espesura y escapar de la masacre…
Súbitamente, un ruido le saco de su estado. Alzó la cabeza y vio dos enormes germanos enfrente de él pero… ¿de donde habían salido? Buscó con la mirada una explicación y al cabo de unos segundos acertó a ver un agujero en la maleza. Deberían haber venido por ahí. Tres días huyendo para morir ahora. Instantáneamente, recordó sus años de entrenamiento en Maguncia: tenía que quitar a uno de en medio cuanto antes. Si eran inteligentes, no le dejarían ninguna posibilidad. Uno de ellos salió corriendo hacia él. Mejor así, pensó… de uno en uno. El bárbaro alzó la gigantesca espada cortante y lanzó un enorme tajo de arriba abajo que falló su objetivo por poco, pues pasó rozando la cabeza de Elio. Pero la fuerza de su propio golpe lo desequilibró y su enorme cuerpo se venció hacia delante. El romano no tuvo más que desplazarse lateralmente y lanzarle una estocada en el torso. La hoja se hundió casi completamente mientras el gigante lanzaba un espantoso aullido de dolor y se desplomaba.
El segundo de ellos contempló la escena aparentemente sin inmutarse pero avanzó de manera mucho más cautelosa. No era tan impresionante como su compañero, pero parecía más listo. Se limitó a gritar mientras volvía su espalda contra el cortado y se preparaba para repeler el ataque del legionario. Este comprendió que si no cesaban los gritos, los compañeros del germano acabarían por oírle y vendrían en su ayuda, así que se lanzó contra él, pero su rival era listo y esquivaba bien sus ataques. En un momento del combate, sus espadas se alzaron al unísono, chocaron en el aire y los dos luchadores se agarraron mutuamente por las muñecas, cayendo al suelo. Empezaron a rodar, tratando cada uno de ponerse encima del otro, pero nadie conseguía imponerse hasta que Elio, deslizo su pierna bajo el vientre del bárbaro, y le lanzó, por encima suyo, hacia el pantano. Rápidamente se puso encima de él, le sujetó el brazo con una mano, su otro brazo con una de sus piernas y empezó a ahogarlo. El germano hacía desesperados esfuerzos para respirar pero tenía toda la cabeza bajo el agua y, unos momentos más tarde, estaba muerto.
Elio, salió del agua, e instintivamente se llevó la mano al costado: el germano había conseguido alcanzarle; tenía una herida de un palmo bajo el pecho, de la que manaba sangre abundantemente. De pronto, escuchó más gritos que venían del camino; Había más bárbaros. Elio cerró los ojos, apretó los puños y se dejo caer, de rodillas, al suelo. El dolor ya era insoportable pero aún tenía algo que hacer. Gateó hasta el borde del quebrado, agarró con fuerza el Águila de oro de su legión, pronunció unas palabras en voz baja, y la lanzó tan lejos como pudo, en dirección al pantano. En el momento en que el estandarte de oro se hundía en el agua, un grupo de bárbaros entró en el claro, y Elio expiró.
Fragmento del libro “La hija del árbol” – Terence Sallderd
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En el año 9 D.C., tres legiones romanas al mando de Varus, las XVII, XVIII y XIX, fueron atacadas en un lugar llamado Saltus Teotoburgensis, en plena Germania Magna. En total, casi veintecinco mil hombres. Solo sobrevivieron cuatrocientos. Druso recuperó dos de las Águilas ceremoniales de las legiones unos años después. La tercera nunca se encontró. Nunca se volvió a utilizar ninguno de esos números para otra legión y jamás se volvió a considerar la posibilidad de hacer de Germania otra provincia Romana.
Para conocer la historia completa id a..
Buenas noches...
4 comentarios:
¡Quintilio Varo!, devuélveme mis legiones...
Cuentan que el veterano alquilifer que la portaba, en medio de la batalla, viendo la situación desesperada y sin solución en que se encontaban los romanos, se adentró en los cienos que los rodeaban y allí, pasó a pasó, se adentró en los lodos hasta morir ahogado para que el águila, que había jurado custodiar, no fuera capturada.
Dicen que años después, Julio Cesar Claudiano, conocido como Germánico, estuvo allí y horrorizado pudo comprobar los restos de la emboscada, se alzaban altares en los que se sacrificaron a los desdichados que se hizo prisioneros, se observaban montones de huesos, aquí y allá, en pequeños grupos, sin duda de camaradas que se reunían para que su último suspiro fuera luchando hombro con hombro con sus hermanos de armas...
¡Que fabulosa joya de la arqueología mundial si se encontrase¡...
Casi quisiera uno adentrarse en la narración y ayudar a Elio a salvar el "aquila" y "despachar" con el gladius a unos cuantos germanos...
Gracias por el detalle :-)
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